– No hay autobús a Kalimpong.
– ¿Por qué no?
Estaba en el periódico, ¿no? Al hombre de la terminal de autobuses de Siliguri le sorprendió la ignorancia de Biju. ¿No lo había visto en la tele? ¿Oído en todas las conversaciones? ¿Percibido en el aire?
Entonces ¿continuaba el conflicto?
Estaba empeorando. ¿Cómo era posible que no lo supiera? ¿De dónde había llegado?
De América. Sin periódico, sin teléfono…
El otro asintió, comprensivo.
Pero:
– No hay ningún vehículo que vaya a Kalimpong. La situación está muy tensa, bhai. Hubo un tiroteo. Todo el mundo se ha vuelto loco.
Biju insistió.
– Tengo que ir. Mi padre está allí.
– No puedes ir. No hay manera. Estamos en situación de emergencia y han cortado las carreteras, han derramado aceite Mobil y clavos por todas las calles… las carreteras están cerradas.
Biju se sentó sobre su equipaje hasta que el hombre se apiadó por fin de él.
– Escucha -le dijo-, vete a Panitunk y es posible que encuentres algún vehículo que salga de allí, pero es muy peligroso. Tendrás que suplicarles a los hombres del FLNG.
Biju aguardó allí cuatro días a que saliera un jeep del FLNG. Alquilaban asientos por sumas abusivas.
– No queda sitio -le dijeron los hombres.
Abrió su billetero nuevo para enseñar los dólares.
Pagó. Abraham Lincoln, en Dios confiamos… Aquellos hombres nunca habían visto dinero americano; hicieron circular los billetes y los examinaron.
– Pero no puedes llevar tanto equipaje.
Les pagó algo más. Colocaron las maletas en el techo y las sujetaron con cuerda, y luego se marcharon, avanzando a toda velocidad por una estrecha carretera sobre campos inundados, a través de la incandescencia de los brotes de arroz y bananas, a través de un santuario de fauna con enormes carteles de «NO MOLESTAR A LOS ANIMALES SALVAJES» clavados a los árboles. Tan alegre estaba de regresar que ni siquiera le incomodó el viaje con aquellos hombres. Asomó la cabeza y levantó la mirada hacia su equipaje para asegurarse de que siguiera bien amarrado.
La carretera se inclinaba, apenas una repisa sobre el Teesta, un río insensato, recordó, que brincaba adelante y atrás a cada momento. Biju se cogía a la estructura metálica mientras el jeep maniobraba por los barrancos escarpados y sorteaba roderas y piedras: había más agujeros en la carretera que carretera propiamente dicha, y todo, desde su hígado hasta su sangre, estaba recibiendo un buen meneo. Dirigió la mirada hacia abajo, donde quedaba el olvido, y volvió a desviarla rápidamente hacia la ribera excavada. Qué cerca estaba la muerte -lo había olvidado en su existencia eterna en América-, aquella constante proximidad al destino más cercano de uno.
De modo que, bien agarrados al caparazón de metal, siguieron serpeando ladera arriba. Había infinidad de mariposas de una miríada de variedades, pero al llover un poco desaparecieron. La lluvia escampó y luego regresó; otro pequeño espasmo y volvieron a desvanecerse. Las nubes entraban en el jeep y volvían a salir, tornando borrosos a los pasajeros de tanto en tanto. Las ranas no dejaban de croar animadamente. Se toparon al menos con una docena de desprendimientos de tierra en la carretera entre Siliguri y Kalimpong, y mientras esperaban a que fueran despejados se acercaban vendedores ambulantes que ofrecían momos en cubos, rajas triangulares de coco. Allí era donde vivía su padre y adonde él había ido a visitarlo y donde habían concebido la idea de mandarlo a América, y Biju, en su inocencia, hizo lo que su padre, en su propia inocencia, le dijo que hiciera. ¿Qué podía saber su padre? Aquella manera de abandonar a la familia en busca de trabajo los había condenado durante varias generaciones a tener el corazón siempre en otros lugares, la mente absorta en gente que estaba en otra parte; nunca podían encontrarse en una sola existencia al mismo tiempo. Qué maravilloso sería que las cosas fueran de otra manera.