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En el café Gandhi, las luces se mantenían tenues para disimular mejor las manchas. Había un largo trecho desde allí hasta la moda de la fusión, el queso de cabra y la samosa de albahaca, la margarita de mango. Aquello era un local auténtico, indio esencial, y se podía pedir toda la carta para llevar, a una parada en metro o incluso por teléfono: dorados y sillas rojas, rosas de plástico en la mesa con gotitas de rocío sintéticas, pinturas en tela con motivos…

Ah, no, otra vez no…

Sí, otra vez:

Krishna y sus acompañantes, la belleza del pueblo en el pozo…

Y el menú.

Ah, no, otra vez no…

Sí, otra vez:

Tikka masala, tandoori a la plancha, verduras al curry, dal makhni, pappadum. Harish-Harry decía: «Busca tu mercado. Estudia tu mercado. Atiende las necesidades de tu mercado.» Demanda-oferta. Punto de concordancia entre la India y América. Por eso somos buenos inmigrantes. Un emparejamiento perfecto. (De hecho, queridos señores y señoras, ya ejercíamos una variante sumamente evolucionada del capitalismo mucho antes de que Estados Unidos fuera Estados Unidos; sí, es posible que estén convencidos de su éxito, pero toda la civilización se deriva de la India, así es.)

Pero ¿estaba subestimando su mercado? Le daba igual.

Los clientes -estudiantes sin blanca, profesores no numerarios- se atiborraban en el bufet del almuerzo, «todo lo que pueda comer por 5,99 dólares», y salían tambaleándose subyugados por la achispada música de encantador de serpientes y la pesadez de la comida.


Para ocuparse de las cantidades de clientes que entraban a espuertas, la esposa de Harish-Harry llegaba los domingos por la mañana después de haberse lavado el pelo. Una cola de caballo de guedejas empapadas, recogida de cualquier manera con una cinta dorada de una caja de frutas y frutos secos de Diwali, iba goteando en el suelo tras de sí.

– Arre, Biju… to sunao kahani -decía siempre-, batao… ¿Qué te cuentas?

Pero daba igual que se contara algo o no, porque iba inmediatamente a los libros de cuentas que se guardaban bajo una hilera de dioses y varitas de incienso.

– Ja ja-se reía su marido encantado, con destellos de diamantes y oro en el terciopelo negro de sus pupilas-. Nadie es capaz de engañar a Malini. Se pone al teléfono y le saca a cualquiera la mejor oferta.


Fue idea de Malini que el personal viviera debajo, en la cocina.

«Alojamiento gratuito», le había dicho Harish-Harry a Biju.

Al ofrecer un indulto temporal de los alquileres de Nueva York, podía rebajar el sueldo a una cuarta parte del salario mínimo, reclamar las propinas para el establecimiento, tener vigilados a los empleados y hacerlos trabajar como burros jornadas de quince, dieciséis, diecisiete horas. Saran, Jeev, Rishi, el señor Lalkaka y ahora Biju. Todos ilegales. «Aquí somos una familia feliz -comentaba ella mientras se frotaba enérgicamente aceite vegetal sobre los brazos y la cara-, no hay necesidad de pociones ni lociones, baba, esto funciona igual de bien.»

Biju había dejado el sótano de Harlem una mañana temprano cuando las hojas del descarnado árbol a la salida eran una sorpresa de color naranja, tersas y luminosas. Llevaba consigo una bolsa y el colchón, un rectángulo de espuma de embalaje enrollado en un fardo y atado con cuerda. Antes de hacer el equipaje, echó otro vistazo a la foto de boda de sus padres que se había traído de la India, cada vez más descolorida; a esas alturas, era la fotografía de dos espectros cariacontecidos. Justo cuando estaba a punto de irse, Jacinto, que siempre aparecía en busca del alquiler en el momento más oportuno, dobló la esquina: «Adiós, adiós», el diente de oro lanzando un destello que habría alegrado a un minero.

Biju volvió la vista por última vez hacia aquella fachada de antigua respetabilidad cada vez más deteriorada. A lo lejos se veía la tumba de Grant como una tarta funeraria redonda y gris con toscos adornos. Más cerca, los barrios de viviendas protegidas eran una densa serie de gráficos de barras en contraste con el horizonte.

Estableció su nueva existencia en el café Gandhi, entre cazuelas enormes y sacos serrinosos de masalas. Los hombres se lavaban la cara y se enjuagaban la boca en el fregadero de la cocina, se peinaban en el espejo de tamaño sello colgado encima con una tachuela, ponían a secar los pantalones en una cuerda tendida de un extremo a otro de la habitación, junto con los trapos. Por la noche desenrollaban su lecho allí donde quedara sitio.

Las ratas de sus anteriores trabajos no habían abandonado a Biju. También estaban aquí, exultantes entre la basura, abriéndose paso a través de la madera con sus garras, horadando agujeros que Harish-Harry rellenaba con estropajo de aluminio, aunque no tardaban en apartar obstáculos tan nimios. Bebían leche como les aconsejaban los anuncios, tomaban proteínas; las vitaminas y los minerales se derramaban de sus invencibles orejas y garras, sus encías y piel. Kwashiorkov, beriberi, bocio (que en Kalimpong había provocado que toda una población de enanos dementes con papada de sapo vagara por la ladera de la montaña): no se conocían males carenciales semejantes entre estas ratas.

Una le mordisqueaba el pelo a Biju por la noche.

– Es para su nido -dijo Jeev-. Está embarazada, me parece.

Se acostumbraron a ir de puntillas y dormir encima de las mesas. Al alba, volvían a acostarse en el suelo antes de que llegara Harish: «Chalo, chalo, otro día, otro dólar.»


Harish-Harry adoptaba con su personal un tono amistoso, bromista, pero de pronto podía ponerse furioso y disciplinario. «Cállate la boca y mantenía cerrada», decía, y no dudaba en propinarles una bofetada. Pero cuando entraba un cliente americano, su actitud se transformaba drástica e instantáneamente en algo distinto y daba la impresión de que le sobrevenía el pánico.

– Hola, hola -le decía a un crío de color rosa satinado que estaba restregando comida por las patas de la silla-. ¿Estás dando problemas a tu mamá, ja, ja? Pero algún día harás que se sienta orgullosa, ¿verdad? Vas a ser un hombretón, un ricachón, ¿a que sí? ¿Quieres un buen plato de pollo al curry? -Sonreía y hacía una genuflexión.

Harish-Harry: los dos nombres, estaba descubriendo Biju, eran indicativos de una profunda escisión que no había sospechado la primera vez que se encontró con él, una manifestación de esa claridad de principios que iba buscando Biju. Su apoyo a un refugio para vacas era por si la versión hindú de la vida de ultratumba resultaba cierta y, al morir, se veía inmerso en las maquinaciones hindúes del más allá. Pero, si otros dioses estaban sentados en el trono, ¿qué? Intentaba estar siempre en el bando del poder, intentaba ser leal a tantas cosas que no alcanzaba a saber cuál de sus personalidades era la auténtica, si es que alguna lo era.


No era únicamente Harish-Harry. La confusión estaba muy extendida entre el grupo de los «mitad y mitad», los estudiantes indios que venían con amigos americanos, con un acento en una comisura de la boca, el otro en la otra comisura; se hacían un lío, luego vacilaban, a veces reducían la intensidad hasta el hindi mismo para demostrarse unos a otros: ¿quién? No, no eran ellos quienes fingían ser otra cosa que quienes eran y lo que eran. No eran ellos quienes daban la espalda a la cultura más espléndida que ha visto el mundo…

Y los idilios: la combinación indio-blanco, en particular, era un problema de cuidado.

Los desis entraban muy incómodos y los camareros empezaban a cruzar sonrisillas y comentarios desdeñosos, arqueando la ceja para darles a entender lo que pensaban.

«¿Picante, normal o suave?», les preguntaban. «Picante», contestaban los clientes invariablemente, alardeando para dejarle claro a su cita que eran el producto exótico en estado puro, y en la cocina se partían de risa, «Ja, ja -y entonces surgía repentinamente la ira en estado puro-, sala!»

Los malhechores le hincaban el diente al vindaloo…

Y el vindaloo les devolvía el mordisco.

Les ardía la cara, les escocían las orejas y los ojos, la lengua se les quedaba entumecida, pedían yogur entre gimoteos mientras explicaban al resto de la mesa: «Eso es lo que hacemos en la India, siempre comemos yogur para compensar…»

Compensar, ya se sabe…

Ya se sabe, ya se sabe…

Caliente frío, dulce ácido, amargo acre, la ancestral sabiduría del Ayurveda que puede otorgar a una persona el equilibrio perfecto…

– ¿Demasiado picante? -preguntaba Biju con una sonrisa.

Lloroso:

– No, no.

No había ni rastro de pureza en aquella empresa. Ni rastro de orgullo. Había regresado a casa sin hallar la menor clarividencia.


Harish-Harry culpaba a su hija por hacer que se tambaleara su compromiso. La chica se estaba volviendo americana. El pendiente en la nariz le parecía compatible con las botas militares y la ropa con estampado de camuflaje de los excedentes del ejército y la marina.

Su esposa decía: «Cuánta tontería, qué es esto, dale un par de buenas bofetadas, eso tienes que hacer…»

Pero las bofetadas no habían surtido efecto. «¡Ahí estás tú, muchacha! -la animaba él, en vez de eso, intentando ponerse a la altura de la circunstancia de que su hija fuera americana-. ¡¡¡AHÍ estás tú, muchachaaaa!!!» Pero eso tampoco surtía efecto. «Yo no pedí nacer -decía ella-. Me tuvisteis por puro egoísmo, queríais una criada, ¿verdad? Pero en este país, papá, nadie va a limpiarte el culo gratis.»

¡Ni siquiera trasero! ¡Limpiarte el culo! ¡Papá! Ni siquiera papaji. Nada de limpiarte el trasero, papaji. Papá y culo. Harish-Harry se emborrachó en un episodio que pasaría a ser conocido y tedioso: se sentó delante de la caja registradora y no quería irse a casa, aunque el personal de cocina lo esperaba con ansiedad para poder subirse a las mesas y dormir tapados con los manteles.

– ¡Y se piensan que los admiramos! -Se echó a reír-. Cada vez que entra uno en el local sonrío. -Mostró su sonrisa de esqueleto-.

«Hola, cómo está», pero lo único que me apetece es partirles el cuello. No puedo, pero tal vez lo haga mi hijo, y ésa es mi gran esperanza. Algún día Jayant-Jay sonreirá y echará las manos al cuello de los hijos de esos americanos y los estrangulará.

«Fíjate, Biju, fíjate cómo es este mundo» -añadió, y se echó a llorar con el brazo sobre el hombro de Biju.


Era únicamente el recuerdo del dinero que estaba ganando lo que lo calmaba. En este pensamiento encontraba una razón perfectamente razonable para estar allí, una moralidad con la que coincidir, un puente sobre la hendidura. Era el único hecho que no parecía una contradicción entre las naciones, y por eso iba proclamándolo.

«Otro día otro dólar, penique que se ahorra penique que se gana, sin esfuerzo no hay recompensa, los negocios son los negocios, uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.» Estos axiomas eran un lujo inalcanzable para Biju, claro, pero los repetía de todas maneras, disfrutando de las animosas palabras en el momento de la camaradería.

– Hay que ganarse la vida, ¿qué le vas a hacer? -decía.

– Tienes razón, Biju. ¿Qué le voy a hacer? Aquí estamos -rumiaba-, en busca de mejores oportunidades. ¿Cómo evitarlo?

Le ilusionaba una casa grande, luego le ilusionaba una casa más grande aunque tuviera que dejarla sin amueblar una temporada, como su merecida cruz, el señor Shah, que era propietario de siete habitaciones, todas vacías salvo por la tele, el sofá y el enmoquetado blanco. Hasta la tele era un aparato blanco, porque el blanco simbolizaba el éxito ante la comunidad. «Je, je, no vamos a apresurarnos con el mobiliario -decía el señor Shah-, pero la casa ya está ahí.» Había enviado fotos de la fachada a todos los parientes en Gujarat, con un coche blanco aparcado delante. Un Lexus, ese vehículo de lujo de primera calidad. Encima estaba sentada su esposa con aspecto satisfecho. Se había marchado de la India como una esposa sumisa, pintada de alheña de arriba abajo, con tanto oro en el sari que hizo saltar todos y cada uno de los detectores de metales en el aeropuerto. Y ahora allí estaba: traje de chaqueta y pantalón blanco, pelo a lo garçon, neceser, y además capaz de bailar la macarena.

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