Habría debido sospechar cuando llegó el pedido. Normalmente lo hacen cada dos meses: una entrega regular al priorato de los dominicos de unas manos de pieles partidas (una veintena). Esta vez apenas habían transcurrido tres semanas desde el último pedido. Y no querían más que diez manos.
Esto habría debido ponerme sobre aviso.
Mi desconfianza iba mal dirigida. Había estado observando la calle, como de costumbre. Me había mantenido vigilante en mis rondas, buscando indicios, poniendo nombres a las caras, no bajando a la calle. Camino de La Moyale cargado con el pergamino, me he vuelto dos veces antes de llegar al puente Viejo y he repetido la maniobra en el Bourg, entre la plaza del Grano y la puerta de Lamourguier. Pero me he equivocado al buscar una amenaza oculta. Después de cinco años de espera del ataque inesperado, un ataque por la espalda, no me había preparado para el asalto frontal.
He querido llevar el pedido personalmente, por supuesto. Martin es demasiado joven para transportar cargas valiosas fuera de las murallas de la Cité; habría temido por él y por la carga de haberme arriesgado a enviarlo. Sabía que esta vez no me pararían en ninguna de las puertas de la ciudad, que la amenaza de Jean de Beaune no era más que un conjunto de palabras huecas. De haberme estado vigilando de veras, no me habrían dejado poner los pies fuera de las murallas de Narbona. Los había puesto por lo menos en tres ocasiones desde nuestro encuentro; tal vez por esta razón no me he mostrado tan cauto como habría debido al acercarme al priorato de los dominicos. Había sido tan estúpido que había prescindido de Jean de Beaune. Me parecía menos peligroso que los atacantes desconocidos e invisibles que merodeaban en mis sueños desde hacía años.
He salido de casa poco antes del mediodía y he encontrado a poca gente después de cruzar la puerta de Lamourguier, donde he girado hacia la izquierda en dirección al río. He visto a cuatro campesinos que se afanaban con el arado. Me he topado con dos dominicos -una pareja de predicadores- enzarzados en una conversación camino del Bourg. Y he visto a un tintorero con las manos teñidas de amarillo a causa de la gualda. A ese hombre lo he observado con cautela porque me ha parecido que estaba fuera de lugar. Pero entonces me he dado cuenta de que iba acompañado de un niño y he comprendido que el tintorero probablemente estaba en su propia viña e instruía a su retoño sobre su mantenimiento.
Mucho antes de completas he llegado al priorato, por lo que no había grupos de gente apiñada en la puerta de la iglesia, como habría sucedido de haberlo hecho al principio del servicio diario. Aunque tampoco me hubiera sido necesario abrirme paso entre la multitud, ya que mi destino no era la iglesia. En lugar de dirigirme a ella, he llamado a la puertecita que se abre al claustro, a los jardines y a los despachos. Y he esperado, porque estoy obligado siempre a esperar. A diferencia de su contrapartida franciscana, el priorato de los dominicos es remiso en lo que a franquear la entrada se refiere.
Los franciscanos no se rodean de muros altos ni tienen un portero con cara de pocos amigos que guarde su recogimiento. Tengo la costumbre de dejar la mercancía en manos del portero que custodia la puerta de entrada, morosa descortesía con la que no me he tropezado en ningún otro lugar. Debo admitir que los hermanos legos son propensos a frecuentes estados de profunda insatisfacción debido a su condición de inferioridad en la jerarquía de la Iglesia. Como son gente de baja alcurnia y su educación es precaria, a veces los clérigos a los que sirven les tratan con desdén y no tienen forma alguna de mejorar su condición. Aun así, sería difícil encontrar a un hombre tan manifiestamente descontento con la situación que le ha tocado en suerte como ese portero dominico, cuya agria expresión debió de ser decisiva a la hora de elegirlo para repeler todo tipo de preguntas ociosas. Por lo general, acoge con mala cara mi llegada, me arranca la carga y me cierra la puerta en las narices. Si por azar sale de sus labios alguna palabra, me puedo dar por satisfecho.
Podéis imaginar mi sorpresa al ver que hoy me ha acogido con gesto afable.
– ¿Eres el de los pergaminos? -ha dicho con su voz gruesa y áspera-. ¿Helié Seguier?
– El mismo. Sí.
– Entonces, entra.
Y me ha abierto paso. Me he quedado boquiabierto. Entonces ha agitado, impaciente, su mano rechoncha.
– ¡Ven! -ha insistido.
Aunque he cruzado el umbral, sentía que allí había algún error. Algo andaba mal. La voz de Jean de Beaune ha resonado en mi cabeza mientras yo lo buscaba, nervioso, tratando de mantener el paso del portero que, alto y con sus hombros derrumbados, se perdía delante de mí. En el más absoluto silencio hemos atravesado la huerta de la cocina, ahora rozagante con las siembras de primavera, y nos hemos introducido en una serie de pasadizos de piedra que comunican los dormitorios con la cocina y la biblioteca. La disposición del edificio es casi idéntica a la del priorato de Tolosa. Incluso el olor era parecido: un suave olor dulzón a hierbas, incienso y libros viejos. Los frailes, con sus hábitos de color blanco y negro, podrían haber sido sus hermanos de Tolosa trasplantados aquí. Se movían con la misma celeridad y el mismo silencio, volvían las caras exactamente de la misma manera.
Pero ninguno era Jean de Beaune. Y ninguno me ha prestado la más mínima atención hasta que me han conducido a una pequeña habitación encalada e iluminada por una ventana abierta. El portero me ha indicado que me sentara en uno de los bancos de madera arrimados a las paredes y seguidamente se ha retirado. He oído sus pasos arrastrándose y perdiéndose cada vez menos audibles a través del pasillo.
Sin soltar las manos del pergamino, he aguardado presa del miedo. El silencio era absoluto. He pensado que no hacía tanto tiempo que también había esperado en una habitación pequeña como aquélla (aunque más oscura, más desordenada) y cada vez me he sentido más convencido de que esta segunda vez esperaba al mismo hombre. Jean de Beaune había vuelto. Y Jean de Beaune me había atraído hasta su telaraña.
Pasado un momento, se me han hecho audibles las tranquilas y a la vez vivas pisadas de unos pies calzados de cuero y el roce de una larga túnica de lana. He identificado por el rumor el andar apresurado de un monje. Pero nada me preparaba para la persona con quien me encontraría. Me esperaba a Jean de Beaune. Su cara se aparecía en mis pensamientos.
Pero en lugar de él, me he encontrado delante de Bernard Gui.
– Helié, mi querido hijo -ha dicho-. ¡Cuánto, cuánto tiempo!
Jamás olvidaré el momento en que puse por primera vez los ojos en mi maestro. Fue en el mur de Tolosa. Yo debía de tener entonces unos dieciséis años. Era bajo, delgado y estaba encadenado como un buey. La celda donde estaba era oscura y húmeda, viscosa debido a las excrecencias y vegetación que en ella crecían. Mi pariente más próximo me dejaba morir de hambre; me pegaba y me había abandonado cruelmente. Incluso el último inquisidor me había abandonado. Había ido a Roma para defender el caso de un rico hereje que gozaba de importantes amistades y había muerto en Perusa poco después, dejando mi destino sin resolver. No me habían juzgado. No me habían condenado. Me habían olvidado, o eso me parecía a mí. Hasta mi tío y mis primos me habían olvidado y les importaba muy poco que me tuvieran encerrado en tan terrible lugar. Tras inducirme al error, me habían abandonado y habían huido a las montañas Negras antes de que también a ellos los encarcelaran.
Durante dos años interminables, sufrí tormentos que no soportaría una bestia. El carcelero me despreciaba. Me cargaba con pesadas cadenas porque nadie lo había sobornado para que me las quitara. Me alimentaba de mendrugos y desperdicios porque a mi familia le tenía sin cuidado mi salud. Daba rienda suelta a sus frustraciones ensañándose en mis miembros desprotegidos. Y lo hacía todo sin miedo a represalias, puesto que no había ningún inquisidor que supervisase sus acciones.
Pero entonces Bernard Gui fue nombrado inquisidor de Tolosa. No supe de su nombramiento hasta que se presentó ante mí, refulgente como una estrella con su deslumbrante hábito blanco y negro. Tendría entonces alrededor de cuarenta y cinco años y estaba aún en la flor de la vida. Era alto, esbelto y lleno de vigor. Su cara pálida y alargada, un tanto inexpresiva cuando estaba en reposo, se animaba gracias a sus ojos grises, grandes y penetrantes. Cuando los fijó en mí, supe enseguida que sus conocimientos eran inmensos y su discernimiento grande.
– ¿Quién es ése? -preguntó al carcelero.
En cuanto supo mi nombre, el dominico frunció el ceño y sus ojos claros fulguraron de una manera muy curiosa, como si examinara un invisible documento. Cuando lo conocí mejor, supe que esto era precisamente lo que hacía, ya que poseía una memoria fuera de lo común y parecía guardar en la cabeza toda una biblioteca de textos y listas.
– Helié Bernier no ha sido condenado al murus strictus -declaró-. Quítale los grilletes y que salga de esa celda. En cuanto pueda, revisaré su caso.
Con tan pocas y simples palabras, Bernard Gui cambió mi vida. Aunque se retiró de inmediato para inspeccionar el resto de la prisión, su influencia seguía dejándose sentir. Como si toda ella se hubiera investido de propósito y dirección. Los reclusos no dependían ya del antojo del carcelero. Los guardias ya no blandían sus palos sin rebozo. Ahora sabían que Bernard Gui sólo toleraría el castigo corporal cuando él decretase que había que infligirlo.
Exigía total obediencia y la imponía con mano de hierro.
En cuanto a mí, mi vida mejoró de forma indecible. Ahora podía moverme de un lado para otro, hablar y hasta realizar algunas tareas con la esperanza de ganarme algunos mendrugos adicionales. Y lo más importante de todo era que ya no me sentía desesperado porque tenía la impresión de que mi vida ahora tenía un propósito. Me parecía que había encontrado en Bernard Gui a mi ángel guardián. Lo buscaba siempre y, cuando lo veía aparecer, procuraba agradarle. Como mi padre había muerto hacía mucho tiempo, tal vez buscase en él otro padre. Cualquiera que fuese la razón, mis pensamientos siempre giraban en torno al fraile vestido de blanco y negro. Rondaba a su alrededor. Solicitaba su bendición. Nada me complacía más que el sonido de su voz meliflua, quizás únicamente fuera la contemplación de su rostro bien modelado, solemne, vuelto hacia mí para mirarme.
Impelido por tan apasionada devoción, habría hecho cualquier cosa para ganarme su aprobación. Por eso, cuando sorprendí a una de las prisioneras hablando de forma descuidada, no dudé en traicionarla a pesar de que ella no me había hecho daño alguno. Quiso la suerte que Bernard Gui me llamara ante su presencia sólo dos días más tarde. Me presenté ante él con la boca seca, portándole mi obsequio, lleno de vagas esperanzas y de una desesperada resolución.
Me recibió en una estancia despejada en la que había un notario que escribía sentado ante un pupitre. El propósito del encuentro era simple: me interrogarían para juzgar el alcance de mi culpa a fin de que el castigo fuera proporcionado. El dominico me habló en lengua vernácula. Me preguntó mi nombre y dónde había nacido. Consultó un registro y me explicó que cierto sacerdote cátaro me había identificado como el guía que lo había conducido de un lugar a otro unos cinco años antes.
– Ese hombre te bendijo a petición de tu tío -dijo Bernard Gui-. ¿Es así?
Dije que así era. Confesé también que en otra ocasión había dado algo de pan y fruta a aquel mismo sacerdote cátaro. Y le describí mi remordimiento por haberlo hecho, si bien entonces yo no era más que un niño y obedecía los deseos de mi tío.
– Me llevaron por mal camino, padre. -Ése fue mi triste lamento-. Sé que los «hombres buenos» están equivocados. La Tierra no es el reino de Satanás y nuestros espíritus no transmigran de un cuerpo a otro cuando nos morimos. No es malo matar animales ni comer carne, huevos o queso. Todo eso son mentiras. Lo sé ahora. Vos me habéis mostrado el buen camino.
Seguidamente le hice el regalo de mi traición y lo puse al corriente de las palabras exactas que había oído no hacía más que tres noches de boca de una creyente catara que compartía conmigo un rincón de la cárcel. Bernard Gui me escuchó en silencio. Su mirada penetrante no se apartó un momento de mi rostro mientras yo hablaba y, en cuanto terminé, siguió mirándome con aire pensativo y expresión insondable. Dijo por fin:
– ¿Cuántos años tienes?
Arriesgué una suposición, puesto que ni siquiera ahora estoy seguro de la edad que tengo, y él enarcó una ceja.
– Pareces más joven -observó-. Tu estancia en la prisión ha demorado tu desarrollo.
– ¡Oh no, padre! Siempre he sido bajo y débil -le aseguré-. Un inútil, como solía decir mi tío.
– ¿De veras? -Frunció sus ojos grises-. No estoy tan seguro de eso.
Y pasó a preguntarme cosas sobre mi padre, mi madre y mi vida en casa -que no fue nunca muy grata-. Con ese procedimiento debió de deducir que no me unían unos lazos fuertes de fidelidad con aquellos que me habían criado y que, puesto que mis padres habían muerto, éstos no podían ejercer influencia alguna, ya fuera buena o mala, sobre mí.
Y a continuación me dispensó de su presencia. A partir de entonces, sin embargo, me vi convertido en objeto de su constante atención, ya que en todo cuanto hacía contaba conmigo de manera harto evidente. Recuerdo que me pedía que le trajese cosas, se paraba a preguntarme sobre incidencias ocurridas en la prisión y a veces me daba libros para que los llevara a determinados sitios. Una o dos veces me llamó para hablar conmigo. Pero las conversaciones no fueron registradas y rara vez trató en ellas el asunto de mis desvíos heréticos. Bernard Gui, por el contrario, me hacía describir con gran lujo de detalles todas las poblaciones que había visto, la gente que había tratado en ellas y las penalidades que había soportado. Elogiaba mi memoria y me explicó cómo había que ejercitarla: tenía que tratarla como un miembro débil. Me hablaba con persuasivo acento de la fe religiosa y me explicaba que la verdadera piedad tiene que ir de la mano con la humildad.
– El orgullo es la raíz de todo error -enunciaba-. El orgullo y la vanidad son los instrumentos del demonio. Allí donde veas herejía encontrarás hombres orgullosos que creen ser superiores a sus semejantes. ¿Acaso Cristo no lavó los pies de sus discípulos? ¿Cómo vamos a considerarnos, en lo profundo de nuestro corazón, por encima de los demás hombres? Aunque todo el mundo considerara que un hombre es grande, si él también lo pensara, jamás se salvaría. -Entonces, pareció escrutarme hasta el fondo de los ojos, y añadió-: Sé siempre muy cauto con el orgullo y el empecinamiento, Helié Bernier, porque llevan derecho al Infierno.
Nadie, en mi opinión, había dicho nunca mayor verdad. Todos los malvados de la historia habían padecido el reconcomio de la vanidad, mientras que no hay santo que no sea verdaderamente humilde y que se rebaje cuando se estima. El propio Bernard Gui no tenía nada de orgulloso. Hacía siempre lo que le pedían, ya fuera el Papa o el Gran Maestre de su orden quien se lo ordenase. Trabajaba sin cesar y con devoción sin quejarse nunca. En caso de falsas acusaciones y cuando a consecuencia de ellas alguien había ido a la cárcel, no era tan orgulloso que no admitiera abiertamente que se había equivocado. Muchos inquisidores habrían preferido no hacerlo y dejar que un inocente sufriera las consecuencias antes que admitir que habían cometido un error de juicio. Pero mi maestro no se contaba entre éstos. Aunque inspiraba gran temor, no era agresivo ni inconsecuente. Su fama se fundamentaba en su formidable memoria, sus cualidades de administrador y su indefectible compromiso con la Iglesia de Roma. Perseguía la herejía con decisión fervorosa y unilateral; si pecaba en algo, era en las proporciones de la ira que le inspiraban los que habían sucumbido esporádicamente a la herejía. Ese aspecto no era tan visible en los primeros tiempos, pero fue haciéndose más evidente a medida que pasaba el tiempo.
– Han buscado el perdón de Dios y lo han obtenido -me dijo una vez con acento de profunda contrariedad-. ¿Por qué vamos a rechazarlos si les han abierto el redil como a las ovejas descarriadas? Desafía cualquier razonamiento.
Pero sólo con los años sintió la confianza necesaria para expresarse con tanta libertad en mi presencia. No fue hasta después de haberle probado mi valía y de haberlo servido con la misma lealtad con que él había servido a sus propios maestros. Para entonces ya compartíamos un vínculo único, desconocido por todos salvo por nosotros mismos. Pese a que sólo nos vimos dos veces en los últimos cinco años de mi servicio, nos entendíamos a la perfección. Y de todas las recompensas que recibí cuando me detuvieron e informaron sobre mí, ninguna valoré tanto como mis entrevistas secretas con Bernard Gui, siempre de noche, en total reclusión, acompañadas de un modesto condumio de pan y vino. Después hablábamos como yo no he hablado nunca con nadie ni antes ni después, no de los herejes que yo había perseguido, sino de cómo funcionaban sus mentes y de cómo funcionaban todas las mentes; del trabajo que hacían los perfecti cataros para ganarse el pan y de su influencia sobre la cuestión más amplia del comercio y la agricultura; de política, de piedad y del último rumor que corría en Roma y en Tolosa. Hablábamos hasta que las campanas llamaban a maitines, entonces mi maestro se sobresaltaba, parpadeaba y sonreía de aquella manera despaciosa y discreta, tan rara (y por tanto tan preciosa para mí) como el azúcar o el cinamomo.
– Helié -me decía mientras intercambiábamos un abrazo de despedida-, me has sustraído una vez más de mis deberes. Ojalá dispusiésemos de más tiempo para hablar de esas cosas. ¿A quién más puedo abrir mi corazón como no sea a mi familiar secreto? Pero el deber me llama. Ambos somos esclavos de él. Y por nada en el mundo pondría en peligro tu seguridad.
Después organizábamos con toda minuciosidad las circunstancias de mi siguiente misión, que me mantendría meses, si no años, ocupado. Sin embargo, en ocasión de nuestro encuentro final varió el procedimiento. Puesto que entonces supimos que había llegado el final de mi periodo útil, que los cataros que quedaban ya me conocían demasiado para que pudiera pasar inadvertido entre ellos. Finalmente, transcurridos diez años, ya no me quedaba nada que ofrecer.
No puedo fingir hasta el punto de decir que lo sentí. En mi espíritu habían ocurrido ciertos cambios. Ya no era el muchacho que fui en otro tiempo y Bernard Gui debió de advertirlo. Aunque me colmó de elogios, me gratificó con toda suerte de halagos y me besó como un padre, sus ojos no se apartaron un momento de mi rostro como si buscase en él algo que no podía encontrar. Hasta que observó por fin:
– Me parece bien que hayas abandonado tus antiguas tendencias, Helié. Tu expresión ya no es abierta ni libre de culpa. En otro tiempo, ésta era tu mejor baza, ahora tu expresión se ha cerrado y es como una casa llena de secretos. Has levantado un muro entre tú y el mundo y está empezando a notarse, me temo.
Debo subrayar que ésta fue la única vez que me hizo un reproche en todos los años que estuve a su servicio. Ni siquiera cuando fui condenado, en público, en uno de sus «sermones generales», hizo ningún comentario sobre mis delitos. Fue poco después de la primera conversación privada que sostuvimos, cuando me condenaron a llevar cruces amarillas y a contemplar a tres herejes mientras ardían en la hoguera. Pese a ello, después me soltaron con su bendición y un conjunto de instrucciones precisas que quedaron grabadas en mi memoria. Y una vez terminada aquella misión (consistente en la captura de Pierre Autier), no obtuve de mi maestro otra cosa que los más lisonjeros cumplidos. Me respetaba, creo. Aunque no me amaba -ahora lo sé-, no hay duda de que respetaba mis cualidades. No quería arriesgarse a ofenderme ni a asustarme, por lo menos no hasta el encuentro final, quizá cuando ya pensaba que yo me estaba escabullendo más rápidamente de lo que esperaba.
Pero ¿qué voy a saber de lo que pensaba y sentía? Si en los últimos veinte años había aprendido algo era que no se puede confiar en nadie. Si Bernard Gui no me había traicionado nunca, ¿qué prueba tengo de que no lo haría si la causa fuera suficiente? No hay hombre perfecto. Aquí es donde se equivocan muchos herejes, buscan la perfección en el hombre cuando sólo Dios es perfecto.
Cierta vez confundí a Dios con Bernard Gui. Ahora tengo más años y soy más sabio… y también más cauto. He vuelto a doblar la rodilla, pero no por devoción ciega. Lo he hecho porque no había otra opción. Porque sólo un loco desafía a un inquisidor. Y porque ya voy teniendo demasiados años para llevar una vida de fugitivo, por mucha eficiencia que haya desplegado llevando esa vida en una época pasada.
Y además de todo esto, cuando ha entrado mi maestro en aquella reducida cámara del priorato dominico, he sentido que me invadía una repentina debilidad que nada tenía que ver con el miedo ni la sorpresa.
Era una debilidad del corazón, que siempre traicionará a la cabeza por muy preparadas que uno tenga las defensas.