Oh, abuelo más lagarto que humano.
Perro más humano que perro.
El rostro de Sai del revés en su cuchara sopera.
A modo de bienvenida, el cocinero había modelado el puré de patatas para darle forma de automóvil, recordando una habilidad olvidada mucho tiempo atrás, cuando, sirviéndose de la misma simpática técnica, había hecho castillos de celebración con banderitas de papel, pescado con grandes aros en la nariz, puerco espines con púas de apio, gallinas con huevos auténticos detrás para conseguir un efecto cómico.
Este automóvil tenía ruedas de rodajas de tomate y adornos laminados con viejísimos pedacitos de papel de aluminio que el cocinero trataba como un metal precioso. Los lavaba, secaba, utilizaba y reutilizaba hasta que se desmenuzaban en migajas de oropel, pero ni siquiera entonces los desechaba.
El coche estaba en medio de la mesa, junto con chuletas de cordero en forma de remos, judías verdes anegadas y la pella de una coliflor cubierta de salsa de queso, con aspecto de cerebro amortajado. Todos los platos despedían furiosas volutas de vapor y delante de la cara de Sai se condensaban cálidas nubes con aroma a comida. Cuando el vapor se despejó un poco, echó otro vistazo a su abuelo en el extremo opuesto de la mesa y a la perra en otra silla a su lado. Canija estaba sonriente -la cabeza ladeada, la cola martilleando el asiento-, pero, por lo visto, el juez no se había apercibido de la llegada de Sai. Era una figura apergaminada con camisa blanca y pantalones negros con una hebilla lateral. Las prendas estaban desgastadas pero limpias, planchadas por el cocinero, que aún lo planchaba todo: pijamas, toallas, calcetines, ropa interior y pañuelos. Su cara parecía distanciada por causa de lo que aparentaba ser polvo blanco sobre la piel oscura, ¿o no era más que el vaho? Y rezumaba un tenue aroma antibiótico a colonia, más parecida a líquido conservante que a perfume. Había más que un indicio de reptil en el declive de su rostro, la amplia frente sin pelo, la nariz introvertida, la barbilla introvertida, su ausencia de movimiento, su ausencia de labios, la mirada fija. Como cualquier otra persona mayor, parecía no haber viajado hacia delante en el tiempo sino haberse remontado muy atrás. Con el oído atento a lo prehistórico, prestando atención al infinito, semejaba una criatura de las Galápagos contemplando el océano.
Al cabo, levantó la mirada y la posó fijamente en Sai.
– Bien, ¿cómo te llamas?
– Sai.
– ¿Sai? -repitió contrariado, como si una insolencia lo hubiera enfurecido.
La perra estornudó. Tenía un morro elegante, un copete de nobleza en la nuca, el pelaje fruncido a modo de pantalones bombachos, la cola con un elaborado ribete de flecos.
Sai nunca había visto un perro tan bonito.
– Tu perra es como una estrella de cine -dijo.
– Quizá una Audrey Hepburn -reconoció el juez, que hizo lo posible por no demostrar lo mucho que le agradaba el comentario-, pero desde luego no una de esas chillonas figuras en los pósteres del bazar. -Cogió la cuchara-. ¿Dónde está la sopa?
El cocinero estaba tan entusiasmado con el coche de puré de patatas que la había olvidado.
El juez dejó caer el puño. ¿La sopa después del plato principal? La rutina se había alterado.
De pronto la tensión eléctrica bajó de intensidad, como de acuerdo con la desaprobación del juez, y la bombilla empezó a zumbar como la luciérnaga panza arriba a ras de la mesa, molesta por aquel voltaje insípido que no podía inducir una reacción kamikaze. El cocinero ya había apagado las demás lámparas de la casa para acumular en aquélla la escasa energía, y bajo esa luz oscilante, eran cuatro sombras chinescas de un cuento de hadas vacilantes sobre el enlucido grumoso de la pared: un hombre lagarto, un cocinero cheposo, una doncella de exuberantes pestañas y un perro lobo de larga cola…
– Tengo que escribirle al necio del intendente de subdivisión -dijo el juez-. ¡Aunque no servirá de nada! -Ayudándose del cuchillo, dio la vuelta encima de la mesa a la luciérnaga, que dejó de zumbar, y Canija, que había estado observando el insecto con gesto asustado, lo miró como una esposa llena de adoración.
El cocinero trajo dos cuencos de sopa de tomate acre y picante, mientras murmuraba:
– A mí nunca se me agradece nada… Hay que ver con lo que tengo que lidiar, y ya no soy joven ni tengo salud… Es terrible ser un hombre tan pobre, terrible, terrible, terrible…
El juez cogió una cuchara de un cuenco de crema y con un golpe de muñeca lanzó un grumo blanco al rojo.
– Bueno -le dijo a su nieta-, uno no debe molestar al otro. Uno ha tenido que contratar un tutor para ti, una señora colina abajo, no puedo permitirme un colegio de monjas. ¿Por qué iba a meterme en el negocio de cebar a la Iglesia…? Está muy lejos, de todas maneras, y uno ya no dispone del lujo de un transporte, ¿verdad? No puedo enviarte a una escuela del gobierno, supongo… Saldrías hablando con el acento que no conviene y hurgándote la nariz…
Luego la luz menguó hasta un mero filamento, tenue como el primer milagro de Edison sujeto entre las delicadas pinzas de alambre en la esfera de vidrio de la bombilla. Resplandeció en una postrera medialuna azul y por fin se apagó.
– ¡Maldita sea! -exclamó el juez.
En su cama esa misma noche, Sai yacía bajo un mantel, ya que las últimas sábanas se habían desgastado mucho tiempo atrás. Alcanzó a sentir la presencia henchida del bosque, a oír el golpeteo de nudillos hueros de bambú, el sonido del jhora que se adentraba en la escotadura de la montaña. Sofocado por los ruidos de la casa durante el día, crecía al anochecer para cantar con voz pura en las ventanas. La estructura de la casa parecía frágil en el equilibrio de la noche, cascabillo apenas. El tejado de hojalata castañeteaba al viento. Cuando Sai movió el pie, sus dedos atravesaron en silencio la tela descompuesta. Tuvo la espantosa sensación de haber entrado en un espacio tan grande que se remontaba hacia el pasado y se proyectaba hacia el futuro.
De pronto, como si se hubiera abierto una puerta secreta al alcance de su oído, cobró conciencia del sonido de mandíbulas microscópicas que molían lentamente la casa reduciéndola a polvo, un sonido tan estrechamente unido al aire que resultaba difícil de detectar, pero, una vez identificado, adquiría proporciones monumentales. En ese clima, según llegaría a averiguar, la madera sin tratar podía estropearse en una estación.