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No estaba por ninguna parte en el mercado, ni en la tienda de música y vídeo donde Rinzy y Tin Tin Dorji alquilaban cintas consumidas de películas de Bruce Lee y Jackie Chan.

– No, no lo he visto -le dijo Dawa Bhutia asomando la cabeza entre el vapor de la col que se cocía en la cocina del restaurante Chi Li.

– Aún no ha venido -dijo Tashi en El León de Nieve, donde por falta de turistas habían colocado una mesa de billar en la cerrada sección de viajes.

Los carteles seguían en las paredes: «Experimente la grandeza del Raj. Visite Sikkim, una tierra con más de doscientos monasterios.» En la parte de atrás, bajo llave, Tashi aún tenía los tesoros que solía ofrecer a los viajeros más adinerados: una valiosa pintura thangkha de lamas cabalgando a lomos de mágicas bestias marinas para difundir las enseñanzas del dharma hasta China; un pendiente de noble; una taza de jade sacada de contrabando de un monasterio tibetano, tan transparente que la luz la atravesaba conformando un paisaje verdinegro de nubes de tormenta. «Es una tragedia lo que está ocurriendo en el Tíbet», comentaban los turistas, pero su rostro sólo reflejaba alegría por el botín. «¡Sólo veinticinco dólares!»

Pero ahora no tenía otro remedio que depender de la moneda local. El primo retrasado de Tashi corría de aquí para allá llevando botellas entre el desvencijado Gompu's y la mesa de billar, de manera que los hombres pudieran seguir bebiendo mientras jugaban y hablaban del movimiento. Había restos de vómito por todas partes.

Sai pasó por delante de las aulas vacías de la escuela universitaria de Kalimpong: insectos muertos formando capullos contra las ventanas cubiertas de escarcha, abejas atrapadas en el lazo corredizo de la seda de araña, la pizarra aún con símbolos y cálculos. Allí, en esa atmósfera con olor a cloroformo, había estudiado Gyan. Se acercó a la cara opuesta de la montaña, que se asomaba al río Relli y Bong Busti, donde vivía él. Había dos horas de camino colina abajo hasta su casa, en una zona pobre de Kalimpong que prácticamente no conocía.

Gyan le había contado la historia de sus valientes antepasados en el ejército, pero ¿por qué nunca hablaba de su familia aquí y ahora? En un rincón de su mente, Sai era consciente de que debería haberse quedado en casa, pero no podía evitarlo.

Pasó por delante de varias iglesias: testigos de Jehová, adventistas, santos del último día, bautistas, mormones, pentecostalistas. La vieja iglesia anglicana estaba en el centro de la ciudad, las americanas en los márgenes, pero las nuevas tenían más dinero y un espíritu más festivo, y estaban ganando adeptos rápidamente. Además, practicaban a la perfección la técnica de esconderse detrás de un árbol y aparecer de repente para sorprender a los que pudieran haber escapado; de disfrazarse con salivar kameez (para comerte mejor, querida mía…); y si accedías a asistir a una inofensiva charla sobre idiomas (para traducir la Biblia mejor, querida mía…), estabas perdido: era tan difícil desprenderse de ellos como de una ameba.

Pero Sai pasó sin que la abordaran. Las iglesias estaban oscuras; los misioneros siempre se marchaban en tiempos de peligro para disfrutar de las galletitas de chocolate y recaudar fondos en casa, hasta que había una atmósfera lo bastante pacífica para aventurarse de nuevo y, renovados y fortalecidos, lanzar un ataque contra una población debilitada y desesperada.

Bordeó campos y pequeñas agrupaciones de casas, se desorientó en la red capilar de senderos entrecruzados en las montañas, perpendiculares como plantas trepadoras, dividiéndose y desembocando cada vez más desdibujados en otros senderos que llevaban a chozas encaramadas a cornisas de la anchura de una ceja entre el tupido bambú. Los tejados de hojalata auguraban tétanos; los retretes exteriores se decantaban hacia el éter de manera que las heces cayeran al valle. Tallos de bambú cortados por la mitad llevaban agua hasta parcelas de maíz y calabaza, y tubos similares a gusanos unidos a bombas iban desde un arroyo hasta las chozas. Se veían bonitas al sol, aquellas casitas, las criaturas gateando de aquí para allá con el trasero enrojecido en sus pantalones con los fondillos recortados para que pudieran hacer susu y caca; fucsias y rosas, pues en Kalimpong a todo el mundo le gustaban las flores e incluso en medio de semejante profusión botánica ponía de su parte. Sai era consciente de que una vez se fuera apagando el día, sería imposible pasar por alto la pobreza y saltaría a la vista que en aquellas casas había un ambiente abarrotado y húmedo, un humo lo bastante denso para ahogarte, sus habitantes comiendo a duras penas a la luz de una vela tan tenue que casi no se veía nada, las ratas y las serpientes en el techo, peleándose por huevos de insectos y pájaros. Estaba claro que la lluvia se estancaba en las zonas más bajas y dejaba fangoso el lecho de tierra, que todos los hombres bebían más de la cuenta, precipitando la realidad hacia pesadillas, broncas y palizas.

Pasó una mujer con una criatura en brazos. Olía a tierra y humo, y la criatura rezumaba un aroma fuerte y dulce, como de maíz en ebullición.

– ¿Sabes dónde vive Gyan? -le preguntó Sai.

Señaló hacia una casa un poco más adelante; ahí mismo estaba la vivienda, y Sai quedó sorprendida un momento.

Era un cubo pequeño y enfoscado con cieno; las paredes debían de ser de cemento rebajado con arena, porque se derramaba por hoyuelos como si se tratara de una bolsa perforada.

De las esquinas de la estructura pendían cofas de cableado eléctrico, el cual se escindía en ramales que desaparecían en ventanas protegidas con rejilla fina. Olió un desagüe abierto que delataba un perezoso sistema de cañerías; a pesar de ser tan rudimentario, todos los días presentaba un nuevo fallo. El desagüe salía de la casa bajo un tosco mosaico de piedras y desaguaba en el terreno, que estaba delimitado por alambre de espino. En ese momento apareció un perturbado harén de gallinas sulfúreas perseguidas por un gallo cachondo.

La planta superior de la casa estaba sin acabar, era de suponer que por falta de recursos, y mientras reunían lo suficiente para reanudar la construcción, ésta se había deteriorado; no había paredes ni tejado, sólo unos pocos pilares con varillas de hierro asomando por arriba a guisa de esquema básico de lo que vendría a continuación. Se había intentado proteger las varillas del óxido con botellas de refresco boca abajo, pero igual habían adquirido un intenso tono herrumbroso.

Aun así, saltaba a la vista que era el preciado hogar de alguien. La galería se hallaba bordeada de caléndulas y cinias; la puerta delantera estaba entreabierta y más allá del contrachapado comboso había un reloj dorado y un póster de un niño de cabello rubísimo con gorro colgado de una pared medio desmoronada, justo la clase de detalle del que Lola y Noni se mofaban sin piedad.

Había casas como ésa por todas partes, claro, comunes entre aquellos que se habían esforzado por llegar al extremo inferior de la clase media -justo hasta el extremo, por los pelos, aferrándose desesperadamente-, pero estaban al borde de la ruina en todo momento, la casa escabulléndoseles, pero no hacia la pobreza pintoresca que les gustaba fotografiar a los turistas, sino hacia algo sombrío de veras: la modernidad en su manifestación más humilde, flamante un día, ruinosa al siguiente.


La vivienda no casaba en absoluto con la manera de hablar de Gyan, su inglés, su apariencia, su ropa, su educación. Absolutamente todo lo que tenía su familia lo estaban invirtiendo en él, y era necesario que vivieran así diez de ellos para producir un muchacho peinado, educado, su mejor apuesta en el ancho mundo. Los matrimonios de las hermanas, los estudios de los hermanos menores, los dientes de la abuela: todo en espera, silenciado, hasta que él se fuera, se esforzara, les enviara algo.

Sai sintió vergüenza ajena. Cómo debía haber esperado Gyan que su silencio se interpretara como dignidad. Claro que la había mantenido a distancia. Claro que nunca había mencionado a su padre. ¿Cómo podría haber revelado los dilemas y presiones que debían de existir en esa casa? En ese instante sintió aversión por sí misma. ¿Cómo podía haberse visto involucrada en semejante empresa sin su propio conocimiento o consentimiento?

No sabía a ciencia cierta qué hacer, y se quedó mirando las gallinas.


Gallinas, gallinas, gallinas compradas para aumentar unos ingresos ínfimos. Las aves nunca se le habían revelado con tanta claridad: una pandilla grotesca, una representación de la violación y la violencia, gallinas golpeadas y picoteadas mientras cacareaban y aleteaban, intentando huir del gallo violador.

Transcurrieron varios minutos. ¿Debía marcharse, debía quedarse?

La puerta se abrió un poco más y una niña de unos diez años salió de la casa con una cazuela para fregarla con fango y grava en el grifo de fuera.

– ¿Vive aquí Gyan? -preguntó Sai, sin poder evitarlo.

El recelo ensombreció el rostro de la chica. Era una desconfianza ya asimilada respecto a que si preguntaban por alguien de su familia no sería para nada bueno, una expresión curiosa en una niña.

– Es mi tutor de matemáticas -aclaró Sai.

Todavía con aire de que alguien como Sai sólo podía suponer problemas, dejó la cazuela y volvió a entrar en la casa mientras el gallo se abalanzaba a picotear el grano pegado en el fondo, metiéndose dentro del recipiente, lo que dio a las gallinas un respiro.

En ese momento salió Gyan y ella alcanzó a ver su expresión de desagrado antes de que tuviera oportunidad de disimularla: se sentía ultrajado. ¡Cómo se permitía buscarlo para darse la satisfacción de la piedad! Gyan se había sentido culpable por su prolongado silencio, se estaba planteando volver a verla, pero ahora sabía que estaba en lo cierto. El gallo salió de la cazuela y empezó a pavonearse. Era lo único imponente por allí, con su cresta, sus espolones, dándose aires igual que un colono.

– ¿Qué quieres?

Sai vio que los pensamientos de Gyan demudaban sus ojos y su boca, recordó que la había abandonado, no al revés, y se sintió amargamente enfurecida.

Sucio hipócrita.

Fingía una cosa y regía su vida por la contraria. Nada más que mentiras de principio a fin.

Algo más allá había un retrete exterior, hecho con cuatro varas de bambú y arpillera desgastada, asomado a un alarmante barranco.

Igual había tenido la esperanza de engatusarla para acceder a Cho Oyu; quizá toda su familia podría mudarse allí, si jugaba bien sus cartas, y usar los espaciosos cuartos de baño, cada uno de ellos tan grande como toda su vivienda. Tal vez Cho Oyu se estuviera desmoronando, pero había sido majestuosa; tema su pasado, cuando no su futuro, y eso podía ser suficiente: un verja de entrada de hierro forjado negro, el nombre labrado en imponentes columnas de piedra con bolas de cañón cubiertas de musgo como en la serie de la BBC Nacida en el señorío.

La hermana los miraba con curiosidad.

– ¿Qué quieres? -repitió la voz refrigerada de Gyan.

Pensar que ella había ido para llamarlo momo, cordero calentito envuelto en una crujiente masa con hoyuelos, que había ido para encaramarse a su regazo, preguntarle por qué no la había perdonado como antes tras la pelea sobre la Navidad, pero ahora no iba a darle la satisfacción de reconocer la menor vulnerabilidad.

En vez de eso dijo que estaba allí por el padre Booty.

El ultraje ante la injusticia infligida a su amigo volvió a sobrevenirle de repente. El querido padre Booty, que había sido obligado a subir a un jeep camino del aeropuerto de Siliguri, después de haberlo perdido todo salvo sus recuerdos: aquella vez que dio una conferencia acerca de cómo las vaquerías podían dar lugar a una minieconomía al estilo suizo en Kalimpong y todos se pusieron en pie para aplaudirlo; su poema sobre una vaca en el Illustrated Weekly; y las veladas de «No hay nada tan dulce, queridos amigos…» en la galería del tío Potty, cuando la música terminaba en una prolongada nota de miel y la luna llena se elevaba majestuosa, un prodigio alquímico de queso iluminado. ¡Qué deprisa giraba la Tierra! Todo había terminado.

Cómo iba a vivir, se desesperaba, allí donde lo convertirían de un plumazo en un anciano mantenido por el estado y empaquetado en una caja bien limpia junto con otras personas de edad avanzada que supuestamente lo tenían todo en común con él…

Había dejado a su amigo el tío Potty de luto, bebiendo, mientras el mundo se disgregaba en olas a su alrededor; la silla por un lado, la mesa y la estufa por otro; la cocina entera meciéndose de aquí para allá.

– ¿Eres consciente de lo que estáis haciendo? -acusó a Gyan.

– ¿Qué estoy haciendo yo? ¿Qué tengo que ver con el padre Booty?

– Todo.

– Bueno, si es lo que hace falta, que así sea. ¿Es que los nepalíes deberían aguantarse miserablemente otros doscientos años a fin de que la policía no tenga una excusa para expulsar al padre Booty? -Cruzó la verja y la alejó de su casa.

– Sí -dijo Sai-. Tú, para empezar, estás más de sobra que el padre Booty. Te crees maravilloso, vale. Pues ¿sabes qué?: ¡no lo eres! Él ha hecho más de lo que tú nunca harás por la gente de estas laderas.

Gyan se puso furioso.

– De hecho, es una suerte que lo expulsaran -dijo-. ¿Qué pintan los suizos aquí? ¿Cuántos miles de años llevamos produciendo nuestra propia leche?

– Entonces ¿por qué no lo haces tú? ¿Por qué no produces queso?

– Vivimos en la India, muchas gracias. No queremos queso, y lo último que necesitamos son puros de chocolate.

– Ah, ya estamos con la misma cantinela. -Sintió ganas de arañarle. Le habría gustado arrancarle los ojos y cubrirlo de moretones a patadas. El gusto de la sangre, salada, oscura: podía anticipar su sabor-. La civilización es importante -aseguró.

– Eso no es civilización, boba. Escuelas y hospitales, eso sí.

«Boba»… ¡cómo se atrevía!

– Pero hay que establecer ciertas pautas, o si no todo acabará desplomándose al mismo nivel que tú y tu familia. -Se quedó pasmada de sus propias palabras, pero en ese momento estaba dispuesta a dar crédito a cualquier cosa que estuviera en el bando opuesto al de Gyan.

– Ya veo, el lujo suizo marca la pauta, el chocolate y los relojes marcan la pauta… Sí, acalla tu conciencia, estúpida chiquilla, y confía en que nadie queme tu casa por la sencilla razón de que eres una boba.

La llamaba «boba» otra vez…

– Si eso es lo que pensabas, ¿por qué no boicoteaste el queso en vez de zampártelo? ¿Ahora lo atacas? ¡Hipócrita! Pero era muy apetitoso comerlo cuando podías, ¿no? ¿Todas aquellas tostadas con queso? Cientos de tostadas con queso debes de haberte comido, por no mencionar los puros de chocolate… Qué glotón, te los zampabas como un cerdo seboso. ¡Y tostadas con atún y galletas de mantequilla de cacahuete!

A estas alturas, con la conversación desintegrándose, Gyan empezó a recuperar el sentido del humor y le entró una risilla, sus ojos adoptaron una mirada más suave, y ella vio que le cambiaba la expresión. Estaban volviendo a la familiaridad, al terreno común, al gris sucio. No eran más que seres humanos corrientes bajo una corriente luz opaca de huevo pasado por agua, sin gracia, sin revelación, conformados de contradicciones, cómodos principios, discutiendo acerca de aquello en lo que creían a medias o no creían en absoluto, deseosos de comodidad tanto como de austeridad pura, de autenticidad tanto como de comedia, deseosos de la protección de la familia tanto como de abandonarla para siempre. Querían queso y chocolate, pero también prohibir todos aquellos malditos artículos extranjeros. Un ansia osada y furiosa de enviarlos al cielo en bicicleta pero también un ansia de arroz y legumbres da! bendecidas por el desapasionamiento de lo cotidiano, sus sorpresas bien enredadas en algo sólidamente familiar como casarse con la hija o el hijo del mejor amigo de tu padre y refunfuñar por el precio de las patatas, el precio de las cebollas. Deseaban todas y cada una de las contradicciones que la historia o la oportunidad pusieran a su disposición, todas y cada una de las contradicciones de que eran herederos. Pero sólo en la misma medida, claro, en que deseaban la pureza y la ausencia de contradicción.

Sai también empezó a reírse un poco.

– ¿Momo?-dijo con tono suplicante.

Entonces él volvió a encenderse en un abrir y cerrar de ojos, y otra vez estaba furioso. Aquélla no era una conversación que quisiera terminar entre risas. El mote infantil, la tierna sensación de sus ojos, despertaron su ira. Su manera de conseguir que se disculpara, su intento de asfixiarlo, de envolverlo, de arrastrarlo para que se ahogara en aquel amasijo de dulzura melosa y pueril… aaajjj…

Necesitaba ser un hombre. Necesitaba pisar fuerte y mostrarse duro. Aridez, distancia, gestos firmes y cabales. No tanta frivolidad, tanto hacer ojitos, tanto regodearse en la dulzura…

Ah, sí, cuánto necesitaba ser fuerte…

Pues, a decir verdad, a medida que habían ido pasando las semanas, él, Gyan, se había asustado: él, que había pensado que no había dicha mayor que gritar victoria sobre la opresión, él, que había levantado el puño contra la autoridad, que había encontrado purificador el fuego de sus compañeros de estudios, él, que había reclamado la ladera de las montañas, disfrutaba con la idea de que las hermanas de Mon Ami, con su impostado acento inglés, palidecieran y temblaran… él, que era un héroe por la patria…

Escuchaba con creciente inquietud mientras la conversación en Gompu's iba subiendo de tono. Cuándo se ha conseguido algo con gritos y huelgas, decían, y hablaban de quemar el tribunal de distrito, de asaltar el surtidor de gasolina.

Cuando Chhang, Bhang, Búho y Asno subieron a unos jeeps, repostaron en la gasolinera y se fueron sin pagar, Gyan temblaba tanto como el encargado del surtidor al otro lado de la ventanilla, y su corazón ejecutaba espasmos incontrolables.

A algunos el desafío los incitaba, pero Gyan estaba descubriendo que no se contaba entre ellos. Le enfurecía que a su familia no se le hubiera ocurrido excluirlo de aquello, mantenerlo en casa. Detestaba a su trágico padre, a su madre que recurría a él en busca de orientación, siempre había recurrido a él en busca de orientación, incluso cuando era un crío, simplemente porque era varón. Pasaba las noches despierto, preocupado por no poder estar a la altura de sus proclamas.

Por otro lado, ¿cómo podía tener el menor respeto por sí mismo a sabiendas de que no creía en nada exactamente? ¿Cómo aceptaba uno lo que era suyo si no renunciaba a algo a cambio? ¿Cómo se creaba una vida de sentido y orgullo?

Sí, debía mucho al hecho de haber rechazado a Sai.

El resquicio que ella le había ofrecido para atisbar otro mundo le dejaba justo el espacio suficiente para arremeter; podía adoptar una posición contraria a la de Sai, definir aquel conflicto en su vida que llevaba sintiendo desde siempre, pero de una manera enguantada. Al apartarla de sí, había nacido una energía, se había perfilado un objetivo. No iba a reconciliarse dulcemente.

– Me odias -dijo Sai, como si le hubiera leído el pensamiento- por grandes razones que no tienen nada que ver conmigo. No estás siendo justo.

– ¿Qué es justo? ¿Qué es justo? ¿Tienes la menor idea de lo que es el mundo? ¿Te molestas en mirar alrededor? ¿Tienes alguna noción acerca de cómo funciona la justicia, o, mejor dicho, cómo NO funciona? Ya no eres una niña, ¿sabes…?

– ¡¿Y tú te crees muy maduro?! ¡Te da miedo ir a darme clases porque sabes que te has portado fatal y eres tan cobarde que no quieres reconocerlo! Probablemente estás cruzado de brazos esperando a que tu mamá te concierte un matrimonio. Familia de clase baja, sin educación, de esos que optan por el matrimonio concertado… Te buscarán una pobre boba con la que casarte y estarás encantado toda tu vida de tener una idiota. ¿¿Por qué no lo reconoces, Gyan??

¡Cobarde! ¿Cómo se atrevía? ¡A ver quién se iba a casar con ella!

– ¿Crees que es una actitud valiente por mi parte estar sentado en tu galería? No puedo pasarme toda la vida comiendo tostadas con queso, ¿no crees?

– No te he pedido tal cosa. Lo hiciste todo por voluntad propia, y ya puedes pagárnoslo todo, si así piensas. -Encontró un nuevo argumento contra él y lo siguió a pesar de que cada vez estaba más aterrada de las sabandijas que brotaban por su boca, pero era como si estuviera sobre un escenario; el papel era más poderoso que ella misma-. Comías gratis… típico de los tuyos: exigís y os aprovecháis y luego escupís lo que os han dado. Hay una razón por la que nunca llegarás a ninguna parte: porque no lo mereces. ¿Por qué comías si era indigno de ti?

– No era indigno de mí. No tenía nada que ver conmigo, BOBA…

– No me llames BOBA. Durante toda la conversación no has hecho más que repetirlo, BOBA BOBA…

Habiendo aprendido algo de la conducta de las vulgares gallinas unos minutos antes, arremetió contra él con manos y uñas, le rasguñó los brazos en franjas rojas y le espetó:

– Les dijiste lo de las armas, ¿verdad? -De pronto gritaba a voz en cuello-. ¿Les dijiste que fueran a Cho Oyu? Lo hiciste, ¿verdad, VERDAD?

Todo le salió de pronto a pesar de que no se había planteado siquiera esa posibilidad. De repente su ira, las ausencias de Gyan, el que no le hubiera hecho caso en Darjeeling, todo se sumó.

Cogida por sorpresa, la culpabilidad de Gyan asomó a sus ojos, desapareció reapareció. Cimbreándose saltando intentando zafarse como un pez atrapado.

– ¡Estás loca!

– Lo he visto -se abalanzó Sai. Saltó para agarrar aquello que había percibido en sus ojos.

Pero él la cogió antes de que lo alcanzara y la lanzó de lado hacia los arbustos de lantana. Luego la golpeó con una vara.


– ¿Gyan bhaiya? -La voz vacilante de su hermana cuando Sai se las arreglaba para ponerse en pie.

Ambos se volvieron aterrados. Todo había sido observado. Él dejó caer la vara y le dijo a su hermana:

– No asomes las narices por aquí. Vete. O te vas a enterar. -Y a Sai-: ¡Y tú no vuelvas nunca por aquí! -Ay, y ahora sus padres iban a saberlo todo.

Sai le gritó a la hermana:

– Suerte que lo has visto, suerte que lo has oído. Ve a decirles a tus padres lo que ha hecho tu hermano: me dice que me quiere, me hace toda clase de promesas y luego envía ladrones a mi casa. Pienso ir a la policía, y entonces ya veremos lo que le ocurre a tu familia. A Gyan le sacarán los ojos, le cortarán la cabeza, y luego ya veremos, cuando vengáis todos llorando a suplicar… Ja!

La hermana intentaba escuchar pero Gyan la había cogido por las coletas y tiraba de ella hacia la casa. Sai lo había traicionado, lo había llevado a traicionar a otros, su propia gente, su familia. Lo había seducido, se había presentado a hurtadillas, lo había espiado, había provocado su mal comportamiento. Ojalá llegara pronto el día en que su madre le enseñaría la fotografía de la muchacha con la que debería casarse, una chica encantadora, esperaba, con las mejillas como dos manzanas Simia, que no permitiría que su mente hollara desagües y zonas grises. Él adoraría a esa chica milagrosa.

Sai no era milagrosa; era una persona poco estimulante, un reflejo de todas las contradicciones que la rodeaban, un espejo que le mostraba una imagen de sí mismo demasiado clara para que le resultara cómoda.


Sai empezó a seguir al hermano y la hermana pero de pronto se detuvo. La vergüenza la alcanzó. ¿Qué había hecho? Se iban a burlar de ella, una chica desesperada que había caminado hasta allí para encontrarse con que su amor no era correspondido. Gyan recibiría palmadas en la espalda y se le felicitaría por su conquista. Ella sería humillada. Él había acertado con la treta ancestral que lo convertía de nuevo en un héroe: «El varón deseado»… Cuanto más la insultara sin volverse -«Vaya, esa loca me está siguiendo»-, más lo felicitarían los hombres, más se reafirmaría su estatus en la Cantina de Thapa, más convertirían a Sai a sus espaldas en una lunática, más se hincharía Gyan de orgullo… Sintió que su dignidad se alejaba de ella, y la contempló desde lejos mientras Gyan y su hermana continuaban sendero abajo. Al entrar los dos en su casa, también aquélla se desvaneció.

Regresó a casa muy despacio, asqueada, asqueada. La neblina era cada vez más densa a medida que el humo se sumaba al atardecer y el vapor. El aroma a patatas salía de las cocinas de casas busti a lo largo de todo el camino, un aroma que sin duda llevaba connotaciones de consuelo para almas del mundo entero, pero que a ella no podía consolarla. No sentía ni rastro de la compasión que había experimentado antes, mientras contemplaba aquel paisaje; hasta los campesinos podían acceder al amor y la felicidad, pero ella no, ella no…


Cuando llegó a casa, vio a dos personas en la galería hablando con el cocinero y el juez.

Una mujer suplicaba:

– ¿A quién puede recurrir uno cuando es pobre? La gente como nosotros está condenada a sufrir. Salen todos los goondas y la policía está conchabada con ellos.

– ¿Quién es usted?

Era la esposa, que rogaba clemencia, del borracho al que la policía había detenido e interrogado acerca del robo de armas y con el que habían ensayado sus nuevos métodos de tortura. Ellos, en Cho Oyu, se habían olvidado de aquel hombre, pero su esposa había rastreado la relación y había acudido con su suegro para ver al juez, tras caminar media jornada desde un pueblo al otro lado del río Relli.

– ¿Qué vamos a hacer? -imploró-. Ni siquiera somos nepalíes, somos lepchas… Mi marido era inocente y la policía lo ha dejado ciego. No sabía nada de usted, estaba en el mercado como siempre, lo sabe todo el mundo -sollozó, y miró al suegro en busca de ayuda.

¿De qué sirve que una mujer proteste y llore?

Pero su suegro estaba muy asustado. No decía nada y se limitaba a estar allí plantado; su expresión era indiscernible de sus arrugas. Su hijo, cuando no estaba bebido, había trabajado en la reconstrucción de las carreteras del distrito, cargaba piedras del lecho del Teesta en los camiones de los contratistas y luego las descargaba en las obras, despejaba corrimientos de tierra que se desmoronaban una y otra vez al compás del mismo descenso eterno del río. La esposa de su hijo también trabajaba en las autopistas, pero ahora que el FLNG había cerrado todas las comunicaciones los trabajos se habían interrumpido.

– ¿Por qué acuden a mí? Vayan a la policía. Ellos son los que detuvieron a su marido, no yo. No es culpa mía -respondió el juez, elocuente de tan alarmado-. Más vale que se vayan de aquí.

– No puede enviar a esta mujer a la policía -señaló el cocinero-, es probable que abusen de ella.

La mujer ya tenía aspecto de haber sido violada y golpeada. Su ropa estaba sucia y sus dientes parecían una hilera de granos de maíz podridos, unos caídos, otros ennegrecidos, e iba muy encorvada de tanto cargar piedras: un espectáculo bastante común, esa clase de mujer en las colinas. Algunos extranjeros habían llegado a fotografiarlas como prueba del horror…

«¡George…! ¡George!», le había dicho una mujer conmocionada a su marido, que llevaba la cámara. Y él se había asomado por la ventanilla del coche. ¡Clic! «¡Ya la tengo, cariño!»

– Ayúdenos -suplicó la mujer.

De pronto el juez pareció recordar quién era, se puso tieso y no respondió. Tornó su semblante en una máscara, sin mirar a izquierda ni a derecha, y volvió a centrarse en su partida de ajedrez.

En esta vida, se dijo una vez más, había que dejar los pensamientos en suspenso si uno quería permanecer incólume, o la culpa y la pena te lo arrebataban todo, incluso a ti mismo de ti mismo. Lo avergonzaba la atención que estaba suscitando de nuevo su humillación, el poner la mesa con el mantel, las risas, el robo de aquellos rifles que nunca habían contribuido a la representación de un ballet mortal en cámara rápida durante la temporada de caza del pato.

Ahora, como era de esperar, el desbarajuste había cobrado fuerza.

Por eso se había jubilado. La India era muy enrevesada para la justicia; sólo desembocaba en humillación para la persona en un puesto de autoridad. Había cumplido con su deber en tanto que deber de cualquier ciudadano de dar parte de cualquier problema a la policía, y ya no era responsabilidad suya. Si se cedía un poco con esa gente, uno podía encontrarse manteniendo a la familia entera por siempre jamás, una familia que se multiplicaba constantemente, sin duda, porque quizá no tuvieran comida, quizá el marido se quedara ciego y tuviera las piernas rotas, y quizá la mujer estuviera anémica y encorvada, pero aún paría una criatura cada nueve meses. Si permitías que esa gente consiguiera un centímetro, se llevarían todo lo que tenías -las familias bien unidas, de un lado, por la culpa, y del otro, por una codicia y capacidad de dependencia interminables-. Y si te sabían susceptible, todo el mundo te tendía su culpa para aumentar la tuya: culpa antigua, culpa nueva, absolutamente cualquier culpa transmitida.

El cocinero miró al hombre y la mujer y lanzó un suspiro.

Miraron a Sai.

– Didi… -dijo la mujer, sus ojos demasiado devastados para mirarlos directamente.

Sai desvió la vista y se dijo que no le importaba.

No estaba de humor para mostrarse amable. Si los dioses la hubieran favorecido, tal vez, pero ahora no. Les demostraría que si la sometían a aquello, ella desencadenaría el mal sobre la tierra a su propia imagen, una alumna perfectamente diabólica de los diabólicos dioses…

Tardaron en marcharse. Salieron y se sentaron al otro lado de la verja, lo que obligó al cocinero a sacarlos como si fueran ganado, y luego, durante un largo rato, se acuclillaron y no se movieron, sin asomo de emoción, con la mirada fija, como vacíos de toda esperanza e iniciativa.

Contemplaron al juez cuando sacaba a pasear a Canija y le daba de comer. Lo enfureció y avergonzó que estuvieran mirándolo. ¡Por qué no se IBAN!

– Diles que se vayan o llamaremos a la policía -ordenó al cocinero.

– Jao, jao -dijo el cocinero a través de la verja-, jao, jao.

Pero no hicieron más que retirarse colina arriba, detrás de los arbustos, y volvieron a aposentarse con el mismo semblante vacío.

Sai subió a su habitación, cerró la puerta de golpe y se abalanzó hacia su reflejo en el espejo:

«¡¿Qué va a ser de mí?!»

Gyan encontraría la madurez y la pureza en la búsqueda de la patria y ella seguiría siendo adolescente por siempre jamás, atrapada en un dramatismo vergonzante. Ésa era la historia que la sustentaba: la familia a la que nunca le había importado, el amante que la olvidaba…

Lloró un rato, dejando que las lágrimas cobraran su propio impulso, pero la imagen de la mujer suplicante regresó a su pesar. Bajó y le preguntó al cocinero:

– ¿Les habéis dado algo?

– No -dijo él, también abatido-. Qué podemos hacer -añadió en tono neutro, como si fuera una respuesta y no una pregunta, pero luego cogió un saco de arroz y salió fuera-. ¿Ss sss sss? -llamó.

Pero la pareja ya se había marchado.

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