XXII

Sábado Santo (por la tarde)

Blaise Bouer acababa de llegar y traía noticias frescas. La trampa estaba preparada: Na Berengaria había ultimado las disposiciones finales con Imbert Rubei.

Esta mañana ha salido de aquí poco antes de que entrara Martin con mi comida. Su intención declarada era ir inmediatamente a buscar a Imbert, pero primero tenía que poner en antecedentes a Blaise. Ésta era la razón de que yo tuviera que esperar tanto tiempo. En las largas horas que median entre la tercia y la sexta, he terminado la segunda entrada de mi diario y entre tanto Martin ha ido vaciando las tinas del piso de abajo a golpe de cubo.

Le había explicado que era preciso hacer aquel trabajo con calma, porque yo no quería que armara alboroto y despertara la atención de mis vecinos. Lo ideal sería estar lejos de Narbona antes de que nadie advirtiera que me había ido, aunque tampoco quería impedir a Martin que avisara a su familia. No iba a pretender que se fuera sin despedirse siquiera. Aun así, le había dejado muy claro que, llegado el momento, no habría lamentaciones ni profusas fiestas de despedida. El anuncio repentino precedería a un apresurado intercambio de consejos paternales y cordiales augurios. Después, sin más fanfarrias, abandonaríamos Narbona.

– Pero no será esta noche -le he asegurado-. Esta noche sólo fingiremos que abandonamos Narbona.

Y entonces lo he puesto al corriente de mis planes, que sólo tienen sentido a la luz de la situación apurada en la que nos encontrábamos. Debo decir que no ha sido tarea fácil. Ni tampoco realizada con presteza. El pobre Martin ha permanecido sentado con la frente enfurruñada y mirándome con la boca abierta mientras yo le hacía un resumen de todas mis complejas especulaciones en torno a Sejan, Berengar, Loup, Imbert, Jacques y el ignoto dominico. Como es lógico, en algunos casos yo no había llegado a unas conclusiones finales. Mientras que es evidente que Sejan y el dominico están involucrados en la desaparición de Jacques Bonet, no estoy tan seguro de lo mismo con respecto a Berengar Blanchi. Al igual que Na Berengaria, es muy posible que lo embaucaran y le hicieran creer que Jacques Bonet se había escapado. Tal vez no formulara él mismo la mentira que dijo, sino que fue utilizado por su primo Sejan o Imbert Rubei como instrumento o mensajero de la misma. Tampoco está claro el papel de Imbert, aunque me siento más inclinado a desconfiar de él. Si se suponía que Jacques Bonet había salido de tapadillo de Narbona con la ayuda de uno de los amigos de Imbert -y después ha resultado que no es así-, a buen seguro que Imbert Rubei debe conocer su verdadera suerte.

He manifestado a Martin algunas de mis dudas, puesto que me ha pedido aclaraciones con respecto a fechas y épocas. Él tampoco sabía nada en lo tocante a la desaparición de los huesos de Pierre Olivi. («Sabía que estaban enterrados en el priorato franciscano, lo que no sabía era que los dominicos los hubieran trasladado de sitio», ha observado.) De todos modos, como es un chico muy listo, ha captado los puntos esenciales de lo que le he contado. Y cuando le he comunicado que participaría en el desenmascaramiento de un dominico corrupto, se ha alterado bastante. Demasiado, incluso. Al observar el brillo de sus ojos y los amplios y animados visajes que le afectaban media cara, he comprendido de pronto que, pese a su inteligencia, Martin sigue teniendo mentalidad infantil. Tiene una visión del mundo que corresponde a la de un niño, lo sigue viendo como un lugar excitante, movido, poblado de buenos y malos que están enfrentados en un heroico conflicto, un escenario de viajes épicos, intervenciones angelicales y ollas llenas de oro que esperan en algún sitio escondidas.

Hasta cierto punto, yo ya lo sabía. Lo había sabido por su afición a las historias bíblicas y a los chispeantes cotilleos. A veces había alimentado su desesperada hambre de historias entresacándolas de mi pasado (recargando siempre las tintas). Pero hasta entonces jamás habría pensado que su apego a mi persona pudiera basarse en algo más que en el contraste entre el áspero trato que le dispensaba su padre y la mayor suavidad del mío.

De pronto se me hacía evidente que Martin me ve como un personaje en quien se aúna el misterio y la aventura. Mi vida secreta, una vez conocida, debe de haberle parecido inmensamente sugestiva comparada con su existencia trabajosa, mezquina, de niño desnutrido. Yo lo introduje en los placeres de la palabra escrita. Después le abrí los ojos a los mensajes ocultos de la indumentaria, el habla, el gesto y la interpretación de reveladoras cicatrices. Finalmente, me mostré ante él como un hombre dedicado a todo tipo de intrigas y subversiones.

¿Sorprendía, acaso, que quisiera unir su suerte a la mía? ¿Que hubiera decidido abandonar a su familia para seguir mi estrella?

De todos modos, lo hace por razones equivocadas, por razones infantiles. «Cuando yo era niño, yo hablaba como un niño, mi comprensión era la de un niño, pensaba como un niño; pero cuando me convertí en hombre, dejé a un lado las cosas infantiles.»

¿Qué ocurrirá cuando Martin se convierta en hombre?

Porque no será niño por mucho tiempo, sobre todo si viene conmigo.

Quiera Dios que llevármelo de aquí le reporte menos daño del que sufriría si se quedase.

– Martin -le he advertido-, esto no es ningún juego, no es como cuando juegas con tus hermanos y hermanas.

– No, maestro. -Su voz estaba cargada de reproches-. Eso ya lo sé.

– Tienes que estar muy atento. Tener mucha cautela. Hacer exactamente lo que yo te diga. -Sí, maestro.

– Preferiría no verte involucrado en todo esto. Me preocupa. Pero no tengo otra opción, debo asegurarme de que el dominico está confundido. Y desconfiaría si apareciera alguien en tu lugar.

Martin ha asentido con entusiasmo. La afectación de sus maneras, aunque obedece a buena intención, no acaba de convencerme de que entienda realmente los peligros que afrontamos. Por eso me he puesto de pie y me he acercado a mi bastidor, que está situado junto a la ventana del taller. He cogido el afilado punzón metálico que tenía al lado y con el que acostumbro a marcar las pieles una vez acabadas.

– ¡Toma! -le he dicho-. Esa noche llévate esto y escóndelo entre tus ropas. Y si alguien te atacara, húndeselo directamente en el ojo… si puedes.

No sería exacto decir que Martin ha vacilado. Pero sí ha parpadeado y me ha parecido lo bastante sobresaltado para tranquilizarme.

Quizás he conseguido por fin impresionarlo haciéndole ver lo grave de nuestra situación.

A Blaise no ha sido necesario convencerlo. Ha venido, tal como ya he dicho, no hace mucho, lo que no ha dejado de sorprenderme un poco. (Yo esperaba que viniera Na Berengaria.) Martin estaba en el piso de abajo cuando el sastre ha llamado a la puerta y me ha arrancado de este diario; obedeciendo instrucciones mías de no abrir la puerta a nadie, mi aprendiz me ha pedido permiso, tal como correspondía, antes de atender la petición de Blaise de abrirle la puerta.

He enviado inmediatamente al chico de nuevo al piso de arriba. He tomado las debidas precauciones al desatrancar la puerta. Aunque no tengo motivos particulares para desconfiar de Blaise, no he retirado con excesiva rapidez la pesada tranca de madera con la que protejo la tienda, ni siquiera después de que él hubiera cruzado el umbral. Tal como he dicho antes, conviene estar siempre preparado.

– Me envía Na Berengaria -ha anunciado; después ha cerrado de un portazo.

Ha fijado en mí una mirada tan abiertamente desdeñosa que he comprendido al momento dos cosas: primera, que Berengaria le había revelado mi secreto; segunda, que él no estaba tan dispuesto como ella a ser benevolente conmigo.

No me esperaba una pronta absolución de Blaise Bouer. Por algo es totalmente diferente de la dama a quien sirve y está guiado por un oscuro y ponzoñoso resentimiento. Si esta ira por un lado le infunde valor, por otro imprime en él feroces y persistentes inquinas.

Pese a todo, es algo que ha obrado en mi favor. Hay que admitir que no hay nada que duela más a un hombre rencoroso que ser víctima de un engaño. Hay que admitir que yo mismo lo había engañado. No es de extrañar, pues, que en tales circunstancias su respuesta sea violenta y nada cooperativa.

Pero no hay que olvidar tampoco que yo soy poco más que un desconocido para Blaise. Berengar Blanchi e Imbert Rubei, en cambio, se tienen por amigos suyos y por sus hermanos en Cristo. Pero lo han traicionado al no ponerlo en antecedentes con respecto a mi identidad. Guardan secretos y mienten. No lo tratan como a un verdadero amigo.

La traición de los amigos es siempre más difícil de soportar que la de los desconocidos.

Me esperaba que Blaise hubiera montado en cólera por el simple hecho de pensar que sus compañeros beguinos conspiraban sin que él lo supiera. Y no me he equivocado. Aunque me observaba igual que un caballero podría observar un montón de estiércol, he percibido que no toda la fuerza de su ira iba dirigida contra mí.

– Ella me lo ha revelado todo -ha refunfuñado-. Y vengo con sus instrucciones finales.

– Aquí no -le he dicho en voz baja-. Vayamos arriba. En el taller no puede oírnos nadie.

Aunque era evidente que no se sentía nada dispuesto a recibir consejos de un apestoso lacayo papal, debe de haber pensado que mi proposición tenía sentido, puesto que me ha seguido escaleras arriba, donde hemos encontrado a Martin esperando.

– ¿Éste es el chico? -ha preguntado Blaise con aire desconfiado y echando una ojeada al punzón que Martin tenía en la mano-. ¿El que sorprendimos cerca de la casa?

– Sí.

– ¿Es también sirviente de los inquisidores?

– No -he respondido con voz tranquila-. Él es inocente de cualquier engaño y por eso Dios castigará a todo aquel que quiera hacerle daño. -Poniendo una mano en el hombro de Martin, he añadido-: Una vez me encargué yo mismo de despachar a su atacante a una prematura tumba.

El sastre ha soltado una risotada.

– Con veneno, sin duda. O con algún otro método solapado -me ha espetado-. Yo no soy un cobarde embustero que actúa a hurtadillas, maestro Helié. Cuando quiero atacar a una persona, hablo con ella cara a cara. No la sorprendo disfrazándome de amigo y la hiero por la espalda cuchillo en mano.

– Me alegra saberlo, maestro Blaise.

Tras puntualizar que él era un hombre honrado, el sastre ha pasado a desgranar los acontecimientos ocurridos aquel día. Al parecer, Imbert se había quedado visiblemente desconcertado ante la petición de Na Berengaria en lo tocante a que Martin me acompañara cuando yo saltase la muralla de la ciudad. Había puesto varias objeciones: que los barqueros no esperaban más que a un fugitivo; que el precio de dos sería mucho más alto; que no se podía confiar en un niño para que tuviera la boca cerrada o cumpliera órdenes. Cuando Na Berengaria había insistido en que yo no me iría sin Martin, se la había sacado de delante con la promesa de que «tenía que pensárselo» y la había hecho salir por las buenas de su casa. Le había dicho que le daría una respuesta antes de que terminase el día.

– Tenía que consultarlo con sus colegas conspiradores -he observado al oír aquellas palabras-. Estoy convencido de que Imbert conoce perfectamente las actividades del dominico. Berengar Blanchi puede estar en la inopia; Imbert no. De eso estoy seguro. Por consiguiente, querrá hablar con Sejan como mínimo.

– Tal vez -ha dicho Blaise-. En cualquier caso, no hace mucho que Imbert estuvo en la tienda diciendo que está de acuerdo. Vuestro aprendiz está incluido.

– ¿Será el primero en saltar la muralla?

– Será el primero en saltar la muralla.

Debo explicar el razonamiento que se esconde detrás de esta estrategia. El plan inicial, tal como lo había presentado Imbert Rubei, era que yo me escondería en la viña de los Donas hasta que no fuera peligroso saltar la muralla. En el mismo pie de aquella zona de la muralla, que se levanta en un olivar, me esperaría Imbert Rubei, quien me acompañaría a una barcaza amarrada en La Barque, a orillas del río.

Pero tengo la fundada sospecha de que la tal barcaza no aparecerá. Creo que en lugar de llevarme a un lugar donde pueda refugiarme, lo más probable es que me maten. No me es posible saber quién va a ser la persona exacta que se encargará de esa tarea; son varios los que pueden realizarla: Imbert, Sejan, incluso Berengar Blanchi.

Creo, sin embargo, que por lo menos el dominico me esperará al pie de la muralla. Ya ha tratado de atraerme al priorato mediante una carta falsa. Y si éste fue realmente su primer intento de matarme, quiere decir que es casi seguro que planea hacerlo él mismo.

Naturalmente, no tengo seguridad de que sea así. Pero la posibilidad es lo bastante plausible para que merezca la pena andarse con precauciones extremas de ahora en adelante. Por eso Blaise y yo nos esconderemos con mucha anticipación en las proximidades del olivar elegido. Por eso Martin será el primero en saltar la muralla, a manera de distracción, ya que mientras mi aprendiz desciende ayudándose del trozo de cuerda adjudicado, la atención de aquellos que lo están esperando estará totalmente dirigida a la figura que baja.

Entonces será cuando Blaise y yo sorprenderemos a los atacantes y los obligaremos a entregar las armas. Y tal vez, a que digan la verdad.

Pero Blaise ha puesto peros.

– ¿Necesitamos realmente al muchacho? -ha objetado-. Si sólo fuerais vos el que saltase la muralla, yo podría estar a la espera con Guillaume o Perrin.

– ¿Perrin? -he dicho parpadeando. Por un momento, he imaginado a aquella criatura frágil, pasiva y etérea-. ¿Bromeáis?

– Bueno… Perrin quizá no -ha concedido Blaise-. Pero Guillaume…

– Ese hombre es como una casa -he terminado-. Si ya es difícil encontrar cobijo para nosotros, no digamos para un hombre de la envergadura de Guillaume. ¿No estaría dispuesto a prestarnos asistencia el corpulento marido de Na Berengaria?

– No -ha dicho Blaise.

– No, ya me lo figuraba. Y en cuanto a Guillelma, aunque indudablemente está dispuesta, no tiene la fuerza necesaria. Por tanto, necesitaremos a Martin.

Blaise ha tenido que acceder. Hemos acordado que nos encontraríamos en la puerta Real, cuando las campanas toquen el final de la hora nona. Eso nos dará un par de horas antes de que cierren las puertas; tendremos tiempo de sobra para escondernos en algún sitio conveniente.

– Me preocupa, de todos modos, que tengamos que escondernos en los campos de San Félix -ha dicho, inquieto, Blaise-. Los olivos no son altos ni espesos. Además, están muy espaciados y no hay garberas, graneros, ni cercas…, por lo menos cerca de la muralla.

Es un problema. Tengo que convenir en ello. Ninguno de nosotros conoce el terreno cercano a la viña de Na Berengaria, al otro lado de la muralla de la ciudad. No tenemos la seguridad de si encontraremos una hondonada cubierta de maleza o un matorral boscoso poblado de robles. Así pues, he buscado una solución.

– Que Na Berengaria haga juntar toda la leña que pueda -le he aconsejado-. Ramas de olivo, a ser posible. Sarmientos de viña, troncos, fajina, leña para quemar. Lo que sea, con tal de que no haya sido conformada ni trabajada en modo alguno. Y que la junte y haga varias gavillas y las arroje por encima de la muralla al final de la hora nona.

Blaise ya estaba asintiendo con el gesto.

– ¡Para que podamos recogerías! -ha exclamado.

– Y amontonar la leña sobre nosotros. -Quería tener la seguridad de que lo había entendido-. Como si los monjes de San Félix hubieran estado haciendo leña y amontonándola, pero todavía les faltara entrarla.

– No es mala idea. -Por primera vez Blaise me ha mirado de una manera que parecía aprobadora-. Pero ¿qué me decís del ruido que armaremos al salir?

– Tenemos que hacer una especie de túnel o de salida. En cualquier caso, mi intención es atacar con tal rapidez que no les dé tiempo a reaccionar ante ningún ruido. -He bajado la cabeza-. ¿Habéis pensado en el arma, maestro Blaise?

Sus maneras se han hecho inmediatamente furtivas. Después de echar una ojeada alrededor de la habitación, ha bajado la cabeza y la voz.

– Una espada -ha dicho en un murmullo.

– ¿Una espada? -Era algo totalmente inesperado-. ¿Tenéis una espada? ¿Vos?

– Sssss… -Ha parecido que lo ofendía mi sorpresa… debido a su condición de sastre, no de caballero o mercenario-. Yo he servido en la milicia de la ciudad, ¿sabéis?

– ¿Fue así como la conseguisteis? ¿A través de algún compañero de armas?

– Ése es mi secreto. -Ésa ha sido su pomposa respuesta-. Podéis estar seguro, sin embargo, de que sé usarla.

– Entonces confío en vuestra victoria.

– ¿Qué otra cosa podía decir?-, El arma que yo llevaré será una daga. Pero me comprometo a hacer mi papel, ya que no soy novicio en el combate.

A Martin se le han iluminado los ojos al oír estas palabras; estoy convencido de que ha estado a punto de pedirme detalles de mi experiencia de campaña. Como ésta incluye aplastar el cráneo de un hombre con una roca y un hacha, lo he hecho desistir rápidamente de la idea.

– Id enseguida a casa de los Donas y decid a Na Berengaria lo de la leña -he dicho a Blaise-. Que Martin os acompañe, así se puede quedar con ella. Será ella quien lo acompañe a la viña y lo ayude a saltar la muralla.

Blaise ha asentido.

– En cuanto a mí, tengo que hacer una cosa más mientras vos estáis ocupado en esos menesteres -he proseguido-. Tengo la convicción de que sacaremos a nuestro amigo dominico de su escondrijo si él tiene la prueba incontrovertible de que yo soy espía y no recelo de él. Por consiguiente, enviaré una carta al priorato dirigida a Bernard Gui. Dicha carta será entregada en mano por un mensajero. Puedo encargar ese cometido a un mendigo o a un buhonero. Así advertiré a nuestro amigo dominico de que he accedido a escapar de Narbona con la ayuda de Imbert. El motivo que voy a declarar para proceder de ese modo será el deseo de descubrir a más simpatizantes beguinos, entre ellos los barqueros a quienes se confía mi salvación. Cuando el dominico vea esta carta, se figurará que no me he maliciado nada y he caído en su trampa…

De pronto me he quedado callado. Lo que se me ha ocurrido me ha golpeado con el impacto de una flecha. He mirado fijamente a Blaise.

– ¿Qué? -ha dicho éste frunciendo el ceño.

– Sé quién es.

– ¿Quién?

– El dominico. Sé quién debe de ser. -Pensando en voz alta, he enumerado las razones contándolas con los dedos-. Sería la elección lógica para la labor de desechar los huesos de Olivi. Sabría quién ha entrado y quién ha salido del priorato. Sabría leer la lengua de Oc., pero no latín, porque él es hermano lego. Y podría tener la seguridad de que si yo enviaba una respuesta a su carta falsa, ésta no iría a parar a las manos de ningún otro dominico.

Blaise se ha quedado a la espera. Martin se ha quedado a la espera. Mis ojos han viajado de uno a otro.

– Tiene que ser el portero del priorato -he dicho-. El hermano Henri.

Pero esto no significaba nada para ellos. ¿Por qué había de ser de otro modo? No tenían razón alguna para visitar el priorato dominico ni para llamar a aquella puertecita que se abría al claustro. Tampoco estaban sujetos a la brusca y descortés acogida del hermano Henri. Y es evidente que se han quedado desconcertados cuando me he echado a reír, a pesar de que el asunto no les parecía nada humorístico.

No obstante, lo es. Encuentro muy divertido tener, por fin, ocasión de vengarme de un hombre que me ha cerrado la puerta en las narices como mínimo media docena de veces.

Quedaba poco más que decir o que preparar. He advertido a Blaise que se vistiera de colores apagados antes de reunirse conmigo en la puerta Real; los grises, negros o verdes cenicientos serían muy adecuados. Le he aconsejado también que se pusiera una capa provista de capucha. Y le he pedido que trajera una cuerda o soga con la que poder amarrar a nuestros cautivos en caso necesario.

– Debéis comprender -le he dicho cuando ha abierto la boca para hablar- que estos hombres pueden ser peligrosos. El dominico, sobre todo, ha dado muestras de una especial astucia y de una actitud venal que no deja presagiar nada bueno; su ira y su descontento son manifiestos en su expresión. Quizá no tendría remordimiento alguno si tuviera que matar a todos los beguinos de Narbona con tal de asegurarse la salvación. Lo que conseguiría efectivamente, maestro Blaise. Sobre eso no tenga la menor duda. De vuestros muertos no debería temer que lo descubriesen.

Valía la pena dejar sentado este punto, que el sastre ha asumido en silencio. Me he vuelto hacia Martin.

– Ahora tendrás que ir con el maestro Blaise -le he dicho-. No temas lo que puedan decir tus padres; yo me encargo de dar una excusa para justificar tu ausencia. Con un poco de suerte, volveremos a encontrarnos en esta misma habitación antes de que cante el gallo, ya que mi intención es volver a saltar la muralla una vez concluido este asunto. -He oprimido el hombro del muchacho y me he inclinado hasta que nuestros ojos han estado al mismo nivel-. Mientras tanto tendré que dejarte bajo el cuidado de Na Berengaria. Es una buena mujer, no permitirá que te sobrevenga ningún daño.

Martin ha fruncido la frente, ha mirado a Blaise y seguidamente se ha inclinado hacia mí para hablarme al oído.

– ¡Pero es una hereje! -me ha dicho en un hilo de voz-. Vos me habéis dicho que los beguinos están equivocados y que se encuentran en pecado. ¿Cómo puede ser buena, entonces?

Hace muchos años, cuando yo era muy joven, Bernard Gui solía decir lo siguiente: «Te doy las gracias, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los niños». Lo decía con sonrisa cargada de astucia. Ocurría raras veces, pero siempre era en respuesta a alguna pregunta simple que yo le había hecho y que lo había dejado extrañamente confundido. Me había explicado que aquella expresión de gratitud provenía de las Sagradas Escrituras y que encerraba una verdad incontestable: a veces hasta los más sabios reciben lecciones de los más simples; Dios ha escogido las cosas más tontas de este mundo para confundir con ellas a los más sabios. Puesto que, según palabras de nuestro Señor, el que se humille como un niño, será el más grande en el reino de los Cielos.

– Helié -me dijo una vez mi maestro-, hay que ser verdaderamente ilustrado para ser grande en el reino de los Cielos. Y a veces, sólo un niño posee humildad suficiente para ver con claridad lo que tiene ante sus ojos.

Recuerdo esta observación con tanta claridad por la maravilla y el melancólico afecto que dejaba traslucir su voz. Me sentí particularmente dichoso en aquel momento. Tal vez había llegado el momento en que yo pondría mi alma bajo los cuidados de mi amo.

En cuanto a los propios sentimientos de Bernard Gui, ahora se me revelan, pues mi razonamiento se ha visto de pronto trastocado. Cuando Martin me ha hecho la pregunta, mis más serenas suposiciones se han torcido, han caído por los suelos y han quedado expuestas a un desapacible raudal de penetrante luz.

Un fogonazo me ha hecho ver que el excesivo orgullo de Na Berengaria y la excesiva humildad de Martin los había empujado a caer en el mismo error. Y que los pecados de ambos son merecedores de perdón por igual, que la bondad tan manifiesta en Martin también podría ser igualmente manifiesta en ella. Y he visto que, de la misma manera que todos los herejes se equivocan al buscar la perfección en cualquier hombre, también se equivoca la Iglesia al condenar a todos los herejes por haberse equivocado o extraviado por tortuosos caminos. Porque nadie es totalmente bueno, salvo Dios.

He pensado: ¿quién soy yo para juzgar a esta mujer cuando manifiesto una misericordia infinita hacia mi aprendiz? ¿Cómo es posible que las muchas virtudes que ella posee queden enteramente socavadas por sus creencias engañosas y en el caso de Martin no ocurra lo mismo?

Ahora, aquí sentado, mientras aguardo el momento en que dejaré mi casa y me encaminaré a la puerta Real, soy un hombre distinto de aquel que escribía últimamente este diario. Mi error estribaba en un exceso de humildad. Igual que Martin, seguí a mi maestro en pos de lo falso. Ahora sé que igual que yerran los beguinos, también yerra Bernard Gui. Todos creen estar en la verdad y consideran absolutamente corruptos a aquellos que piensan de forma diferente.

Yo difiero de ellos en este aspecto y ésa ha sido mi actitud durante un tiempo. Ahora lo veo. El orgullo es la raíz del error, eso es verdad, pero es por una razón: elimina la caridad. ¿Cómo vamos a saber nosotros quién estará condenado por toda la eternidad? No podemos saberlo. No podemos presumir de que lo sabemos y actuar como si lo supiéramos. «La venganza es mía; yo la tomaré», dijo el Señor.

Tal vez Martin sufra la venganza de Dios. También puede sufrirla Berengaria Donas. Pero ya que no han cometido grandes crímenes aquí en la Tierra, yo vacilaría en condenarlos a un castigo secular. No han matado a nadie. No han robado. No han mentido, engañado ni ejercido ninguna forma de violencia. Su pecado tiene la raíz en la bondad de su espíritu. Por consiguiente, puesto que el corazón es el dominio de Dios, yo sólo los juzgaré por sus actos. Igual que debería hacer Bernard Gui.

Cuando Martin me ha mirado y me ha hecho aquella pregunta suya tan simple, me he quedado confundido unos momentos. No se me ocurría cómo explicarle que Na Berengaria podía ser buena y al mismo tiempo pecadora. Así pues, me he limitado a decirle: «A los que aman a Dios todo les sale bien», repitiendo una frase que oí cierta vez a un dominico en un sermón en el priorato de Tolosa. Después he besado a Martin en ambas mejillas para demostrarle mi agradecimiento y lo he dejado en manos de Blaise Bouer.

Ahora que he reflexionado sobre todo esto, sé qué habría debido decirle. Habría debido decirle que aquí en la Tierra no existe la bondad, pero que allí donde el espíritu no incurre en el engaño y no existe la dureza de corazón, seguro que la iniquidad cede un pequeño espacio a la virtud. Además, habría debido decirle algo más, que no es más que lo siguiente: allí donde está presente el amor, lo está también el Espíritu Santo, porque el fruto del Espíritu es el amor. ¿Y qué daño puede infligirse con justicia allí donde mora el Espíritu Santo?

Tal vez, en el Juicio Final, Berengaria Donas sea considerada una réproba. Pero si fuera, por azar, una cordera, ¿cómo voy a llevarla al matadero? Dios ha querido reunir a sus corderos con su fuerte brazo y acercárselos al pecho. ¿ Cómo va a hacer otra cosa este humilde siervo suyo? ¿No tengo el deber de proteger a todos aquellos que tienen necesidad de protección?

Eso le diré a Martin la próxima vez que lo vea. Y quiera Dios que los hechos no conspiren para impedir que entienda por qué he sacrificado tanto por su causa.

Загрузка...