44

Los incidentes terribles se prolongaron a lo largo del invierno y una primavera florida, el verano, luego la lluvia y el invierno de nuevo. Las carreteras estaban cerradas, había toque de queda todas las noches, y Kalimpong estaba atrapada en su propia locura. No se podía abandonar la ladera de las montañas; nadie salía de casa si podía evitarlo, se quedaba encerrado y parapetado.

Ser un nepalí reacio a participar era malo. El vigilante de Metal-Box había sido golpeado, obligado a repetir «Jai gorkha», y arrastrado hasta el templo de Mahakala para hacer un juramento de lealtad a la causa.

No ser nepalí era peor.

Si eras bengalí, gente a la que habías conocido desde siempre te negaba el saludo por la calle.

Ni siquiera los biharis, tibetanos, lepchas y sikkimeses te saludaban. Ellos, los bancos de peces sin importancia de una población minoritaria, los pequeños grupos sin autoridad que podían verse atrapados en cualquier red, querían dejar a los bengalíes en el bando opuesto al suyo en la polémica, los definían como el enemigo.

– Todos estos años -dijo Lola- he estado comprando huevos en esa tienda de Tshering calle abajo, y el otro día me miró a la cara y me dijo que no le quedaba ninguno. «Pero si veo la cesta ahí mismo, ¿cómo puedes decir que no te quedan?», le dije. «Ya están vendidos», me contestó.

»Hola, Pem Pem, exclamé cuando salía, al ver que entraba la hija de mi amiga la señora Thondup. -Apenas unos meses atrás Lola y Noni habían sido agasajadas con refinadas cortesías en su casa que las habían remitido a otra clase de vida en otro lugar, huevos de codorniz con brotes de bambú, gruesas alfombras tibetanas bajo sus pies desnudos-. Pero Pem Pem me dirigió una mirada suplicante y avergonzada y pasó por mi lado a toda prisa. Así pues, de repente estoy en el bando equivocado, ¿no? -añadió Lola-. No hay nadie que no te abandone.

En la cornisa a los pies de Mon Ami, entre la hilera de chozas ilegítimas, las hermanas habían visto un pequeño templo con una bandera roja y dorada, lo que garantizaba que, pasara lo que pasase, por los siglos de los siglos, ninguna autoridad -la policía, el gobierno, nadie- se atrevería a poner en tela de juicio la legitimidad del requisamiento de esas tierras. Los propios dioses habían dado ya su bendición. Estaban surgiendo pequeños santuarios por todo Kalimpong, contiguos a construcciones prohibidas por el municipio: una genialidad por parte de los que ocupaban las tierras. Y los intrusos hacían derivaciones de las líneas de teléfono, las tuberías de agua y las líneas eléctricas en batiburrillos de conexiones clandestinas. Los árboles que habían proveído a Lola y Noni de peras, tantas que echaban pestes («¡Compota de peras con nata, compota de peras con nata todos los días, maldita sea!»), habían sido despojados de la noche a la mañana. La parcela de brócoli había desaparecido, y el área cercana a la verja se estaba utilizando como letrina. Los niños se disponían en hileras para escupir a Lola y Noni a su paso, y cuando un perro de los intrusos mordió a Kesang, su criada, ella se puso a gritar: «¡Mirad, vuestro perro me ha mordido, ahora tengo que ponerme aceite y cúrcuma en la herida para no morir de una infección!»

Pero ellos se limitaron a reír.


Los muchachos del FLNG habían quemado la residencia del gobierno junto al río, más allá del puente donde el padre Booty había fotografiado la mariposa con lunares. De hecho, estaban ardiendo búngalos de inspección forestal por todo el distrito, desde cuyas verandas generaciones de funcionarios públicos habían admirado la serenidad, la paz angélica que planeaba sobre el amanecer y el crepúsculo en las montañas.

El tribunal de distrito fue quemado, así como la residencia de la sobrina del primer ministro. Detonaciones provocaban corrimientos de tierra mientras la negociaciones no iban a ninguna parte. Kalimpong se transformó en una ciudad fantasma, donde el viento merodeaba por las calles melancólicas y la basura revoloteaba sin estorbos. Fueran cuales fuesen los objetivos que hubiera podido tener el FLNG, se les habían ido de las manos por completo; en aquellos tiempos, hasta la ira de un solo hombre parecía suficiente para incendiar la ladera.


Las mujeres se apresuraban por los caminos. Los hombres temblaban en casa por miedo a que los detuvieran y torturaran con cualquier excusa, acusados por el FLNG de ser informadores de la policía, acusados por la policía de ser militantes. Era peligroso conducir incluso para aquellos que tenían permiso, pues un coche no era más que una trampa; rodeaban los vehículos y los robaban; podían ir más ligeros a pie, ocultarse en la jungla al oír indicios de peligro, vadear los jhoras y llegar a casa por los senderos. De todas maneras, trascurrido un tiempo, ya no quedaba combustible porque los muchachos del FLNG lo habían desviado todo, y los surtidores estaban cerrados.


El cocinero intentaba tranquilizarse repitiendo: «No pasará nada, sólo se trata de una mala época, el mundo sigue un ciclo, ocurren desgracias que quedan atrás y luego las cosas vuelven a ir bien…» Pero su voz tenía más de súplica que de convicción, más de esperanza que de sabiduría.

Después de aquello -después del robo de las armas y la manifestación, después de que constatara la fragilidad de su vida allí en tanto que no nepalí- no conseguía serenarse; no había nadie, nada, salvo una siniestra presencia al acecho: seguro que aguardaba algo peor a la vuelta de la esquina. ¿Dónde estaba Biju, dónde? Cualquier sombra lo asustaba.

De manera que, por lo general, era Sai quien iba al mercado, donde seguían echadas las contraventanas, en busca de una tienda con la puerta trasera entornada a guisa de indicación de que se realizaban rápidas transacciones a hurtadillas, o un cartón colocado en la ventana de una choza para anunciar que alguien vendía un puñado de cacahuetes o unos pocos huevos.

Salvo por las escasas compras que realizaba Sai, se alimentaban casi enteramente del jardín. Por primera vez, los habitantes de Cho Oyu comían los auténticos alimentos de la ladera de la montaña. Dalda saag, con flores rojas y hojas lisas; bhutiya dhaniya, que crecía copiosa en torno a la caseta del cocinero; zarcillos tiernos de calabaza o calabacín; brotes de helecho ningro abarquillados, queso churbi y brotes de bambú vendidos por mujeres que aparecían entre los arbustos del bosque con el queso envuelto en hojas de helecho y las rajas amarillas del bambú en cubos de agua. Tras las lluvias se abrieron paso las setas, dulces como el pollo y gloriosas como el Kanchenjunga, enormes, desplegándose en abanico. La gente cogía setas de ostra en el jardín abandonado del padre Booty. Durante una temporada su aroma, al ser cocinadas, infundió a la ciudad un sorprendente aire de abundancia y holgura.


Un día, cuando llegó Sai a casa con un kilo de atta húmedo y unas patatas, se encontró en la galería con dos personas que suplicaban al cocinero y el juez.

– Por favor, sahib… -Eran de nuevo la esposa y el padre del hombre torturado.

– No, no -dijo el cocinero, horrorizado al verlos-, baap re, ¿a qué venís aquí? -Aunque ya lo sabía.

Eran los empobrecidos, quienes caminaban sobre una línea tan fina que ni siquiera estaba claro si existía, una línea imaginaria entre los insurgentes y la ley, entre ser robados (¿quién iba a prestarles oídos si acudían a la policía?) y ser detenidos como chivos expiatorios de crímenes ajenos.

Eran los más hambrientos.

– ¿Por qué vienes aquí a causar problemas? Ya te dijimos que no tuvimos nada que ver con que la policía detuviera a tu marido. No fuimos nosotros quienes lo acusaron y golpearon… Si nos lo hubieran dicho, habríamos ido a atestiguar que él no era el hombre, pero no se nos informó… ¿Qué deuda tenemos con vosotros? -arguyó el cocinero, pero les estaba dando el atta que había traído Sai.

– No les des nada -gruñó el juez, y continuó con su partida de ajedrez.

– Por favor, sahib -le rogaron con las manos entrelazadas y la cabeza gacha-. ¿Quién va a ayudarnos? No podemos vivir sin nada que comer. Seremos sus siervos por siempre jamás… Dios se lo pagará… Dios le recompensará…

Pero el juez se mostró inflexible.

Una vez más, cuando los despacharon como ganado, se sentaron al otro lado de la verja.

– Jao jao -intentó ahuyentarlos el cocinero, aunque sabía que necesitaban descansar antes de caminar otras cinco o seis horas a través del bosque hasta su pueblo.

Una vez más se desplazaron y se sentaron lo bastante lejos como para no ofender. Una vez más vieron a Canija, que tenía el morro pegado al punto de donde emanaba su tufillo preferido, ajena a todo lo demás. De pronto se le alegró la cara a la mujer, que dijo:

– Si vendes un perro de esa raza, puedes sacar mucho dinero…

Canija continuó en lo suyo sin enterarse de nada. De no haber estado allí el juez, podrían haber intentado llevársela.


Unos días después, cuando los de Cho Oyu habían vuelto a olvidar a aquellas dos personas sin importancia -si bien molestas-, éstas volvieron a aparecer.

Pero no fueron a la verja, sino que se ocultaron en el barranco del jhora y esperaron a que Canija, la sibarita en olores, saliera a hacer su ronda diaria por la propiedad. Redescubrir aromas y realzarlos era un arte en constante evolución. Estaba ocupada con uno de los más añejos entre sus preferidos, mejorado con el tiempo, que hacía aflorar ciertas honduras y facetas de su personalidad, tan absorta que no reparó en los intrusos que se acercaron por detrás y se le echaron encima.

Sorprendida, lanzó un gañido, pero de inmediato le sujetaron el hocico con manos curtidas por el trabajo físico.

El juez se estaba dando su baño con ayuda de un balde, el cocinero estaba batiendo mantequilla, Sai yacía en la cama susurrando con malevolencia: «Gyan, malnacido, ¿crees que voy a llorar por ti?» No vieron ni oyeron nada.

Los intrusos cogieron a Canija en volandas, la ataron con una cuerda y la metieron en un saco. El hombre se echó el saco a la espalda y la llevaron por la ciudad sin despertar la menor sospecha. Rodearon la falda de la montaña, luego descendieron y cruzaron el Relli y las tres cumbres que ondeaban como un océano verde azulado, hasta una aldehuela lejos de cualquier camino asfaltado.

– No nos encontrarán, ¿verdad? -le preguntó el suegro a su nuera.

– No vendrán caminando tan lejos, y aquí no se puede llegar en coche. No saben cómo nos llamamos, no conocen nuestro pueblo, no nos hicieron ninguna pregunta.

Estaba en lo cierto.

Ni siquiera la policía se había molestado en averiguar cómo se llamaba el hombre al que habían dejado ciego a golpes. No era probable que se preocuparan por buscar un perro.

Canija estaba sana, observaron al pellizcarla a través del saco; rolliza y lista para proporcionarles un dinerillo. «O quizá podríamos utilizarla para que críe, y luego vender los cachorros…» (No sabían, claro, que un veterinario itinerante la había esterilizado tiempo atrás, cuando empezó a despertar los ardores de toda suerte de taimados gandules en la ladera, mimosos perros perdidos, intrigantes perros señoritos…)

– ¿La dejamos salir del saco?

– Más vale que la tengamos ahí metida por ahora. Seguro que empezaría a ladrar.

Загрузка...