En Cho Oyu, las ranas croaban en el jhora, en el arriate de espinacas y, arriba, en el depósito de agua por encima de los árboles. Entrada ya la noche, el cocinero se abrió paso entre la hierba mora y llamó a la puerta del juez.
– ¿Qué pasa? -preguntó éste.
El cocinero abrió la puerta envuelto en una neblina de alcohol que le hacía llorar los ojos igual que una cebolla. Tras su paso por la Cantina de Thapa y todo lo ingerido allí, había recurrido a su propia reserva de chhang y se la había bebido también.
– Si he sido desobediente -dijo con lengua pastosa, acercándose a los pies de la cama del juez con la mirada desenfocada-, pégueme.
– ¿Qué? -El juez se incorporó y encendió la luz, también borracho, aunque de whisky-. ¿Qué has dicho?
– Soy mala persona -se lamentó el cocinero-. Soy mala persona, pégueme, sahib, castígueme.
Cómo se atrevía…
Cómo se atrevía a extraviar a Canija cómo se atrevía a no encontrarla cómo se atrevía a venir a molestar al juez…
– ¡¡¿¿QUÉ ESTAS DICIENDO??!! -bramó el juez.
– Pégueme, sahib…
– Si así vas a sentirme mejor, muy bien.
– Soy un malvado, un hombre débil. Más me valdría estar muerto.
El juez se levantó. En la cama era pesado; de pie era liviano. Tenía que seguir moviéndose. Si no pasaba a la acción, se desplomaría. Lo golpeó en la cabeza con la zapatilla.
– ¡Si esto es lo que quieres…!
Entonces el cocinero se arrojó a sus pies y se aferró a uno suplicando clemencia entre sollozos:
– Soy mala persona, perdóneme, perdóneme…
– Vete -le dijo el juez, asqueado, al tiempo que intentaba liberar su pie a tirones-. ¡Vete ya!
El cocinero no cejaba. Se cogió con más fuerza. Lloró y babeó sobre su pie. Le brotaba una rebaba de la nariz, lágrimas de los ojos.
El juez empezó a atizarlo cada vez más fuerte para que lo soltara. Le propinó patadas y golpes.
– Sahib. Bebo. Soy mala persona. Pégueme. Pégueme.
La paliza arreció, más y más.
– Me he portado mal -aseguró el cocinero-, he estado bebiendo comí el mismo arroz que usted y no el de los criados sino el arroz de Dehradun comí la carne y mentí comí de la misma cazuela robé licor del ejército destilé chhang falseé las cuentas durante años le he engañado con las cuentas todos y cada uno de los días mi dinero era sucio era falso a veces le di patadas a Canija no la sacaba a pasear simplemente me quedaba sentado en la cuneta fumando un bidi y volvía a casa soy mala persona no cuidaba de nada ni de nadie salvo de mí mismo… ¡Pégueme más!
El arrebato de ira le resultó familiar al juez.
Dijo:
– Escoria, más que escoria. ¡Si quieres que te castigue, voy a darte el gusto!
– Sí -sollozó el cocinero-, adelante. Tiene el deber de meterme en vereda. Así debe ser.
Sai salió a toda prisa de su cuarto al oír los topetazos.
– ¡¿¿Qué está ocurriendo??! Para. Para de inmediato. ¡Ya basta! -gritó-. ¡Ya basta!
– ¡Déjalo! -gritó el cocinero-. Déjalo. Quiere matarme. Deja que me mate. ¿Qué importancia tiene mi vida? Ninguna. Más vale que se apague. No sirve de nada a nadie. No te sirve a ti ni me sirve a mí. ¡Máteme! Quizá así quede satisfecho. Para mí será una satisfacción. ¡Adelante!
– ¡Te mataré! ¡Te mataré!
– Máteme.
– Te mataré.
El cocinero no mencionó a su hijo., no tenía ningún hijo… nunca lo había tenido… no era sino su propia esperanza la que le escribía… Biju era inexistente…
El juez pegaba con toda la fuerza de sus carnes flácidas y arrugadas, brotaban motas de saliva de su boca de flojos músculos y la sotabarba le temblaba sin control. Sin embargo, aquel brazo, del que la piel colgaba ya muerta, seguía descendiendo para golpear al cocinero en la cabeza con la zapatilla.
– Todo esto que ocurre es asqueroso -sollozó Sai, y se cubrió los oídos, los ojos-. ¿No lo veis? ¿No os dais cuenta? Todo esto que ocurre es asqueroso.
Pero no pararon.
Salió a toda prisa. Se quedó en el fértil humus de la oscuridad con su pijama blanco de algodón y sintió la carga vacía del día, su propio corazón pequeño, su repugnancia por el cocinero, por sus súplicas, su odio por el juez, su propia tristeza, lastimosa y egoísta, su amor sin sentido, lastimoso y egoísta…
El sonido la siguió, sin embargo, los golpes amortiguados y los gritos de los hombres en el interior. ¿De verdad podía estar todo motivado por Canija?
¿Y Canija? ¿Dónde estaba Canija?
Vendida a una familia que no podía quererla en un pueblo más allá de Kurseong, una familia normal y corriente, que pagaba un alto precio por la modernidad y recibía a cambio una mera simulación. Canija les traía sin cuidado. No era más que un concepto. Se esforzaban por alcanzar la noción de algo, por alcanzar lo que suponía tener un perro elegante. Los decepcionó igual que la vida moderna, y la tenían atada a un árbol, la trataban a patadas…
Sai pensó en cruzar el jhora y escapar con el tío Potty…
Que estaría pensando en el padre Booty…
Cruzando el puente con movimientos bamboleantes, a través del bambú, con un queso de rueda sujeto al sillín de la bicicleta.
Un día no muy lejano regresarían los hombres del FLNG…
No te preocupes por mí, cariño, cierra la puerta al salir, no quiero que esos agitadores te cojan…
Al despertar, el tío Potty caería en la cuenta de que había firmado la cesión de su propiedad, y también de la del padre Booty, a unos nuevos propietarios…
Y la señora Sen: tejería el jersey que Rajiv Gandhi no llegaría a llevar y que, según decían Lola y Noni, de todas maneras no iba con su tez amelocotonada de erudito cachemir. Su destino se vería entretejido con una tigresa tamil de manera mucho más íntima de lo que nunca podría haber soñado la señora Sen con su jersey amarillo.
Y Lola y Noni cometerían masacres anuales en esa época del año con Baygon, espirales de insecticida contra los mosquitos y matamoscas. Cada dos años Lola iría a Londres y regresaría con sobres de sopa Knorr y ropa interior de Marks and Spencer. Pixie se casaría con un inglés y Lola estaría a punto de morirse de alegría. «¡Hoy en día todo el mundo busca novia india en Inglaterra!»
¿Y Gyan? ¿Dónde estaba Gyan? Sai no sabía que él la echaba de menos…
Sai se quedó en la oscuridad. Empezó a llover, como a menudo ocurría las noches de agosto, y la electricidad vaciló, como siempre. Los televisores empezaron a emitir chisporroteos y la BBC quedó cuarteada por la tormenta. Se encendieron faroles en las casas. Con un fino retintín punteado, las goteras empezaron a caer en los tarros y cazuelas colocados debajo.
Sai permaneció en plena humedad. La lluvia propinaba mamporros a las hojas, se precipitaba al jhora con jubilosos estallidos como si de boñigas se tratara. Las ranas, abofeteadas por la cortina de agua, seguían entonando himnos exultantes en la inmensidad de su número, desde el Teesta hasta Cho Oyu, ladera arriba hacia las montañas de Deolo y Singalila. Ahogaban el sonido del juez golpeando al cocinero.
«¿Qué sentido tiene todo esto?», se preguntó Sai, pero su boca no podía dirigirse a su oído en aquel tumulto; su corazón destrozado no parecía capaz de dirigirse a su mente; su mente no podía hablarle a su corazón. «Qué vergüenza me doy…» ¿Quién era ella… con su prepotencia, sus exigencias de felicidad, clamando a su destino, a los cielos que no le prestaban oídos, gritando para que su dicha le fuera concedida…?
¿Cómo osáis…? ¿Cómo osáis no…?
¿Por qué no habría yo de tener…? Cómo osáis… Me merezco… Su alma menuda y codiciosa… Sus rabietas y berrinches… Sus lágrimas mezquinas… Sus lloros, suficientes para toda la tristeza del mundo, eran únicamente por sí misma. La vida no tenía un único propósito, ni siquiera una única dirección… La simplicidad de lo que le habían enseñado no podía sostenerse. Ya nunca volvería a creer que sólo había un único relato y que sólo le pertenecía a ella, que podía crear su propia dicha diminuta y vivir a salvo en su interior.
Pero ¿qué ocurriría en Cho Oyu?
El cocinero regresaría a sus alojamientos cojeando…
El juez regresaría a su habitación…
Llovería toda la noche. Continuaría, a ratos, con una saña igualada únicamente por la ferocidad con que la tierra respondía al ataque. Se desataría un verdor bárbaro y voluptuoso; la ciudad se deslizaría pendiente abajo. Lenta, laboriosamente, igual que hormigas, los hombres reconstruirían sus senderos y su civilización y sus guerras, sólo para ser arrastrados de nuevo por las aguas…
La nueva mañana despuntaría, negra o azul, despejada o encapotada. El juez se sentaría delante de su tablero, y a las cuatro y media, sin pensar, por mera costumbre, abriría la boca y diría, como siempre decía: «Panna Lal, trae el té.»
Y siempre habría algo dulce y algo salado…
Sai se quedó allí…
Pensó en su padre y en el programa de investigaciones espaciales. Pensó en todos los National Geographic y libros que había leído. En el viaje del juez, el viaje del cocinero, el de Biju. En el globo terráqueo que giraba sobre su eje.
Y sintió un destello de fuerza. De resolución. Debía marcharse.
El congreso de esperanzadas ranas siguió cantando, incluso mientras una tenue luz ámbar asomaba por el este a medida que la lluvia iba escampando.
Detrás de Sai, Cho Oyu seguía sumido en la sombra. Ya no oía el jaleo de los hombres. El juez yacía agotado en su cama. El cocinero estaba encorvado en la cocina, su rostro presa todavía de una pesadilla.
Sai, aturdida por la falta de sueño, se volvió para entrar, pero entonces, justo cuando lo hacía, cobró conciencia de un punto minúsculo, una figura que subía con esfuerzo la pendiente atravesando las nubes que seguían ancladas en el valle. Se detuvo a mirar. El punto se desvaneció entre los árboles, reapareció, volvió a desvanecerse, asomó por un recodo en la montaña. Se convirtió en una mancha rosa y amarillo que iba haciéndose más grande poco a poco, abriéndose paso a través de tupidas detonaciones de cardamomo silvestre…
¿Gyan?, pensó con un estallido de esperanza. Un mensaje: te querré pese a todo.
¿Alguien que había encontrado a Canija? Aquí mismo… ¡Está aquí mismo, viva y en perfecto estado! ¡Más rolliza que nunca!
La figura persistía. Era otra persona. Una mujer encorvada que arrastraba una pierna con visible dificultad. Debía de ir de camino hacia otro lugar.
Sai entró y fue a la cocina.
– Voy a prepararte un té -le dijo al cocinero, cubierto de marcas de zapatilla.
Puso la tetera al fuego y forcejeó con una cerilla húmeda. Al cabo, prendió, y Sai encendió el papel de periódico hecho una bola bajo las ramas.
Entonces oyeron el ruido de alguien que llamaba a la verja. Ay, Dios, pensó Sai atemorizada, quizá era la misma mujer que venía a suplicar, aquella cuyo marido había quedado ciego.
Se volvió a oír el ruido de la verja.
– Ya voy yo -dijo el cocinero. Se levantó despacio y se sacudió el polvo de la ropa.
Atravesó los hierbajos empapados hasta la verja.
En la verja, mirando entre el hierro forjado a guisa de encaje negro, entre las bolas de cañón cubiertas de musgo, había una figura en camisón.
– Pitaji? -dijo la figura, todo volantes y colores.
El Kanchenjunga asomó al separarse las nubes, como sólo ocurría por la mañana muy temprano en aquella época del año.
– ¿Biju?… -susurró el cocinero-. ¡Biju! -gritó fuera de sí.
Sai se asomó y vio dos figuras que se precipitaban la una hacia la otra al abrirse la verja.
Los cinco picos del Kanchenjunga se tornaron dorados con esa claridad luminosa que te hacía sentir, aunque sólo fuera por un instante, que la verdad saltaba a la vista.
Lo único que tenías que hacer era estirar el brazo y arrancarla.