XXI

Sábado Santo (mediodía)

He estado muy ocupado desde que escribí mi última entrada en este diario. Los acontecimientos se adelantan a mi capacidad de registrarlos.

Anoche, después de que Martin hubiera tomado su decisión, lo envié de nuevo con su familia. Le dije que había que planear muy cuidadosamente la huida y que necesitaba tiempo para los preparativos. Después, decidida mi suerte, me senté a contemplar el futuro con la cabeza mucho más serena de lo que había fingido tenerla hasta ahora. Como he dicho antes, barrida la incertidumbre y con un propósito o destino más preciso, ya puedo sentirme más tranquilo.

Tomé varias decisiones en relación con mis bienes. Sé de un notario cuyos servicios utilicé cuando compré esta casa; es un anciano inteligente, distinguido y especialmente discreto, incapaz de engañar ni de defraudar a sus clientes. Me parece que podría utilizar sus servicios para vender mi casa y transmitir las ganancias sin poner en peligro para nada su reputación. Por supuesto, no me será posible ponerme en contacto con él a lo sumo hasta el lunes. A ningún hombre sensato se le ocurriría hacer ningún tipo de transacción el Domingo de Pascua.

En cuanto al punto de destino, después de mucho reflexionar he decidido que me subiría a una barcaza para trasladarme desde La Barque a la costa y que allí me procuraría un pasaje hacia el este, tal vez desde Leucate. El ardid consistiría en evitar embarcarme en un puerto donde hubiese desembarcado, ya que en este caso mis movimientos habrían podido quedar registrados en sitios tales como las listas de peregrinos de los cartularios comunales. (Sé que Marsella lleva un excelente registro de embarque y de pasajeros.) Una vez desembarcado, tal vez podría seguir a pie hasta otro puerto -cuanto más activo, mejor- y a partir de allí servirme de una galera rumbo a Genova o a Sicilia. Italia sería un lugar más seguro que Provenza, creo, ahora que el Papa está en Aviñón. Y por conversaciones qué he tenido con Bernard Gui y Pierre Autier, e incluso con algunos de los curtidores que hay río abajo, sé que es posible encontrar a muchos exiliados de mi país en las marcas del norte y en el extremo sur de la península italiana. Ni en Mesina ni en Lombardía yo sería tan visible como en otros lugares en calidad de extranjero solitario. Y dispondría, además, de la comodidad de compartir una lengua.

Por supuesto que los gastos que supondría ese viaje serían muy cuantiosos. Lo que quiere decir que, aunque puedo esperar que contaré con el dinero que me reporte la casa -con tal de que lo reciba antes de Pentecostés-, en cuanto pueda tendré que vender todos mis muebles y herramientas. Todo esto me va a causar muchos contratiempos.

Precisamente, estaba discurriendo la manera de hacer la venta de tapadillo cuando noté que empezaban a pesarme los párpados y me di cuenta de que estaba haciéndose tarde.

Ya en la cama, no tardé en deslizarme en el sueño. Pero antes de que la inconsciencia se adueñara de mí, la niebla de mis pensamientos se aclaró un momento y éstos se centraron en dos hechos relacionados con mi última visita a la tienda de los Donas. En primer lugar, me detuve a pensar en la llamativa mentira de Berengar Blanchi. Cuando se la oí, yo me encontraba absorto en otros asuntos, pero ahora, cuanto más me entretenía en considerar el hecho, más me indicaba que había algo que no encajaba. Jacques Bonet, como yo sabía muy bien, no había estado en inminente peligro de que lo detuvieran. Todo lo contrario. Así pues, ¿de dónde salía esa mentira? Seguramente no del propio Jacques. Aunque era posible que se sintiese ávido de escapar de las garras de Jean de Beaune, sólo un loco habría alegado que era objeto de investigación inquisitorial. Una mentira de estas proporciones habría asustado a sus amigos herejes y podía inducirlos a matarlo.

El podía haber sido un loco, por supuesto. Nada de lo que sé me inclina a pensar lo contrario. Pero aun así me sentía confundido y advertía la inquietud creciente que me invadía. Si la fuente de la mentira era Berengar Blanchi o Imbert Rubei, convendría indagar acerca de sus motivaciones. Ésa era mi opinión.

El otro misterio guardaba relación con la casa de Imbert. La proposición de que yo me escondiera en ella había suscitado una reacción extraordinariamente adversa. Berengar se había mostrado irreductible con respecto a que no había que invadir la intimidad de Imbert. Y en cuanto a Berengaria Donas, apenas se lo hubieron recordado, se había deshecho en viles excusas.

Me daba la impresión de que Imbert debía de ocultar algo -o a alguien- en su casa. Aunque no a Jacques, de eso estaba convencido. No se había visto a Jacques en las proximidades de la casa de Imbert en los últimos seis meses si había que hacer caso del mesonero que vivía enfrente. ¿ Cómo iba Jacques a estar seis meses confinado en una casa? A menos que hubiera muerto. Pero de ser éste el caso, habrían sacado el cadáver. O lo habrían escondido. No lo tendrían a la vista para asustar a los visitantes de la casa, digo yo.

Sumido en tales especulaciones, acabé por dormirme. Pero un rato después me desperté y vi que todavía era de noche, lo que me defraudó profundamente, pues comprendí que ya no volvería a dormirme. (Después de tantos años de noches de inquietud, conozco bien los síntomas que acompañan al profundo insomnio.) Así pues, me he levantado y me he dedicado a poner al día este diario y a terminar la última entrada hasta que la luz del alba ha despertado a Narbona. Entonces me he vestido. Debo puntualizar, con todo, que era muy temprano. No esperaba encontrar a Martin a esa hora, ya no digamos a ninguno de mis vecinos.

Así pues, me han cogido por sorpresa los golpes que alguien daba en la puerta de mi casa. Había empezado a hacer un inventario de mis bienes pensando en su venta cuando me he visto obligado a abrir los batientes de la ventana del taller y a asomarme. Entonces, he visto la figura de una persona embozada que estaba de pie, apenas visible a la tenue luz.

El chirrido de las charnelas ha alertado al visitante. Antes de que me diera tiempo a requerirlo, se ha levantado a mirarme un rostro lívido que he identificado como el de Berengaria Donas. Se ha llevado un dedo a los labios.

Después, acompañándose de gestos más perentorios, me ha indicado que quería hablar conmigo en privado.

Puede imaginarse mi sorpresa. Antes de bajar para abrirle la puerta, me he armado con un cuchillo al salir del taller, ya que he pensado que vale la pena estar siempre preparado. Se me ha ocurrido pensar que si Ademar o cualquiera de mis vecinos veía por casualidad a Berengaria entrar en mi casa, no tardaría en correr la voz y en divulgar la noticia de que yo tenía una amante. ¿Qué otra razón que no fuera retozar llevaría a una mujer a buscar mi compañía a una hora tan temprana?

– No entiendo por qué habéis venido -le he murmurado cuando ha cruzado el umbral y ha pasado junto a mí rozándome-. Os pueden haber visto.

– No he visto a nadie por los alrededores -ha replicado-. Y además, llevaba puesta la capucha.

– No importa.

He atrancado la puerta con el cerrojo y la he observado con inquietud e interés.

Tenía las mejillas arreboladas y los ojos brillantes. Parecía muy excitada.

– ¿Qué queréis? -le he preguntado.

– Traigo noticias.

Con esa seguridad que la caracteriza, se ha entreabierto la capa y se ha sentado en el taburete más próximo. Ha recorrido el entorno con la mirada como si tomara nota de todo y al mismo tiempo desechara sumariamente todo cuanto de insignificante había en nuestra proximidad inmediata.

– Berengar Blanchi estuvo ayer de nuevo en mi casa -ha proseguido-. Había hablado con Imbert Rubei. Han ideado un plan para vuestra salvación.

– Entonces será mejor que me lo contéis arriba -no quería que mis inquilinos pudiesen oír la conversación-, si no os importa.

Me ha demostrado que no tenía objeción alguna y, de hecho, da la impresión de que no le importa en absoluto que se ponga en cuarentena su reputación de esposa virtuosa. Quizá considere que se trata de un detalle de muy poca monta comparado con ese principio mucho más importante que es la pobreza evangélica. O es que quizá la riqueza le da una confianza que no suelen experimentar aquellos que tienen que confiar en la buena voluntad de la familia o de los amigos y que, por tanto, se ven obligados a regular su conducta.

O quizás es una de esas raras almas que viven olvidadas de las cuestiones relacionadas con el sexo y la pureza. Yo lo entiendo. En cambio, algunos clérigos que conozco no dejan nunca de dar vueltas en torno a todos los aspectos del tema, cuyo interés es a mis propios ojos limitado.

En mi opinión, hay cosas mucho más peligrosas y complejas sobre las que habría que preocuparse.

– Un bello arcón para la ropa -ha dicho al entrar en mi taller-. Macizo, pero sencillo. ¿Es de roble?

– Sí.

– Muy hermoso. No es pecado guardar la propia ropa para impedir que se estropee, siempre que la ropa sea sencilla.

– ¿Queríais decirme algo, Na Berengaria?

– Sólo esto. -Ha desviado la atención del arcón-. Si queréis recoger algunas de vuestras cosas y venir a mi casa lo antes posible, os esconderé en mi viña. Por la noche podéis saltar la muralla. Imbert os esperará al otro lado y os acompañará hasta un bote que está amarrado río abajo. De ese modo no tendréis que cruzar las puertas y no os detendrán.

Ahora bien, resulta que la noche pasada, además de todas mis cavilaciones, también me había preguntado qué haría con respecto a los beguinos. Y llegué a la conclusión de que no convenía dejarlos en la ignorancia de la situación. Por un lado, me sentía reacio a compartir mi secreto con un grupo de gente que daba tan lamentables muestras de imprudencia. Por otro, mi primer objetivo era retrasar todo lo posible la detención de los beguinos, ya que el hecho supondría inevitablemente que Jean de Beaune conocería el nombre de Martin y someterían a interrogatorio a Moresi.

He pensado que, si se podía convencer a los beguinos de que abandonaran Narbona (o cuando menos evitaran acoger con los brazos abiertos en su seno a otro agente inquisitorial), yo estaría mejor protegido. Así pues, cuando Na Berengaria me ha revelado su plan, no me la he sacado de delante con vagas protestas. Tampoco le he hecho promesas que no tuviera intención de cumplir.

En lugar de eso, he estudiado su rostro y me he fijado en sus nobles proporciones y en la finura de su cutis, en su absoluta falta de artificio y al mismo tiempo en su imperiosa expresión. Debo decir que no encuentro en mi corazón ni rastro de desprecio hacia esta mujer. Exasperación sí, eso quizá. Impaciencia, sin duda. Pero su generosidad es muy especial y su disposición es la más recta y afable que he tenido ocasión de encontrar nunca entre los herejes de este mundo. Como soy versado en el arte de la duplicidad, debo reconocer que no veo en ella ni rastro de la misma. Si no fuera tan orgullosa, podría ser digna de admiración.

He visto que sería incapaz de traicionarme a sabiendas si se conociera la verdad. Por eso, sin más preámbulo, he observado bruscamente:

– Os preocupáis por mí inútilmente. Actualmente no corro ningún peligro por parte de Bernard Gui. Como tampoco por parte de ningún otro inquisidor de la depravación herética.

Ha parpadeado, pero no ha dicho nada.

– Bernard Gui no escribió ni envió la citación -he continuado-. Es una falsificación urdida por algún conocido del padre Sejan Alegre, con respecto a cuyos propósitos no tengo seguridad alguna. Quizá se quiere con ello poner a prueba mi verdadera lealtad.

– Pero…

– Esperad. -He levantado una mano-. Oíd mis palabras y después juzgad por vos misma. Conozco perfectamente la caligrafía de Bernard Gui, pues yo soy uno de sus agentes, de la misma manera que Jacques Bonet era un agente de Jean de Beaune.

Ha sido como si no me hubiese entendido. Su evidente perplejidad no ha dado paso a una expresión de creciente horror.

– Jacques Bonet tenía instrucciones de localizar a todos los beguinos de Narbona que no estuvieran identificados -he explicado-. Pero se desvaneció. Me han encargado que descubra su paradero. Yo no soy beguino, señora. No lo he sido nunca.

– ¡No! -Ha negado con la cabeza, mientras una media sonrisa de estupefacción vagaba por su rostro apenado-. No es… verdad.

– Os he mentido. Pero ya no os volveré a mentir. Creedme si os digo que mi corazón ha sufrido un vuelco.

Se le ha acelerado la respiración. De pronto su cara ha adquirido un color ceniciento. Se ha tambaleado y se le ha vencido el cuerpo hacia atrás como empujado por el impacto de una ballesta.

La he agarrado por un brazo para sostenerla.

– Oíd -le he dicho-, no os sobrevendrá ningún daño por mi culpa. Tengo intención de marcharme de aquí en cuanto pueda. Quiero desaparecer. Pero si vos os quedáis, señora, sufriréis la misma suerte que los hombres y mujeres cuyas reliquias veneráis. -Mientras ella se agachaba, vencida por la flaqueza, apoyándose en mi arcón de la ropa, y jadeaba como un pez recién sacado del agua, he porfiado por convencerla de la extrema vulnerabilidad de su situación-. ¿Lo entendéis? -he preguntado-. Los vuestros están en grave peligro. Habéis sido demasiado confiados. Habéis acogido a dos impostores; como acojáis a uno más, tendréis que lamentarlo.

– Jacques Bonet… -ha dicho mirándome fijamente con los ojos muy abiertos al tiempo que se llevaba una mano a la boca-¡Jacques no! ¡No! ¡Jacques no!

– Se aseguró la libertad a cambio de sus servicios…

– ¡Pero él estaba en casa de Imbert! ¡Vivía allí! -Se le ha roto la voz en una nota estridente, al tiempo que se llevaba ambas manos a las sienes en actitud de la más profunda angustia-. ¡Que Dios nos ayude si acaso vio algo! ¡Si sabe algo! -Ha retenido el aliento y se ha puesto en pie de un salto-. ¡Si lo ha contado! -ha murmurado agarrándome la muñeca.

– ¿Si se lo ha contarlo a quién? -le he preguntado-. ¿Si ha contado qué?

Pero ya me había soltado. Ahora miraba la escalera como a punto de escapar. Pero la he detenido. Aunque es alta y corpulenta, no me iguala en fuerza. No ha podido desasirse de mí.

– Esperad -le he dicho

– ¡Hay que avisarlo!

– ¿A quién?

– ¡A Imbert! -Había lágrimas en sus ojos, todo aquel vestigio de benévola seguridad la había abandonado-. ¡Tengo que decírselo! Ya no están seguros…, tendrán que mudarse. ¡Soltadme ya, estáis loco!

– Esperad -he repetido, mientras ella volvía su rostro frenético hacia mí.

Su piel, en contacto con mis dedos, era suave como la seda.

– Decidme, ¿quién debe mudarse?

Ha vacilado y se ha quedado con la boca abierta. Me ha dado la impresión de que se percataba lentamente de toda la importancia de lo que acababa de revelarme. Con enorme esfuerzo ha conseguido recuperar una pequeña parte de su compostura habitual.

– No… puedo hablar -ha replicado-. Pecaría si os lo dijera.

– ¿Pecaríais?

– Sí.

– ¿Sería un pecado? -Le he soltado la barbilla, pero no el brazo-. Esto significa que Imbert oculta algo muy precioso. Incluso algo santo. -La he observado con interés-. ¿Más restos, quizá?

Se ha estremecido de pronto, lo que ha confirmado mis palabras.

– ¿De quién son los restos?

– Por favor…

– Son restos que exigen mucha más protección que las reliquias que guardáis en vuestra propia casa, que han sido expuestas a las miradas de un posible desconocido. -Yo pensaba en voz alta, revisando mentalmente cierta conversación-. Restos que han permanecido ocultos incluso a vuestro amigo Blaise…

De pronto, en virtud de alguna intervención divina, se me ha presentado la respuesta. Era muy obvia, pese a ser increíble.

He aspirado profundamente y le he apretado el brazo con más fuerza.

– Son los huesos -he dicho-, los huesos de Pierre Jean Olivi.

Sentía una confianza absoluta; una confianza más que bien fundada. Berengaria no ha intentado negar que estaba en lo cierto.

En lugar de esto, se ha echado a llorar.

– ¡Oh, os lo ruego! -me ha dicho entre sollozos-. Os lo ruego…

– Sssss…

– ¡No me traicionéis! No lo hagáis… Os lo ruego… He roto mi promesa…

La oleada de especulaciones que han seguido a mi descubrimiento ha impedido que le ofreciera consuelo. Me he quedado en silencio mientras media docena de ideas diferentes se debatían en mi cabeza buscando supremacía.

Pero, gradualmente, la desesperación que la invadía ha ido penetrando en la nube de abstracción en la que yo me había perdido. Se había derrumbado sobre el arcón de la ropa, convertida en mera sombra de la mujer decidida que había entrado en mi taller. Me entristecía ver que había caído tan bajo.

Con todo, no quería apartarme del asunto que tenía entre manos.

– Yo creía que los huesos de Olivi se habían dispersado. -Por lo menos ésos habían sido los rumores-. Creía que los dominicos se habían hecho con ellos.

– Sí, así fue -ha dicho gimoteando Berengaria-, pero el padre Sejan fue encargado de su custodia y los entregó a Imbert Rubei.

– ¿Cómo fue eso?

– Tuvo que pagar dinero. Dinero nuestro. Mío y de Imbert.

– ¿Quién lo recibió?

– No lo sé.

– ¿Un dominico?

– No lo sé.

– Debieron de pagárselo a un dominico. Un dominico que se encargó de su destino. -Debo confesar que todo aquello me ha excitado-. ¡El mismo dominico que urdió lo de la convocatoria, lo garantizo!

– ¿Qué?

– Escuchadme, esto es importante. -He arrastrado el taburete, me he sentado delante de Berengaria y le he puesto una mano en la rodilla-. El padre Sejan sabe hace tiempo que soy un agente de Bernard Gui. Sabe que me encargo de buscar a Jacques Bonet.

– ¿Cómo? ¿Cómo es posible?

– No importa. Se enteró de que yo hacía indagaciones en torno al cadáver de Jacques Bonet.

– ¿De su cadáver?

– Ssss. ¡Escuchad!

– ¿Queréis decir que ha muerto?

– No lo puedo asegurar. Pero no os equivoquéis, señora… Sejan sí puede asegurarlo. Y también Imbert, quizá.

Berengaria ha fijado en mí una mirada tan lastimosamente confundida, tan derrotada y tan triste que me ha llegado al alma. Por un momento, me he olvidado de mi situación de ventaja para buscar únicamente la manera de aclararle las cosas.

– Sejan descubrió que yo estaba haciendo indagaciones en torno a Jacques Bonet. Pero ¿os lo dijo acaso? No. En lugar de eso, puso sobre aviso a su amigo el dominico. Y como el dominico vive en el priorato, pudo informarle de que un tal Helié Seguier, un fabricante de pergaminos, se había visto con Bernard Gui. Sejan y su amigo debieron de llegar entonces a la conclusión de que yo era un agente del inquisidor. Y entonces falsificaron la citación… y siguieron sin deciros nada.

– No…, no lo entiendo.

– Tampoco yo. Pero puedo aventurar una suposición con respecto a lo que perseguían. -Al observar su expresión ausente, me he inclinado hacia ella obligándola a mirarme a los ojos-. No tenéis más que considerar esto -he dicho con firmeza-. El día antes de recibir aquella carta falsificada, Berengar Blanchi fue a veros. Lo vi cuando salía de vuestra casa. Después fue directamente a visitar a su primo Sejan en San Justo. ¿Por qué fue a veros Berengar aquel día? ¿Preguntó por mí? -Me ha mirado con ojos de sorpresa, sin comprender nada-. ¡Pensad un momento! -he insistido-. ¡Os lo ruego! Fue el miércoles pasado.

Pero ella ha seguido aferrándose a cosas que no eran importantes.

– ¿Cómo sabéis que Berengar Blanchi y el padre Sejan son primos? -ha preguntado con sorpresa infantil.

– Limitaos a responder a mi pregunta. ¿Fue ésta la primera vez que le hablasteis de mí?

– No. Esa vez no. -Finalmente, con un visible esfuerzo, ha dirigido su atención a Berengar Blanchi-. Él ya sabía de vos -ha admitido ella-. Yo ya le había hablado de vos a Imbert cuando fui a comprar seda…

– ¿Cuándo fue eso?

– Pues…

– ¿Antes del Domingo de Ramos?

– Sí -ha dicho, incapaz de apartar su mirada de la mía-. El día anterior. Y al cabo de unos días vino Berengar Blanchi; quería saber si yo os había hablado sobre… -Las palabras se le han quedado atragantadas y se las ha tenido que tragar, pero ha intentado pronunciarlas de nuevo-. Sobre los huesos -ha dicho por fin con un suspiro.

– ¡Ah!

– Yo no pensaba hablaros de los huesos. ¡Ni por asomo!

– ¿Dijo Berengar por qué?

– Pues porque constituyen un gran secreto. -Súbitamente sus ojos se han llenado de lágrimas; las he visto brillar-. ¡Y ahora ya lo sabéis! -ha murmurado, evidentemente aterrada ante su propia debilidad.

– Vuestro secreto está a salvo conmigo. Soy una tumba en lo que a secretos se refiere.

Con una profunda sensación de satisfacción, he empezado a juntar todos aquellos elementos dispares que por espacio de tanto tiempo habían permanecido desconectados. El jueves anterior a Semana Santa, Na Berengaria me había invitado a las oraciones del domingo. El sábado siguiente, le había mencionado el hecho a Imbert. Un día después, Sejan había encargado a aquel personaje llamado Loup que observara mis movimientos a partir del momento en que abandonara la tienda de los Donas.

Sejan, entre tanto, me había enviado el informe del arzobispo. Y el miércoles de Semana Santa, Berengar Blanchi insistía en que no me hablaran de los huesos de Olivi.

A menos que me equivoque, Sejan debió de consultar con su amigo, el dominico desconocido, el lunes o martes de Semana Santa y entonces se enteró de que yo me había visto con Bernard Gui. Después, tras reunir la información procedente de tres fuentes, habían visto lo que presuponía y había empezado a cundir el pánico entre ellos.

Me he puesto de pie y he comenzado a recorrer la habitación de un lado a otro.

– Hace una semana que Sejan y su amigo, el dominico, tienen noticia de mi secreto. Sobre esto no existe la menor duda -he dicho pensando en voz alta-. Falsificaron la citación porque estaban convencidos de mi traición.

– Pero ¿cómo podéis saberlo?

– Lo sé. Conozco a Bernard Gui. Conozco su caligrafía. Conozco sus costumbres. Jamás me habría enviado una carta como aquélla. Debió de enviarla Sejan; el dominico fue quien la escribió. La pregunta que os hago es la siguiente: ¿por qué? -Me he parado y he girado en redondo para enfrentarme a Berengaria-. ¿Para ver mi reacción? Es evidente que si yo obedecía sin rechistar, demostraría que era un espía. Pero en tal caso, ¿por qué no os informaron a vos? ¿Por qué?

Berengaria se ha quedado a la espera. De hecho, yo no aguardaba una respuesta de su parte. Aunque puede estar condenada, en muchos aspectos es honrada y candorosa. Y aunque se condena a sí misma á una muerte inevitable con cada palabra que pronuncia y con cada desconocido en quien confía, jamás condenaría a otra persona a la misma suerte.

– Creo que lo que planean el cura y el monje es matarme -he dicho-. ¿Qué otro objetivo los llevaría a querer atraerme hasta el terreno del priorato a tales horas?

– ¡Oh, no! -Era evidente que se negaba a aceptar aquella posibilidad y, en lugar de ello, se ha limitado a negar con la cabeza con creciente energía-. ¡No, no, eso es imposible!

– Entonces, ¿por qué he tenido que ser yo quien os confiase mi secreto? ¿Por qué no os informaron ellos?

– Porque…, porque…

– Pues porque deben de saber que vos pondríais objeciones a sus planes. -Era algo tan claro a mis ojos que el empecinamiento de la mujer me impacientaba-. Podéis ser hereje, señora, pero vos no sois una asesina. Vos no querríais llevar ese pecado en vuestra conciencia.

Ha sido como si el cumplido la halagase. Se ha cubierto la cara con las manos, deseosa de evitar aquella visión intolerable.

– Os equivocáis -ha respondido con un titubeo-. No puedo… Vuestra mente es… Vuestros pensamientos son terribles…

– El mundo está poblado de pensamientos terribles. Si no lo entendéis así, pereceréis. -Verdad es que se precisaba fuerza para continuar; de pronto me he sentido mortalmente cansado, ya que forzar a Na Berengaria a aceptar la verdad era mucho más difícil de lo que había supuesto-. Berengar Blanchi os mintió cuando os dijo que estaban a punto de detener a Jacques Bonet. -Era otro hecho que merecía comentarse-. Me gustaría saber de dónde salió esa mentira. Tal vez del propio Jacques Bonet, aunque tengo mis dudas. Porque aunque quizás esperaba escapar fácilmente diciendo esta mentira, debía de haber sabido también que podía tener el efecto contrario y asustar a sus amigos hasta el punto de inducirlos a matarlo. Por otro lado, si la mentira venía de Sejan, de Imbert o del propio Berengar, ¿qué motivos tenían? ¿Por qué imaginar esa excusa para la repentina desaparición de Jacques? La única razón que encuentro es el remordimiento y el miedo. Porque Jacques está muerto.

– ¡No! -Na Berengaria se ha tapado los oídos con las manos-. ¡Me niego a seguir escuchando! ¡Jacques se ha escapado!

– ¿Cómo lo sabéis?

– ¡Se escapó! ¡Se escapó!

– ¿Cómo lo sabéis? -Había hablado levantando demasiado la voz y me he apresurado a bajarla-. ¿Lo visteis vos? -he dicho en un siseo-. ¿Hablasteis con él? -Exasperado ante su actitud de resistencia, le he apartado a la fuerza las manos de los oídos-. ¿Entendéis realmente lo que significa esto? -le he preguntado-. Un monje de Santo Domingo recibió dinero a cambio de desobedecer a su superior. Cometió un acto herético entregando aquellos huesos al primo de Berengar Blanchi. Tal vez os sintáis feliz convirtiéndoos en mártir en nombre de Pierre Jean Olivi, pero ningún dominico venal querrá seguir vuestro ejemplo. Hará cuanto esté en su mano para impedirlo. Un hombre que se enfrente a la ruina y quizás incluso a la muerte podría ver el asesinato como una medida para protegerse, sobre todo un hombre que ha arriesgado su vida, por dinero.

Como las manos de Berengaria se retorcían como una pareja de pequeñas criaturas cautivas de las mías, las he apretado con fuerza y no le he permitido que desviara la mirada hacia otro lado. Me he inclinado hacia ella hasta que nuestras cabezas se han situado a un mismo nivel. Y he fijado mis ojos en los suyos.

– Si Jacques Bonet vivía con Imbert, es muy probable que descubriera el secreto de los huesos de Olivi -he dicho-. En tal caso, tal vez identificara de dónde procedían dichos huesos. Y si nuestro amigo dominico lo sabía, quizá se sintió severamente amenazado. Quizá se comportó de forma precipitada. No hay que descartar la precipitación, creo. Ya fue precipitado que os vendiera a vos aquellos huesos. Sabe Dios para qué necesitaba el dinero. ¿Para una puta? ¿Para un pariente pobre? ¿Para alguien que lo extorsionaba?

– ¿Qué voy a hacer? -Lo ha dicho en una especie de suspiro sonoro, que ha acompañado de una mirada de profunda súplica-. ¿Qué haré?

– Tenéis que averiguar qué ocurre… y yo haré lo mismo. No hay que confiar en este dominico. Si ha matado a Jacques, es evidente que no se detendrá ante nada con tal de protegerse. Ante nada. ¿Me habéis comprendido?

Naturalmente, no me había comprendido. Ha escrutado mi rostro buscando que se lo aclarase; yo, frustrado, he golpeado en el suelo con el pie.

– Berengaria, reflexionad -le he dicho en tono quejumbroso-. Vos no sois necia. Suponed que yo desaparezco. ¿Qué va a creer él? Pues creerá que me he ido con Bernard Gui… y se asustará mucho. Aunque no esté enterado de lo que sé sobre las reliquias de Olivi, a esta hora ya sabe que me he provisto de gran cantidad de nombres beguinos. El vuestro. El de Imbert. Incluso el de Berengar Blanchi. El hilo conducirá a cualquier buen inquisidor hasta Sejan Alegre, y de Sejan a su amigo, el fraile.

– ¿Qué decís?

– Digo que el dominico Volverá a matar si se considera en peligro.

– ¡Oh, no! -ha dicho echándose para atrás.

– ¿Por qué no? Si ha matado una vez, ¿por qué no puede volver a hacerlo? Sejan es la peor amenaza que se cierne sobre él. Y también Imbert. Imbert tiene los huesos. Si los huesos llegan a descubrirse alguna vez, es evidente que aquel cuya misión era quemarlos o deshacerse de ellos será el culpable. -Viendo que sus manos ya estaban inmóviles, se las he soltado. Me he enderezado y he tenido la satisfacción de observar que se quedaba con la frente fruncida, como sumida en profundas cavilaciones-. En cuanto a vos, señora, sabéis de esas reliquias -he añadido-. Corréis tanto peligro como Imbert. -Ha levantado la cabeza de una sacudida, movida por la alarma-. Debéis reflexionar profundamente acerca de vuestras futuras relaciones con esos hombres. En este momento suponen para vos una amenaza mucho más importante que para Jean de Beaune.

– Aconsejadme, pues.

– ¿Qué?

– Aconsejadme. -En su voz se presentía la huella de la Berengaria de siempre: la Berengaria serena, imponente, autoritaria. Ha levantado la barbilla y ha cuadrado los hombros-. Maestro Helié, vos sois inteligente. Y hábil. Estáis muy por encima de aquellos contra quienes queréis ponerme en guardia. ¿Qué me aconsejáis que haga? -De pronto se le ha roto la voz-. ¿Cómo puedo proteger a mis amigos frente a tanta maldad?

Una vez más, aquella mujer depositaba su confianza en la persona equivocada. Porque yo no era otra cosa que un traidor, un embustero, un espía cuyos intereses estarían mejor resguardados si Berengaria hubiera estado muerta…, y todos sus amigos con ella. Después de todo, ¿cómo se habría podido condenar a Martin sin el testimonio de ellos? Si todos ellos hubieran estado muertos, yo habría podido hacer libremente mi informe con la certidumbre absoluta de no involucrar a Martin al hacerlo. Ya que ni el propio Bernard Gui era capaz de sacar nombres de un cadáver.

Y sin embargo, pese a mi demostrada perfidia, Na Berengaria persistía en creer que la ayudaría; quizá pensaba que como ya la había ayudado… Junto a la ventana, mientras contemplaba el cielo desolado y desapacible que la mañana estaba desplegando sobre los tejados de las casas, me he maravillado de mi propia imprudencia. De haber sido prudente, habría abandonado a aquella mujer a su suerte inevitable. De haber sido prudente, le habría contado alguna mentira con el solo objeto de impedirle que alertara con excesiva prontitud a Sejan y a sus amigos antes de disponerme a una apresurada y secreta retirada.

Sin embargo, ¿qué es la verdadera prudencia? «Dios ha escogido las cosas más descabelladas del mundo para confundir a los prudentes.» He recordado esta lección mientras observaba aquellos signos insignificantes mediante los cuales mis vecinos daban testimonio de sus desvelos. He observado a la hija de Ademar, que se afanaba camino de la fuente. He detectado el contenido de un orinal arrojado a la calle a través de una puerta abierta. He notado olor a humo y he oído a la madre de Martin llamando a las aves de corral. En todos estos hechos, por pequeños que fueran, he entrevisto muchas cosas, entre ellas la mano de Dios.

Y se me ha ocurrido pensar: ¿por qué tengo que correr como una rata huidiza y asustada de ese monje impío? ¿Por qué escapar de ese cura malvado?

– Podemos preparar una trampa -he dicho volviéndome hacia Berengaria-. Esta noche, si queréis, podemos tender una trampa a ese dominico.

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