El cielo sobre Manhattan era un desbarajuste, con cantidad de cosas, ramas y palomas y nubes coloreadas de una extraña luz amarillenta. El viento soplaba con fuerza y los pompones rosa de los cerezos en Riverside Park se mecían susurrantes contra la mezcla inestable.
La inquietud provocada por la llamada de Biju a Kalimpong ya no era algo en la boca del estómago: había crecido tanto que lo había engullido.
Había intentado telefonear al día siguiente y al otro, pero ahora la línea estaba interrumpida del todo.
– Más disturbios -dijo el señor Iype-. Seguirá así una temporada. Gente muy violenta, todos esos que van de militares…
A lo largo del Hudson, grandes olas eran arrancadas de cuajo y pulverizadas por el viento que soplaba racheado río arriba.
– Fíjate. Se está poniendo bíblico que te cagas -comentó alguien a su lado junto a la barandilla-. Como el puto Job. ¿Por qué? ¿Por qué?
Biju continuó un trecho siguiendo la barandilla, pero el hombre también se desplazó.
– ¿Sabes cuál es el auténtico nombre de este río? -El rostro abotargado de McDonald's, cabello ralo, era como tantos otros en aquella ciudad, una persona loca e inteligente que iba de acampada a la librería Barnes & Noble. El vendaval cogió sus palabras y las lanzó lejos de allí; llegaron a oídos de Biju curiosamente abreviadas, de camino hacia otra parte. El hombre volvió su rostro hacia Biju para evitar que el viento cercenara así su conversación-. Muhheakunnuk, Muhheakunnuk, el río que fluye en ambos sentidos -añadió con un elocuente movimiento de cejas-, en ambos sentidos. Ése es su puto nombre en realidad. -Las palabras se derramaban de su cara acompañadas de saliva. Sonreía y babeaba a causa de la información, engullendo y derrochando al mismo tiempo.
Pero entonces, ¿cuál era el nombre falso? Biju no poseía nombre alguno para aquellas aguas negras. No formaban parte de su historia.
Y entonces llegó la puta Moby Dick. El río lleno de putas ballenas muertas. Los putos cadáveres eran remolcados río arriba, pulverizados en las putas fábricas.
– Aceite, ¿sabes? -dijo con una intensa frustración-. Siempre ha sido el puto combustible. Y ropa interior. -Movimiento de cejas y rociada de saliva-. ¡¡Corsés!! -exclamó de pronto.
– No hablo inglés -dijo Biju haciéndose bocina con las manos, y se alejó de allí a toda prisa.
«No hablo inglés.» Siempre se lo decía a los locos que entablaban conversaciones en esa ciudad, a los vagabundos desagradables e irascibles y los tipos de la Biblia vestidos con recargados trajes y sombreros adquiridos de oferta en algún sótano, al acecho en las esquinas, que hacían ejercicio físico y moral persiguiendo a los infieles. Devotos de la Iglesia de Cristo y la Santa Sión, conversos que repartían panfletos con noticias -actualizadas con cifras en millones de dólares- de las actividades del diablo: «SATANÁS ESTÁ ESPERANDO PARA QUEMARTE VIVO -proclamaban los titulares-. NO TIENES TIEMPO QUE PERDER.»
En cierta ocasión lo había abordado un harekrisna lituano, Nueva York vía Vilna y Vrindavan. Una mirada acusadora de vegetariano acompañó el folleto entregado al antiguo cocinero de ternera. Biju lo miró y tuvo que apartar la vista como si se tratara de una obscenidad. A su propia manera era como una prostituta: enseñaba más de la cuenta. En la cubierta del libro que llevaba en la mano se veía a Krisna en el campo de batalla en colores chillones, los mismos que se usaban en los carteles de películas.
¿Qué era la India para gente así? ¿Cuántos vivían en las versiones falsas de sus países, en versiones falsas de países ajenos? ¿Acaso sus vidas les resultaban tan irreales como a él la suya propia?
¿Qué estaba haciendo y por qué?
Ni siquiera se lo había planteado antes de marcharse. Naturalmente, si podías irte, te ibas. Y si te ibas, te quedabas; si podías, claro.
Las farolas del parque se habían encendido cuando Biju subió por las escaleras, que apestaban a orina, y las luces se disolvían en el crepúsculo: al mirarlas, todo el mundo tenía la sensación de estar llorando. Delante del decorado con iluminación nocturna de la ciudad, vio al sin techo caminar con ademán rígido, como si tuviera piernas artificiales, cruzando con su carro de supermercado lleno de basura hacia su iglú de plástico, donde esperaría a que amainara el temporal.
Biju regresó al café Gandhi, convencido de que se estaba quedando vacío. Año tras año, su vida no llegaba a ninguna parte; en un espacio que debería haber incluido familia y amigos, él era el único que desplazaba el aire. Y sin embargo, otra parte de él se había expandido: su inseguridad, su compasión por sí mismo; ay, qué tedioso era todo aquello. Torpe en América, un enano de tamaño gigante, una ración bien gorda de insignificancia… ¿No debía volver a una vida en la que rebanara su propia importancia, en la que pudiera renunciar a aquel sobrevalorado control de su propio destino y tal vez verse sustraído de su determinación por completo? Quizá incluso llegara a experimentar el inmenso lujo de no percibirse en absoluto.
¿Y si seguía allí? ¿Qué ocurriría? ¿Se fabricaría, al igual que Harish-Harry, una versión falsa de sí mismo y, utilizando lo que había creado a guisa de pistas, se comprendería al revés? La vida ya no era vida para él, y la muerte, ¿qué significaría siquiera eso para él? No tendría nada que ver con la muerte.
El propietario de la recién abierta agencia de viajes Shangri La, en la misma manzana del café Gandhi, pedía un almuerzo especial «no vegetariano» todos los días: cordero al curry, legumbres dal, pilaf de verduras y kheer. Se llamaba señor Kakkar.
– Arre, Biju -lo saludó, pues a Biju acababan de encargarle la tarea de llevarle la comida-. Has vuelto a librarme de la comida de mi mujer, ja, ja. ¡Vamos a tirarla por el retrete!
– ¿Por qué no se la da a ese sucio vagabundo? -dijo Biju, en un intento de ayudar al sin techo e insultarlo al mismo tiempo.
– Oh, no -respondió-. Mi mujer es una especie de puta bruja, es de ésas, seguro que aparece para hacerme una vista sorpresa y lo pilla comiéndosela, le ocurren siempre esa clase de coincidencias, y eso sería el fin de un servidor.
Un minuto después:
– ¿¿Seguro que quieres regresar?? -dijo con alarma, los ojos abiertos de par en par-. Cometes un gran error. Treinta años en este país, con el fastidio de la puta bruja, claro, y nunca he regresado. Fíjate en los sanitarios. -Indicó el gorgoteo del retrete a su espalda-. Los americanos deberían poner sus sanitarios en la bandera, igual que nosotros tenemos el torno de hilar: hay unos servicios de primera en este país.
»¿Regresar? -continuó-. Estás loco de remate, ¡con todos los parientes pidiéndote dinero! Incluso los desconocidos te piden dinero: prueban suerte, ¿sabes?, creen que igual cagas y salen dólares. Hazme caso, amigo mío: te pillarán; y si no lo hacen ellos, lo harán los ladrones; y si no lo hacen ellos, acabará contigo alguna enfermedad; y si no es alguna enfermedad, lo hará el calor; y si no es el calor, esos Sardarjis majaras derribarán tu avión antes de llegar siquiera.
Mientras Biju estaba fuera, Indira Gandhi había sido asesinada por los sijs en nombre de su patria, y Rajiv Gandhi había tomado el poder.
– Es sólo cuestión de tiempo. Alguien acabará con él también -dijo el señor Kakkar.
Pero Biju insistió:
– Tengo que ir. Mi padre…
– Ah, buenos sentimientos. Eso no te llevará a ninguna parte. Mi padre, mientras estuvo vivo, siempre me decía: «Quédate lejos, no regreses a esta mierda de lugar.»
Kakkar hacía rechinar cubitos de hielo entre los dientes, sacándolos de su Coca-Cola light con ayuda del bolígrafo, que tenía un avión en miniatura en un extremo.
Aun así, le vendió a Biju un billete en la compañía Gulf Air: Nueva York-Londres-Frankfurt-Abu Dabi-Dubai-Bahréin-Kara-chi-Delhi-Calcuta. El más barato que encontraron. Era como un autobús aéreo.
– No digas que no te lo advertí.
Entonces adoptó un aire más meditabundo.
– América va camino de comprar el mundo entero, ¿sabes? Si regresas, verás que son los amos del cotarro. Algún día te encontrarás trabajando para una empresa americana, ya sea allí o aquí. Piensa en tus hijos. Si te quedas aquí, tu hijo ganará cien mil dólares al año en la misma compañía para la que trabajaría en la India ganando sólo mil. ¿Y cómo enviarás a tus hijos a la mejor universidad internacional? Estás cometiendo un gran error. En este mundo, amigo mío, los de aquella parte viajan para trabajar de criados y los de ésta, para que los traten como reyes. ¿Quieres que tu hijo esté en esta parte o en aquélla?
«Además -añadió al tiempo que meneaba el boli-, en cuanto llegues, Biju, empezarás a pensar cómo demonios largarte de allí.
Pero Biju fue a Jackson Heights, y en una tienda que parecía un hangar compró: una tele y un vídeo, una cámara, gafas de sol y gorras de béisbol -«NYC» y «Yankees» y «Me gusta la cerveza fría y las mujeres calientes»-, un reloj digital que marcaba la hora de dos husos y un radiocasete, relojes sumergibles y calculadoras, una máquina de afeitar eléctrica y un horno tostador, un abrigo de invierno, jerséis de nailon, camisetas de poliéster y algodón, una colcha de poliuretano, un chubasquero, un paraguas plegable, zapatos de gamuza, un billetero de cuero, una estufa fabricada en Japón, un juego de cuchillos de cocina, una bolsa de agua caliente, adhesivo para dentaduras postizas Fixodent, azafrán, anacardos y pasas, loción para después del afeitado, camisetas con las leyendas «I love NY» y «Born in the USA» en tonos brillantes, whisky, y, tras dudarlo un momento, un frasco de perfume Windsong… ¿para quién? Aún no conocía su rostro.
Mientras compraba, recordó que de niño formaba parte de una pandilla de chicos que jugaban tanto que regresaban a casa agotados. Tiraban piedras y zapatillas contra los árboles para hacer que cayeran ber y jamun; perseguían lagartos hasta que se les desprendía la cola, y luego les lanzaban a las niñas los pedazos que seguían brincando; en la tienda robaban bolitas de chooran, que tenían todo el aspecto de excrementos de cabra pero estaban riquísimas con su crujir un poco arenoso. Recordó bañarse en el río, sintiendo su cuerpo contra el músculo fresco y firme del río, y sentarse en una piedra con los pies en el agua, mascando caña de azúcar, exprimiéndole la dulzura por mucho que le doliera la mandíbula, completamente absorto. Había jugado una y otra y otra vez al criquet. Y sonrió al recordar aquella vez que todo el pueblo había visto a la India ganar un partido contra Australia en un televisor conectado a la batería de un coche porque el transformador del pueblo se había quemado. En toda la India las cosechas se pudrían en los campos, y las prostitutas se quejaban de falta de trabajo porque todos y cada uno de los hombres del país tenían los ojos pegados a la pantalla. Pensó en samosas con un chorro de salsa picante servidas en un plato de hojas. Un lugar donde él nunca podía ser el único en una fotografía.
Como es natural, no revisó sus recuerdos de la escuela del pueblo, del maestro que suspendía a los niños a menos que sus padres lo sobornaran. No pensó en el tejado que se volaba cada vez que llegaba el monzón ni en que no sólo su madre, sino también su abuela, habían muerto. No pensó en ninguna de las cosas que le habían impulsado a marcharse de allí.