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Fue después de año nuevo, mientras Gyan estaba comprando casualmente arroz en el mercado, cuando oyó que la gente gritaba mientras le pesaban el arroz. Al salir de la tienda, lo rodeó una procesión que subía jadeante por Mintri Road encabezada por jóvenes que blandían sus cuchillos kukris y gritaban «Jai gorkha». En el desbarajuste de rostros vio a amigos de la universidad a los que había descuidado desde que comenzara su idilio con Sai. Padam, Jungi, Dawa, Dilip.

– Chhang, Bhang, Búho, Asno -llamó a sus amigos por sus motes.

Estaban gritando «¡Victoria para el Ejército de Liberación Gorkha!», y no lo oyeron. Con la fuerza de quienes empujaban por detrás y el impulso de quienes iban delante, se fusionaron en un solo ser. Sin el menor esfuerzo, Gyan se encontró deslizándose por la calle de los mercaderes marwaris sentados con las piernas cruzadas sobre plataformas de colchones blancos. Pasaron en tropel por delante de las tiendas de antigüedades con los thangkhas que se tornaban más antiguos con cada vaharada de los tubos de escape del tráfico; por delante de los plateros newaris; un homeópata parsi; los sastres sordos que tenían aspecto de estar conmocionados, ya que percibían las vibraciones de lo que se estaba diciendo pero eran incapaces de encontrarle sentido. Una loca con botes de hojalata colgados de las orejas y vestida con retales, que poco antes estaba asando un pájaro muerto sobre unos trozos de carbón en la cuneta, saludó a la procesión con ademanes de reina.

Mientras iba casi en volandas por el mercado, Gyan tuvo la sensación de que se estaba fraguando la historia, sus ruedas girando bajo sus pies, pues los hombres se comportaban como si estuvieran saliendo en un documental bélico, y Gyan no pudo por menos de contemplar la escena ya desde el punto de vista de la nostalgia, la postura de un revolucionario. Pero luego se vio arrancado de esa sensación por la típica y ancestral escena, los tenderos preocupados observándolos desde sus grutas manchadas por el monzón. Entonces se puso a gritar con la muchedumbre, y la mera combinación de su voz con la grandeza y el vigor le produjo una sensación de pertenencia, una afirmación que nunca había sentido, y se sumergió de nuevo en la tarea de hacer época.

Luego, al mirar hacia las montañas, volvió a distanciarse de la experiencia. ¿Cómo se puede cambiar lo corriente?

¿Estaban esos hombres entregados por completo a la importancia de la marcha o había cierta desconexión con respecto a lo que hacían? ¿Se derivaba su motivación de las viejas historias de protestas o de la esperanza de contar una nueva historia? ¿Se henchían y se venían abajo sus corazones por causa de algo cierto? Una vez se ponía a gritar y marchar, ¿era el sentimiento auténtico? ¿Se veían desde una perspectiva más allá del momento presente, estos seguidores de Bruce Lee con sus camisetas americanas hechas en China e importadas vía Katmandú?

Pensó en las muchas veces que había deseado hacer cola en la embajada americana o inglesa y marcharse. «Escucha, momo -le había dicho a Sai, que lo escuchó encantada-, vámonos a Australia.» Volar lejos, adiós, hasta otra. Libres de la historia. Libres de las exigencias familiares y la deuda contraída a lo largo de los siglos. El patriotismo era falso, sintió de repente mientras se manifestaba; sin lugar a dudas no era más que frustración: los líderes se aprovechaban de las irritaciones y el desdén naturales de la adolescencia con fines cínicos; con su propia esperanza de alcanzar el mismo poder que tenían ahora los funcionarios del gobierno, la misma capacidad para otorgar a los empresarios locales contratos a cambio de sobornos, de la capacidad de conseguir empleos a sus parientes, plazas para sus hijos en los colegios, conexiones para llevar el gas hasta sus cocinas…

Pero los hombres estaban gritando, y a juzgar por sus caras no tenían el mismo cinismo que él. Lo decían de corazón, sentían la ausencia de justicia. Dejaron atrás los almacenes que databan de cuando Kalimpong era el centro del comercio de lana, la agencia de viajes El León de Nieve, la cabina de teléfonos de STD, Ferrazzini's Pionero en Comida Rápida, las dos hermanas tibetanas de la Tienda de Chales Corazón Cálido, la biblioteca que dejaba cómics en préstamo, y los paraguas rotos que pendían de una manera extraña, cual pájaros heridos, en torno al hombre que los arreglaba. Se detuvieron delante de la comisaría, donde los policías que por lo general solían verse de charla a la entrada se habían metido dentro y habían cerrado las puertas.

Gyan recordó los emocionantes relatos de cuando los ciudadanos se habían alzado por millones para exigir que los británicos se marcharan. Qué nobleza rebosaba, qué audacia, qué fuego glorioso: «India para los indios. Nada de impuestos sin representación. Nada de ayuda para las guerras. Ni un hombre, ni una rupia. ¡Abajo con el Imperio británico en la India!» Si una nación tenía semejante clímax en su historia, en su corazón, ¿no era natural que ansiara alcanzarlo de nuevo?


Un hombre se encaramó a la tribuna:

– En mil novecientos cuarenta y siete, hermanos y hermanas, los británicos se marcharon después de conceder a la India la libertad, de conceder a los musulmanes Pakistán, de establecer disposiciones especiales para las castas y tribus previstas, de haberse ocupado de todo, hermanos y hermanas…

»Salvo de nosotros. salvo de nosotros, los nepalíes de la India. En aquel entonces, en abril de mil novecientos cuarenta y siete, el Partido Comunista de la India exigió la fundación de un Gorkhaland, pero se hizo caso omiso de la petición… Somos trabajadores de las plantaciones de té, culíes que arrastran pesadas cargas, soldados. Pero ¿acaso se nos permite llegar a ser doctores y funcionarios del gobierno, propietarios de las plantaciones de té? ¡No! Se nos mantiene al nivel de siervos. Luchamos de parte de los británicos durante doscientos años. Luchamos en la Primera Guerra Mundial. Fuimos a África Oriental, a Egipto, al golfo Pérsico. Se nos llevó de aquí para allá a su antojo. Luchamos en la Segunda Guerra Mundial. En Europa, Siria, Persia, Malasia y Birmania. ¿Dónde estarían sin la valentía de nuestro pueblo? Aún seguimos luchando por ellos. Cuando los regimientos fueron divididos en el momento de la independencia, unos para ir a Inglaterra, otros para quedarse, los que nos quedamos luchamos de la misma manera por la India. Somos soldados leales y valientes. Ni la India ni Inglaterra han tenido nunca motivo para dudar de nuestra lealtad. En las guerras con Pakistán, luchamos contra nuestros antiguos camaradas al otro lado de la frontera. Cómo lloró nuestro espíritu. Pero somos gorkhas. Somos soldados. Nuestro carácter nunca ha estado en tela de juicio. Pero ¿¿acaso se nos ha recompensado?? ¿¿Se nos ha ofrecido alguna vez compensación?? ¿¿Se nos respeta?? ¡¡No!! Nos escupen.

Gyan recordó su última entrevista de trabajo más de un año atrás, cuando había ido a Calcuta viajando toda la noche en autobús hasta un despacho enterrado en el corazón de un bloque de cemento iluminado por el temblor de un fluorescente que nunca había llegado a transformarse en una luz constante.

Todo el mundo parecía desesperado, los hombres en la habitación y el entrevistador que por fin había apagado la luz trémula -«Bajo voltaje»- y llevado a cabo las entrevistas en la penumbra. «Muy bien, ya te haremos saber si has pasado.» Gyan, mientras se abría paso casi a tientas por el laberinto y descendía hacia la implacable luz estival, supo que nunca lo contratarían.

– Aquí somos el ochenta por ciento de la población, noventa plantaciones de té en el distrito, pero ¿alguna es propiedad de un nepalí? -preguntó el hombre.

– No.

– ¿Pueden nuestros hijos aprender nuestro idioma en la escuela?

– No.

– ¿Podemos aspirar a puestos de trabajo cuando ya les han sido prometidos a otros?

– No.

– En nuestro propio país, el país por el que luchamos, se nos trata como a esclavos. Día tras día los camiones se marchan despojando nuestros bosques, vendidos por extranjeros para llenar los bolsillos de extranjeros. Todos los días se extraen nuestras piedras del lecho del Teesta para construir sus casas y ciudades. Somos peones que trabajan descalzos haga el tiempo que haga, delgados como palos, mientras ellos se sientan bien gordos en casas de capataces con sus esposas gordas, con sus cuentas bancarias gordas y sus hijos gordos que se marchan al extranjero. Hasta sus sillones son gordos. Debemos luchar, hermanos y hermanas, por controlar nuestros propios asuntos. Debemos unirnos bajo el estandarte del FLNG, el Frente de Liberación Nacional Gorkha. Construiremos hospitales y escuelas. Crearemos puestos de trabajo para nuestros hijos. Otorgaremos dignidad a nuestras hijas, que llevan pesadas cargas y pican piedra en las carreteras. Defenderemos nuestra propia patria. Es aquí donde nacimos, donde nacieron nuestros padres, donde nacieron nuestros abuelos. Llevaremos nuestros asuntos en nuestra propia lengua. Si fuera necesario, lavaremos nuestros kukris ensangrentados en las aguas maternas del Teesta. Jai gorkha!-El orador agitó el cuchillo y luego se hizo un corte en el pulgar y levantó el dedo ensangrentado para que todos lo vieran.

– Jai gorkha! ¡Jai gorkha! Jai gorkha! -coreó la muchedumbre, cuya propia sangre vibró, latió, se encolerizó al ver la mano del orador. Treinta partidarios se adelantaron y también se hicieron sangre en los pulgares con los kukris para escribir un cartel exigiendo una patria para los gorkhas, con sangre.

«Valientes soldados gorkhas que protegéis la India, prestad atención a la llamada -rezaban las octavillas que inundaban las faldas de las montañas-. Dejad el ejército de inmediato, pues cuando se os retire, seréis tratados como extranjeros.»

El FLNG ofrecería puestos de trabajo a los suyos, así como un ejército con 40.000 efectivos, universidades y hospitales.


Después, Chhang, Bhang, Búho, Asno y muchos otros estaban sentados en la abarrotada choza de la Cantina ex militar de Thapa en Rinkingpong Road. Un cartelito pintado a mano en la pared anunciaba «Pollo asado». Fuera había una mesa de billar francés en precario equilibrio y dos soldados harapientos y desvencijados con las piernas en arco, antiguamente del 8o de Fusileros Gurkhas, jugaban mientras las nubes cambiaban de forma y ondeaban en torno a sus rodillas. Las montañas estaban cortadas a pico y se desplomaban por ambos lados hasta bosquecillos de bambú cenicientos a causa del vapor destilado.

El aire se tornaba más frío conforme transcurría la tarde. Gyan, que se había visto rodeado accidentalmente por la manifestación, que había gritado medio en broma, medio en serio, que había medio interpretado, medio vivido su papel, comprobó que el fervor le había afectado. Su sarcasmo y su vergüenza habían desaparecido. Estimulado por el alcohol, se rindió por fin al irresistible influjo de la historia y vio que el pulso le latía al ritmo de algo que sentía auténtico por completo.

Contó la historia de su bisabuelo, sus tíos abuelos. «Pero ¿creéis que les concedieron la misma pensión que a los ingleses del mismo rango? Lucharon a muerte, pero ¿recibieron el mismo sueldo?»

Todo el resto de la furia acumulada en la cantina salió al encuentro de la suya, demostró su ira con palmadas en la espalda. De pronto le quedó claro por qué no tenía dinero ni se le había presentado la oportunidad de conseguir un trabajo como era debido, por qué no podía coger un avión para ir a la universidad en América, por qué le avergonzaba dejar que alguien viera su casa. Pensó en cómo había mantenido a Sai alejada el día que sugirió que fueran a visitar a su familia. Sobre todo, cayó en la cuenta de por qué lo enfurecía la mansedumbre de su padre, y por qué se sentía incapaz de hablar con él, que tenía una idea tan modesta de la felicidad que ni siquiera la irritación cotidiana de cincuenta y dos niños gritando en el aula de la plantación, ni siquiera la lejanía de su propia familia, la soledad de su trabajo, lo afectaban. Gyan sintió deseos de zarandearlo, pero ¿qué habría sacado de zarandear a semejante blandengue? Abordar a alguien así se volvía en contra de uno mismo y producía una doble frustración…

Por un momento todas las distintas simulaciones que se había permitido, las humillaciones que había sufrido, el futuro que no se avenía a aceptarlo, todo ello se conjugó para constituir una única verdad.

Los hombres continuaron despertando su ira, aprendiendo, como en un momento u otro aprende todo el mundo en este país, que los viejos odios pueden recuperarse una y otra vez.

Y al desenterrarlo, vieron que el odio era puro, más puro de lo que pudiera haber sido nunca, porque la tristeza del pasado había desaparecido. Sólo quedaba la furia, destilada y liberadora. Era suya por derecho natural, podía enardecerlos a tal punto que era como una droga. Continuaron sintiéndose enaltecidos allí mismo en los estrechos bancos de madera, dando taconazos con los pies fríos contra el suelo de tierra.

Era una atmósfera masculina y Gyan se avergonzó por un instante al recordar sus meriendas con Sai en la galería, las tostadas con queso, los bizcochos con pasas de la panadería, y peor aún, el espacio cálido y reducido que habitaban juntos, las charlas infantiles…

De pronto, todo aquello parecía ir en contra de las necesidades de su madurez.

Manifestó su opinión inflexible de que el movimiento gorkha debía tomar la ruta más severa posible.

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