Fue el señor Iype, el vendedor de periódicos, quien comentó con toda despreocupación, mientras agitaba un ejemplar de India Abroad;
– Tú eres de la parte de Darjeeling, ¿no? Vaya lío hay montado por allí…
– ¿Por qué?
– Los nepalíes están organizando disturbios… son gente muy problemática…
– ¿Huelgas?
– Mucho peor, bhai, no sólo huelgas, toda la ladera está cerrada.
– Ah, ¿sí?
– Desde hace meses. ¿No te habías enterado?
– No. Hace mucho que no recibo cartas.
– ¿Y a qué crees que se debe?
Biju había achacado la interrupción de la correspondencia de su padre a los contratiempos habituales: el mal tiempo, la incompetencia de los servicios postales.
– Deberían enviar a esos cabrones de regreso a Nepal a patadas -continuó el señor Iype-. Los bengalíes a Bangladesh, los afganos a Afganistán, todos los musulmanes a Pakistán, tibetanos, butaneses, ¿qué hace toda esa gente en nuestro país?
– ¿Qué hacemos nosotros aquí?
– América es distinta -dijo sin avergonzarse-. ¿Qué harían sin nosotros?
Biju volvió al trabajo.
A lo largo del día, cada vez con mayor ímpetu, llegó a estar convencido de que su padre había muerto. El juez no sabría cómo encontrarlo, si es que lo buscaba. Su desasosiego empezó a agudizarse.
Al día siguiente ya no podía soportarlo más; salió a hurtadillas de la cocina y le compró un número por veinticinco dólares a un vagabundo que tenía un don para birlar números por el método de quedarse junto a las cabinas telefónicas, oír a la gente recitar su código de llamada y registrarlo en su cabeza. Había estado merodeando detrás de un confiado señor Onopolous que hacía una llamada y la cargaba a su tarjera platino…
– Pero date prisa -le dijo a Biju-, no me huele muy bien este número, ya lo han usado un par de personas…
El auricular seguía húmedo y caliente del último acto íntimo que había llevado a cabo, y le lanzó a Biju un resuello, un denso crepitar tuberculoso. Como no había teléfono en Cho Oyu, Biju llamó al número de la pensión MetalBox en Rinkingpong Road.
– ¿Pueden avisar a mi padre? Volveré a llamar dentro de dos horas.
De manera que, una tarde, pocas semanas antes de que cortaran las líneas telefónicas, antes de que saltaran por los aires carreteras y puentes y todo se precipitara hacia la locura total, el vigilante de MetalBox se acercó a Cho Oyu y sacudió la verja. El cocinero tenía al fuego un caldo con huesos y cebolletas…
– La! ¡Teléfono! La! ¡Teléfono! Una llamada de teléfono de tu hijo. La! De América. Llamará otra vez dentro de una hora. ¡Ven, rápido!
El cocinero fue de inmediato, dejando los huesos tintineando cubiertos por los deshilachados tallos de cebolleta que bailoteaban en la superficie, para que Sai los vigilara:
– ¡Babyji!
– ¿Adónde vas? -le preguntó Sai, que había estado sacando garrapatas de los bombachos de Canija mientras pensaba en la ausencia de Gyan.
Pero el cocinero no respondió. Ya había cruzado la verja a la carrera.
El teléfono estaba agazapado en la sala de la pensión, ceñido por un candado para que los ladrones de los criados pudieran sólo recibir llamadas, no hacerlas. Cuando volvió a sonar, el vigilante se abalanzó hacia el aparato al grito de: «¡Teléfono, la! ¡Teléfono! La mai!» y toda su familia salió corriendo de su choza en el exterior. Cada vez que sonaba el teléfono, corrían con lealtad comprometida. Como centinelas de las novedades modernas, no estaban dispuestos bajo ningún concepto a dejar que se convirtiera en algo común y corriente.
– ¿HOLA?
– ¿HOLA? ¿HOLA?
Se reunieron en torno al cocinero entre risillas de deliciosa ilusión.
– ¿HOLA? ¿¿PITAJI??
– ¿BIJU? -Por lógica natural, levantó la voz para cubrir la distancia que los separaba, enviando su voz hasta América.
– Biju, Biju -dijo a coro la familia del vigilante-. Es Biju -se dijeron unos a otros-. Ay, es tu hijo -le dijeron al cocinero-. Es su hijo -se dijeron unos a otros. Aguardaban sus cambios de expresión como indicios de lo que se estaba diciendo al otro extremo, con el deseo de insinuarse profundamente en la conversación, de convertirse en ella, de hecho.
– ¿¿¿¿HOLA, HOLA????
– ¿¿?? ¿EH? NO SE OYE. TU VOZ SUENA MUY LEJOS.
– NO SE OYE. ¿PUEDES OÍRME?
– No puede oírle.
– ¿QUÉ?
– ¿Sigue sin oír? -le preguntaron al cocinero.
La atmósfera de Kalimpong le llegó a Biju hasta Nueva York; cobraba densidad en la línea y alcanzaba a notar el latir del bosque, oler el aire húmedo, la lozanía verdinegra; podía imaginar todas sus diferentes texturas, el plumaje del plátano, la austera lanza del cactus, los delicados gestos de los helechos; podía oír el croar trrr uonk, uii uii but ock but ock de las ranas entre las espinacas, la nota ascendente que se iba soldando de manera imperceptible con la noche…
– ¿HOLA? ¿HOLA?
– Ruido, ruido -decía la familia del vigilante-, ¿no oye?
El cocinero les hizo callar agitando la mano con furia, «Chsss», de inmediato aterrado ante la posibilidad de perder un precioso segundo con su hijo. Se volvió hacia el teléfono sin dejar de ahuyentarlos a su espalda, casi lanzando manotazos con la vehemencia de sus gestos.
Se retiraron un momento y luego, al acostumbrarse al movimiento desdeñoso, dejaron de sentirse intimidados y regresaron.
– ¿HOLA?
– KYA?
– KYA?
La sombra de sus palabras era mayor que la sustancia. El eco de sus propias voces engullía la respuesta desde el otro lado del mundo.
– HAY MUCHO RUIDO.
La mujer del vigilante salió al exterior y examinó el precario cable, la frágil conexión que se prolongaba trémula sobre barrancos y montañas, sobre el Kanchenjunga, que expulsaba humo como un volcán o un puro: cabía la posibilidad de que un pájaro hubiera ardido al posarse sobre él, un chotacabras se hubiera lanzado para atravesar en vuelo rasante la temblorosa señal, el satélite en el firmamento hubiera comenzado a emitir pitidos…
– Hace mucho viento, está soplando viento -dijo la mujer del vigilante-, la línea se menea así, así. -Y hacía movimientos ondulantes con la mano.
Los niños treparon al árbol e intentaron mantener tensa la línea.
Una tempestad de ruido parásito se interpuso entre padre e hijo.
– ¿QUÉ HA OCURRIDO? -gritando aún más-. ¡¿VA TODO BIEN?!
– ¿QUÉ HAS DICHO?
– Soltadlo -les regañó la madre al tiempo que los bajaba del árbol-, estáis empeorándolo.
– ¿QUÉ ESTÁ OCURRIENDO? ¿HAY DISTURBIOS? ¿HUELGAS?
– AHORA NO HAY NINGÚN PROBLEMA. -Más valía no preocuparlo-. ¡¡AHORA NO!!
– ¿Va a venir? -preguntó el vigilante.
– ¿ESTÁS BIEN? -vociferó Biju en la calle de Nueva York.
– NO TE PREOCUPES POR MÍ. NO TE PREOCUPES POR NADA AQUÍ. ¿ESTÁ TODO BIEN ORGANIZADO PARA QUE COMAS EN EL HOTEL? ¿TE PROPORCIONA ALOJAMIENTO EL RESTAURANTE? ¿HAY ALGUIEN MÁS DE UTTAR PRADESH POR ALLÍ?
– Dan alojamiento. Comida gratis. TODO BIEN. PERO ¿ESTÁS BIEN TÚ? -insistió Biju.
– AHORA TODO ESTÁ TRANQUILO.
– ¿ESTÁS BIEN DE SALUD?
– Sí. TODO BIEN.
– Ahh, todo bien -repitieron todos, a la vez que asentían-. ¿Todo bien? Todo bien.
De pronto, después de eso, no había nada que decir, ya que si la emoción estaba, no ocurría lo mismo con la conversación; una había prosperado, la otra no, y se precipitaron bruscamente al vacío.
– ¿Cuándo va a venir? -le apuntó el vigilante.
– ¿CUÁNDO VAS A VENIR?
– NO SÉ. LO INTENTARÉ. -Biju tenía ganas de llorar.
– ¿NO PUEDES COGER UN PERMISO?
Ni siquiera habían tenido la decencia de concederle unos días de fiesta de vez en cuando. No podía ir a casa a ver a su padre.
– ¿CUÁNDO TENDRÁS PERMISO?
– NO LO SÉ…
– ¿HOLA?
– La ma ma ma ma ma ma, no puede cogerse un permiso. ¿Por qué no? Allí no debe de ser tan fácil, ganan mucho dinero, pero tienen que trabajar muy duro para conseguirlo, eso seguro… No se consigue nada sin esfuerzo… eso no pasa en ningún lugar del mundo…
– ¿HOLA? ¿HOLA?
– PITAJI, ¿ME OYES?
Volvieron a alejarse el uno del otro.
Bip bip honk honk trr but ock, se cortó la línea y se quedaron varados en la distancia que los separaba.
– ¿HOLA? ¿HOLA?
– ¿Hola? ¿Hola? ¿Hola? ¿Hola? -les resonaba su propio eco.
El cocinero colgó, tembloroso.
– Ya volverá a llamar -dijo el vigilante.
Pero el teléfono permaneció mudo.
Fuera, las ranas decían tttt tttt, como si se hubieran tragado el tono de marcar.
Intentó devolverle la vida al artilugio a sacudidas, suspirando por las acostumbradas palabras de despedida al menos. Después de todo, incluso con frases hechas se podía transmitir una emoción auténtica.
– Debe de haber algún problema con la línea.
– Sí, sí, sí.
Como siempre, el problema con la línea.
– Volverá gordo. He oído que todos vuelven gordos -dijo de repente la cuñada del vigilante, procurando consolar al cocinero.
La llamada tocó a su fin y el vacío que Biju esperaba disipar no hizo más que agravarse.
No podía hablar con su padre; no quedaba nada entre ellos, sólo frases de emergencia, sucintas líneas de telegrama gritadas como si estuvieran en plena guerra. Ya no eran trascendentes para la vida del otro salvo por la esperanza de que serían trascendentes. Permaneció con la cabeza en el interior de la cabina tachonada con trozos de chicle reseco y los típicos JoderMierdaPollaRaboCoñoAmorGuerra, esvásticas y corazones atravesados por flechas entrecruzados en un denso jardín de graffiti, más empalagosos, furiosos o perversos de la cuenta: el putrefacto mantillo morboso y dulzón del corazón humano.
Si continuaba con su vida en Nueva York tal vez no volvería a ver a su pitaji nunca más. Ocurría continuamente; pasaban diez años, quince, llegaba el telegrama, o la llamada de teléfono, el padre había muerto y el hijo llegaba tarde. O regresaban y se encontraban con que se habían perdido toda la última cuarta parte de su vida, sus padres como negativos de fotografías. Y había tragedias peores. Una vez concluida la emoción inicial, a menudo resultaba evidente que el cariño se había esfumado; pues el afecto, a fin de cuentas, no es más que una costumbre, y la gente lo olvida o se habitúa a su ausencia. Regresaban y no encontraban más que la fachada; se había corroído desde dentro, igual que Cho Oyu, horadado por las termitas desde el interior.
Allí todos engordan…
El cocinero ya estaba al tanto de que todos engordaban allí. Era una de esas cosas que todos saben:
«¿Te estás poniendo gordo, beta, como todo el mundo en América? -le había escrito a su hijo mucho tiempo atrás, en un desvío de su formato habitual.»
«Sí, me estoy poniendo gordo -le contestó Biju-; cuando vuelvas a verme, seré yo multiplicado por diez.» Rió mientras escribía las frases, y el cocinero se partió de risa cuando las leyó; se tumbó panza arriba y agitó las piernas en el aire como una cucaracha.
– Sí -le dijo Biju-, me estoy poniendo gordo: yo multiplicado por diez. -Y se quedó estupefacto cuando fue al «Todo a 0,99 dólar» y vio que tenía que comprarse las camisas en el perchero de niños. El tendero, un hombre de La Hore, estaba sentado en una escalera de mano bien alta en el centro, vigilando que nadie robara nada, y sus ojos se aferraron a Biju en cuanto entró, provocándole la comezón derivada de un sentimiento de culpabilidad. Pero no había hecho nada. Sin embargo, estaba claro para todo el mundo que sí había hecho algo, pues su aspecto culpable saltaba a la vista.
Echaba de menos a Said. Quería ver el país otra vez, aunque sólo fuera brevemente, a través de la lente optimista de sus ojos.
Biju regresó al café Gandhi, donde no se habían percatado de su ausencia.
– Tenéis que venir todos a ver el partido de críquet, ¿de acuerdo? -Harish-Harry había traído un álbum de fotos para enseñar fotografías de la casa cuya entrada acababa de pagar. Ya había montado una antena parabólica para televisión por satélite justo en medio del jardín delantero, a pesar de que la gerencia de aquella selecta comunidad insistía en que se colocara sutilmente a un lado como una discreta oreja; se había salido con la suya al tener el ingenio de aducir a voz en cuello: «¡Racismo! ¡Racismo! No recibo bien los canales indios.»
Ahora ya sólo le quedaba la preocupación por su hija. La esposa de su amigo y rival, el señor Shah, había pescado un novio preparando kebabs galawati y enviándolos por Federal Express para que al día siguiente estuvieran en Oklahoma. «Una familia dehati en medio de los campos de maíz -le dijo Harish-Harry a su mujer-. Y tendrías que ver a ese tipo del que tanto alardean: vaya lutoo. De tamaño americano; parece un trasto que utilizarías para derribar la puerta.»
Y a su hija le dijo: «Antes las muchachas se enorgullecían de tener una personalidad agradable. Si ahora te portas como una estúpida, te lamentarás el resto de tu vida… Luego no nos vengas llorando, ¿de acuerdo?»