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El juez se arrodilló y rogó a Dios, él, Jemubhai Popatlal el agnóstico, que había hecho un largo y duro viaje para echar por la borda los ruegos de su familia; él, que se había negado a lanzar al agua el coco y bendecir su travesía tantos años atrás en la cubierta del SS Strathnaver.

«Si me devuelves a Canija, reconoceré tu existencia en público, nunca volveré a negarte, le diré al mundo que creo en ti, en ti, si me devuelves a Canija…»

Luego se puso en pie. Estaba dando al traste con su educación, retrocediendo hacia el hombre supersticioso que hacía tratos, ofrecía sacrificios, se la jugaba con el destino, recurría al camelo, retaba a lo que estaba ahí arriba, fuera lo que fuese…

¡Demuéstrame si existes!

O de otra manera sabré que no eres nada.

¡Nada! ¡Nada! (mofándose).

Pero, por la noche, la idea volvió a abrirse paso en su mente.

¿Estaba pagando por haberse apartado de la fe en cierto momento de su vida? ¿Por pecados que ningún tribunal sobre la tierra podía juzgar?, aunque esto, bien lo sabía, no reducía su peso en la balanza, no los anulaba… Aun así, ¿quién podía estar vengándose de él? No creía en la divinidad iracunda, en una balanza que mantuviera el equilibrio. Claro que no. El universo no se ceñía a la justicia. Eso había creído por culpa de su propia presunción humana, hasta que averiguó la verdad.

Sin embargo pensó en su familia, a la que había abandonado.

Pensó en su padre, de cuya fuerza, esperanza y amor se había nutrido, sólo para volverse y escupirle a la cara. Luego pensó en cómo había repudiado a su esposa Nimi. A estas alturas, Bomanbhai Patel, el de la haveli delicadamente esculpida, había muerto, y un tío había usurpado el trono: la única desgracia de Bomanbhai -todo hijas, ningún hijo- se perpetuaba más allá de su existencia.


Los pensamientos del juez se remontaron al motivo exacto por el que había enviado a su esposa de vuelta a casa. Todo giraba sobre un incidente en particular.

Una mañana temprano en Bonda, un coche se detuvo y un grupo de mujeres brotó como un ramo de flores. La señora Mohan -la apasionada congresista- iba al volante y había visto a Nimi junto a la verja de la casa de Jemubhai. «Ay, señora Patel, venga a visitarnos, ¿por qué siempre nos da largas? ¡Esta vez no pienso aceptar un no por respuesta! Vamos a divertirnos un poco. Tiene que salir de casa de vez en cuando.»

Medio feliz, medio asustada, Nimi se había encontrado sobre el amplio regazo de una desconocida en el coche. Habían ido a la estación y tuvieron que aparcar lejos porque miles de personas se habían reunido para gritar y manifestarse: «¡Abajo el Raj británico!» Estuvieron allí un rato paradas y luego siguieron a una procesión de coches hasta una casa.

Ofrecieron a Nimi un plato con huevos revueltos y una tostada, pero no comió porque había demasiado barullo, demasiada gente, todos gritando y discutiendo. Intentó sonreírle a un niño, el cual tardó en recordar el funcionamiento de los músculos y le devolvió la sonrisa demasiado tarde.

Al cabo, alguien dijo: «Aprisa, el tren está a punto de partir, más vale que vayamos a la estación», y la mayor parte de la muchedumbre se marchó en tropel de la casa. Uno de los rezagados la llevó a su casa y ahí acabó el asunto.

– Somos parte de algo que pasará a la historia, señora Patel le dijo-. Hoy ha visto a uno de los hombres más importantes de la India.

¿Cuál era? Nimi no tenía idea.


El juez, que volvía de un viaje -cinco perdices, dos codornices y un ciervo anotados en su diario de caza-, había sido citado por el comisario del distrito e informado de la pasmosa noticia de que su esposa había formado parte del comité de recepción de Nehru en la estación ferroviaria del acantonamiento. Había comido huevos revueltos y tostadas con miembros destacados del Partido del Congreso.

No era el descrédito ya registrado contra Jemubhai, que impedía cualquier ascenso, lo que preocupaba al comisario, sino el bochorno que supondría para el propio comisario y toda la administración pública, que al fin y al cabo tenía -descargó el puño sobre la mesa- «¡una reputación, maldita sea!».

– No puede ser, señor. Mi esposa es una mujer muy tradicional. Es demasiado reservada, como usted sabe, para asistir al club. De hecho, nunca sale de casa.

– Pues esta vez ha salido, desde luego que ha salido. A las más tradicionales hay que vigilarlas estrechamente, señor Patel. No es tan tímida como usted cree: lo utiliza como señuelo. Me parece que no podrá desmentir este episodio, ya que tenemos corroboración de más de una persona. Confío en que ningún miembro de su familia… -una pausa- vuelva a hacer nada que ponga en peligro su carrera. Se lo advierto, Patel, como amigo.

Semblante poco amistoso. Singh detestaba a Jemubhai y detestaba a los gujaratis, muy especialmente a los Patel, siempre intentando sacar partido, como chacales.

Jemubhai regresó a casa por la carretera del canal. Le constaba la eficiencia de los soplones de la policía, pero no cesaba de apretar y aflojar la mandíbula: ¿cómo podía ser?

– La invité por amabilidad -adujo la señora Mohan al carearse con Jemubhai.

– Por malicia diabólica -rezongó él, furioso.

– Por picardía -observó el señor Mohan, e introdujo un mithai en la boca de su esposa para felicitarla, tan astuta era en cuestiones de política.

¿Qué diría Nimi?


Él estaba de espaldas cuando ella entró. Lentamente se preparó una copa, escanció un cruel destello de whisky escocés, cogió cubitos de hielo con pinzas plateadas en forma de garras, los dejó caer en el vaso. El hielo se agrietó y soltó vaho.

– ¿De qué se trata? -preguntó por fin, al tiempo que hacía girar los cubitos, con la misma expresión que si presidiera un tribunal, presto a seguir un minucioso proceso racional.

Tragó y el whisky le dejó el esófago medio paralizado. Luego el entumecimiento se disipó dando paso a una deliciosa emisión de calor.

Enumeró con los dedos de la mano libre:

1. ¿Eres una paleta?

Pausa.

2. ¿Eres una embustera?

Pausa.

3. ¿Te andas con estúpidos jueguecitos de mujer?

Pausa.

4. ¿Intentas ponerme furioso?

Larga larga pausa.

Luego, una frase viperina:

5. ¿O es que eres indeciblemente estúpida?

Al no responder ella, aguardó.

– ¿Cuál de las opciones? No pondremos fin a esta conversación hasta que contestes.

Espera más prolongada.

– ¿Cuál? ¡¿Eres una maldita estúpida?, te lo estoy preguntando!

Silencio.

– Bueno, tendré que colegir que se trata de todas las opciones al mismo tiempo. ¿¿Son todas al mismo tiempo??

Con un miedo que fue medrando a medida que pronunciaba las palabras, armándose del mismo valor que la noche de la borla de la polvera, ella lo desafió. Para sorpresa de los oídos pasmados de él y de sus propios oídos espantados, como si despertara para tener un momento de clarividencia antes de la muerte, Nimi dijo:

– El estúpido eres tú.

La golpeó por primera vez, aunque antes ya había tenido ganas y se había contenido. Le derramó el vaso por la cabeza, lanzó una jarra de agua contra aquel rostro que ya no le parecía hermoso, le llenó los oídos de soda burbujeante. Luego, al ver que no bastaba para aplacar su ira, le propinó puñetazos, levantando los brazos para descargarlos sobre ella una y otra vez, rítmicamente, hasta que sus manos quedaron agotadas. Al día siguiente notaría agujetas en los hombros como si hubiera estado cortando leña. Incluso cojearía un poco, con la pierna dolorida de soltarle puntapiés.

– ¡Estúpida zorra, sucia zorra! -Cuanto más la insultaba, más fuerte le pegaba.

Por la mañana los manchurrones amoratados contrastaban desastrosamente con una escena de satisfecha moderación: huevos pasados por agua en hueveras de porcelana, té calentito en la tetera, el periódico. Los moratones tardaron semanas en desaparecer. Diez huellas dactilares azules y negras marcadas en el brazo, un nubarrón de tormenta acechando en el costado donde se había golpeado contra la pared, una nube sorprendentemente difusa para un empujón tan fuerte y preciso.

La ira, liberada como un genio de la lámpara, ya no remitiría. Cuanto más callaba ella, más fuerte gritaba él, y si ella protestaba era peor. Nimi no tardó en comprobar que, hiciera lo que hiciese o dejara de hacer, el resultado era más o menos el mismo. El odio de su marido era una criatura con voluntad propia; crecía y se extinguía, reaparecía a placer, y en Nimi buscaba únicamente su justificación, su perfección. En sus momentos de mayor pureza, Jemubhai alcanzaba a imaginarse matándola.

Llegado a ese punto se tornó circunspecto, meticuloso en los demás aspectos de su vida -su trabajo, su baño, su manera de peinarse-, inquieto al comprender lo fácilmente que podría perder el control y arruinar su carrera por culpa de un acto de violencia definitivo.


La primavera llegó a Bonda con colores de una limpidez lechosa; orugas, lagartos y ranas recién nacidos brincaban y se arrastraban en su adorable pequeñez. Ya no podía soportar su rostro, así que le compró un billete para enviarla de regreso a Gujarat.

– No puedo ir -dijo Nimi, despertando de su estupor. Podía encajarlo por lo que respectaba a sí misma, de hecho sería como un bálsamo, un lugar oscuro donde esconderse, pero con respecto a su familia, bueno, imaginar siquiera la vergüenza que pasarían por motivo suyo le resultaba insoportable.

– Si no te envío de vuelta -repuso él, en un tono casi cariñoso-, voy a matarte. Y no quiero ser culpable de un crimen semejante, así que debes irte.

Seis meses después llegó a Bonda un telegrama que anunciaba el alumbramiento de un bebé.

Esa noche Jemubhai se emborrachó, pero no de alegría. Sin ver a la criatura, estaba seguro del aspecto que tendría: rojo como una ampolla, ululando como una tetera, derramando líquidos y rezumando ondas de calor y furia.

Lejos de allí, Nimi contemplaba a su hija dormir plácidamente. En aquellos primeros meses de vida, la paz parecía arraigar con firmeza en su carácter.


«Tu esposa está lista para volver. Ya ha descansado», le escribió el tío de Nimi, esperanzado. Había malinterpretado la razón del regreso a casa de su sobrina, achacándola a la preocupación de Jemubhai por la salud de su mujer, ya que, después de todo, era apropiado que una hija regresara para el nacimiento de un primer hijo. Esperaban que aquella criatura trajera al padre de vuelta a su comunidad. Ahora era influyente, podía ayudarlos a todos.


Jemu envió dinero con una carta. «No sería conveniente -contestó-. Mi trabajo me ocupa todo el tiempo y me exige viajes constantes…»

El tío echó a Nimi. «Eres responsabilidad de tu marido -le dijo, furioso-. Vuelve. Tu padre te dio una dote cuando te casaste: ya tienes tu parte y no es propio de las hijas volver a reclamar nada después de eso. Si has hecho enfadar a tu marido, ve a pedirle perdón.»

Vuelve a casa, por favor, querida mía, preciosa.

Nimi vivió el resto de su vida con una hermana que no había alcanzado tanto éxito ni una posición tan destacada. A su cuñado le amargaba cada bocado que tragaba Nimi. Permanecía atento a cualquier indicio de que estuviera engordando gracias a sus generosos cuidados.


Llegó el padre de Jemubhai para suplicarle.

– El honor de nuestra familia ha quedado por los suelos. Suerte que Bomanbhai murió, gracias a Dios. Es el escándalo de la ciudad.

– ¿Por qué dices eso? -repuso su hijo-. Ése es el argumento del tonto del pueblo. Nimi no es apropiada para ser mi esposa.

– Fue un error enviarte al extranjero. Te has convertido en un desconocido para nosotros.

– ¡Fuiste tú el que me envió, y ahora vienes a decirme que fue un error! Qué bonito. -Había sido reclutado para conducir a sus compatriotas a la era moderna, pero sólo podría hacerlo cortando los vínculos que lo unían a ellos, o le vendrían con reproches, señalando la mentira en que se había convertido.


Su padre sólo se quedó dos noches. No hablaron mucho tras la primera conversación, y Jemubhai no se interesó por nadie en Piphit, consciente de que habría sido una mofa hacerlo. Pero cuando se fue su padre, Jemubhai quiso darle algo de dinero, en un desaliñado intento de que cambiara de manos. No lo aceptó, volvió la cara y subió al coche. El juez tuvo la sensación de que debía llamarlo, iba a hacerlo, las palabras empezaron a brotar de su garganta, pero no tenía nada que decir y el chófer se llevó a su padre de regreso a la estación donde, no mucho tiempo atrás, Nimi, sin ella saberlo, había visto a Nehru.


Estalló la guerra en Europa y la India, incluso en los pueblos, y las noticias de que el país se desintegraba llenaron los periódicos; casi un millón de personas murió en los disturbios, entre tres y cuatro millones en la hambruna de Bengala, trece millones fueron desahuciados; el nacimiento de la nación había quedado ensombrecido. Parecía apropiado.

El juez se afanó más que nunca en su trabajo. La marcha de los británicos dejó tal vacío de poder que todos los miembros indios de la Administración Pública ascendieron a los puestos más destacados, al margen de la postura que hubieran adoptado en el movimiento de independencia, al margen de su talento o experiencia.

En algún momento de aquellos años oscuros llegó un segundo telegrama, el telegrama precedente al telegrama que anunciaba la llegada inminente de Sai a Cho Oyu.

Una mujer había muerto al prenderse fuego con una estufa.

Ah, qué país éste, exclamó la gente, encantada de poder recurrir a las frases de siempre, donde la vida humana valía tan poco, donde había unos estándares tan chapuceros, donde las estufas se fabricaban mal y los saris baratos prendían tan fácilmente…

… como una mujer a la que querías muerta o…

… bueno, como una mujer que quería matarse…

… sin testigo alguno, sin razón alguna…

… tan sencillo, un movimiento de la mano…

… y para la policía, un caso tan sencillo, apenas otro movimiento rápido de la mano…

… las rupias pasaron con un movimiento bien lubricado de una mano a otra…

– Gracias, señor -dijo el policía.

– No hay de qué -dijo el cuñado.

Y en un abrir y cerrar de ojos cualquiera podría haber pasado por alto todo el asunto.

El juez prefirió pensar que había sido un accidente.

Las cenizas no tienen peso, no revelan ningún secreto, se elevan demasiado livianas para la culpa; demasiado livianas para la gravedad, se remontan hacia las alturas y, por suerte, desaparecen.

Aquellos años fueron borrosos para muchos, y cuando los dejaron atrás, agotados, el mundo entero había cambiado, había brechas en todo -lo ocurrido en sus propias familias, lo ocurrido en otras partes, la obscenidad propagada por todas partes como una epidemia en un mundo ahora lleno de tumbas sin nombre-, así que no volvieron la vista, porque no podían permitirse examinar el pasado. Debían aferrarse al futuro con todo lo que tenían.

Jemubhai aprendió algo esencial: un ser humano puede transformarse en cualquier cosa. Era posible olvidar y, a veces, esencial hacerlo.


Ahora Jemubhai se preguntaba si habría matado a su esposa en aras de unos ideales falsos. La había despojado de su dignidad, había avergonzado a su propia familia, avergonzado a la de ella, la había obligado a encarnarse en la humillación de todos ellos. Ni siquiera ellos podían aceptarla, y su vida sólo podía resultar inútil después de aquello, y la hija que habían tenido sólo podía ser inútil y absurda. Condenó a la niña a los internados de los conventos, aliviado cuando alcanzó una nueva cota de inutilidad y absurdidad al fugarse con un hombre criado en un orfanato. Ni siquiera sus parientes esperaban que volviera a prestarle la menor atención…

No había sentido ningún cariño por su mujer, pero eso no era excusa, ¿verdad?

Entonces recordó un momento mucho tiempo atrás cuando sí había sentido cariño por ella. Tenía veinte años, ella catorce. El lugar era Piphit e iban en bicicleta, descendiendo gloriosamente por una pendiente entre boñigas de vaca.


Sai había llegado muchos años después, y aunque él nunca reconoció debidamente el hecho ante sí mismo, era consciente de que un sistema de justicia no reconocido empezaba a liquidar sus deudas.


– Canija -se le astilló la voz-. Graciosilla mía. Traviesilla mía. Traviesilla graciosilla mía. -Fue en su busca por las montañas.

… Acompañado por Sai y el cocinero.


Al desaparecer Canija, Sai, que había ocultado el dolor producido por la pérdida de Gyan primero en un resfriado y luego en la locura de las laderas, encontró un escondite tan perfecto que hasta ella misma dejó de tener claro el origen de su desdicha. «Cani Canija Chuletilla de cordero», se desgañifaba a la tirolesa de una manera en la que nunca se hubiera atrevido a proclamar en público su propia infelicidad. Se sentía agradecida por la grandeza de aquel paisaje, seguía caminando en un intento de recobrar el horizonte, pues se sentía como si el espacio que se le había legado al final de un romance que tan amplia perspectiva prometía… bueno, era inexistente. La tristeza era de lo más claustrofóbica.

El cocinero también caminaba, gritando «CANIJILLA», la preocupación por su hijo enguantada en la desaparición de Canija: «CANIJILLA.» Le estaba hablando a su destino: tenía la mano tendida, la palma abierta, pero la carta no había llegado.

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