II

El viernes antes de la Septuagésima

Acabo de volver de la torre Capitolina, donde anoche dormí en la cárcel del arzobispo.

Al parecer, se han confirmado mis peores miedos. El idiota de Armand Sanche ha vaciado el buche delante del inquisidor de Carcasona. Y ahora tengo que pagar su estupidez.

Cuando llegó la citación yo estaba abajo, sacando de la tina más grande los pellejos de cabra con ayuda de un palo. Por eso oí la respuesta que dio mi aprendiz en la puerta de entrada y supe enseguida que había problemas a la vista. Jamás había venido a verme ningún cura de San Sebastián. Aunque me confieso allí tres veces al año, no soy tan caritativo como para merecer un trato tan considerado.

Reconocí al momento la voz de Anselm Guiraud, uno de los canónigos, que preguntaba por mí. Y cuando mi aprendiz replicó que iba a buscarme, oí otra voz, ésta con acento catalán.

– Dile a tu amo que venga enseguida, bajo pena de excomunión -declaró.

Me complace decir que mis facultades no me han abandonado del todo. Mis miembros se movieron más rápido que mis pensamientos y me apresuré a atrancar la puerta que separa la bodega del taller.

– ¡Un momento, por favor! -grité mientras trataba de recuperar la carta de mi señor. Daba la afortunada casualidad de que me encontraba en la habitación donde la tengo escondida normalmente, por lo que sólo tuve que desplazar el tonel y levantar la losa-. ¡Sólo cuelgo ese pellejo! -dije.

A juzgar por el aspecto del tonel, nadie habría dicho que podía levantarse tan fácilmente. Pero tiene un fondo falso colocado cerca de la boca y, aunque parece estar lleno de agua de cal, en realidad no contiene más que la que cabe en un cubo. Por tanto, moverlo fue cosa de un momento, pese a que soy bajo y ya no estoy en la flor de la edad. El catalán apenas había hecho oír su protesta cuando desatranqué la puerta tras guardarme la carta debajo de la ropa y devolver el tonel a su sitio de costumbre.

– ¡Ah! -exclamó el catalán en cuanto me vio-. ¡Tú eres Helié Seguier, el que fabrica pergamino!

– El mismo -respondí.

– Pues te reclaman en la torre Capitolina -declaró el hombre.

Ese tipo en otro tiempo debía de hacer velas o, tal vez, toneles, a juzgar por las quemaduras que tenía en la cara y en las manos. Pero también «lucía» otras cicatrices, una en cada muñeca: las que dejan los grilletes de hierro. Las conozco bien. Con la misma claridad que si lo leyese en un registro de sentencias, me decían que aquel catalán era un nuncio o un mensajero que trabajaba para su antiguo carcelero. Era un hereje reformado, transformado en lacayo inquisitorial.

Pero yo era un extraño para él y menos mal que era así.

– Esta carta es una citación perentoria del hermano Jean de Beaune, el inquisidor de Carcasona -explicó el canónigo mostrando un documento en latín. Como no leo latín, lo rechacé al momento-. Como puedes ver, lleva su sello.

– Avisa a tu mujer y vente ahora mismo -añadió el catalán, que lanzó una mirada a mi aprendiz, que no es más que un niño.

– No tengo mujer. Ni hijos -le repliqué y me volví a Martin.

Debo confesar que el chico no habría estado más asustado si de veras hubiera sido mi hijo y hubiera visto que apresaban a su padre; en realidad, yo me había ganado su fidelidad de manera muy fácil.

El padre de Martin es Hugues Moresi, un buen inquilino mío, aparte de un diestro zapatero, honrado en sus tratos como el que más. Tiene, sin embargo, la mano pesada cuando ejerce su autoridad dentro de los confines de sus dominios. Y si es cierto que los castigos que administra a su mujer y a sus demás hijos no son de mi incumbencia, no podía tolerar que hiciera daño alguno a mi aprendiz, a quien yo pagaba. Y generosamente, además.

Así se lo dije hará cosa de tres semanas. Y gracias a que se lo dije, Martin dejó de aparecer por mi casa con los labios partidos y los ojos amoratados; así pues, mis clientes dejaron de mirarme de reojo o de hacerme observaciones acerbas para que no me sirviese tanto de la vara si no quería lisiar al niño.

El alcance de la gratitud de Martin por mi intervención se evidenció en la súbita palidez de su rostro cuando el catalán se me llevó de casa.

– Cuelga los cueros restantes -le dije a Martin-. Y atranca bien la puerta y las contraventanas.

– Sí, maestro.

– Después subes arriba y raspas un poco más el cuero. Pero en cuanto merme la luz, te vas a tu casa. ¿Lo has entendido?

– Sí, maestro.

– Yo volveré. No temas.

¡Afirmación bien inútil! Si acaso yo confiaba en mi propia salvación, no supe transmitir aquella seguridad a Martin, que me vio partir como si no esperase volver a verme en la vida.

No es mucha la distancia que media entre mi casa y la torre Capitolina. De camino pasamos por delante de San Sebastián, donde el canónigo me dirigió un mudo adiós desde la puerta. La bendición que me dedicó fue confusa, como si no supiera qué pensar. En cuanto se esfumó, el nuncio me cogió por el codo. Iba armado con un gran cuchillo que exhibía de manera ostentosa y que agarraba con más fuerza que la que yo esperaba.

En realidad, no me había pasado por la cabeza la idea de huir. Sabía que estaba a salvo siempre que Jean de Beaune no me hiciera esperar demasiado.

No lo había visto nunca. Acababan de nombrarlo cuando me fui de Tolosa, por lo que nuestros caminos no se habían llegado a cruzar. Pese a ello, yo sabía de su presencia en Narbona, puesto que conviene no perder de vista a los inquisidores. Hasta el tranquilo rincón donde yo vivía había llegado la noticia del juicio por herejía. Levantó cierto revuelo porque, por derecho, habría debido ser convocado y presidido por nuestro arzobispo. Sin embargo, quien empuñó las riendas fue Jean de Beaune, que vino nada menos que desde Carcasona para pisotear las prerrogativas de los ciudadanos de Narbona y ofender a la asamblea de hombres ilustres a quienes se llamó para ayudarlo en el juicio.

Como lo sabía, me inquietaba que pudiera estar demasiado ocupado para interrogarme en un inmediato futuro.

– ¿Dónde está hoy Jean de Beaune? -pregunté-. ¿En el palacio del arzobispo o en el priorato de los dominicos?

– ¿Cómo voy a saberlo? -replicó el catalán, lo que me hizo ver que no era un hombre muy listo.

Los carceleros listos procuran ganarse a las personas que tienen a su cargo, porque así pueden enterarse de muchas cosas. Pero a aquel catalán sólo le preocupaba su propia importancia.

Abandoné, pues, toda esperanza de diálogo y me dispuse con mansedumbre a que me encarcelaran.

El mur arzobispal fue para mí una novedad. Podría describir la torre como un murus largus; por ser pequeña y estar atestada, brinda pocas facilidades para el confinamiento solitario. La mayoría de los prisioneros se mueven de un lado a otro a voluntad, duermen allí donde encuentran un rincón disponible y reciben visitas a todas horas. En Tolosa y Carcasona, las cárceles inquisitoriales son diferentes. Disponen de pocas y pequeñas celdas en las que están encerrados y encadenados al muro algunos prisioneros. En la torre Capitolina no hay celdas de estas características y los internos sujetos con grilletes pueden, pese a todo y aunque sea lenta y torpemente, moverse de aquí para allá. Me chocó también que el carcelero y los oficiales fueran tan terriblemente corruptos. Mientras estuve bajo su supervisión pude percatarme de que cobraban no sólo por la comida y el vino, sino también por procurar mujeres. También tuve que pagar para gozar del privilegio de que no me sujetaran con las esposas más pesadas.

No hace falta decir que había venido bien provisto de monedas y que se las entregué inmediatamente al carcelero. Es inútil querer conservar el dinero en la cárcel. Si no te lo quita el carcelero, te lo roban los otros prisioneros mientras duermes. Como lo sabía, di al carcelero del arzobispo una cuantiosa suma en el mismo umbral del mur, lo que me valió para que, a partir de entonces, recibiese un trato de calculada generosidad.

Incluso me proporcionaron una manta; en el mur hacía mucho frío. No se permitían las hogueras y los muros eran gruesos, de piedra y estaban siempre húmedos. Por las grietas y los disparaderos de flechas se colaban heladas corrientes de aire. Pese a no estar inmovilizado por grilletes ni trabas, me agazapé en un rincón, arrebujado en mi manta grasienta, emitiendo nubes de vapor al aire fétido. Como mis demás compañeros reclusos, busqué otros cuerpos calientes en los que acurrucarme, porque la soledad no es condición favorable cuando se hiela la sangre.

Así fue como conocí a mi primer beguino.

He compartido muchas noches frías con muchos herejes asustados. Pero siempre fueron cataros que se habían pasado la vida perseguidos. La herejía es la casta a la que pertenecen la mayoría de los cataros, que desde que nacen aprenden a mirar a los curas como enemigos y a la Iglesia como la puerta del Infierno. Maman historias de martirio. Y aunque pueden ser arrogantes, también son resignados. Difícilmente se encontrará en ellos actitudes de temeraria valentía. Las olvidaron hace tiempo, porque su herejía es antigua y tiene profundas raíces en mi país.

Sin embargo, los beguinos son diferentes, al menos eso es lo que deduje del que conocí. Mientras tiritábamos de frío en una frígida escalera, intercambiamos unas pocas palabras. Me dijo su nombre, y yo, mi alias. Se llamaba Pons y hablaba sin parar. Me pareció absolutamente insensato, ya que nada sabía de mis intenciones. (No sabía si yo era un espía y estaba allí simplemente para enterarme de sus secretos.) Pero era un ser arrebatado y tenía miedo, aparte de que estaba acostumbrado a hacerse oír; puede que sólo quisiera descargarse de sus miserias.

Dejando aparte la causa de sus confesiones, me proporcionó noticias frescas acerca del juicio por herejía que se estaba celebrando y que no era otro que el suyo. Pese a que tales juicios suelen celebrarse en secreto, las incidencias de éste en particular se han divulgado en ciertos círculos debido a una agria disputa surgida entre los jueces. Pons me informó sobre ella con todo detalle. Parece que él y otros compañeros han sido acusados de difundir la doctrina que declara que Cristo y sus apóstoles no poseían bienes ni a título individual ni en común. Jean de Beaune ha condenado esta opinión por herética. Pero uno de los expertos citados a juicio contra los beguinos detenidos -lector del priorato franciscano de aquí, de Narbona- ha solicitado una demora. Ha declarado que, lejos de tratarse de una doctrina que hay que poner en duda, estaba definida como ortodoxa en la decretal Exiit qui seminat.

– Ahora ese demonio que es Jean de Beaune le ha ordenado que se retracte -se lamentó Pons-. ¡Pese a que está claro que dice la verdad! ¡Salta a la vista!

– Quizá -repliqué, aunque para mí era muy evidente.

No sé mucho sobre la herejía de los beguinos, pero habría que estar ciego y sordo para no percatarse de que la pobreza de Cristo es ahora un tema que debe evitarse en público. Hace tres años que quemaron a cuatro monjes franciscanos en Marsella por tomarse demasiado al pie de la letra la creencia de la santa pobreza. Y después de éstos, en Narbona han quemado a tres por la misma razón.

Es más que evidente que Jean de Beaune había urdido alguna de las suyas al nombrar a un franciscano miembro de la comisión asesora en el juicio. Hay muchos franciscanos que todavía miran con buenos ojos la pobreza evangélica, pese a que el Papa no simpatice con la idea. ¿Hay un medio mejor de desenmascarar a un hereje que hacer que él mismo se condene simplemente hablando?

– Tu franciscano es valiente -observé con tacto.

Esa afirmación me valió una arenga sobre el tema de los cristianos honrados y los embusteros seguidores del anticristo y sobre las razones que empujan a los monjes de santo Domingo a mamar de las tetas de la puta de Babilonia. En otro tiempo me habría preocupado de tomar buena nota hasta de la más ínfima de sus palabras a fin de poder repetirlas en una declaración jurada. Pero Pons era un hombre de suerte. Pasé por alto gran parte de lo que me contó. De hecho, me deslicé en el sueño mientras él seguía divagando sobre la regla de san Francisco, que equiparó al Evangelio de Cristo.

Desperté unas horas más tarde para descubrir que estaba oscuro como una boca de lobo. Hasta Pons había sucumbido al sueño. Un mur es, de noche, un lugar desolado porque el silencio permite oír claramente cualquier suspiro, sollozo o gemido. Recuerdo que una vez, hace de eso mucho tiempo, luché con una creciente sensación de pánico tendido en el murus largus de Tolosa imaginando que se me acercaba a través de la oscuridad una manada de ratas. Fue antes de la llegada de mi maestro, por supuesto. Pero aquel recuerdo no contribuyó a hacer más grata la noche en la torre.

Cuando llegó la mañana se me ocurrió pensar que me había hecho demasiado viejo para la cárcel. Cuando era más joven, nunca, por malas que fueran las condiciones que afrontase, se me envaraban los miembros ni me dolían las articulaciones. Pero estos últimos cinco años he acabado por acostumbrarme a las camas mullidas y a la buena comida. He perdido el aguante.

Pensándolo bien, quizá debería hacer algo para fortalecer de nuevo los tendones, ahora que Jean de Beaune me ha encontrado.

Y ya que hablo de Jean de Beaune, lo vi por la tarde, justo después de la hora nona. Tocaban las campanas de San Sebastián cuando me condujeron a la sala de guardia. Allí esperé un tiempo, solo, observando en silencio las cáscaras de nuez, huesos de fruta, botas viejas, montones de harapos, barriles vacíos y muebles destartalados con que el personal carcelario solía rodearse. Ya empezaba a preguntarme si también a mí me dejarían allí abandonado, enmolleciéndome como un corazón de manzana, cuando apareció de pronto Jean de Beaune acompañado de aquel mismo nuncio que había ido a buscarme a mi casa el día anterior.

Llegó el dominico como una ráfaga de viento, acompañado de un portazo y de revuelo de hollejos y briznas de paja. Es muy bajo. Hasta yo soy más alto que él, si bien debo decir que mi modesta estatura siempre ha jugado a mi favor, ya que difícilmente alguien puede verme como una amenaza. Ya imaginaréis mi sorpresa cuando, al ponerme de pie, me encontré con que tenía que mirar a Jean de Beaune, que parece tener el mal genio propio de los hombres bajos, desde arriba. Me miró con severidad y, después, dirigió la mirada a su alrededor con creciente disgusto, puesto de manifiesto en los marcados rasgos del rostro.

– ¿Y eso qué es? -preguntó al nuncio-. ¡No es sitio adecuado! ¡Que venga el carcelero! ¡Ahora!

– ¿El carcelero? -preguntó el catalán-. Pero…

– ¡Ahora!

– Antes de que… -interrumpí y fue tal la sorpresa provocada por mi atrevimiento que me dio tiempo a entregar la carta sin estorbo alguno-. Antes de que proceda a hacerlo, padre, quizá querréis leer esto.

– ¿Leer qué? -intervino Jean de Beaune, cogiéndola-. ¿Qué es eso?

Al entregar el documento, indiqué el sello. Al verlo, el dominico frunció el ceño y los párpados. Tenía los ojos pequeños, inyectados de sangre, implantados demasiado cerca, pero al volverlos hacia mí pude advertir que eran penetrantes.

Se quedó un momento estudiándome y, después de un atento examen, pasó a echar un vistazo a la carta, que le produjo una creciente sorpresa. Observé que el vivo color de su rostro palidecía y que su expresión hostil y aviesa cedía el paso a una disposición más abierta y comprensiva. De pronto se dirigió al nuncio.

– ¡Sal! -le dijo-.Aguarda fuera.

– Padre, ¿estáis seguro? -El catalán me miró de refilón con desconfianza-. A lo mejor lleva un cuchillo.

– ¿Estás sordo? ¡He dicho que te vayas! -ladró Jean de Beaune.

Con hosco silencio, el nuncio se retiró y cerró la puerta tras de sí.

Después de que se fuera, hubo un largo silencio. Jean de Beaune leyó la carta por encima una vez más, como quien se resiste a creer lo que ven sus ojos. Se centró muy de cerca en el nombre de mi maestro, saltó al pie del pergamino, volvió a estudiar el sello y, entre tanto, se mordía el labio inferior. Al final, dijo:

– Conozco a Bernard Gui. Conozco su letra.

Estimé mejor no hablar.

– ¿Sabes leer? -prosiguió-. ¿Lees latín?

– Latín no, padre -repliqué.

– Así que no sabes lo que dice el escrito.

– Me lo dijo el padre Bernard. Fui sirviente suyo muchos años. Él temía que mi pasado pudiera perjudicarme, pese a todas mis precauciones. Por eso me dio esa carta. -Indiqué con el gesto la hoja que Jean de Beaune tenía en la mano-. Ya veis que tenía razón. Mi pasado me ha perjudicado.

– Un hereje de nombre Armand Sanche dio tu nombre -dijo el dominico-. ¿Lo conoces?

– Sí.

– Lo apresaron el mes pasado cerca de Quié y lo trajeron a Carcasona. Dijo que tú fuiste un tiempo seguidor de Pierre Autier.

Incliné la cabeza y me quedé pensativo: Armand Sanche, el loco aquel.

Lo que había sospechado.

– Seguí a Pierre Autier -respondí-. Lo seguí hasta Belpech. Allí fue donde lo detuve.

– ¿No fuiste discípulo suyo?

– No, padre.

– Difícil de creer sin esta carta.

– Sí.

– ¿Eres un fiel hijo de la santa Iglesia romana? ¿Crees que el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo debido a la virtud divina durante la misa celebrada por los sacerdotes?

– Sí, padre.

Volvió a morderse el labio y se quedó pensativo. Me di cuenta de que estaba indeciso. No hay nada que deteste más un inquisidor que abandonar un juicio cuando lo tiene entre manos. Por otro lado, no podía negar la carta. Conocía la letra de mi maestro. Conocía el sello de mi maestro.

No podía meterme en la cárcel sin ofender a mi maestro.

– ¿Ése es tu verdadero nombre? -dijo con brusquedad al tiempo que daba unos golpecitos con el dedo al pergamino-. ¿Helié Bernier de Verdun-en-Lauragais?

– Eso mismo.

– Pero te haces llamar Seguier.

– He traicionado a muchos herejes, padre. Y algunos lo saben, pese a todos mis esfuerzos. No podía quedarme en las montañas ni en la región de Tolosa. Tuve que venir aquí y fingir que era otra persona.

– Y si yo preguntara a Bernard Gui por Helié Bernier, ¿qué me diría?

Era una pregunta inteligente e interesante. Hizo que mirara a Jean de Beaune con más respeto que hasta aquel momento.

Era la clase de pregunta que habría formulado mi maestro.

– Si preguntaseis al padre Bernard por Helié Bernier -repliqué imaginando la cara y voz de mi maestro- tal vez os diría: «¿Por qué me hacéis esta pregunta?».

Hice esta última observación exactamente como la habría hecho mi maestro, con voz muy suave, rostro inexpresivo, pero mirada penetrante. Bastó para convencer a Jean de Beaune. Parpadeó tres veces y suspendió un instante el aliento.

– ¡Ah, sí! -dijo-. ¡Claro! Sí.

Volvimos a mirarnos un momento más. Después, lentamente y a contrapelo, me devolvió la carta. Volví a guardármela entre las ropas y él frunció los labios.

– No quiero que te muevas de esta ciudad hasta que yo haya hecho mis averiguaciones con Bernard Gui -declaró-. Haré que te vigilen, te lo advierto. No te vas a escapar.

– No, padre.

– Puedes haber engañado a los herejes, pero no engañarás a la santa Iglesia romana ni a sus leales y devotos siervos.

Asentí con el gesto y Jean de Beaune pareció satisfecho. Llamó al nuncio y le ordenó que me pusiera en libertad. Y seguidamente me han echado a la calle, donde me he quedado un momento aturdido a causa del ruido y del sol.

De regreso a casa, he tenido que inventar una historia convincente. No me ha costado. De haber estado en las montañas, me habría sido difícil explicar una estancia tan breve bajo la custodia de un inquisidor porque, después de muchas generaciones de traición, la gente de los Pirineos es muy desconfiada. Sabe que si te liberan al poco tiempo, por lo general tienes que pagar un precio.

Pero los habitantes de Narbona no están tan acostumbrados a los inquisidores ni a sus costumbres. Mis inquilinos y vecinos se han contentado, al parecer, con la explicación de que todo se había reducido a una cuestión de error de identidad. Buscaban a un tal Helié Seguet y encontraron a un Helié Seguier. Eso, por lo menos, es lo que les he contado. Y parece que lo han aceptado, aunque no se mostrarán tan complacientes si ven que me vigilan con asiduidad y de una manera obvia.

Quiera Dios que Jean de Beaune reciba pronto la confirmación de mis alegaciones. Quiera Dios también que Bernard Gui me deje en paz. Porque yo prefiero no volver a verlo.

Es mi maestro y un gran hombre, pero prefiero que no me tenga en cuenta.

«Escóndete», me dijo, y yo le obedecí… tal vez demasiado al pie de la letra.

A ningún inquisidor le gusta que le engañen.

Lo único que quiero es que me dejen tranquilo ¿Es mucho pedir después de tantos años de haberlos servido con tanta fidelidad?

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