28

El juez estaba pensando en su odio.

A su regreso de Inglaterra lo había recibido la misma banda de metal geriátrica que lo despidiera al comienzo de su viaje, aunque esta vez resultaba invisible por causa de las nubes de humo provocadas por los artilugios pirotécnicos lanzados a las vías, que explotaban a medida que el tren se acercaba a la estación. Se levantó una barahúnda de silbidos y gritos entre las dos mil personas que se habían reunido para ser testigos de aquel acontecimiento histórico, el primer hijo de la comunidad que entraba a formar parte de la Administración Pública india. Se vio cubierto de guirnaldas; se posaron pétalos de flor sobre el ala de su sombrero. Y allí, bajo una sombra del ancho de la hoja de un cuchillo al cabo de la estación, estaba alguien que tenía un aspecto vagamente familiar; no era una hermana, ni una prima, sino Nimi, su esposa, que había regresado de casa de su padre, donde había pasado el ínterin. Salvo por las conversaciones con caseras y el «¿Qué tal está usted?» en las tiendas, hacía años que él no hablaba con una mujer.

Ella se le acercó con una guirnalda. No se miraron mientras se la pasaba por la cabeza. La mirada de él se fue hacia arriba y la de ella hacia abajo. Él tenía veinticinco, ella diecinueve.

«Qué tímidos, qué tímidos.» El gentío, encantado, estaba convencido de haber sido testigo del terror que provoca el amor. (Qué asombrosa esperanza la del público, que siempre se niega a creer en la inexistencia del romance.)

¿Qué haría con ella?

Había olvidado que tenía esposa.

Bueno, lo sabía, claro, pero ella se había ido alejando como todo lo demás en su pasado, una serie de datos que ya no tenían importancia. Éste, no obstante, lo seguiría como seguían las esposas a sus maridos en aquellos tiempos.


Durante los cinco años transcurridos, Nimi había tenido presente sus paseos en bicicleta y la sensación de que el corazón le levitaba: qué hermosa debía de haberle parecido a él… Él la había encontrado deseable y ella estaba dispuesta a apreciar a cualquiera que pensara así. Hurgó en el neceser que había traído Jemubhai de Cambridge y encontró un tarro de pomada verde, un juego de cepillo y peine de plata, un pompón con una presilla de seda en una polvera redonda, y, saliéndole al encuentro con exquisitez, su primera vaharada de lavanda. Los aromas tenues y frescos que emanaban de sus nuevas posesiones provenían todos de un lugar extranjero. Piphit olía a polvo y de vez en cuando llegaba la inesperada fragancia de la lluvia. Los perfumes de Piphit eran embriagadores, intensos y mareantes. No sabía gran cosa de los ingleses, y aquello que sabía se basaba en unos cuantos retazos de conversaciones que le habían llegado en el retiro de los alojamientos de las mujeres, como el que las inglesas del club jugaban al tenis vestidas únicamente con ropa interior.

– ¡Pantalones cortos! -dijo un tío joven.

– Ropa interior -insistieron las mujeres.

¿Cómo se las arreglaría entre damas vestidas con ropa interior que blandían raquetas de tenis?

Cogió la polvera del juez, se desabrochó la blusa y se empolvó los pechos. Volvió a abotonarse la blusa y dejó la borla, tan extranjera, tan sedosa, en el interior; era muy madura para un robo tan infantil, bien lo sabía, pero le pudo la codicia.


Las tardes en Piphit eran larguísimas; los Patel descansaban, intentando soslayar el miedo a que el tiempo no volviera a transcurrir, todos salvo Jemubhai, que ya no estaba acostumbrado a semejante abandono.

Se incorporó, inquieto, y contempló el dinosaurio alado, el plátano de pico púrpura, con los ojos de alguien que lo viera por primera vez. Era un extranjero -¡un extranjero!-, gritaba hasta el último ápice de su ser. Sólo su digestión disentía y le decía que estaba en casa: dolorosamente acuclillado en el incómodo retrete exterior mientras le crujían sus rodillas de caballero y rezongaba «Maldita sea», notó que su digestión funcionaba con la misma supereficacia del… del transporte occidental.

Al decidir ociosamente echar un vistazo a sus pertenencias, descubrió la ausencia.

– ¿Dónde está mi borla? -preguntó a voz en cuello a las mujeres Patel, despatarradas sobre esterillas a la sombra de la galería.

– ¿Qué? -preguntaron ellas, levantando la cabeza al tiempo que se protegían los ojos de la detonación de luz.

– Alguien ha estado fisgando en mis pertenencias.

En realidad, a esas alturas, prácticamente todo el mundo en la casa había fisgado en sus pertenencias, y no alcanzaban a ver qué problema había en ello. Sus nuevas ideas de intimidad eran insondables; ¿por qué le importaba y cómo coincidía eso con robar?

– Pero ¿qué falta?

– Mi borla.

– ¿Qué es eso?

Intentó explicarlo.

– Pero ¿para qué demonios sirve, baba? -Lo miraron confusas. -Rosa y blanco, ¿qué? ¿Que te lo pones en la piel? ¿Para qué? -¿Rosa?

Su madre empezó a preocuparse.

– ¿Te ocurre algo en la piel? -preguntó, inquieta.

– Ja, ja -rompió a reír una hermana que escuchaba con atención-, ¡te enviamos al extranjero para que te convirtieras en un caballero y has regresado hecho una dama!

La agitación se propagó y empezaron a llegar parientes de las casas más alejadas del clan Patel. Los kakas kakis masas masisphuas phois. Niños horribles en tropel, un racimo en el que no se podía distinguir a las distintas criaturas, pues semejaban un monstruo compuesto de múltiples brazos y piernas que llegaba dando volteretas, levantando polvo y gritando; cientos de manos se elevaban por encima de los cientos de bocas que emitían risillas tontas. ¿Quién había robado qué?

– Ha desaparecido su borla -dijo el padre de Jemubhai, que por lo visto creía que era algo crucial para el trabajo de su hijo.

Todos decían borla en inglés -powder puff-, pues, naturalmente, no había un término gujarati para semejante invento. Su acento mismo molestaba al juez. «Pauvdar Paaf», sonaba como una suerte de plato típico parsi.

Sacaron todo lo que había en el armario, lo volvieron del revés, lanzando exclamaciones mientras examinaban cada prenda, los trajes, la ropa interior, los gemelos de teatro con los que había observado los tutús de las bailarinas ejecutando una delicada huida lateral en Giselle, conformando en su despliegue dibujos de pastelería y adornos de tarta.

Pero no, no estaba allí. Tampoco estaba en la cocina, ni en la galería. No estaba por ninguna parte.

Su madre interrogó a las primas más traviesas.

– ¿La has visto?

– ¿Qué?

– La paudar paaf.

– ¿Qué es una paudurpqff? ¿Paudaar paaf?

– Para proteger la piel.

– Proteger la piel, ¿de qué?

Y otra vez había que pasar por el bochorno de explicarlo todo.

– ¿Rosa y blanco? ¿Para qué?


– ¿Qué demonios sabéis vosotros? -exclamaba Jemubhai. Ladrones, ignorantes.

Había pensado que tendrían el buen gusto de dejar que aquello en lo que se había convertido los impresionara e incluso les inspirara cierto temor reverencial, pero en vez de eso se estaban riendo.

– Tú debes saber algo -acusó finalmente a Nimi.

– No la he visto. ¿Por qué habría de prestarle la menor atención? -dijo. El corazón le latía bajo sus dos pechos empolvados de rosa y blanco con aroma a lavanda, bajo la borla de su marido recién regresado de Inglaterra.

No le gustaba la cara de su esposa; recurrió a su odio y encontró belleza, pero la rechazó. En otros tiempos había sido algo tan atrayente como aterrador que había provocado que el corazón se le volviese agua, pero ahora parecía no hacer al caso. Una muchacha india nunca podía ser tan hermosa como una inglesa.

Justo en ese momento, cuando se estaba dando media vuelta, lo vio: entre los corchetes sobresalían algunos filamentos finos y delicados.

– ¡Asquerosa! -gritó, y entre sus tristes pechos arrancó, como una ridícula flor, o bien como un corazón henchido hasta reventar, su elegante borla.


– ¡Duro con la cama! -gritó una anciana tía al oír la refriega en el interior del cuarto, y todos se echaron a reír y asintieron con satisfacción.

– Ahora se tranquilizará -dijo otra vieja con voz medicamentosa-. Esa chica tiene demasiados humos.

En el interior del cuarto, desalojado para la ocasión de todos los que solían dormir allí, con el rostro hinchado de ira, él intentó coger a su esposa.

Ella se zafó y la ira de su marido se desató.

Ella, que había robado. Ella, que había hecho que se rieran de él.

Ella, una chica de pueblo inculta. Volvió a intentar cogerla.

Ella echó a correr y él la persiguió.

Ella fue hacia la puerta.

Pero la puerta estaba cerrada.

Ella lo intentó de nuevo.

No cedió.

La tía la había cerrado, por si acaso. Tantas historias de novias que intentaban escapar… y de vez en cuando el relato de un marido que se iba a hurtadillas. Quévergüenzavergüenzavergüenza para la familia.

Se abalanzó sobre ella con mirada de asesino.

Ella intentó correr hacia la ventana.

Él le cortó el paso.

Sin pensar, ella cogió la polvera de la mesa cerca de la puerta y se la arrojó a la cara, aterrada de lo que estaba haciendo, pero el terror se había sumado a la irreversibilidad con aquel gesto, y en un instante ya estaba hecho:

El recipiente se rompió, el polvo salió despedido hacia arriba fue descendiendo poco a poco.

Morbosamente embadurnado del pigmento con sabor a golosina, la agarró con fuerza y forcejeó con ella hasta tumbarla, y conforme iba descendiendo lentamente aquel perfecto recubrimiento rosado, atomizado en un millón de motas, en una densa frustración de lascivia y furia -el pene se desenroscó, moteado de negro y púrpura, como movido por la furia, descubriendo el tobogán del que había oído hablar- se abrió paso hasta su interior sin el menor donaire.

Un tío ya mayor, un marchito hombre pájaro con dhoti y gafas, que miraba desde el exterior por una ranura en la pared, notó que su propia lascivia maduraba y -pum- le hacía ponerse a dar brincos por el jardín.


Jemubhai se alegró de poder disimular la inexperiencia, la crudeza, con odio y furia -un truco que le iría de maravilla a lo largo de su vida en áreas diversas-, pero, Dios santo, le impresionó lo grotesco que era aquello: la comunión de órganos que se embestían y succionaban en una horrenda dinámica de ataque y aniquilación; formas de vida lisiadas de color magulladura que golpeaban y se encogían; una garganta acre rodeada de pelo; una malevolencia que se agitaba con músculos de serpiente; el hedor a orina y mierda mezclado con el olor a sexo; el chapoteo, la chorretada marina, aquel derramamiento incontrolable… Todo eso hizo que se le revolviera su civilizado estómago.

Sin embargo, volvió a desaguarse una y otra vez. Incluso en el tedio, dale que dale, una costumbre que no soportaba. Aquella aversión y su persistencia lo enfurecía más aún, y cualquier crueldad que pudiera infligir a Nimi pasó a ser irresistible. Le daría las mismas lecciones de soledad y vergüenza que había aprendido en carne propia. En público, nunca hablaba con ella ni la miraba.

Ella se acostumbró a su expresión indiferente mientras la embestía, la mirada perdida a media distancia, absorta por completo en sí misma, el mismo semblante vacío de un perro o un mono jodiendo en el bazar; hasta que de pronto parecía perder el control y la expresión se le esfumaba del rostro. Un momento después, antes de que nada trasluciera, volvía a afianzarse su gesto y Jemubhai se retiraba para pasar un buen rato en el cuarto de baño afanándose con jabón, agua caliente y antiséptico Dettol. Luego realizaba sus abluciones con una medida clínica de whisky, como si consumiera un desinfectante.


El juez y Nimi viajaron dos días en tren y en coche, y cuando llegaron a Bonda, él alquiló un bungalow a las afueras, en el linde con el acantonamiento, por treinta y cinco rupias al mes, sin agua ni electricidad. No podía permitirse nada mejor hasta que saldara sus deudas, pero, aun así, ahorró dinero para contratar una acompañante para Nimi. Una tal señorita Enid Pott que tenía todo el aspecto de un dogo con sombrerito. Su puesto anterior había sido el de institutriz de los hijos del señor Singh, el comisionado, y había educado a sus pupilos para que llamaran «Mam» a su madre y «Pa» a su padre, les había dado aceite de hígado de bacalao para las rabietas y les había enseñado a recitar textos de la periodista norteamericana Nellie Bly. En una fotografía que llevaba en el bolso, se la veía acompañada de dos niñas de tez oscura con vestidos de marinero; sus calcetines eran elegantes pero tenían el rostro marchito.

Nimi no aprendía inglés, y era por pura terquedad, pensaba el juez.

«¿Qué es esto?», la interrogaba furioso, sosteniendo en alto una pera.

«¿Qué es esto?», señalando la salsera adquirida en una tienda de segunda mano, vendida por una familia cuyas iniciales, afortunadamente, coincidían -JPP- en una extravagancia de fiorituras. La había comprado en secreto y escondido en otra bolsa para que su penosa presunción y su frugalidad no fueran detectadas. James Peter Peterson o Jemubhai Popatlal Patel. POR FAVOR…


– ¿Qué es esto? -preguntó con el panecillo en alto.

Silencio.

– Si no puedes nombrarlo, no puedes comerlo.

Más silencio.

Lo retiró del plato de Nimi.

Esa misma noche, un poco más tarde, le arrebató la taza de cacao Ovaltine que estaba tomando a sorbos tímidos.

– Si no te gusta, no lo bebas.

No podía llevarla a ninguna parte, y se avergonzó cuando la señora Singh agitó un dedo delante de su rostro y le dijo: «¿Dónde está su esposa, señor Patel? No será usted partidario de esa tontería de la reclusión femenina, ¿verdad?» Al desempeñar su papel en la carrera de su marido, la señora Singh había intentado imitar lo que ella consideraba el típico equilibrio de las inglesas entre lo briosamente agradable y lo firmemente sensato, y de esa manera había conseguido aplacar el ímpetu de muchos vecinos que se enorgullecían de decantarse principalmente por la insensatez.


Nimi no acompañaba a su marido de viaje, a diferencia de las demás esposas, que iban con ellos a caballo o a lomos de un elefante o un camello o en palkis llevadas por porteadores (todos los cuales, por culpa de los gordos traseros de las mujeres, mueren jóvenes), mientras a la zaga venían traqueteando ollas y cazuelas y la botella de whisky y la botella de oporto, el contador Geiger y el escintilómetro, la lata de atún y el pollo vivo loco de ansiedad; nadie se lo había dicho pero lo sabía, la llevaba en el alma: la expectativa del hacha.

Nimi se quedaba sola en Bonda; tres semanas de cada cuatro, paseaba por la casa, el jardín. Había pasado diecinueve años entre los confines del recinto de su padre y seguía siendo incapaz de plantearse la idea de salir por la puerta. Ver cómo la tenía abierta para ir y venir la colmaba de soledad. Nadie cuidaba de ella, su libertad era inútil, su marido desatendía sus deberes.

Subió las escaleras hasta el tejado plano en la lenta cordialidad de los anocheceres de verano, y observó el fluir del Jamuna por un escenario tenuemente envuelto en polvo. Las vacas iban de regreso a casa; las campanas tañían en el templo; veía a los pájaros probar primero un árbol como percha para pernoctar, luego otro, emitiendo todo el rato un ruido sobreexcitado cual mujeres en una tienda de saris. Al otro lado del río, a lo lejos, veía las ruinas de un pabellón de caza que se remontaba a los tiempos del emperador mogol Jehangir: apenas unos arcos pálidos que aún sostenían tallas de lirios. Los mogoles habían descendido de las montañas para invadir la India pero, a pesar de su talento para guerrear, eran lo bastante tiernos de corazón como para llorar la pérdida de esta flor con el calor; el sueño insistente del lirio estaba tallado por todas partes, de manos de artesanos que sentían la nostalgia, veían la belleza de lo que habían hecho sin haberlo conocido nunca.

La visión de este escenario, de la historia que transcurría y continuaba, afectó a Nimi de una manera desoladora. Se había desprendido de la vida por completo. Pasaban las semanas y no hablaba con nadie, los criados dejaban de malas maneras en la mesa sus propias sobras para que ella comiera, hurtaban los víveres sin miedo, dejaban que la casa se ensuciara hasta la víspera del regreso de Jemubhai, cuando de pronto la hacían cobrar brillo de nuevo, el reloj ajustado a un horario, el agua hervida durante veinte minutos, la fruta macerada durante los minutos prescritos en soluciones de permanganato potásico. Por fin, el nuevo coche de segunda mano de Jamubhai -que más parecía una simpática vaca fornida que un automóvil- sorteaba la verja soltando eructos.

Entraba en casa con paso enérgico, y cuando se encontraba con que su esposa contradecía groseramente sus ambiciones… bueno, su irritación se tornaba insoportable. Hasta sus expresiones lo molestaban, pero a medida que fueron siendo sustituidas por un semblante vacío, empezó a fastidiarle su ausencia.

¿Qué iba a hacer con ella? Ella, que no tenía empuje, era incapaz de entretenerse, no estaba hecha de nada, y sin embargo constituía una presencia perjudicial.

Había sido abandonada por la señorita Enid Pott, que dijo: «Parece que Nimi ha tomado la decisión de no aprender. Tiene usted una swaraji delante de sus narices, señor Patel. No quiere discutir: al menos así una podría responder y mantener una conversación. Sencillamente se marchita.»

Luego estaba su trasero típicamente indio: perezoso, ancho como el de un búfalo. La acritud de su aceite rojo para el cabello, que él acusaba como un contacto físico.

«Quítate esas absurdas baratijas», le ordenaba, irritado por el tintineo de sus brazaletes.

«¿Por qué tienes que vestirte de una manera tan llamativa? ¿De amarillo y rosa? ¿Estás loca?» Tiró sus frascos de aceite para el cabello y los largos cabellos de Nimi se zafaban por muy tirante que se hiciera el moño. El juez se los encontraba abriéndose camino por la habitación a lomos del aire; incluso encontró uno estrangulando un champiñón en su crema de champiñones.

Un día vio huellas en el asiento del retrete. ¡Nimi se acuclillaba encima, se acuclillaba encima! Apenas capaz de controlar su ira, le cogió la cabeza y se la metió en el retrete. Una vez superado cierto punto, Nimi, convertida en una inválida por causa de su desdicha, cayó presa del desánimo, empezó a quedarse dormida al sol heliográfico y a despertar en plena noche. Miraba el mundo pero no conseguía enfocar la imagen, nunca se ponía ante el espejo porque no soportaba verse reflejada, y de todas maneras no aguantaba dedicar un momento a vestirse y peinarse, actividades reservadas únicamente para quienes eran felices y amados.

Cuando la vio Jemubhai con una erupción de pústulas en las mejillas, interpretó su belleza derrotada como otra afrenta y le preocupó que la afección de la piel pudiera contagiársele. Dio instrucciones a los criados de que lo limpiaran todo con Dettol para eliminar los gérmenes. Cauteloso, se empolvaba con una nueva borla, recordando una y otra vez aquella que había estado al abrigo de los obscenos pechos con nariz de payaso de su mujer.

«No asomes la cara fuera de casa -le dijo-. La gente podría huir de ti gritando.» A finales de año, el pavor que se tenían el uno al otro era tan intenso como si hubieran accedido a una amargura sin límite que los llevara más allá de los parámetros de lo que cualquier individuo normal es capaz de sentir. Pertenecían a esa emoción más que a sí mismos, experimentaban la ira con intensidad suficiente para naciones enteras unidas en el odio.

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