30

Preocupado por los problemas cada vez más graves en el mercado y la interrupción de suministros debido a las huelgas, el cocinero estaba poniendo en el estofado de Canija carne de búfalo, que cada vez resultaba más difícil conseguir. Retiró el papel de periódico empapado en sangre que envolvía la carne y de pronto le sobrevino la abrumadora sensación de que sostenía dos kilos del cadáver de su hijo, igualmente muerto.

Años atrás, cuando la esposa del cocinero se mató al caerse de un árbol mientras recogía hojas para su cabra, todo el mundo en el pueblo había dicho que su espíritu amenazaría con llevarse a Biju con ella, ya que había sufrido una muerte violenta. Los sacerdotes aseguraban que un espíritu así fallecido permanecía furioso. Su esposa había sido una persona afable -de hecho, apenas la recordaba diciendo algo-, pero habían insistido en que era cierto, que Biju había visto a su madre, una aparición transparente en plena noche, intentando atraparlo entre sus garras. El clan familiar realizó todo el trayecto hasta la oficina de correos en la población más cercana para enviar un aluvión de telegramas a la dirección del juez. Los telegramas, en aquellos tiempos, llegaban a través de un mensajero postal que corría blandiendo una lanza de pueblo en pueblo. «Abran paso en nombre de la reina Victoria», entonaba con voz aguda, aunque no sabía que ya llevaba muerta mucho tiempo, ni le importaba.

«El sacerdote ha dicho que el balli debe llevarse a cabo en amavas, la noche sin luna más oscura del mes. Debes sacrificar un pollo.»

El juez se negó a dar permiso al cocinero.

– Supersticiones. ¡Necio! ¿Por qué no hay fantasmas aquí? ¿No deberían rondar por aquí igual que por tu pueblo?

– Porque aquí hay electricidad -dijo el cocinero-. Con la electricidad se asustan y en nuestro pueblo no hay electricidad, por eso…

– ¿Qué fin ha tenido tu vida? -insistió el juez-. Vives conmigo, vas a un médico como es debido, incluso has aprendido a leer y escribir un poco, a veces lees el periódico, ¡y todo en balde! Los sacerdotes siguen riéndose de ti, te roban el dinero.

Todos los demás criados aconsejaron a coro al cocinero que hiciera caso omiso de las opiniones de su patrón y salvara la vida de su hijo, porque sin lugar a dudas había fantasmas: «Hota hai bota bai, tienes que hacerlo.»

El cocinero acudió al juez con una historia inventada acerca de que la última tormenta se había llevado de nuevo el tejado de su choza en el pueblo. El juez cedió y el cocinero se fue al pueblo.

De pronto le preocupaba, tantos años después, que el sacrificio no hubiera surtido efecto, que su alcance hubiera quedado anulado por la mentira que le contó al juez, que el espíritu de su esposa no se hubiera aplacado del todo, que la ofrenda no hubiera dejado huella como era debido, o que no fuera lo bastante cuantioso. Había sacrificado una cabra y un pollo, pero ¿y si el espíritu aún estaba hambriento de Biju?


El cocinero había intentado enviar a su hijo al extranjero por primera vez cuatro años antes, cuando el agente de empleo de una línea de cruceros apareció en Kalimpong aceptando solicitudes para camarero, pinche de cocina, encargado de la limpieza de baños: puestos básicos en los que había que trabajar a destajo, todos los cuales participarían en el banquete de la gala final vestidos de traje y pajarita, patinando sobre hielo, unos subidos a los hombros de otros, con piñas sobre la cabeza y flambeando crepes.

«¡¡Se facilita colocación legal en Estados Unidos!!», aseguraban los anuncios que se publicaron en el periódico local y se pegaron en las paredes en diversos puntos de la ciudad.

El agente estableció una oficina temporal en su habitación del hotel Sinclair.

La cola que se formó fuera daba toda la vuelta al hotel y llegaba de nuevo hasta la entrada, donde los primeros de la fila se mezclaron con los últimos y hubo cierto juego sucio.

Biju estaba encantado de entrar antes de lo que tenía previsto. Había sido requerido en su casa para que fuera a Kalimpong a efectos de esta entrevista, a pesar de las objeciones del juez. ¿Por qué no podía Biju aspirar a ocupar el puesto de cocinero de su padre cuando éste se jubilara?

Biju llevó consigo algunas de las recomendaciones falsas del cocinero para demostrar que provenía de una familia honrada, y una carta del padre Booty refrendando que era un muchacho con sólidos principios morales, y otra del tío Potty asegurando que preparaba un asado sin parangón, aunque el tío Potty nunca había probado nada cocinado por este chico que tampoco había probado nada cocinado por sí mismo, ya que sencillamente nunca había cocinado. Su abuela lo había alimentado y mimado toda su vida, aunque eran una de las familias más pobres de un pueblo pobre.

Aun así, la entrevista fue un éxito.

– Puedo preparar cualquier clase de pudin, indio o europeo.

– Eso es excelente. Tenemos un bufet de diecisiete postres cada noche.

En un momento maravilloso Biju fue aceptado y firmó sobre la línea de puntos del formulario que le pusieron delante.

El cocinero no cabía en sí de contento:

– Fue gracias a todos los pudines de los que le hablé al chico… Tienen un gran bufet en el barco todas las noches, el barco es como un hotel, ¿sabes?, igualito que los clubes de antaño. El entrevistador le preguntó qué sabía preparar y él contestó: «Puedo hacer tal y cual, lo que ustedes digan. Suflé helado, isla flotante, barquillo con sabor a jengibre.»

– ¿Seguro que parecía legal? -indagó el vigilante de Metal-Box.

– Legal por completo -aseguró el cocinero, saliendo en defensa del hombre que tan bien había sabido apreciar a su hijo.

Regresaron al hotel a la tarde siguiente con un informe médico cumplimentado y una letra de cambio por ocho mil rupias para cubrir su tarifa de tramitación y el período de instrucción que se llevaría a cabo en Katmandú, ya que a todos les parecía sensato pagar para obtener un empleo. El reclutador extendió un recibo por la letra de cambio, comprobó los informes médicos cumplimentados gratis por la doctora del bazar, que había tenido la amabilidad de dejar constancia de que la presión sanguínea de Biju era más baja de lo que en realidad era, su peso mayor, y había anotado en la columna de vacunas fechas que correspondían a los momentos adecuados para vacunarse si se hubiera vacunado.

«Tiene que estar perfecto o la gente de la embajada pondrá reparos y entonces, ¿qué harás?» Lo sabía porque había enviado a su propio hijo a hacer aquel viaje varios años antes. A cambio del favor, Biju prometió llevar un paquete de queso churbi añejo a Estados Unidos y enviárselo a su hijo, que estaba de médico interno en Ohio, ya que, cuando el muchacho vivía en la residencia universitaria en Darjeeling, había adquirido la costumbre de mascarlo mientras estudiaba.

Dos semanas después, Biju se fue en autobús a Katmandú para la semana de preparación en la oficina central de la agencia de contratación.

Katmandú era una ciudad de madera tallada con templos y palacios, atrapada en un laberinto de cemento moderno en proceso de desintegración que se prolongaba hacia el polvo y ascendía hacia el cielo.

Buscó en vano las montañas; el Everest, ¿dónde estaba? Viajó por carreteras principales llanas hasta un nudo de pasajes medievales colmados con sonidos de antaño, una calle de artesanos del metal, una calle de alfareros que mezclaban arcilla, paja y arena con los pies descalzos; ratas que comían golosinas en un templo de Ganesh. En un momento dado, una contraventana taraceada con estrellas se abrió y asomó por ella un rostro de cuento de hadas, puro entre la mugre, pero cuando volvió la vista la chica se había esfumado; una vieja bruja arrugada había ocupado su lugar para hablar con otra vieja bruja que pasaba con una bandeja de ofrendas de puja; y entonces Biju se vio otra vez entre los bloques de cemento, los escúteres y los autobuses. Una cartelera estaba pintada con un anuncio de ropa interior en el que se veía la inmensa bragueta abultada de unos calzoncillos; sobre el bulto había dos rayas negras entrecruzadas. «Prohibido carteristas», advertía. Unos extranjeros se estaban sacando una foto delante del anuncio entre carcajadas. Calle adelante, al doblar una esquina, detrás de un cine, había una pequeña carnicería con una hilera de patas de pollo amarillas a modo de ribete decorativo encima de la puerta. A la entrada había un hombre con las manos chorreantes de jugos de carne sobre una palangana teñida de un tono sanguinolento, y el número inscrito junto a la puerta se correspondía con la dirección que llevaba Biju en el bolsillo: «Edificio 223, A, planta baja, detrás del cine Pun.»

– ¡Otro! -gritó el hombre que estaba fuera hacia el interior del local.

Varios hombres más forcejeaban con una cabra reacia que había visto el corazón desechado de una compañera en el suelo.

– Te han engañado -se rió el carnicero-. No imaginas cuántos han venido buscando ir a Estados Unidos.

Los hombres ataron la cabra y salieron sonrientes, todos con los chalecos ensangrentados.

– Ah, vaya idiota. ¿A quién se le ocurre dar dinero así? ¿De dónde sales? ¿De qué te crees que está hecho el mundo? ¡De criminales! ¡De criminales! Vete a poner una denuncia a la comisaría. Aunque no creo que vayan a hacer nada…

Antes de que el carnicero le cortara el gaznate a la cabra, Biju vio cómo le gritaba con objeto de azuzar su propio desdén:

– Zorra, golfa, hijaputa, sali. -Y la sacó a rastras y la mató.

Hay que maldecir a una criatura para ser capaz de destruirla.

Mientras Biju permanecía aturdido sin saber qué hacer, la despellejaron y la colgaron boca abajo para que se desangrara.


Su segundo intento de llegar a América fue una solicitud simple y directa de visado turístico.

Un hombre de su pueblo lo había intentado quince veces y hacía poco, a la decimosexta, se lo habían concedido.

– Nunca os deis por vencidos -aconsejó a los chicos del pueblo-, en algún momento llegará vuestro día de suerte.

– ¿Es ésta la embajada amrikana? -preguntó Biju al vigilante a los pies de la formidable fachada.

– Amreeka nehi, bephkuph. ¡Ésta es la embajada de Estados Unidos!

Siguió adelante:

– ¿Dónde está la embajada amrikana?

– Es ahí. -El hombre señaló el mismo edificio.

– Ésa es la de Estados Unidos.

– Es lo mismo -respondió él con impaciencia-. Más vale que te aclares antes de subir al avión, bhai.

Fuera, una muchedumbre de desharrapados llevaba acampada, al parecer, días seguidos. Familias enteras habían viajado desde pueblos lejanos, alimentándose con comida que habían llevado consigo; algunos individuos iban descalzos; otros, con zapatos de plástico agrietados; todos olían ya al sudor ancestral de un viaje sin fin. Una vez en el interior, había aire acondicionado y se podía esperar en hileras de sillas de color naranja unidas entre sí que se bamboleaban si alguno de la fila empezaba a menear las rodillas arriba y abajo.


Nombre de pila: Baldwinder.

Apellido: Singh.

Otros nombres:

¿¿A qué se refería??

Motes, dijo alguien, y escribieron confiados: «Guddu, Gordito, Bolita, Cherry, Ruby, Pinky, Chicky, Micky, Vicky, Dicky, Sunny, Bunny, Honey, Lucky…»

Tras pensar un poco, Biju escribió: «Baba.»

– ¿Letra a la vista? ¿Letra a la vista? -pregonaban los vendedores que pasaban en los rickshaws a motor-. ¿Foto de pasaporte chahiye? ¿Foto de pasaporte? ¿Campa Cola chahiye, Campa Cola?

A veces todos y cada uno de los documentos que traían los solicitantes eran falsos: certificados de nacimiento, informes de vacunación, ofertas de apoyo económico. Había un sitio precioso al que se podía ir, centenares de funcionarios ante las máquinas de escribir, dispuestos a ayudar con los sellos y el lenguaje legal adecuado para cualquier requisito imaginable…

– ¿Cómo encontráis tanto dinero? -A alguien de la cola le preocupaba que lo rechazaran por lo reducido de su cuenta bancaria.

– Venga, no puedes enseñar tan poco -se rió otro, mirando por encima del hombro como si lo valorara con toda sinceridad-. ¿Es que no sabes cómo hacerlo?

– ¿Cómo?

– Mi familia entera -explicó-, tíos de todas partes, Dubai, Nueva Zelanda, Singapur, enviaron giros telegráficos a la cuenta de mi primo en Tulsa, el banco imprimió el extracto, mi primo envió una carta autentificada por notario ofreciéndome su apoyo, y luego devolvió el dinero a quien lo había enviado. ¡Cómo si no vas a encontrar dinero para que se queden contentos!

Se dio un aviso por el altavoz invisible: «Que todos los solicitantes de visado hagan cola en la ventanilla número siete para recoger su número para la tramitación del visado.»

– ¿Qué, qué, qué han dicho? -Biju, como la mitad de la sala, no lo entendió, pero quienes sí habían escuchado y ya se apresuraban, contentos de llevar un poco de ventaja, le dijeron lo que había que hacer.

Peste y esputo, alarido y carga; se abalanzaron hacia la ventanilla, intentaron aplastarse contra el vidrio con la fuerza suficiente para quedar pegados y no dejar que los desengancharan; jóvenes que se abrían camino, apartando a viejecitas desdentadas y pisando a criaturas. No era lugar para andarse con modales y así quedó constituida la fila: hombres solos con cara de lobo primero, hombres con familia después, mujeres por su cuenta y Biju, y por último, los decrépitos. El que más fuerte había empujado, en primer lugar; qué sonriente y orgulloso de sí mismo estaba; se sacudió el polvo, acicalándose con los exquisitos modales de un gato: soy educado, caballero, estoy listo para Estados Unidos, soy educado, señora. Biju observó que sus ojos, tan animados para los extranjeros, miraron hacia sus propios compatriotas y de inmediato se vidriaron y perdieron la chispa.

Unos serían elegidos, otros rechazados, y no había lugar para preguntarse si era justo o no. ¿Qué decantaría la decisión? Era una lotería; era que no les gustara tu rostro, o cuarenta y cinco grados centígrados en el exterior y por tanto impaciencia con todos los indios, o quizá el mero hecho de estar a la cola detrás de un sí te daba muchas más probabilidades de ser un no. Se estremeció al pensar qué podía hacer que aquellas personas se mostraran poco comprensivas. Probablemente, pensó, empezarían amables y relajados, y luego, al vérselas con todos los necios y latosos, con sus mentiras y sus historias chifladas, y su deseo de quedarse en América apenas disimulado bajo las fervientes promesas de regresar, responderían con un indiscriminado tableteo de ametralladora: «¡no! ¡no! ¡no! ¡no! ¡no!»

Por otra parte, les pasó por la cabeza a quienes ahora estaban en los primeros puestos, los funcionarios, despejados y alerta, tal vez tendrían mayor predisposición a comprobar sus documentos con más atención y detectar fisuras en sus argumentaciones…

No había manera de desentrañar las mentes y los corazones de aquellos grandes norteamericanos, y Biju observaba las ventanillas minuciosamente, intentando descubrir una pauta que le resultara de utilidad. Unos funcionarios parecían más amables, otros desdeñosos, otros escrupulosos, otros auguraban una desgracia segura, ya que despachaban a todo el mundo con las manos vacías.

Tendría que arrostrar su suerte enseguida. Mientras guardaba turno iba diciéndose: muéstrate impertérrito como si no tuvieras nada que ocultar. Sé claro y firme cuando respondas preguntas y mira a los ojos del funcionario para demostrar que eres sincero. Pero cuando estás al borde de la histeria, tan lleno de ansiedad y violencia contenida, sólo podrías parecer sincero y tranquilo siendo deshonesto. De manera que, sincero o deshonesto, con un deshonesto aire sincero, tendría que permanecer delante del cristal a prueba de balas aventurando respuestas a las preguntas de los funcionarios, preguntas que requerían respuestas perfectamente preparadas.

«¿Cuánto dinero tiene?»

«¿Cómo puede demostrarnos que no se quedará en América?»

Biju observaba mientras esas palabras se las dirigían a otros con toda franqueza, con mirada fija y en absoluto incómoda, cosa curiosa al hacer preguntas tan groseras. Allí de pie, sintiendo la enorme medida del desprecio de que era objeto, tendría que responder con una actitud bien dispuesta y al mismo tiempo humilde. Si trastabillaba, ponía demasiado empeño, se mostraba muy engreído, se confundía, si no obtenían lo que buscaban de inmediato y sin problemas, quedaría excluido. En aquella sala era un hecho aceptado por todos que los indios estaban dispuestos a soportar cualquier clase de humillación con tal de llegar a Estados Unidos. Se podría amontonar basura sobre sus cabezas y aun así seguirían suplicando que se les permitiera venir arrastrándose…


«¿Y cuál es el motivo de su visita?»

– ¿Qué hay que decir, qué hay que decir? -discutían en la cola-. Diremos que un hubshi entró en la tienda y mató a nuestra cuñada y ahora tenemos que ir al funeral.

– No digáis eso. -Un estudiante de ingeniería que ya asistía a la Universidad de Carolina de Norte, que había venido a renovar el visado, sabía que no sonaría bien.

Pero lo hicieron callar a gritos. Resultaba impopular.

– ¿Por qué no?

– Es demasiado arriesgado. Es un estereotipo. Sospecharán.

Pero insistieron. Era un hecho bien sabido por todo el mundo: «Son los negros los que hacen todas esas cosas.»

– Sí, sí -coincidieron otros de la fila-. Sí, sí. -Los negros, que viven como monos en los árboles, no como nosotros, tan civilizados…

Luego se llevaron un sobresalto al ver a una afroamericana detrás del mostrador. (Dios, si los americanos los aceptaban a ellos, sin duda recibirían a los indios con los brazos abiertos, ¿no? ¡Qué contentos estarán de vernos!)

Pero ya estaban denegando el visado a algunos que iban por delante. La preocupación de Biju se agravó al ver que una mujer empezaba a gritar y se zarandeaba presa de una pena epiléptica.

– Esta gente no quiere dejarme ir, mi hija acaba de tener un niño, esta gente no quiere dejarme ir, ni siquiera puedo ver a mi propio nieto, esta gente… ojalá me muriera… no quieren dejarme ver la cara mi nieto…

Los agentes de seguridad vinieron a toda prisa para llevársela a rastras por el saneado pasillo bien fregado con germicidas.


El hombre de la historia del asesinato cometido por el hubshi fue enviado a la ventanilla de la hubshi. Hubshi hubshi bandar bandar, intentando pensar algo a toda prisa… Oh, no, allí no iban a dar resultado los típicos prejuicios indios, la aversión y la tosquedad… la historia ya se estaba desmoronando.

– Mexicano, di mexicano -le susurró alguien.

– ¿Mexicano?

Llegó a la ventanilla, refugiándose bajo amenaza en su actitud más complaciente.

– Buenos días, señora. -Más vale no enfadar a esta hubshi, yaar: tanto deseaba emigrar a Estados Unidos que incluso podía mostrarse amable con los negros-. Sí, señora, algo así, un mexicano-texicano, no lo sé con exactitud -le dijo a la mujer que lo observaba fijamente con mirada de lepidopterólogo. (¿¿Mexicano-texicano??)-. No lo sé, señora -retorciéndose-, algo por el estilo me dijo mi hermano, pero estaba tan afectado, ¿sabe?, que no quise preguntarle más detalles.

– No, no podemos concederle un visado.

– Pero señora, por favor, ya he comprado el billete, señora…

Aquellos que esperaban sus visados que tenían casas espaciosas, vidas llenas de comodidades, vaqueros, inglés, coches conducidos por chóferes esperando fuera para llevarlos de regreso a calles sombreadas, y cocineros que se quedaban sin siesta para esperarlos hasta tarde con la comida (algo ligero, macarrones con queso…), habían estado todo el rato intentando distanciarse de la amplia muchedumbre desharrapada. Con su actitud, su ropa y su acento, intentaban dar a entender a los funcionarios que eran un grupo preseleccionado, numéricamente restringido y perfecto para el viaje al extranjero, diestros en el manejo del cuchillo y el tenedor, nada de sonoros eructos, nada de encaramarse al asiento de la taza del váter para ponerse en cuclillas como estaban haciendo muchas de las mujeres del pueblo justo en ese momento, ya que nunca habían visto un retrete semejante, vertiendo agua desde bien alto para limpiarse el trasero e inundando el suelo con trocillos de mierda empapada.

– He ido al extranjero otras veces y siempre he regresado, como puede ver en mi pasaporte. -Inglaterra, Suiza. América, incluso Nueva Zelanda. Estoy deseando estar en Nueva York para el último estreno de cine, la pizza, el vino de California, también el de Chile, muy bueno, ¿sabe?, y a un precio razonable. Si tuviste suerte una vez, volverías a tenerla.

Biju se acercó a la ventanilla correspondiente, que enmarcaba a un joven con gafas de aspecto pulcro. La gente blanca parecía más limpia porque eran más blancos; cuanto más oscuro eras, pensó Biju, más sucio parecías.

– ¿Por qué quiere viajar?

– Me gustaría hacer turismo.

– ¿Cómo sabemos que regresará?

– Mi familia, mi esposa y mi hijo están aquí. Y mi establecimiento.

– ¿Qué establecimiento?

– Una tienda de cámaras. -¿De veras podría creerse el hombre algo así?

– ¿Dónde se alojará?

– Con un amigo mío en Nueva York. Se llama Nandú y tengo aquí su dirección, si quiere verla.

– ¿Cuánto tiempo?

– Dos semanas, si usted lo considera apropiado. -Ay, por favor, sólo un día, un día. Eso sería suficiente para lo que tengo pensado…

– ¿Dispone de fondos para costearse el viaje?

Enseñó un estado de cuentas falso que había conseguido el cocinero por medio de un empleado corrupto del banco del estado a cambio de dos botellas de Black Label.

– Pague en la ventanilla a la vuelta de la esquina y puede recoger su visado a partir de las cinco de la tarde.

¿Cómo podía ser?

Un hombre con el que había hablado, que aún hacía cola detrás de él, lo llamó con tono apremiante.

– ¿Lo has conseguido, Biju? Biju, ¿lo has conseguido? ¿Biju? ¡Biju! -Con su chillido de pavo real, Biju tuvo la sensación de que aquel hombre habría estado dispuesto a morir por él, pero su desesperación era por sí mismo, claro.

– Sí, lo he conseguido.

– Eres el chico más afortunado del mundo -le dijo el hombre.


El chico más afortunado del mundo. Paseó por un parque para disfrutar de la noticia a solas. Usaban aguas residuales sin tratar para regar una zona de césped que estaba lozana y hedionda, ofreciendo una sonrisa radiante al anochecer. Biju espantó de las aguas residuales una hilera de cerdos con marcas de agua negras en la panza y corrió tras ellos jubiloso. «¡Epa, epa!», gritó. Los cuervos posados sobre los lomos de los cerdos remontaron el vuelo indignados al tener que arrancar hacia atrás. Un corredor con chándal se detuvo a mirar; el chófer que esperaba al corredor hurgándose los dientes con una ramita de margosa también interrumpió su tarea y se quedó mirando. Biju corrió tras una vaca. «¡Epa, epa!» Brincó por encima de las plantas ornamentales y se encaramó a las barras de ejercicios para ponerse a hacer flexiones.


Al día siguiente, «el chico más afortunado del mundo» le envió un telegrama a su padre, y cuando llegara no le cabía duda de que su padre sería el padre más feliz del mundo. Lo que no sabía, claro, era que Sai también estaría encantada. Que cuando había ido a Kalimpong para aquella funesta entrevista con el crucero, se le había estremecido el corazón al comprender que el cocinero tenía su propia familia y pensaba en ellos antes que nada. Si estuviera su hijo, a ella no le prestaría atención más que de pasada. Ella sólo era la alternativa, aquella en quien depositaba su afecto si no podía estar con Biju, que era el auténtico.

«Yupiii -gritó Sai al enterarse de la noticia-. Hip, hip, hurra.»


En el café Gandhi, poco más de tres años después del día en que recibió su visado, el chico más afortunado del mundo resbaló con unas espinacas podridas en la cocina de Harish-Harry, se deslizó hacia delante dejando un rastro verde baba y cayó con un sonoro chasquido. Era la rodilla. No podía levantarse.

– ¿Puedes llamar a un médico? -le pidió a Harish-Harry después de que Saran y Jeev le hubieran ayudado a acostarse en su colchón entre las verduras.

– ¡Un médico! ¡¿Sabes lo que suponen los gastos médicos en este país?!

– Ha ocurrido aquí. Es responsabilidad tuya.

– ¡Responsabilidad mía! -Harish-Harry se inclinó sobre Biju iracundo-. Has resbalado tú en la cocina. Si resbalas en la carretera, ¿a quién recurres, eh? -Había dejado que el muchacho se llevara una impresión equivocada. Había sido demasiado amable y Biju malinterpretó aquellas noches que había sostenido el alma escindida de su jefe en su regazo, enmendándola con los axiomas preferidos de Harish-Harry-. Te acojo. Te contrato sin papeles, te trato como a mi propio hijo, ¡y ahora me correspondes así! Vives aquí sin pagar alquiler. ¿Te pagarían en la India? ¿Qué derecho tienes? ¿Es culpa mía que ni siquiera limpies bien el suelo? Deberías tener que pagarme tú a mí por no limpiar y vivir como un cerdo. ¿Te digo yo que vivas como un cerdo?

La rodilla dolorida le infundió valor a Biju y lo redujo a una franqueza animal. Lanzó una mirada feroz a Harish-Harry, la simulación había concluido; en aquel momento de dolor físico, la tensión de sus propios sentimientos se había quebrado dejando paso a la claridad.

– Sin nosotros viviendo como cerdos -dijo Biju-, ¿qué negocio tendrías? Así ganas dinero, no pagándonos nada porque sabes que no podemos hacer nada, haciéndonos trabajar día y noche porque somos ilegales. ¿Por qué no nos avalas para que obtengamos la carta verde?

Explosión volcánica.

– ¿Cómo voy a avalarte? Si te avalo a ti tendré que avalar a Rishi, y si avalo a Rishi, entonces tendré que avalar a Saran, y si lo hago con él, entonces a Jeev, y luego el señor Lalkaka vendrá y me dirá: pero si yo soy el que más tiempo lleva aquí, soy el más distinguido, debería ser el primero de la lista. ¿Cómo voy a hacer una excepción? Tengo que ir a Inmigración y decir que ningún ciudadano americano puede hacer el trabajo. Tengo que demostrarlo. Tengo que demostrar que lo anuncié. Investigarán el restaurante. Luego lo estudiarán y harán preguntas. Y tal como lo tienen montado, es el dueño quien acaba en la cárcel por contratar personal ilegal. Si no estás contento, ya te puedes ir ahora mismo. Vete a buscar a alguien que te avale. ¿Sabes con qué facilidad puedo sustituirte? ¡¡No sabes la suerte que tienes!! ¿Te parece que no hay miles de personas en esta ciudad buscando trabajo? Te puedo sustituir sin más -hizo chasquear los dedos-. Me vale con chasquear los dedos y en un instante aparecerán cientos de personas. ¡Fuera de mi vista!

Pero como Biju no podía caminar, fue Harish-Harry el que tuvo que marcharse. Subió a la planta superior y luego volvió a bajar, porque su humor había cambiado en un momento: siempre ocurría lo mismo con él, una tormenta de truenos que pasaba enseguida.

– Mira -dijo en tono más amable-, ¿cuándo te he tratado mal? No soy mala persona, ¿verdad? ¿Por qué me atacas? Tal como están las cosas, me juego el cuello por ti, Biju, dime, ¿qué más puedes pedirme? No puedo meterme en asuntos tan arriesgados. -Sacó cincuenta dólares del billetero-. Toma. ¿Por qué no descansas un poco? Puedes ayudar a cortar la verdura mientras sigues tumbado, y si no te encuentras mejor, te vuelves a casa. Los médicos son muy buenos y muy baratos en la India. Consigue la mejor atención médica y luego siempre puedes regresar.

Una modesta geometría de luz matinal se posaba sobre el suelo, un pequeño rombo que se filtraba por la rejilla.

– Qué muchacho tan travieso -Harish-Harry agitó el dedo delante de él como si de una broma se tratara. La figura geométrica empezó a gotear luz, se tornó furtiva y salió deslizándose pared arriba.

Vuelve.

Regresa.

Alguien en una de las anteriores cocinas de Biju había dicho: «No puede ser tan duro o no habría tantos como tú por aquí.»

Pero sí que era tan duro, y aun así había tantos por allí. Era terrible, terriblemente duro. Millones se arriesgaban a morir, eran humillados, odiados, perdían sus familias, y aun así había tantos por allí.

Pero Harish-Harry lo sabía. ¿Cómo podía decir «vuelve-regresa» con semejante despreocupación zalamera?

– Qué muchacho tan travieso -volvió a decirle a Biju cuando le trajo prasad del templo en Queens-. Cuántas preocupaciones y quebraderos de cabeza das.

Y con ese prasad, Biju entendió que no cabía esperar nada más. Era un señuelo, un viejo truco indio en la relación entre patrón y sirviente, el patriarca benévolo que se ganaba la lealtad del personal; ofrecía un sueldo de esclavo, pero de vez en cuando una caja de golosinas, un regalo generoso…

De manera que Biju se tumbó en el colchón y observó el movimiento del sol a través de la rejilla en la hilera de edificios de enfrente. Desde cualquier ángulo que se contemplara aquella ciudad sin horizonte, sólo veías edificios que ascendían como enredaderas en la jungla, privados de luz, manteniendo una semioscuridad perpetua cuajada a sus pies mientras el día se abría paso por las rendijas del laberinto, colándose en los apartamentos en momentos tan precisos como pasajeros, un segmento cobrizo que pasaba de visita entre las diez y las doce tal vez, o entre las diez y las once menos cuarto, entre las dos y media y las cuatro menos cuarto. Como en los lugares pobres donde el lujo se alquila, se comparte y se pasa de vecindario en vecindario, el momento de su llegada era anticipado por gatos, plantas, gente mayor que tal vez permanecía sentada con la claridad brevemente posada sobre su regazo. Pero esta luz era demasiado breve para ampararlos de verdad y más parecía la visita de un hermoso recuerdo que algo auténtico.


Transcurridas dos semanas, Biju ya era capaz de caminar con ayuda de un bastón. Dos semanas más y el dolor lo abandonó, aunque no así el problema subyacente de la carta verde, claro. Eso seguía poniéndolo malo.

Sus papeles, sus papeles. La carta verde, la carta verde, la machoot sala oloo ka patha chaar sau bees carta verde que ni siquiera era verde. De un color rosáceo, permanecía pesada, torpemente posada en su mente día y noche; no podía pensar en nada más, y a veces vomitaba, abrazado al retrete, vaciando su garganta en la garganta de la taza, apoyado encima igual que un borracho. Llegaron más cartas de su padre, y conforme las recogía, lloraba. Luego las leía y se enfadaba violentamente.

«Haz el favor de ayudar a Oni… Te lo pedí en mi anterior carta pero no has respondido… Fue a la embajada y los americanos quedaron impresionados con él. Llegará dentro de un mes… Tal vez pueda quedarse contigo hasta que encuentre algo…» Biju empezó a rechinar los dientes en sus pesadillas, tanto así que una mañana despertó con un diente agrietado.

– Pareces una hormigonera -se quejó Jeev-. Ahora no puedo dormir yo, con tanto rechinar de dientes y las ratas corriendo.

Una noche, Jeev despertó y atrapó una rata dentro del cubo de basura metálico en el que se había metido en busca de comida.

Vertió combustible para mechero y prendió fuego a la rata.

– Cállate de una puta vez, cabronazo -gritaron voces de hombre desde arriba-. Capullo. Qué hostias… Mecagüenlaputa. Gilipollas. Vete a tomar por culo. -Una lluvia de botellas de cerveza estalló en torno a ellos.


– Pregúntame el precio de cualquier zapato en todo Manhattan y te diré dónde conseguirlo al mejor precio.

Said Said otra vez. ¿Cómo se las arreglaba para aparecer por toda la ciudad?

– Venga, pregúntamelo.

– No lo sé.

– Presta atención, tío -dijo con rigurosa amabilidad-. Ahora estás aquí, no en tu país. Puedes conseguir cualquier cosa que desees si lo intentas. -Su inglés era bastante bueno ahora que estaba leyendo dos libros: Deje de preocuparse y empiece a vivir y Cómo compartir tu vida con otra persona.

Tenía veinticinco pares de zapatos a esas alturas; algunos no eran de su número, pero los había comprado de todas maneras, sólo por su exquisita belleza.

La pierna de Biju había mejorado.

¿Y si no hubiera mejorado?

Bueno, había mejorado.

Tal vez, pensaba, tal vez regresaría. ¿Por qué no? Por rencor contra sí mismo, por rencor contra su destino, para alegrar a sus enemigos, aquellos que deseaban verlo lejos de allí y aquellos que se regodearían al verlo llegar. Sí, tal vez regresaría a casa.

Mientras Said coleccionaba zapatos, Biju había estado cultivando la autocompasión. Contemplando un insecto muerto en el saco de basmati llegado de Dehra Dun, estuvo a punto de llorar de pena y asombro por su viaje, lo que no era sino dolor por el suyo propio. En la India casi nadie podía permitirse ese arroz, y había que ir al otro extremo del mundo para poder comer cosas así donde eran tan baratas que podías atiborrarte sin ser rico; y cuando regresabas a casa, allí donde se cultivaban, ya no podías seguir permitiéndotelas.

«Quédate allí tanto como puedas -le había dicho el cocinero-. Quédate. Gana dinero. No regreses.»

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