Extractos de la confesión de Blaise Bouer, sastre de Narbona
1325

Conocí hace cuatro años al hombre que se hacía llamar Helié Seguier. Fue en la fiesta de San Benedicto, en la plaza de Caularia, donde yo había ido a presenciar cómo quemaban en la hoguera a diecisiete beguinos. Allí descubrí a Helié recogiendo restos entre las cenizas. Llevaba una capa de color escarlata y unas elegantes botas españolas. Una de las pocas cosas que observé en él fue que era de baja estatura.

Al pensar que podía ser un compañero en la fe, me acerqué a él para preguntarle si había conocido a la mujer cuyos restos acababa de recoger. Me respondió que no la conocía, aunque le habría gustado haberla conocido. Habló en voz tan baja que no pude determinar su acento. Como temía que pudiera haber agentes de Jean de Beaune espiándonos, lo dejé, aunque no sin preguntarme cómo podría entablar una conversación más reservada con aquel hombre.

Unos días más tarde, mi amigo Guillaume Ademar vio a Helié Seguier en la calle y lo siguió hasta su casa. Después, Berengaria Donas fue a visitarlo. Según me dijo, era indudable que era un seguidor de Pierre Olivi; además, la mujer le había encargado que sirviera una cantidad de pergamino a su tienda. Más adelante me lo encontré en la tienda de Na Berengaria.

Me encontraba con Na Berengaria y Guillelma Roger cuando él se presentó para entregar la mercancía.

Recuerdo que, en aquella ocasión, parecía muy desconfiado con todos nosotros. Esto me hizo creer en su honradez. Por otra parte, no parecía peligroso. Tenía una actitud sumisa y su palidez dejaba traslucir tan escasa sangre y calor que di por sentado que debía tratarse de una persona timorata, lo que se confirmó. No puedo recordar sus rasgos personales. Creo que tenía facciones pequeñas y era de poca estatura. Se pasó la mayor parte del tiempo con los ojos bajos.

En la reunión nos informó de que era de Carcasona y que había sido defensor de los espirituales franciscanos. Daba la impresión de tener mucho miedo del inquisidor Jean de Beaune. Esto me impidió sentir admiración por él, ya que me llevó a pensar que era un hombre débil. Aunque veneraba con fervor nuestras reliquias y donó el pergamino a Na Berengaria, pensé que no poseía la fortaleza necesaria para sufrir el martirio. Comprendí también que era rico. Debía de serlo, aunque no tanto como la familia Donas.

Helié asistió a la reunión siguiente que tuvimos el domingo en la tienda de Na Berengaria. Trajo dinero y su propia reliquia. Na Berengaria, Guillelma Roger, Guillaume Ademar y Pierre (Perrin) Espere-en-Dius también estaban presentes. Acogieron a Helié con gran cordialidad. Berengar Blanchi no asistió. Tampoco Imbert Rubei.

Ya no volví a ver a Helié hasta el Viernes Santo. En dicha ocasión, trajo una carta con una citación del inquisidor Bernard Gui. (Eso, por lo menos, era lo que parecía.) También vino con él su aprendiz, aunque no sé todavía si fue porque Helié le había ordenado que lo siguiera. Ahora me doy cuenta de que el hombre que se hacía llamar Helié Seguier era extremadamente astuto, una especie de zorro. Pero cuatro años atrás no me había dado cuenta.

El aprendiz de Helié fue sorprendido mientras se ocultaba fuera de la tienda de Na Berengaria. El chico se llamaba Martin; desconozco el nombre de su padre. Se declaró creyente. Tampoco en este caso puedo afirmar que lo fuera realmente. Cuando hicieron entrar a Martin en la tienda, Helié Seguier permaneció tranquilo. Por eso no sé muy bien si el chico seguía las instrucciones de su maestro.

Estábamos más preocupados por la carta de la citación que había traído Helié. Quedó decidido que había que sacarlo lo antes posible de Narbona. Yo temía que, si lo detenían, pudiera revelarlo todo. No lo creía capaz de resistir a una inquisición. Así pues, acordé con Na Berengaria que ella se pusiera en contacto inmediatamente con Imbert Rubei para decidir el método que se utilizaría para la huida de Helié. Volviendo ahora la vista atrás, veo con seguridad que Helié participó muy poco en ese debate. Se mantuvo por lo general callado. A veces llegábamos a olvidarnos de que estuviera presente.

Al día siguiente, Na Berengaria vino a mi casa. No la había visto nunca tan angustiada. Me dijo que Helié Seguier era un espía inquisitorial y que Jacques Bonet había sido agente de Jean de Beaune. También me dijo que el padre Sejan Alegre había estado enterado de todo esto durante un tiempo y que a buen seguro Imbert Rubei estaba igualmente al cabo de la calle.

En un primer momento, no di crédito a sus palabras. Quería convencerme de que el padre Sejan había conspirado con un dominico para falsificar la carta de citación. Na Berengaria temía que, conchabados los dos, hubieran dado muerte a Jacques Bonet. Me burlé de esa idea, la consideré descabellada. Pero después me habló de los sagrados huesos de Pierre. A mí no me habían hablado nunca de esos huesos. Me ofendía que no me hubieran hablado nunca de ellos ni tampoco de las sospechas que suscitaba Helié Seguier. Pero cuando me enteré de que habían comprado los huesos a un dominico, comprendí que ya no habría nada que pudiese parar a aquel monje para ocultar su participación en el canje, puesto que los dominicos son violentos, siervos de la puta de Babilonia y se emborrachan con la sangre de los mártires.

No entiendo por qué Helié Seguier decidió de pronto revelárselo todo a Na Berengaria. Ella creyó que lo había tocado el Espíritu Santo, pero yo no estoy tan seguro de eso. Soy de la opinión de que se sentía empujado por pensamientos libidinosos en relación con Na Berengaria, que es una mujer hermosa, aunque no sumisa. Prescindiendo de cuál pueda ser la razón, él había urdido un plan para cazar al amigo dominico del padre Sejan. Y ese plan fue el que me comunicó Na Berengaria,

Ella ya había dispuesto las cosas con Imbert Rubei para que Helié pudiera esconderse en la viña de su propiedad y escapar aquella noche saltando la muralla de la ciudad. (Se trataba simplemente de sobornar a uno de los guardianes con quien yo tenía amistad desde mi época en la milicia.) A mí me pareció un plan bastante bueno, pero, según Helié, no pensaban esconderlo en una barcaza, tal como Imbert Rubei había prometido, sino que era probable que el dominico, que esperaría al otro lado de la muralla, se encargara de darle muerte. Helié, pues, propuso que le tendiéramos una trampa. Quería hacer caer al dominico en una emboscada y obligarlo, entre otras cosas, a decir la verdad con respecto a Jacques Bonet. A Helié se le ocurrió la idea de que si hacíamos saltar primero a Martin, desviarían la atención de nosotros y nos permitiría sorprender al dominico y aplastarlo.

Debo admitir que yo tenía mis dudas en relación con este plan y sus fines. Para empezar, en el fondo de mi corazón yo no estaba convencido del todo de que Jacques Bonet estuviera muerto ni de que el padre Sejan hubiera conspirado con un misterioso fraile para matarlo. Me preocupaba que Imbert Rubei apareciera al pie de la muralla para ayudar a Helié Seguier y nos humillara a todos.

Además, yo despreciaba a Helié. No sólo lo tenía por hipócrita, sino que lo consideraba débil y cobarde. No veía qué utilidad podía tener para nosotros si acaso estaba en lo cierto y nos veíamos obligados a luchar. Tales eran mis sentimientos cuando Na Berengaria me puso al corriente de los últimos acontecimientos la mañana del Sábado Santo. Le pregunté que por qué no abordábamos abiertamente a Imbert y lo instábamos a que lo revelara todo. Na Berengaria me dijo que, poco antes de haberlo dejado, Helié la había aconsejado que no fuera sincera con nuestros hermanos. Le dijo que eso nos llevaría a perder nuestra ventaja y a sufrir, quizá, las consecuencias.

No me gustó esa doblez. Pensé que no era digna de nosotros. Aunque deseaba ayudar a Na Berengaria, me sentía un aliado reacio.

Pero el encuentro siguiente con Helié sirvió para barrer todas mis dudas. Me reuní con él en su casa y Martin estuvo presente. Me costaría describir el cambio que aprecié en Helié Seguier cuando hablé con él. Su docilidad se había esfumado por completo. Hablaba con soltura y firmeza, sus maneras revelaban una seguridad absoluta pese a ser tan poca cosa y estar tan pálido como siempre. Cuando me dijo que el dominico no tendría piedad alguna, creí en sus palabras. No podía hacer otra cosa tras verlo tan sereno, mirándome de hito en hito con tanta decisión.

Tenía los ojos verdes. Ahora me he acordado. Verdes como el agua del mar.

No tardé en darme cuenta de que era un hombre de rápido ingenio. Era como si pensara en voz alta. Su inteligencia me impresionó. Si en otro tiempo me habría mofado de sus consejos en lo tocante a armas y escondrijos, ahora comprendí que valdría la pena seguir cualquier indicación que se aviniera a darme. Así pues, asentí a todo cuanto me dijo. Y le prometí que me reuniría con él en la puerta Real en cuanto las campanas hubieran terminado de tocar a nonas.

Después salí de su casa y me llevé conmigo a Martin. Lo acompañé directamente a casa de Na Berengaria, quien nos condujo a los dos a la viña. Ya allí, Martin se escondió en una especie de cabaña. Después me afané en recoger leña por aquellos andurriales tal como Helié me había encargado. Na Berengaria me dio permiso para recoger sarmientos y ramas de la viña, y me ayudó a liar dos grandes gavillas, que ella se encargaría de arrojar por encima de la muralla al final de la hora nona. Guillelma Roger se prestó a cargar con una de las gavillas. No tuvimos más remedio que darle noticias sobre nuestro plan, ya que se encontraba en casa de los Donas cuando yo llegué con Martin. Pero no se lo dijimos a nadie más.

Al final de la hora nona me reuní con Helié Seguier en la puerta Real. Él me había recomendado que vistiera ropa de color apagado y eso hice. También él iba vestido de colores sucios, grises y pardos, y llevaba la capucha cubriéndole la cabeza. Tenía la cara (lo que pude ver de ella) muy tiznada, como para impedir que resaltara el blanco de su rostro en la oscuridad. No vi que llevara cuchillo, pero me dijo que lo tenía oculto en el cuerpo.

Yo había escondido la espada en una gavilla de leña. En lugar de intentar camuflarla y pasarla de tapadillo a través de las puertas de la ciudad, saqué el arma de su escondrijo en cuanto llegamos al olivar y descubrimos las dos gavillas. Aunque una de ellas se había desarmado al pegar en el suelo, la otra seguía fuertemente sujeta en torno a la espada. A Helié Seguier le pareció una añagaza admirable. Y hasta me alabó por ella.

Para nuestro alivio, había una depresión o una zanja en el suelo no lejos del sitio designado para que Martin bajara. Gracias a que amontonamos la leña en aquel hoyo, pudimos prepararnos un buen escondrijo: tuvimos que actuar con presteza, ya que no queríamos que pudiera sorprendernos algún viandante, un trabajador o algún guardia de la milicia. Pero nos acompañó la suerte. No encontramos ni un alma antes de que cayera la noche y, cuando oscureció por fin, pudimos ponernos a buen recaudo en nuestra minúscula madriguera, provista de una salida trasera cuidadosamente construida.

Ignoro cuánto tiempo esperamos allí dentro. Se puso el sol y se levantó la luna, y en todo ese tiempo Helié Seguier no pronunció ni una sola palabra. Apenas se movió, que yo recuerde. Cuando se nos tragó la oscuridad, comencé a preguntarme si lo tenía realmente a mi lado. Hasta su respiración era inaudible. Pero cuando por fin oímos rumor de pisadas, Helié me acercó los labios al oído.

– ¡Ya está! -murmuró-. ¡Mira!

A través del resquicio que habíamos abierto, pude ver que se movía una luz. No era una lámpara ni una vela, sino un farol que alguien había dejado en el suelo. A la luz del resplandor que emanaba, distinguí una figura embozada en una capa y con la cabeza cubierta por una capucha. También se me hizo visible la base de la muralla, e igualmente un extremo de una cuerda que habían soltado desde los altos bastiones.

No había nadie más a la vista, lo que me pareció de perlas. Ya había empezado a dudar de la capacidad de Helié Seguier para bajar a un hombre valiéndose sólo de sus fuerzas. En la construcción de nuestro escondrijo, ya había demostrado sus carencias en cuanto a fuerza muscular. Pese a que poseía una extraordinaria persistencia, su potencia física era escasa. O eso creí entonces.

Cuando la figura encapuchada se acercó de pronto al pie de la muralla y la cuerda comenzó a retorcerse, Helié me propinó un enérgico tirón en la manga. Era la señal que habíamos acordado. Lo dejé pasar a él primero. Helié creía que si un paso en falso anunciaba su proximidad, tal vez, nuestra presa no se decidiese a huir ante un oponente tan débil. Podía incluso atacar a Helié si no sabía que yo me encontraba en las proximidades. Lo que importaba por encima de todo era que el malvado no tuviera ocasión de escapar.

Así pues, Helié tomó la delantera. No tuvo ningún tropiezo. Por mi parte, yo tomé un camino ligeramente diferente y sorteé el haz de luz emanada por el farol. Nos cerramos sobre los flancos de nuestra presa y lo cogimos por sorpresa. Advirtió mi proximidad antes que la de Helié porque yo soy más corpulento y tengo un andar más pesado. Pero al volverse en redondo blandiendo el cuchillo, mi espada ya había alcanzado la diana: su corazón.

Y cuando Helié apoyó la daga sobre su espalda, ya no le quedó más oportunidad. Tuvo que rendirse. Tal como había vaticinado Helié, era un hermano lego dominico, fácilmente reconocible por su porte. Era, además, feo como un verraco, todo él cerdas y papada. Sin embargo, precisamente porque era tan voluminoso, me entretuve en examinarlo de cerca,

Helié no le dedicó toda su atención en un primer momento, porque enseguida tuvimos cerca a Martin y había que ayudarlo a descolgarse de la cuerda. Helié se encargó del cometido mientras yo observaba al dominico. Pese a la escasa luz, vi que el rostro del hombre se sonrojaba.

– ¿Robaríais a un siervo de santo Domingo? -me preguntó-. ¿Creéis que llevo encima dinero y que me lo podéis robar? ¡Mirad! ¡No tengo nada!

– Pues no es eso lo que a mí me han dicho, hermano Henri -le dijo Helié, empujando a su aprendiz detrás de él.

Al oír aquellas palabras, se dio la vuelta. A mí no me había reconocido, pero sí a Helié. Yo temía que nos atacara y puse la punta de la espada entre sus omóplatos al tiempo que Helié retrocedía un paso. Pero el dominico estaba demasiado atónito para actuar con decisión.

– ¡Vos! -exclamó.

– ¿Os sorprende? -dijo Helié-. ¿Esperabais a otra persona?

El dominico se recuperó. Dijo que él había estado esperando a Helié y que Imbert Rubei le había pedido que los condujera a los dos, a Helié y a su aprendiz, a un lugar seguro. Entonces, Helié le dijo:

– ¿Con un cuchillo en la mano? No creo.

El dominico protestó diciendo que lo necesitaba para defenderse de noche, fuera de las murallas de la ciudad. Parecía muy indignado. Helié se dirigió a él con voz tranquila para decirle que estaba al corriente de toda la verdad.

– Vos fuisteis el verdadero autor de aquella citación firmada por Bernard Gui -le dijo-. Fue escrita después de que Sejan Alegre descubriera que yo estaba buscando a Jacques Bonet. Tal vez esperabais que yo acudiera a la puerta del priorato, tal como se me pedía; desde allí podríais haberme llevado a un lugar tranquilo y matarme. ¿Os figuráis que soy necio? Lo sé todo. ¡Todo! Salvo qué ha sido de Jacques Bonet.

El dominico comenzó a soltar resoplidos y sacudió la cabeza. Temblaba de miedo o de furia. Dijo que Helié estaba loco, que nadie tenía intención de matarlo. Helié le replicó que era inútil que siguiera protestando. Estaba enterado del asunto de Loup, de los huesos y de la carta. Lo único que quería saber era qué le había ocurrido a Jacques.

– Dejadme que os asegure que no tengo intención de informar sobre vos -añadió-. Tengo intención de huir de Narbona y esconderme, como ya he dicho a Na Berengaria. Por tanto, ni vos ni los beguinos tenéis nada que temer de mi parte. Pero creo que, si tenemos que ayudarnos mutuamente y rehuir a los inquisidores, debemos ser sinceros. Yo descarto cualquier fingimiento, hermano Henri. Tal vez vos deberíais hacer lo propio. -Mirando el rostro del dominico, la expresión de Helié se hizo extrañamente sutil-. Veréis que conozco bien los métodos empleados por los inquisidores de la depravación herética -dijo-. Para mí está claro que debéis temer, por encima de todo, cualquier investigación en torno al paradero de los huesos de Pierre Olivi. Ahora, si el asunto pasase alguna vez al conocimiento de Jean de Beaune, se pueden hacer algunas cosas en vuestra defensa. No es necesario sobornar a un inquisidor, ya lo sabéis. Es mucho más barato sobornar a un notario. O a un nuncio. Si los registros son incompletos, no puede haber condena.

Juzgué por esas palabras que Helié quería aconsejar al dominico que alterara o desfigurara los registros inquisitoriales. Y pensé entonces que me habría gustado mucho compartir aquella información, ya que sería de utilidad tanto para mí como para mis hermanos en Cristo. Pero no dije nada, ya que Helié me había ordenado que no hablara.

El dominico vaciló. Parecía moverse entre dos aguas. Helié procedió a explicar entonces cómo había descubierto que la carta de la citación era una falsificación. Aunque no recuerdo qué dijo exactamente, sí recuerdo su agudeza intelectual. Pese a todo, el dominico permaneció en silencio. Así pues, Helié adoptó otra táctica.

– Quizá desconfiáis de mis motivos -dijo-. Quizá creéis que intento tenderos una trampa. De ser así, dejadme que os explique por qué estoy aquí… y no en Tolosa, presentando mi informe a Bernard Gui. -Señaló a Martin con el dedo-. Ese muchacho es mi aprendiz y mi heredero. Está contaminado con opiniones heréticas. Si interrogan alguna vez a uno de los beguinos, mencionará su nombre. Y entonces también detendrán a Martin. No puedo permitir que ocurra tal cosa, hermano. Haré cuanto esté en mi mano para impedirlo.

Sin duda, Helié mentía, pues era un gran mentiroso, como he tenido ocasión de comprobar a partir de entonces.

Pero en aquel momento me convenció. Como también al muchacho, que lo miraba con franca adoración. Aquella mirada de admiración debía de ser todo lo que necesitaban los dominicos a manera de prueba.

– Y ahora vos me habláis de él -dijo.

– Exactamente -asintió Helié-. Vos sabéis lo que saben los beguinos. Os he confiado un escudo que podéis usar contra mí. ¿Cómo voy a informar sobre vos si, al hacerlo, condenaría también a este muchacho? Lo único que me preocupa es su salvación. Debo asegurarme, pues, de que ni vos ni los beguinos seáis noticia para Jean de Beaune. -Helié bajó la cabeza y se acercó más al dominico-. Si Jacques Bonet está muerto -dijo en un murmullo- no hay nada que temer por ese lado. Pero podría ser una amenaza si está vivo. Tengo que saber dónde está. Tengo que saber qué puede revelar. Y cuando lo sepa -añadió bajando todavía más la voz-, cuando lo sepa, tomaré las medidas oportunas. ¿Me habéis entendido?

En ese momento, me asaltaron graves recelos. Comprendí que mi destino estaba en manos de dos voraces herejes: un dominico y un agente de Bernard Gui. Había más cosas en común entre aquellos hombres que entre ellos y yo. De pronto me di cuenta de que ellos dos se entendían, lo que me llenó de espanto.

– Por supuesto que podéis iros de aquí sin revelar nada -concluyó Helié-. Pero ¿adonde os conducirá esto? No a un lugar mejor, sino en todo caso, peor. Un hombre prudente, hermano Henri, no desdeñaría mi ayuda.

El dominico habló por fin. Con sus maneras bruscas, dijo:

– Jacques no es ninguna amenaza. Ya no.

– ¿Lo fue? -preguntó Helié.

– A mí me dio pánico -replicó el dominico, agitado. Sus maneras eran a la vez impacientes, indignadas y a la defensiva-. Creía el necio que yo podía hacer milagros. Descubrió la verdad sobre los huesos de Olivi: qué eran y quién los había robado. Imbert Rubei había revelado mi nombre; aquel papanatas había supuesto siempre una carga para mí. Él había invitado a Jacques Bonet a su casa sin consultar con mentes más preclaras. Él se había dejado engañar y había divulgado mi secreto. Después vino a verme Jacques y me pidió que le ayudara a cambio de su silencio. Deseaba escapar de las garras de Jean de Beaune y desaparecer en un priorato. ¡Un priorato! Dijo que si se disfrazaba de hermano lego dominico, no lo encontrarían jamás. -El hermano Henri hizo unos movimientos negativos con la cabeza-. Quería hábitos y una carta del prior y toda una cantidad de cosas. Imposible conseguirlas. Pensó que podía encontrar refugio en algún priorato lejos de Carcasona. Pero no quería atender a razones. Dijo que si yo me negaba a ayudarlo, informaría sobre mí a mis superiores…, y quizá de este modo se procuraría una especie de perdón por sus pecados. Estaba loco.

– Así pues, ¿lo matasteis para protegeros? -planteó Helié.

– Perdí los nervios -confesó el dominico-. Lo golpeé con un azadón. Estábamos en los campos del priorato.

– ¿Y entonces?

– Lo despedacé con una sierra y lo quemé. -Martin emitió un jadeo, al igual que yo, pero Helié permaneció tranquilo mientras el dominico proseguía-. Lo quemé en los hornos donde se cuece el pan mientras se asaba el guisado. Di sus ropas al limosnero diciendo que eran una donación al priorato. Y lo que quedó, lo enterré. -El hermano Henri se cruzó de brazos-. Era un hereje que no se había arrepentido y habría terminado en la hoguera… arrastrando a otros con él. Aunque lo maté por error, sin pararme a reflexionar en las consecuencias, no me arrepiento. Vos habríais hecho lo mismo.

Recuerdo que pensé que en eso podía tener razón. No hay duda de que Helié habría hecho lo mismo. Helié preguntó después dónde estaban escondidos los restos de Jacques, pero el dominico se negó a decírselo.

– ¿Por qué no os fiáis de mí? -preguntó Helié.

– Porque no me fío de ellos. -El hermano Henri hizo un gesto brusco con el dedo en mi dirección-. Cuanto menos sepan de mí, mejor.

– ¿Sabe Berengar Blanchi vuestro nombre o la historia completa de vuestro crimen?

– No.

– ¿Sólo Sejan e Imbert?

– Sí.

– Y ahora… Martin. Y Blaise, aquí presente. No son muchos.

– Pero Berengar Blanchi conoce a Sejan. Y otros conocen a Berengar. Si detienen a uno, los detendrán a todos, como comprenderéis. -Esta vez fue el dominico quien se acercó más a Helié y hasta se agachó para hablarle-. Hay que hacer algo. ¿Tenéis alguna solución? -Su tono se había vuelto untuoso-. Sois un hombre inteligente y experimentado. Sabéis cómo piensan los inquisidores. Decidme dónde tengo que ir y qué tengo que hacer, puesto que yo puedo entrar en muchos lugares secretos. Tal vez con mi ayuda podáis encontrar solución a lo apurado de nuestra situación.

– Sí -dijo Helié-, creo que así será.

Y entonces hundió su cuchillo lateralmente en el cuello del dominico.

Ahora que lo recuerdo, creo que debió de abrirle de un solo tajo la garganta antes de retirar la hoja del cuchillo. Pero lo único que vi entonces fue la sangre que le salía a borbotones de la enorme herida. El dominico, con el gaznate segado, ya no podía quejarse, ya no digamos gritar. Se desplomó en tierra entre estertores y murió a mis pies.

Helié había retrocedido unos pasos, estaba cubierto de sangre. Tras limpiar la hoja del cuchillo en el borde de la capa, me dijo:

– Había que hacerlo. Os habría matado a todos sin misericordia, igual que mató a Jacques Bonet.

Me limité a mirarlo. Las palabras no habrían transmitido toda mi consternación y mi horror. He visto morir a hombres, pero nunca de una forma tan brutal. Nadie debería morir de ese modo.

– No os equivoquéis, no podíamos confiar en él. -Aunque Helié hablaba con voz tranquila, me daba cuenta de que no estaba tan sereno como aparentaba-. Una vez se hubiera ido de aquí, habría hecho lo posible para acabar con todos nosotros. Aunque tal vez no lo parezca, ésta es la mejor solución…, por lo menos para vos. Y yo he cargado el pecado sobre mis espaldas. -Después se volvió hacia su aprendiz y dijo-: Ha sido para protegerte. A veces hay que atacar para defenderse. Tenlo presente, Martin; de lo contrario, no estarás nunca seguro.

Sin embargo, el chico rechazó aquella lección. Lo vi en sus ojos: abominaba tanto del hombre como del acto sangriento que acababa de cometer. Y comenzó a retirarse, paso tras paso, con la boca contraída en una mueca.

Helié miró al chico un momento. No sé si estaba satisfecho o contrariado al ver que su aprendiz lo repudiaba. Su rostro no me dijo nada.

Habló sólo después de una larga pausa. Me dijo:

– Lleváoslo con vos al otro lado de la muralla. Enviadlo a casa. Yo me ocuparé de lo de aquí.

Esto es, en esencia, lo que ocurrió. Volví a escalar la muralla detrás de Martin. Helié se quedó. No sé qué hizo con el cadáver, pero el hecho es que no se ha encontrado nunca ni rastro del hermano Henri, el dominico. No me sorprendería que lo hubiera despedazado y quemado después. Soy de la opinión, que también es la de Na Berengaria, que aquel hombre estaba poseído por el demonio. Aquella noche el diablo miraba a través de sus ojos. Yo lo vi. El chico lo vio. Martin temblaba de tal manera cuando saltamos la muralla que temí por él.

Aquella fue la última vez que vi al hombre que se hacía llamar Helié Seguier. Abandonó Narbona al día siguiente. He oído decir que hizo ordenar sus asuntos por un notario cuyo nombre he olvidado; el aprendiz heredó su casa. Me he encontrado una o dos veces con el muchacho por la calle, aunque de eso hace tiempo. No volvió a comparecer nunca más en la tienda de los Donas. Cuando nuestras miradas se encontraron, él desvió la suya.

Creo que ha repudiado la doctrina de la Santa Pobreza.

No sé adonde habrá ido a parar Helié. No he hecho pesquisas. Aunque en una ocasión se confesó seguidor de Pierre Olivi, no creo que lo fuera, pese al hecho de que no informó sobre nosotros. No me preguntéis cuáles eran sus motivos, jamás los entendí. Quiera Dios que no llegue a entenderlos nunca, ya que Helié Seguier era un ser extraño, un ser profano, acosado por malos pensamientos.

Deberíais saberlo, pues era una criatura vuestra.

La manzana caída nunca está lejos del árbol.

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