¡Qué insensatos son esos beguinos! ¿Será que no se enteran de nada? Si fueran un poco prudentes, no se reunirían en grupos tan numerosos. Según el derecho canónico romano, es muy difícil, diría que dificilísimo incluso, condenar a un hombre sobre la base de la declaración de un solo testigo. Incluso con dos testigos puede librarse fácilmente. Pero si los testigos son tres, cuatro o cinco, hay pocas esperanzas de que el acusado pueda ampararse en circunstancias atenuantes.
Hoy, en casa de Na Berengaria, he sentido la tentación de decirlo. Pero al final he conseguido refrenarme. Mi maestro me enseñó que aquel «que tiene cerrada la boca y quieta la lengua guardará su alma de inquietudes». Es una lección que llevo encerrada en el corazón.
He llegado un poco tarde porque Martin me ha entretenido. No en la tienda, por descontado; el domingo es día de oración, no de trabajo. Ni siquiera pensaba encontrármelo, por eso me he sobresaltado al atisbarlo vigilando detrás de un pilar de la Rué Droite cuando yo me encaminaba hacia la hostería de la Estrella.
Me estaba siguiendo.
He sentido por un momento que la cabeza me daba vueltas y que el corazón me golpeaba las costillas. ¿Quién le habría mandado que me espiase? Después de un breve momento de reflexión, me he dado cuenta de que la explicación era mucho menos ominosa. He decidido que Martin quería saber más de mí, pero que era por su propio interés. Yo le había enseñado que había que ser curioso y por eso sentía la curiosidad de saber quién era su maestro.
Por otra parte, como hoy tenía cerrado el acceso a mi ámbito, era lógico que tratase de distraerse lejos de su ruidosa familia.
Aunque ahora escribo estas cosas con espíritu tranquilo, no lo estaba tanto cuando ha ocurrido el hecho. Mi irritación era, por el contrario, tan profunda que casi rozaba la ira. Eso me ha llevado a poner en práctica un ardid muy simple que yo llamo el de «las cuatro esquinas», que consiste en enfilar una calle y en doblar a toda marcha las tres esquinas siguientes en ángulo recto que se encuentran al paso, lo cual conduce al punto inicial tras haber dado la vuelta completa a un edificio. Así pues, me he encontrado detrás mismo de Martin, que estaba vacilante en la primera encrucijada sin saber si echar a andar hacia la izquierda o hacia la derecha.
Se trata de una maniobra que sólo es efectiva cuando uno conoce bien el terreno que pisa.
– Martin Moresi -he dicho.
Ha pegado un salto y he podido comprobar que su rostro, al verme, era el vivo retrato de la consternación.
– Ma…, maestro… -ha dicho en un tartamudeo.
– Tienes que esmerarte, amigo mío. Yo nunca pierdo de vista el camino que dejo a la espalda.
Me ha concedido el favor de avergonzarse. Además, tampoco ha tratado de desmentir que me estuviera siguiendo. Muchos lo habrían intentado, él no; se ha limitado a bajar la cabeza y a farfullar una excusa.
– ¿Qué esperabas descubrir? -le he preguntado, movido por la curiosidad-. Hoy es el día del Señor, Martin. ¿Piensas que podía dedicarlo a una finalidad que no fuera la de alabarlo y glorificarlo?
– No -ha dicho el muchacho.
– ¿O quizá querías descubrir si yo te descubría a ti?
Creo que con eso he dado en el clavo. Seguramente Martin practicaba ciertas habilidades que yo, sin poner excesivo empeño en ello, le había mencionado en momentos en que estábamos juntos, aun cuando no entrase en mis intenciones fomentárselas.
– Deberías estar con tu familia -le he dicho- en lugar de andar rondando por las calles como un mendigo. Tu madre estará preocupada.
– No, no lo estará -ha replicado en tono avieso, pero resignado-. Le preocupan otras cosas.
– Entonces procura no ser motivo de nuevas preocupaciones -le he aconsejado-. Eres un buen chico, Martin. Ve a casa. Así nos dejarás más tranquilo a mí y a tu madre.
Le he hablado con más amabilidad de la que quizá se merece, pero ha surtido efecto. He comprobado que, en el caso de Martin, un tono de voz suave y una sonrisa cálida consiguen obediencia instantánea (fruto de una extraña mezcla de remordimiento y gratitud), mientras que las palabras agrias le paralizan la voluntad y le enturbian los pensamientos. En esta ocasión, ni siquiera he estimado necesario advertirle que yo detectaría su presencia con toda seguridad si persistía en desafiarme. Porque él ya lo sabía. Así pues, no he necesitado acompañarlo hasta casa.
Me he limitado a permanecer en la calle mirándolo hasta perderlo de vista. Después he continuado el trayecto en dirección a la residencia de Na Berengaria.
Al entrar en la cocina he encontrado a cinco beguinos reunidos. También a Na Berengaria, por supuesto. El sastre Blaise Bouer estaba entre los asistentes, como también Guillelma, la del cuello de ganso, y el tejedor gordo de rostro rubicundo, que se me ha presentado con el nombre de Guillaume Ademar. Lo acompañaba un joven que parecía un monje: sus rasgos pálidos y refinados, su mirada soñadora y su complexión delicada le infundían la apariencia de una persona que se ha criado en claustros oscuros y se ha pasado noches enteras de la infancia cantando salmos. Se llama Pierre Espere-en-Dius, pero sus amigos lo conocen por el nombre de Perrin.
No me ha sorprendido del todo saber que es tejedor, al igual que Guillaume. Ya he comentado las tendencias heréticas de los tejedores.
Aunque he tenido mucho cuidado de vestirme con la mayor sencillez y discreción posibles, he descubierto enseguida que había minusvalorado el ascetismo de ciertos devotos beguinos. Perrin y Guillelma en particular llevaban vestidos confeccionados con una tela que ni siquiera parecía saco. Daba más bien la impresión de estar tejida con briznas de paja y ortigas y he llegado a preguntarme si ése sería el caso. Teniendo en cuenta que Perrin es tejedor, no creo que exceda, sus facultades la posibilidad de tejer una túnica confeccionada con pinchos o con ramas de sauce.
Na Berengaria iba vestida con prendas de tela algo más fina, aunque igualmente muy sencilla. Ha acudido en persona a abrirme la puerta en respuesta al golpe que he dado al llamar; los postigos del piso bajo estaban cerrados y la tienda de su marido sumida en una oscuridad casi total.
– Loado sea el nombre de Jesucristo -ha dicho mientras me acompañaba a través de la tienda hasta la cocina.
Ya en ella, las voces de sus compañeros se han convertido en coro y en sus rostros no he visto sombra de desconfianza ni de contrariedad.
Naturalmente, yo llevaba el cuchillo escondido en la bota pese a estar ya convencido de no correr peligro inmediato. En todo caso, Berengaria seguro que no suponía una amenaza.
Tras el saludo, nadie me ha ofrecido vino ni bebida alguna. Todo el grupo se ha puesto inmediatamente a rezar, circunstancia en la que he corrido grave peligro de delatarme.
He descubierto que los beguinos no rezan como los demás. En lugar de hincarse de hinojos y de juntar las manos, se cubren la cabeza y permanecen sentados con el cuerpo inclinado y la cara vuelta hacia el suelo o la pared opuesta. En esa postura rezan la Salve regina y el Gloria in excelsis Deo.
Ha sido una suerte que yo llevara puesta la capucha. Y también que los asistentes se cubrieran la cabeza antes de rezar; de no haber sido por eso, habrían visto que yo ya había comenzado a arrodillarme y que he interrumpido el movimiento a medio camino del suelo al observar que nadie más lo hacía.
Me he apresurado a sentarme de nuevo a imitación de Berengaria. Ella ha dirigido la oración, así como lo que se ha dicho a continuación, que se ha centrado específicamente en los nombres de las personas que eran objeto de nuestras plegarias. Uno de los nombres que se han pronunciado ha sido el de Pons, a quien conocí en la prisión del arzobispo. Hemos rezado por su alma inmortal y por las almas de los otros dieciséis compañeros beguinos que fueron quemados no hace mucho delante de San Justo. También hemos rezado por las almas de los frailes quemados en Marsella y por todos los auténticos mártires que han muerto en la hoguera desde entonces.
Berengaria ha propuesto después que rezásemos por «nuestros hermanos fugitivos Pierre Dominici, Pierre Trencavel y Jacques Bonet». He aguzado el oído al oír esos nombres, a la espera de que pudiese añadir algo más. Pero Berengaria ha continuado y ha pedido más nombres a la concurrencia. Volviéndose hacia mí con sonrisa maternal, me ha preguntado si yo podía dar alguno.
He respondido que querría rezar por la madre enferma de mi inquilino. También he dado el nombre del hermano Bernard Delicieux, que falleció en Carcasona, en la prisión de Jean de Beaune.
La sugerencia ha sido bien acogida. Han seguido unas cuantas oraciones más y no se ha vuelto a hacer referencia a
Jacques Bonet. Habría querido preguntar por él, pero sabía que era imprudente demostrar una excesiva curiosidad. En lugar de eso, he permanecido sentado en actitud humilde y en silencio a lo largo del debate que ha seguido a continuación sobre las obras de caridad, lo que ha aumentado grandemente lo que ya sé sobre Blaise y Guillelma.
La finalidad del debate era muy simple. Después de recoger un denier o dos de cada uno de nosotros como limosna para los pobres, Na Berengaria ha querido saber qué institución sería la receptora. Como es lógico, no pensaba depositar la cantidad en manos de un sacerdote, quien probablemente la habría destinado a la satisfacción de sus apetitos personales.
– Porque la mayoría de ellos son herejes, se emborrachan con la sangre de los mártires y acumulan trigo y vino en abundancia -ha observado, palabras que se han visto subrayadas con enérgicos gestos de asentimiento de Blaise.
– Sí, en efecto -ha exclamado-. Si das dinero a un cura, puedes estar seguro de que no socorrerá con él a los pobres, sino que se comprará vestidos superfluos, ricas viandas o libros caros atiborrados de espantosas mentiras.
Ha habido un murmullo de aquiescencia. Guillelma ha llegado incluso al extremo de levantar las manos.
– Son los siervos de la gran puta de Babilonia -ha dicho-, que persigue a los pobres y a los ministros de Cristo y por eso serán condenados y rechazados al igual que la sinagoga de los judíos.
Otro «Amén» ha subrayado estas palabras. Blaise ha proseguido con su encarnizado ataque contra obispos y cardenales, el Papa y los dominicos, así como contra todos los franciscanos que han traicionado la regla de san Francisco. Ha acusado de avaricia a los cistercienses de Fontfroide, porque dichos monjes se quedan con más de un cuarto del derecho que tienen sobre los pesos y medidas de todos los cereales que entran en Narbona.
– ¡Lo único que les importa es su propia barriga! -ha despotricado, lo que ha hecho que me quedara muy claro que pertenece a cierta clase de herejes muy habituales en cualquier lugar del mundo.
Esas personas abrazan muchas clases diferentes de error por la simple razón de que son contrarios a quienes son más ricos o más poderosos que ellos. La Iglesia, por ser rica y poderosa, es el objetivo natural de su resentimiento. Se sienten perpetuamente explotados y su indignación está siempre a punto de saltar. Si en un momento determinado deciden que sus compañeros de herejía los han tratado de manera injusta o no les están lo suficientemente agradecidos, existe la posibilidad de que desplacen su fe hacia otras creencias. Mi maestro, Bernard Gui, estaba plenamente convencido de ese extremo. Buscaba con diligencia a esa clase de gente y me decía siempre que me mantuviera alerta con ellos.
He visto aquí un ejemplo.
Guillelma era de índole diferente. Pese a que su condena de la Iglesia carnal es igualmente apasionada, su actitud no es fruto de la vanidad herida. Le ofenden realmente las injusticias del mundo, como suele ocurrirles a los jóvenes, y puesto que ella lo es, le cuesta ser paciente o dominar su indignación. Parece como si creyera que hay que enderezar los entuertos enseguida y que abstenerse de hacerlo es demostrar un manifiesto desdén a los mandamientos de Cristo, un desdén que hay que castigar a toda costa. Se siente más inclinada a actuar que a reflexionar.
Estoy seguro de que terminará en la hoguera.
No necesito añadir que Blaise y Guillelma eran muy difíciles de contentar en lo tocante a la distribución de las limosnas. El hospital de San Justo no era a sus ojos un receptor adecuado debido a que estaba regentado por el cabildo de la catedral. En cuanto a los hospicios de leprosos, también eran lugares poco fiables porque muchos de los ricos comerciantes asociados a su administración estaban menos interesados en ayudar a los pobres que en labrarse un buen nombre. Hasta los mismos franciscanos resultaban sospechosos ahora que su institución narbonesa se había quedado prácticamente sin hermanos espirituales.
Finalmente, tras mucho estira y afloja, se ha acordado que se entregaría el dinero a la casa de las Arrepentidas, cuya sede está cerca de la puerta Real. Esto permitirá que más prostitutas puedan renunciar a sus pecaminosas persecuciones y se dediquen a actos de piedad. Incluso los hombres admiten que muchas mujeres que encajan en esta categoría se han visto obligadas a degradarse empujadas por la pobreza, al igual que la Magdalena.
– Y ahora -ha dicho Na Berengaria al final de las conversaciones relacionadas con las limosnas para los pobres-, veneremos nuestras sagradas reliquias. Maestro Helié, ¿habéis traído la vuestra?
La había traído, en efecto. Y la he mostrado, acto que ha ido acompañado de muchos suspiros y lamentos, puesto que se trataba realmente de un triste resto. Guillelma ha derramado lágrimas de tristeza sobre mi reliquia antes de pasársela a Perrin, quien la ha besado con fervor. Seguidamente, todos los beguinos han venerado el dedo, cada uno a su manera, hasta que ha vuelto a mis manos, después de lo cual Berengaria ha sacado del baúl que tiene en la bodega el pequeño envoltorio de seda que ya me es familiar.
Me he visto obligado de nuevo a rozar con los labios aquella espinilla humana medio asada.
– Honráis muy dignamente a estos santos mártires -he observado con prudencia, una vez he cumplido con mi homenaje- guardando sus reliquias envueltas en sedas tan finas y bellas. Me avergüenza el humilde lino con que está envuelta la mía.
– ¡No os avergoncéis! -ha exclamado Berengaria-.
Los ricos atavíos no tienen ninguna importancia, maestro Helié. Disponía de ese retal de seda y pensé que éste era el mejor uso que podía darle. El efecto es magnífico, ¿no os parece?
– Sí, magnífico -he admitido.
– Toda nuestra seda proviene de un devoto y honrado comerciante llamado Imbert Rubei -ha continuado la matrona-. Tiene muy buen ojo, sobre todo para el damasco. Pero él tan pronto viste prendas de piel humana como ropas de seda. -Mientras yo escuchaba tan insólita revelación, Berengaria me ha puesto una mano en el brazo-. Vuestra reliquia merece un envoltorio más digno -ha observado-. Si queréis, puedo pedir a mi marido un retal de seda. Estoy segura de que no se negará.
«Otro imbécil», he pensado para mí. No obstante, me he limitado a sonreír y a manifestarle mi gratitud, preguntándome al mismo tiempo si Berengar Blanchi o su amigo Imbert Rubei se habían dignado honrar alguna vez con su presencia las reuniones que Na Berengaria celebraba los domingos. Era probable que Jacques Bonet asistiese, ¿por qué no ellos?
– Y ahora vamos a reflexionar sobre nuestro bienaventurado maestro, el hermano Pierre Jean Olivi -ha dicho Berengaria después de guardar de nuevo sus reliquias en su escondrijo dentro del barril vacío.
He visto claramente que sólo ella disfruta de la custodia de los libros sagrados de los beguinos; solamente han circulado dos entre nosotros, que hemos besado reverentemente, y después la matrona ha empezado a leer uno de ellos de una manera muy lenta, como quien entona una salmodia. El libro no era otro que £/ tránsito del Santo Padre y terminaba con una descripción del lecho de muerte de Pierre Olivi.
Ha seguido un «Amén» general y a continuación me han pedido que leyera de mi ejemplar de la postilla. Lo he hecho hasta que me han hecho callar. Después ha habido otra oración (rezada con la cara vuelta hacia el suelo o la pared) y, finalmente, se ha disuelto la reunión. El amo de la casa, o sea, el marido de Berengaria, nos ha dispersado. Ha aparecido de pronto en la puerta acompañado de su hijo; la expresión de su rostro reflejaba irritación, pero al mismo tiempo resignación; el hijo, por el contrario, parecía mucho más mortificado que el padre al ver a tantos visitantes intempestivos en su casa. Si el padre se ha limitado a. suspirar, el muchacho estaba que echaba chispas. Tal vez habría que atribuir la diferente reacción a la edad, puesto que el marido de Na Berengaria es mucho mayor de lo que yo suponía. Pese a que tiene constitución robusta, posee esa apariencia nudosa que se observa en las raíces de los árboles viejos; además, ha perdido gran parte del cabello.
Ha observado con mirada aviesa, uno por uno, a los amigos de su mujer mientras nosotros íbamos desapareciendo por la puerta.
Ha sido al abandonar la casa cuando he caído en la cuenta de las circunstancias en las que había conocido al hombre que iba tan sucio. Lo he visto agachado en el suelo cuando me he acercado a la casa, aparentemente aliviándose la tripa en público. Y como no es una escena rara en Narbona, le he prestado escasa atención.
De todos modos, el desahogo de ese tipo de evacuación no puede ser tan prolongado que obligue a un hombre que quiere aligerar los intestinos a dedicar a la misma el tiempo que media entre el final de la mañana y la media tarde.
El hecho ha despertado de inmediato mis sospechas, que se han acentuado cuando, después de subirse los pantalones al pasar yo por delante, se ha dispuesto a enfilar la Rué Droite a pocos pasos de mí. No había duda en cuanto a sus intenciones, ya que me seguía de una manera que no podía ser más chapucera. Lo he tenido detrás de mí todo el camino hasta mi casa y, en cuanto he llegado, no se ha entretenido ni un momento. En lugar de eso, ha seguido adelante antes de darme tiempo a situarme en la ventana del piso de arriba. Ignoro adonde iba.
Lo que sí sé, y además con detalle, es cómo era su aspecto. Gracias a algunas argucias que tengo bien ensayadas, he podido estudiarlo con bastante detenimiento. Era un tipo delgaducho de cabellos largos y castaños, tiesos como cuerdas, y con una nariz parecida a una patata. Sus ojos eran casi triangulares, igual que puntas de flecha, pero ni fríos ni penetrantes, sino dotados de una suavidad que daba la impresión de estar envueltos en humo grisáceo. Tenía malos dientes. Le he observado dos quemaduras en las manos, probablemente ocasionadas por el aceite de una lámpara o la cera de una vela. Y además, olía fuertemente a orines.
Normalmente, cuando un hombre huele a orina y no es tan viejo que pueda atribuirse el hecho a la incontinencia, me siento inclinado a pensar que se trata de un batanero. Pero jamás había visto a un batanero que no llevara encima restos de tierra de batán. Aunque iba sucio, era por los restos de comida y de vómito, no de tierra de batán. El olor del vómito era casi tan intenso como el de orina; además, un leve efluvio de humo me ha revelado que debía de pasar mucho tiempo encerrado, lo que me ha inducido a preguntarme si trabajaría en una taberna.
Sin embargo, ningún tabernero que se respetase habría consentido que uno de sus criados se pasease difundiendo a su alrededor un olor tan repelente. Por otra parte, cuando he vuelto sobre mis pasos haciendo como que quería cambiar de dirección y he pasado junto a él rozándolo, he distinguido un leve tufillo a consuelda y a anís, lo que me ha llevado a pensar que me había cruzado con alguien que está relacionado con un hospital.
Ahora me toca averiguar qué tipo de relación es.