31

En marzo, el padre Booty, el tío Potty, Lola, Noni y Sai iban en el jeep de la vaquería Suiza camino del Gymkhana de Darjeeling para cambiar sus libros de la biblioteca antes de que los conflictos en la colina empeorasen.

Habían transcurrido varias semanas desde el robo de las armas en Cho Oyu, y un programa de acción recién redactado en Ghoom amenazaba:

Controles en las vías de comunicación para paralizar toda actividad económica e impedir que los árboles de las colinas y las piedras de los valles fluviales se vayan camino de las llanuras. Todos los vehículos serán detenidos.

Día de bandera negra el 13 de abril.

Huelga de setenta y dos horas en mayo.

Nada de fiestas nacionales. Ni día de la República, ni día de la Independencia ni aniversario de Gandhi.

Boicot de las elecciones con el eslogan: «No nos quedaremos en el estado ajeno de Bengala Occidental.»

Impago de impuestos y préstamos (muy astuto).

Quema del tratado indo-nepalí de 1950.

Nepalí o no, se animaba (exigía) a todo el mundo a que aportase fondos y adquiriera calendarios y casetes con los discursos de Ghising, el cabecilla del FLNG en Darjeeling, y Pradham, el cabecilla en Kalimpong.

Se solicitaba (exigía) que cada familia -bengalí, lepcha, tibetana, sikkimesa, bihari, marwari, nepalí o lo que fuera en aquel desaguisado- enviara un representante masculino a todas las procesiones, y también debían hacer acto de presencia en la quema del tratado indo-nepalí.

Si no lo hacías así, se enterarían y… bueno, nadie quería que terminaran la frase.


– ¿Qué ha sido de tu trasero? -le preguntó el tío Potty al padre Booty cuando se montaba en el jeep.

Observó a su amigo con mirada severa. Una recaída de gripe había dejado al padre Booty tan delgado que sus prendas parecían suspendidas sobre una concavidad.

– ¡Te has quedado sin trasero!

El sacerdote estaba sentado en un flotador hinchable porque le dolía el escuálido trasero de ir en el destartalado jeep diesel, apenas un armazón de barras y láminas de metal y un motor básico acoplado, el parabrisas cubierto de grietas cual telarañas provocadas por los guijarros que salían despedidos en las carreteras accidentadas. Tenía veintitrés años, pero aún funcionaba y el padre Booty aseguraba que no había vehículo comparable en el mercado.

En la parte de atrás iban los paraguas, libros, señoras y varias ruedas de queso que el padre Booty tenía que llevar al hotel Windamere y el convento de Loreto, donde se lo comían con tostadas, y un queso extra para el restaurante Glenary's, por si podía convencerlos para que dejaran de consumir el queso Amul, pero no había manera. El encargado estaba convencido de que cuando algo venía enlatado de fábrica con la marca estampada, cuando se presentaba en una campaña publicitaria nacional, naturalmente era mejor que cualquier producto del granjero de al lado, un tal Thapa sospechoso con una vaca sospechosa que vivía camino adelante.

– Pero esto lo hacen los granjeros de la zona, ¿no quiere apoyarlos? -aducía el padre Booty.

– Control de calidad, padre -respondía él-, reputación en toda la India, nombre de marca, respeto al consumidor, estándares internacionales de higiene.

Aun así, el padre Booty albergaba esperanzas, atravesando a toda velocidad la primavera mientras todas las flores, todas las criaturas se atildaban, lanzando sus feromonas.

El jardín del convento de St. Joseph rebosaba de tal fecundidad que Sai se preguntó, al pasar por delante en el jeep, si no desconcertaría a las monjas. Los inmensos lirios de Pascua abiertos de par en par se veían pringosos con las anteras derramadas; los insectos se perseguían como locos por el cielo entre zumbidos; y las apasionadas mariposas de color verde pepino se precipitaban rozando las ventanillas del jeep hacia los valles azul marino; la delicadeza y elegancia del amor resultaba evidente hasta entre las bestias menores.


Gyan y Sai: ella pensó en los dos juntos, en su pelea por causa de la Navidad; fue desagradable, y qué mal contrastaba con el pasado. Recordó su propio rostro en el cuello de él, los brazos y las piernas por encima de su cuerpo y luego por detrás, los vientres, los dedos, aquí y luego allá, tanto así que a veces lo besaba y se encontraba con que se había besado a sí misma.

«Jesucristo viene de camino», leyó en un cartel, pegado a los refuerzos para prevenir desprendimientos, cuando se lanzaban en picado hacia el Teesta. «Para hacerse hindú», había añadido alguien debajo con tiza.

Al padre Booty le pareció de lo más divertido, pero dejó de reír cuando pasaron por delante del cartel de Amul.

Absolutamente cremoso y delicioso…

– ¡Es plástico! ¿Cómo pueden decir que es mantequilla y queso? No lo es. ¡Podría usarse para impermeabilizar!


Lola y Noni saludaban por la ventanilla del jeep. «Hola, señora Thondup.» La señora Thondup, de una familia aristocrática tibetana, estaba sentada fuera de casa con sus hijas Pem Pem y Doma con bakus de color de joya y pálidas blusas de seda sutilmente entretejidas con los ocho signos budistas halagüeños. Estas hijas, que asistían al convento de Loreto, debían haber trabado amistad con Sai -una vez, mucho tiempo atrás, los adultos habían conspirado en ese sentido-, pero no querían ser amigas suyas. Ya tenían amigas. Estaban al completo. No tenían sitio para rarezas.

«Qué señora tan elegante», comentaban siempre Lola y Noni cuando la veían, porque les gustaban los aristócratas y les gustaban los campesinos; era justo lo que quedaba entre unos y otros lo que resultaba desagradable: la clase media que se desparramaba hasta perderse en el horizonte en una falange sin fin.

Por tanto, no saludaron a la señora Sen, que salía de correos. «No hacen más que suplicar y suplicar a mi hija que por favor acepte la carta verde», imitó Lola a su vecina. Mentirosa, más que mentirosa…

Volvieron a saludar cuando pasaban por delante de las princesas afganas, sentadas en sillas de caña entre las azaleas blancas en flor, virginales y al tiempo provocativas como un buen conjunto de lencería. De su casa emanaba un inconfundible olor a pollo.

– ¿Sopa? -gritó el tío Potty, que ya tenía hambre, con la nariz trémula de emoción. Se había saltado su habitual desayuno de sobras dentro de una tortilla.

– ¡Sopa!

Saludaron luego a los huérfanos de la escuela Graham en el patio: poseían una hermosura angelical, como si ya hubieran muerto e ido al cielo.

El ejército apareció al trote revestido de mariposas galanteadoras y de las pintorescas pinceladas -azules, rojas, anaranjadas- de las libélulas, engoznadas en los ángulos geométricos acusadamente abruptos de su apareamiento. Los hombres jadeaban y resoplaban, sus piernas delgaduchas apenas cubiertas por bermudas cómicamente cortas: ¿cómo iban a defender la India frente a los chinos, tan cercanos al otro lado de las montañas en Nathu La?

De las cocinas de los comedores del ejército llegaban rumores de que el vegetarianismo estaba cada vez más extendido.

Lola se encontraba a menudo con jóvenes oficiales que no sólo eran vegetarianos, sino también abstemios. Incluso los de más alto rango.

– Creo que para estar en el ejército uno tendría que comer al menos pescado -dijo.

– ¿Por qué? -preguntó Sai.

– Para matar tienes que ser carnívoro o de otro modo eres la presa. Fíjate en la naturaleza: el ciervo, la vaca. Somos animales, después de todo, y para triunfar hay que probar la sangre. -Pero el ejército estaba dejando de ser un ejército semejante al británico para convertirse en un ejército genuinamente indio. Incluso a la hora de elegir la pintura. Pasaron por delante del club Striking Lion, que estaba pintado de un rosa nupcial.

– Bueno -comentó Noni-, deben de estar hartos de ese color barro absolutamente por todas partes.

«Flores», rezaba un cartel cercano de gran tamaño que formaba parte del Programa de Embellecimiento del Ejército, aunque era la única zona de la ladera donde no había ni una sola.


Se detuvieron para ceder el paso a un par de jóvenes monjes que cruzaban camino de las verjas de una mansión recientemente adquirida por su orden.

– Dinero de Hollywood -comentó Lola-. Y pensar que antes los monjes les estaban agradecidos a los indios, el único país dispuesto a acogerlos… Ahora nos desprecian. Esperan que los americanos los lleven a Disneylandia. ¡Pues ya pueden esperar sentados!

– Dios, con lo guapos que son -dijo el tío Potty-, ¿quién quiere que se vayan?

Recordó su primer encuentro con el padre Booty… sus ojos llenos de admiración posados sobre el mismo monje en el mercado… el comienzo de una gran amistad…

– Todo el mundo dice pobres tibetanos, pobres tibetanos -continuó Lola-, pero qué pueblo tan brutal, apenas sobrevivió un Dalai Lama: se los cargaron a todos antes de su hora. Y ese Palacio de Potala… El Dalai Lama debe de estar dando gracias de encontrarse en la India, donde el clima es mejor, y, no nos engañemos, la comida también. Momos de cordero bien grasos y ricos.

Noni:

– Pero tiene que ser vegetariano, ¿no?

– Estos monjes no son vegetarianos. ¿Qué verduras frescas se cultivan en el Tíbet? Y de hecho, Buda murió por su gula de cerdo.

– Vaya situación -comentó el tío Potty-. El ejército es vegetariano y los monjes se ponen las botas de carne…


Se precipitaron cuesta abajo entre los árboles sal y las pani saaj mientras Kiri te Kanawa cantaba en el radiocasete, su voz remontando el vuelo desde el valle para revolotear en torno a los cinco picos del Kanchenjunga.

Lola:

– Yo prefiero a María Callas sin la menor duda. No hay comparación con los de antes. Caruso antes que Pavarotti.

En una hora, habían descendido hasta la densidad tropical del aire espeso y cálido sobre el río y hasta concentraciones mayores aún de mariposas, luciérnagas y libélulas. «¿No sería bonito vivir aquí?» Sai señaló la residencia del gobierno con su vista de los bancos de arena, a través de las hierbas hasta el Teesta impaciente…

Luego volvieron a ascender hacia los pinos y el éter entre diminutos retazos de lluvia.

– Lluvia de florecimiento, metok-chharp-dijo el padre Booty-. Llena de buenos auspicios en el Tíbet, lluvia y sol al mismo tiempo.

Sonrió a los soleados brotes por las ventanillas rotas mientras permanecía sentado en su flotador.


Para dar cabida a la explosión demográfica, el gobierno había aprobado recientemente una legislación que permitía construir una planta más en todas las casas de Darjeeling; la presión que ejercía el cemento adicional había impelido el descenso ladeado de la ciudad y provocado más corrimientos de tierras que nunca. Conforme te ibas acercando, semejaba un montón de basura que se alzaba por arriba e iba desprendiéndose por abajo, de tal manera que parecía atrapado en una instantánea, un momento detenido en su desplome.

– Desde luego, Darjeeling ha ido cuesta abajo -comentaron las señoras con satisfacción, y no lo decían sólo literalmente-. ¿Recordáis lo hermosa que era?

Para cuando encontraron un sitio donde aparcar, casi encima de un sumidero detrás del bazar, la argumentación había quedado sobradamente demostrada y su engreimiento se había transformado en amargura mientras se apeaban entre vacas zampándose mondaduras de fruta, dejaban atrás como mejor podían el abominable líquido que corría a raudales por las calles y se abrían paso entre los embotellamientos en la carretera del mercado. Para agravar la confusión y el ruido, los monos se columpiaban por los tejados de estaño sobre sus cabezas, provocando un gran estrépito. Pero entonces, justo cuando Lola iba a hacer otro comentario acerca de la degeneración de Darjeeling, las nubes se abrieron de pronto y asomó el Kanchenjunga. Era pasmoso; estaba ahí mismo, lo bastante cerca para darle un lametón: 8.586 metros de altitud. A lo lejos se veía el Everest, un triángulo esquivo.

Una turista empezó a gritar como si acabara de ver a una estrella del pop.


El tío Potty se marchó. No había ido a Darjeeling por los libros, sino con el fin de hacerse con alcohol suficiente para no quedar desabastecido durante los disturbios civiles. Ya había adquirido todas las existencias de ron en las tiendas del Kalimpong, y con unas pocas cajas más estaría preparado para el toque de queda y una interrupción del suministro de licor durante huelgas y bloqueos de comunicaciones.

– No le gusta leer -dijo Lola en tono de desaprobación.

– Cómics -la corrigió Sai.

Era un consumidor agradecido de Astérix, Tintín y también Aunque usted no lo crea en el cuarto de baño, y no se consideraba por encima de semejante literatura a pesar de que había estudiado idiomas en Oxford. Debido a su educación, las señoras lo toleraban, y también porque provenía de una renombrada familia de Lucknow y había llamado a sus padres «Mater» y «Pater». Mater había sido tal belleza en sus tiempos que se bautizó un mango en su honor: Haseena.

– Tenía fama de que le gustaba flirtear -comentó Lola, que había oído a alguien que había oído a alguien hablar de un sari que dejaba al aire un hombro, la blusa escotada y todo…

Tras hacer acopio de tanta diversión como le fue posible, se casó con un diplomático llamado Alphonso (asimismo, claro está, el nombre de un distinguido mango). Haseena y Alphonso celebraron su matrimonio con la adquisición de dos caballos de carreras, Gengis Kan y Tamerlán, que llegó a aparecer en una ocasión en la portada del Times of India. Los habían vendido junto con una casa a la salida de Marble Arch en Londres, y derrotados por la mala suerte y los tiempos en perpetua evolución, Mater y Pater acabaron por reconciliarse con la India e ingresaron cual ratoncillos en un ashram, pero semejante final, tan triste para su fabuloso espíritu, se negaba a aceptarlo su hijo.

– ¿Qué clase de ashram? -le habían preguntado Lola y Noni-. ¿Cuáles eran sus enseñanzas?

– Abstinencia de alimentos, privación de sueño -se lamentó el tío Potty-, seguida de donación. Una frustración adecuada del espíritu para que le pidas a gritos a Dios que te conceda la salvación.

Le gustaba contar la historia de cuando, en un entorno estrictamente vegetariano -nada de ajo ni cebolla, siquiera, para caldear la sangre- había colado una porción de asado de un jabalí que encontró hozando en su campo de ajos y abatió a tiros. La carne olía a la última comida del animal. «¡Chuparon hasta el último trocito, desde luego, Mater y Pater!»

Quedaron en reunirse para almorzar, y el tío Potty, con los restos de la fortuna de su familia en el bolsillo, se fue a la bodega mientras el resto seguía en la biblioteca.


La biblioteca del Gymkhana era una estancia en penumbra similar a un depósito de cadáveres, impregnada del perfume almizcleño, casi demasiado dulzón e intenso para aguantarlo, de los libros añejos. Los libros tenían títulos que se habían desvanecido mucho tiempo atrás en el interior de las cubiertas combadas; algunos no los habían tocado en cincuenta años y se caían a pedazos entre las manos, desprendiendo cola igual que trocitos quitinosos de insecto. Sus páginas estaban estarcidas con las formas de colecciones de helechos desintegradas tiempo atrás y perforadas por termitas hasta darles el aspecto de planos de fontanería. El papel amarillento transmitía un leve hormigueo ácido y se deshacía fácilmente en piezas de mosaico, apenas perceptibles entre los dedos: alas de polilla al borde de la eternidad y el polvo.

Había ejemplares encuadernados del Himalayan Times, «el único semanario inglés al servicio del Tíbet, Bután, Sikkim, las plantaciones de té de Darjeeling y Dooars», y el Illustrated Weekly, donde una vez se había publicado un poema del padre Booty sobre una vaca.

Naturalmente tenían Pabellones lejanos y el Cuarteto del Raj, pero Lola, Noni, Sai y el padre Booty coincidían unánimemente en que no les gustaban los autores ingleses que escribían sobre la India; les revolvían el estómago; el delirio y la fiebre de alguna manera se mezclaban con los templos y las serpientes y los romances perversos, los derramamientos de sangre y los abortos espontáneos; no se correspondía con la verdad. Lo agradable eran los escritores ingleses que escribían sobre Inglaterra: P. G. Wodehouse, Agatha Christie, la campiña inglesa donde comentaban que el azafrán florecía pronto ese año, y lo mejor de todo, las novelas de señoríos. Al leerlas uno tenía la misma sensación que si estuviera viendo esas películas en el Consejo Británico en Calcuta, dotado de aire acondicionado, adonde habían llevado a menudo a Lola y Noni de niñas, la líquida música de violín que te transportaba en volandas por el sendero de entrada; la puerta de la casa solariega que se abría y un mayordomo que salía con paraguas, pues, naturalmente, siempre llovía; y lo primero que veías de la dama del señorío era su zapato, que asomaba por la puerta abierta; por el aspecto del pie ya podías darte el gusto de predecir la naturaleza presumida de su expresión.

Había infinitos relatos de viajes por la India y una y otra vez, un libro tras otro, estaba la escena del personaje que llegaba entrada la noche a un dak bungalow, el cocinero atareado en la cocina negra, y Sai cayó en la cuenta de que su llegada a Kalimpong de aquella guisa había sido una mera parte de la monotonía, nada original. La repetición la había encauzado, la había previsto, la había maldecido, y ciertos actos llevados a cabo mucho tiempo atrás habían dado a luz a todos ellos: Sai, el juez, Canija, el cocinero e incluso el coche de puré de patatas.

Curioseando las estanterías, Sai no sólo había ubicado por su cuenta sino que había leído Mi tribu en vías de desaparición, un libro que le había revelado cómo, hasta entonces, no sabía nada de las gentes que poblaran aquellas tierras antes que nadie. Los lepchas, los rong pa, el pueblo de la quebrada que seguía a Bon y creía que los primeros lepchas, fodongthing y nuzongnyue fueron creados a partir de la nieve sagrada del Kanchenjunga.

También estaban James Herriot, aquel veterano tan gracioso, Gerald Durrell, Sam Pig y Ann Pig, el osito Paddington y Scratchkin Patchkin, que vivía como una hoja en el manzano.

Y:


El caballero indio, haciendo gala de amor propio, no debería entrar en un compartimento reservado para europeos, como tampoco debería entrar en un vagón separado para las señoras. Aunque usted pueda haber adquirido las costumbres y los modales del europeo, tenga la valentía de demostrar que no se avergüenza de ser indio, y en todos esos casos, identifíquese con la raza a la que pertenece.


H. Hardless, Guía de etiqueta del caballero indio


La sorprendió una violenta ira. No era aconsejable leer libros antiguos; la furia que prendían no era antigua; era nueva. Si no podía pillar a ese mamón pomposo en persona, quería buscar a los descendientes de H. Hardless y cargárselos a cuchilladas. Pero no había que culpar al hijo del crimen de un padre, intentó razonar luego consigo misma. Pero ¿debería entonces disfrutar el hijo de las ganancias ilícitas del padre?

En lugar de ello, Sai se dedicó a escuchar a escondidas a Noni, que hablaba con la bibliotecaria sobre Crimen y castigo: «En parte me impresionó el estilo, pero en parte me desconcertaron esas ideas cristianas de confesión y perdón -decía Noni-: ¡ponen la carga del crimen sobre la víctima! Si nada puede reparar la fechoría, ¿por qué habría de repararse el pecado?»

El sistema entero, de hecho, parecía favorecer al criminal frente a la persona honrada. Podías portarte mal, decir que te arrepentías, pasártelo en grande y ser restituido a la misma posición que aquel que no había hecho nada, que ahora tenía que sobrellevar tanto el crimen como la dificultad del perdón, sin una mera golosina siquiera para compensarlo. Y, claro, uno se sentiría más libre que nunca para pecar si tenía constancia de semejante red de seguridad: lo siento, lo siento, ay, cuánto lo siento.

Las palabras se podían soltar cual tenues pájaros volando.

La bibliotecaria, que era cuñada de la doctora a la que iban todos en Kalimpong, dijo:

– Los hindúes tenemos un sistema mejor. Uno tiene lo que se merece y no puede escapar a sus actos. Y al menos nuestros dioses parecen dioses, ¿no? Como Raja Rani. No como ese Buda, y Jesucristo, que parecen mendigos.

Noni:

– ¡Pero nosotros también nos hemos zafado! En esta vida no, decimos; en otras, tal vez…

Terció Sai:

– Los peores son quienes piensan que los pobres deberían morirse de hambre porque son sus propias fechorías en vidas anteriores las que les están causando problemas…

El caso es que uno se quedaba con las manos vacías. No había sistema para aliviar lo injusto que era todo; la justicia no tenía el menor alcance; tal vez atrapara al que robaba gallinas, pero los grandes crímenes evasivos había que dejarlos correr porque, si fueran identificados y castigados, harían venirse abajo la estructura entera de la supuesta civilización. Por los crímenes que se daban en los monstruosos tratos entre naciones, por los crímenes que se daban en esos espacios íntimos entre dos personas sin testigo alguno, por esos crímenes, los culpables nunca responderían. No había religión ni gobierno capaz de disipar semejante infierno.

Por un momento su conversación quedó ahogada por los sonidos de una manifestación en la calle.

– ¿Qué dicen? -preguntó Noni-. Gritan algo en nepalí.

Se asomaron a la ventana para ver pasar un grupo de muchachos con pancartas.

– Deben de ser esos gorkhas otra vez.

– Pero ¿qué dicen?

– No es que lo estén diciendo para que alguien lo entienda… No es más que ruido, tamasha -aseguró Lola.

– Ah, sí, siguen marchando arriba y abajo, por una cosa u otra… -dijo la bibliotecaria-. Basta con unos pocos degenerados que soliviantan a los ignorantes, a todos esos inútiles que haraganean sin nada que hacer…


El tío Potty se había sumado a ellas tras llevar sus provisiones de ron al jeep, y el padre Booty salió entre las pilas de libros sobre mística.

– ¿Comemos aquí?

Fueron al comedor, pero parecía vacío, las mesas con platos y vasos vueltos del revés para indicar que no estaba abierto.

El encargado salió de su despacho con aire de preocupación.

– Lo siento, señoras. Tenemos problemas de liquidez y hemos tenido que cerrar el comedor. Cada vez resulta más difícil mantener las cosas en funcionamiento.

Hizo una pausa para saludar con la mano a unos turistas.

– Van a hacer turismo, ¿eh? En otros tiempos venían los rajás a Darjeeling, el raja de Cooch Behar, el rajá de Burdwan, el rajá de Purnia… No pasen por alto el monasterio Ghoom…

– ¿Tiene que conseguir dinero de estos turistas?

El Gymkhana había empezado a alquilar habitaciones para que el club pudiera seguir abierto.

– ¡Ja! ¿Qué dinero? Tanto miedo les da que se aprovechen de ellos por su riqueza, que regatean el precio incluso de la habitación más barata… Y aun así, fíjense. -Les enseñó una postal que había dejado la pareja en recepción para que la enviaran-. «Hemos cenado estupendamente por cuatro dólares y medio. ¡¡Es increíble lo barato que es este país!! Nos lo estamos pasando en grande, pero nos alegraremos de llegar a casa, donde, para ser sinceros (lo lamentamos, pero lo nuestro nunca ha sido la corrección política), el desodorante no es un bien tan escaso…»

– Y éstos son los últimos turistas. Somos afortunados de tenerlos. Todo este barullo político los espanta.

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