De ahora en adelante pisaré con mucho, muchísimo cuidado; de lo contrario, cada paso que dé podría ser el último.
He dejado trabajo a Martin para todo el día. Se ocupa de raspar pergaminos. No ha puesto objeción alguna. Mi intención era apartarlo de su padre. Lo primero que le he preguntado cuando ha entrado en el taller ha sido dónde estaba su abuela, pregunta a la que ha reaccionado mirándome con gran sorpresa.
– Está sentada al lado del fuego. En la cocina -ha dicho.
– ¿Irá hoy a la iglesia?
– Quizá. -Se ha encogido de hombros-. Irá el viernes. Me lo ha dicho ella.
– Pues la próxima vez que vaya, Martin, debes acompañarla.
Ha parpadeado y su boca ha formado al abrirse una «O» perfecta.
– Tu abuela da mucho mejor ejemplo que tu padre -he proseguido tratando de no sonar pomposo-. Tu padre se equivoca cuando abomina de los curas y de los obispos. Ninguno de nosotros puede juzgarlos, porque ésta es una tarea que corresponde a Dios. Nosotros debemos preocuparnos de nuestros propios pecados, porque tenemos de ellos plena responsabilidad.
Mi aprendiz me ha escuchado con una expresión de lo más peculiar pintada en el rostro. Al principio me ha parecido que estaba confundido. Después ha torcido la boca, se le han encendido las mejillas y ha dirigido la mirada al suelo.
– ¿Has oído lo que te he dicho? -le he preguntado anhelando oír su respuesta-. Me ofende que tu padre hable sin la debida consideración delante de su propia familia. Esa actitud de desafío no puede reportarle nada bueno. Yo no tengo ninguna queja contra la Iglesia y no creo que tampoco a ti te haya ofendido en nada. ¿O sí?
Me he quedado a la espera, pero Martin no ha respondido. He inclinado la cabeza y he descubierto que parpadeaba tratando de esconder las lágrimas.
Me he quedado estupefacto.
– ¿Qué te pasa? -le he dicho-. ¿Qué te preocupa?
Ha negado con la cabeza y ha rehuido mi mirada.
– ¿Te duele que hable de tu padre en estos términos? -he insistido.
El ha negado con el gesto.
– ¿Tienes alguna queja de algún sacerdote en particular?
– No, maestro.
– Entonces, ¿qué te ocurre? Ven y cuéntame.
Creo que me habría obedecido si de pronto su mirada inquieta no hubiera sorprendido la calle desde la ventana. Al ver dibujarse una mueca en su rostro, he mirado yo también.
Hugues Moresi se alejaba por el camino del Muñón en dirección a la calle de Sabatayre.
– ¡Ah! -he exclamado al tiempo que fijaba de nuevo mi atención en el muchacho-. ¿Adonde va tu padre? ¿A la hostería de la Estrella?
Ha asentido con el gesto y me ha mirado con expresión de tristeza. Sin duda ya veía la tanda de palos que le esperaba al final del día. Si no para él, para su madre.
– No sabes cuánto lo siento, Martin. -No podía decirle otra cosa-. Puedes quedarte aquí, si quieres. Todo el tiempo que quieras. Aparte de esto…
Aparte de esto, no tenía nada más que ofrecerle. Aunque la ley me ampara si quisiera echar a Hugues de mi casa, no estoy facultado para interponerme entre marido y mujer.
Martin lo comprende. Ha vuelto a asentir con la cabeza con expresión todavía más desconsolada que antes y ha carraspeado. He adelantado alguna observación ilustrativa sobre su padre: sobre sus creencias, su violencia y hasta de la condena que hace de mí. Pero me sentía disgustado.
– ¿Qué pieles tengo que raspar, maestro? -ha sido todo lo que ha dicho Martin.
He respetado su reticencia. ¿Por qué no? Tampoco yo tengo fama de persona abierta.
Aparte de esto, si él conoce los secretos de su padre, es lógico que no quiera divulgarlos. A no ser que exista una buena causa.
Así pues, sin añadir nada más, le he ayudado a sujetar una piel en el bastidor antes de salir del taller con la vaga excusa de que debía ir a pagar una deuda. Pero en realidad me he dirigido a la hostería de la Estrella. Quería comprobar si Hugues Moresi pasa allí tanto tiempo como quiere darnos a entender. Hace mucho tiempo que aprendí que no hay que dar nada por sentado.
La hostería de la Estrella está tan cerca de la iglesia de San Sebastián que, a veces, mientras uno va trasegando generosas raciones del excelente vino local, oye cantar a los canónigos.
Entre el mercado Viejo y el hospital de Santiago tampoco hay un gran trecho, debido a lo cual a la hostería no le faltan nunca clientes, ni siquiera en Semana Santa. Al llegar al establecimiento esta mañana, me ha sorprendido el bullicio que reinaba alrededor. Varios caballos aguardaban pacientemente en la calle y eran objeto de inacabables negociaciones. Había un juglar sentado que se ocupaba en afinar su instrumento. También había mendigos pululando. Y perros revolviendo la basura. Y peregrinos que hablaban de la cotización de sus monedas extranjeras.
Hugues Moresi se había sumado a una mesa muy concurrida en la que se jugaba a los dados, pese a que me parece que en Semana Santa está prohibido el juego. Sin duda que él y sus amigos disfrutan de tolerancia en la cuestión debido a sus repetidas y regulares visitas al establecimiento. Por algo estaban instalados en la mejor mesa y disponían de un generoso suministro de comida, además de bebida. Me ha bastado una mirada a Hugues para convencerme de que no tenía intención de abandonar el asiento en un futuro inmediato. Tenía todo el aire de quien se siente perfectamente satisfecho con su suerte.
También poseía todo el aire de quien se encuentra como en casa. Le he oído dirigirse a una de las camareras por su nombre y le he visto dar una palmadita en la mejilla sin afeitar del hostelero y bromear con él. Son familiaridades a las que, en un establecimiento de esa clase, sólo se llega gracias a una fiel y persistente frecuentación.
Tras observar desde atrás el pelotón de ruidosos curtidores, he llegado a la conclusión de que Hugues no es un beguino de tipo corriente. Y he dudado también de que pensara visitar a Berengaria Donas. Por las trazas, no he visto en él otra indicación de nada que no fuera la firme decisión de emborracharse, jugar a dados y charlar con sus amigos sobre las excelencias del vino de importación.
No creo que el círculo de Na Berengaria tolerase esta clase de conductas.
Por consiguiente, me he apartado de la proximidad inmediata de la hostería y me he dirigido hacia la calle de Sabatayre. Naturalmente, de camino tenía que pasar por delante de la casa de los Donas; por segunda vez en esta misma mañana he procurado hacerlo sin llamar la atención de los que viven en la casa. Me ha dado la impresión de que la tienda estaba abierta, aunque a medias; los postigos de la planta baja estaban retirados en parte y la puerta entornada. En el interior había movimiento. No he podido ver otra cosa que una atmósfera indistinta de formas oscuras, envueltas en sombra, desde el otro lado de la calle donde yo me encontraba. He captado, sin embargo, que alguien estaba a punto de abandonar la tienda. Se han confirmado mis sospechas cuando hasta mis oídos ha llegado un débil adiós que me ha hecho mirar por encima del hombro para ver quién salía y procurar, al mismo tiempo, que mi puesto de observación quedase protegido por una pareja de mujeres enormes que, suspendido un momento su trabajo y con las escobas en ristre, intercambiaban insultos.
Podrá imaginarse cuál ha sido mi sorpresa cuando he reconocido a Berengar Blanchi.
Si ha descubierto mi cara, para él no ha sido reveladora. La ultima vez que nos encontramos, yo iba disfrazado de mendigo ciego; hoy iba vestido con propiedad y mi ropa era de tonos apagados y de apariencia discreta. En cualquier caso, no es hombre que retenga rostros. Tiene la mirada volcada hacia dentro, como he podido observar cuando, ávido de descubrir hacia dónde dirigiría sus pasos a continuación, me he dispuesto a seguirlo. Sólo un ciego o un visionario se habría lanzado tras aquel cerdo amarrado.
No es preciso decir que no he dado una vuelta en redondo y me he lanzado tras él como un lebrel de caza. De haberlo hecho, habría tenido que pasar por tercera vez esta mañana por delante de la tienda de los Donas dejándome ver por sus ocupantes, que tal vez estaban observando a Berengar Blanchi mientras se alejaba. En lugar de eso me he arriesgado a perder a mi presa metiéndome en una calleja poco transitada que discurre paralela a la Rué Droite, con la esperanza de que él fuera camino del Bourg y de que no daría ningún rodeo inesperado antes de llegar a la plaza Caularia.
Por suerte, mi suposición ha sido acertada. Al enfilar la travesía siguiente en dirección a la Rué Droite, me he encontrado a pocos pasos detrás de Berengar y me he demorado un momento en la esquina (fingiendo que se me había metido una mota en un ojo) a fin de aumentar un poco la distancia entre los dos. No es que me hubiera visto. Estaba ajeno a cuanto lo rodeaba y a punto ha estado de sorprenderme como consecuencia. A medida que hemos ido acercándonos al puente que lleva al Bourg, ha sido como si algo penetrase la niebla de abstracción que lo cegaba. Se ha sobresaltado y ha dado media vuelta en redondo como si advirtiera de pronto que había sobrepasado el lugar al que se dirigía.
El giro repentino me ha cogido por sorpresa. No me ha dado oportunidad de esconder la cara, expuesta directamente a su mirada. Por fortuna, nada de mi aspecto le ha llamado la atención; su mirada oscura y, sin embargo, luminosa ha resbalado sobre mí como tratando de identificar el sitio exacto donde se encontraba e ignorando a las personas a favor de los edificios. Después ha dado marcha atrás en una especie de torpe medio galope a través de la puerta de Alquiere; al pasar junto a mí casi me ha rozado el hombro.
Ha sido un momento de desaliento. No me cabe la menor duda de que, al girar tan bruscamente sobre sus talones, Berengar ha llamado forzosamente la atención de cualquier observador ocasional. Imitarlo me habría hecho absurdamente sospechoso. Así pues, he tenido que seguir adelante. No tenía más remedio que cruzar el puente sin parar un momento de maldecir mi suerte para mis adentros.
Hasta que he llegado a la puerta que da acceso al Bourg no me he sentido suficientemente a salvo para desandar mis pasos. Me he dado una palmada en la frente para demostrar al mundo en general que había olvidado algo importante. He regresado a la Cité a paso vivo; esperaba contra toda esperanza que Berengar Blanchi siguiera en la plaza Caularia.
Me ha pasado por las mientes la idea de que toda aquella maniobra podía obedecer a una táctica deliberada para eliminarme del panorama. Era, sin duda, lo que yo habría hecho de haber estado en el sitio de Berengar. Pese a todo, no estaba convencido del todo. Nada en sus maneras me había indicado que vigilara mi presencia. De otro modo, se habría vuelto a mirar. Aunque fuera una sola vez, simplemente para saber dónde me encontraba. Me había figurado que podía hacerlo aun cuando ha dado un traspié en un hoyo delante de la capilla de Belén. Yo esperaba que me dirigiera una mirada, una mirada fugaz. Pero no ha mostrado el más mínimo interés por lo que tenía detrás, delante o al lado y ha proseguido su camino acelerado como si no se hubiera magullado los dedos del pie.
He explorado la bulliciosa plaza a mi regreso del puente y no he descubierto ni rastro de él. Sabía que no podía quedarme allí parado mirando a la gente sin una excusa plausible. Por eso me he acercado a la entrada del palacio del vizconde, donde suelen congregarse muchos pedigüeños, mendigos, mercenarios y ancianos ociosos que pasan horas sentados a la sombra, a la espera de que alguien les ordene algo o dedicándose simplemente a ver desfilar el mundo. Es frecuente también que la gente se dé cita en ese punto. Es habitual la gente ociosa que cotillea con los guardas o se demora debajo de la marquesina de una tienda próxima contemplando la fruta expuesta o los objetos de cuero. Por consiguiente, al buscar un sitio en la torre Morisca y volcarme a observar la multitud que allí se arremolinaba haciendo como si buscara a alguien, no me he visto sometido a ningún escrutinio inconveniente. ¿Por qué habría debido llamar la atención si había por lo menos media docena de hombres ocupados en lo mismo?
En un primer momento, no he visto a Berengar. No estaba en la plaza. Ya iba a aceptar mi derrota cuando mi mirada se ha perdido en dirección al palacio del arzobispo, que está enfrente mismo de la residencia del vizconde, al igual que el propio arzobispo está directamente enfrentado al vizconde. Al mirar la cavernosa entrada que se abre al patio del palacio, he observado a dos hombres que estaban hablando. Uno era un guarda, revestido de cierto barniz arzobispal; el otro era Berengar Blanchi. Después de una breve conversación, durante la cual el interlocutor de Berengar ha señalado con el dedo la catedral, los dos hombres se han separado. Berengar se ha encaminado hacia San Justo. Lo he visto desaparecer a través de la puerta sur antes de darme tiempo a parpadear. Pero tampoco entonces lo he seguido.
A decir verdad, me he sentido desprotegido. Me ha parecido ominoso que nada menos que Berengar Blanchi acudiese al palacio del arzobispo en busca de información. ¿Qué razón podía empujar a un devoto beguino a hacer tal cosa? A menos que deseara establecer comunicación con su primo Sejan, tal vez para inquirir sobre algo que podía guardar relación con su visita a Berengaria Donas.
Todavía me parece sentir el estremecimiento que ha llegado hasta mis entrañas en ese momento. Tuve esa misma reacción instintiva hace nueve años, en el monte Vezian, cuando aquel falso leñador empuñó el hacha. Después de la primera oleada de pánico que he sentido en mis venas, he notado que se remansaba en una repentina calma glacial que me ha obligado a actuar con deliberación más distante pero a la vez más implacable. Sé exactamente qué hay que hacer y lo hago. Pero lo único que me mueve es mi voluntad. No puedo recurrir a emoción de ningún género. Todos mis miedos, deseos, iras, todas mis conmiseraciones personales quedan arrumbadas rápidamente a la espera de que llegue un tiempo en que tenga la disponibilidad necesaria para entregarme a mis sentimientos.
Así pues, en un estado de intensa pero serena resolución, he abordado al asistente del arzobispo, quien ha vuelto a ocupar la que debe de ser su posición habitual junto a la puerta. En tono de voz perentorio, le he comunicado que estaba buscando a mi amigo Berengar Blanchi. He añadido que Berengar me había dicho que nos encontraríamos en el palacio del arzobispo. Era un hombre alto, delgado, de ojos grandes y castaños y de manos rudas, y que hablaba de una manera algo precipitada. Iba vestido de gris oscuro de pies a cabeza.
– ¡Ah, él! -ha exclamado el guarda como aburrido-. Hace un momento estaba aquí. Se acaba de marchar.
– ¿Por qué?
– Pues porque el padre Sejan no trabaja hoy aquí. -Ha hecho un gesto de indiferencia-. He dicho a vuestro amigo que preguntara en San Justo.
Con una inclinación de cabeza, le he dado las gracias. Después me he dirigido a la catedral, edificada a medias, aunque no con intención de buscar a Berengar Blanchi. Lo único que pretendía era convencer al guarda del arzobispo de que deseaba realmente ver a mi amigo. De haber tomado otra dirección, podía haber despertado sus sospechas y hacer que se preguntase qué andaba buscando realmente.
En realidad, yo intentaba evitar a Berengar. Pese a que me moría de ganas de sorprender su conversación con Sejan Alegre, sabía perfectamente que todo intento de pescar algo de ella estaba condenado al fracaso. Incluso en la polvorienta y ruidosa nave de la catedral, seguro que el cura me vería y me reconocería. Y si fuera en el claustro, todavía me sentiría más desprotegido. Si por lo menos pudiera disfrazarme con un hábito, tendría más posibilidades. Pero ningún laico, por insignificante que fuese, pasaría inadvertido en el barrio de los canónigos.
Por eso me he saltado San Justo y me he apresurado a volver a casa. No pensaba en otra cosa que en encontrar refugio en mi taller. Aunque tranquilo externamente, cada vez me sentía más agitado. Me parecía que tenía que existir una razón obvia para que Berengar Blanchi fuera a ver directamente a su primo al salir de casa de los Donas.
Si ellos estaban enterados, ya podía pedir ayuda a Dios.
Al llegar a casa, me he concedido un rato de reflexión antes de enfrentarme con Martin. No quería que observase nada extraño en mi apariencia. Por tanto, me he demorado un momento al pie de la escalera y he hecho unas aspiraciones profundas mientras me desataba la capa. Recuerdo que me he sentido exhausto de pronto, casi incapaz de abordar los peldaños de la escalera.
He subido finalmente y, ya arriba, me he encontrado a mi aprendiz, que me ha saludado con aire preocupado. Debo reconocer que no subo nunca tan despacio la escalera.
Eso, por lo menos, es lo que me ha dicho.
– ¿Os encontráis mal? -me ha preguntado.
Le he respondido moviendo negativamente la cabeza.
– No, claro que no.
Algo en el tono de voz con que le he hablado lo ha hecho desistir de hacer más preguntas.
Ha vuelto a su trabajo y yo he procurado atender al mío. Pero me sentía incapaz de concentrarme y puede decirse que he estropeado prácticamente una buena piel de cerdo. He acabado por bajar a la bodega y encerrarme en ella, lejos de la inquisitiva presencia de Martin.
Tenía que pensar.
¿Y si el padre Sejan es amigo de los beguinos? ¿Y si él y su primo están en buena armonía? Si tal fuera el caso, podría haber estado en contacto con Jacques Bonet a través de Imbert Rubei, amigo de Berengar Blanchi. Cualquiera que conozca a Jacques Bonet, aunque sea remotamente, habría identificado su descripción en el informe del arzobispo.
El padre Sejan podía haberse preguntado: ¿por qué busca el arzobispo un cadáver que se parece a Jacques Bonet? ¿Por qué ha de enviar información sobre esta búsqueda a un humilde fabricante de pergaminos?
Aunque Jacques siga vivo, yo corro grave peligro. Aunque en Narbona no haya un solo beguino que sepa que Jacques era un agente inquisitorial, debe de ser obvio, por lo menos para el padre Sejan, que yo no soy quien digo ser. ¿Por qué otra tazón Germain d'Alanh, el inquisidor arzobispal, me enviaría detalles sobre un beguino desaparecido a instancias del arzobispo?
A lo mejor el padre Sejan pidió a su primo que avisara a Berengaria Donas y que hiciera averiguaciones. A lo mejor es lo que ha hecho esta mañana su primo y se ha detenido para comunicárselo a Sejan cuando iba camino de su casa. A lo mejor toda la población beguina de Narbona está ahora discutiendo animadamente sobre la manera de desembarazarse de mí.
No, no. Esto es una locura. Me estoy excitando demasiado. No pienso con claridad. Debo dejar que se asiente lo que sé, hecho por hecho, y estudiar la secuencia lógica.
Las personas siguientes se conocen todas entre sí: Berengaria Donas, Imbert Rubei, Berengar Blanchi. Sejan Alegre es primo de Berengar Blanchi y sabe que estoy interesado en el cadáver de Jacques Bonet. Es posible que Sejan conociera a Jacques Bonet. Por consiguiente, es posible, aunque no seguro, que informase a Berengar Blanchi sobre lo que me interesa.
Por otro lado, puedo equivocarme. Tal vez Sejan no haya conocido a Jacques Bonet. Tal vez no simpatice con las creencias de su primo. La visita de su primo a casa de los Donas podría haber sido una mera coincidencia. Como se acerca el Domingo de Pascua, es muy posible que él y Na Berengaria se hayan visto simplemente para hablar del estilo beguino más apropiado de celebrar la fiesta.
Y después, ya que estaba en la Cité, a Berengar se le puede haber ocurrido visitar a Sejan.
¿Qué explicación es la más probable? No lo sé. Ni importa. Lo que importa es averiguar si estoy bajo sospecha.
De otro modo dejo que mi vida esté en riesgo si el domingo voy a casa de Na Berengaria sin protegerme.