XIII

El lunes de Semana Santa

á hubiera seguido al hombre vestido con ropa sucia. De haber hecho el esfuerzo, tal vez lo habría desenmascarado. Tal como han ocurrido las cosas, he pasado gran parte del día sumido en inútiles especulaciones. ¿Quién era el hombre en cuestión? Tal vez debería visitar todos los hospitales para poder descubrirlo. Sería un ejercicio complicado, ya que mi excusa consistiría en una distribución general de limosnas. De todos modos, quizá valdría la pena y, puesto que estamos en Semana Santa, no despertaría sospechas. Tengo que pensarlo mejor.

El hecho de que estuviera esperando en la puerta de la casa de Na Berengaria cuando yo llegué indica que podría tratarse de un conocido suyo. ¿Será que ella desconfía de mí? ¿Habrá alquilado a alguien para que me siga y quiere asegurarse de que no he ido al palacio del arzobispo para hacer un informe?

En ese caso me engañaría por completo. Estoy totalmente convencido de que los beguinos me han aceptado. Ya empezaba a creer incluso que Berengaria era inocente de la muerte de Jacques Bonet. No hay más que ver lo que descubrí ayer en la reunión. Oí a Berengaria mencionar a Jacques Bonet en un contexto muy particular. Rezó una oración por él. Lo describió como uno de sus hermanos fugitivos y parecía tenerle en buena consideración. No parece que lo haya matado ella ni tampoco que se las haya ingeniado para que lo asesinaran. Se diría más bien que cree que está escondido en algún sitio y hasta que ella puede haber tenido algo que ver en su huida.

En ese caso puede haber dos posibilidades: o Jacques Bonet se sirvió de sus amigos beguinos para huir sin confesar a nadie su secreto o les habló de Jean de Beaune y ellos se prestaron a ayudarle a pesar del peligro. En el supuesto de que haya ocurrido lo último, es natural que Berengaria desconfíe de mí. Y es casi seguro que entonces se serviría de un espía para comprobar que mis alegaciones son ciertas.

Ayer, sin embargo, no noté ninguna de esas cosas en su casa. ¡Nada! En todo caso, me engañaron por completo. Los consideré totalmente inocentes. ¿Cómo es posible? ¿Tan crédulo soy?

O a lo mejor los sospechosos eran sólo uno o dos. Quizá los responsables de que hubiera un espía eran Blaise y Guillaume y los demás no sabían nada del asunto. No puedo creer que Perrin, por ejemplo, pueda ser otra cosa que un bendito, un ser inocente; probablemente esto último. No dijo una sola palabra, que yo recuerde, su mirada de niño era tan poco taimada como la de una monja emparedada en una ermita. Es evidente, a todas luces, que se ha pasado la vida protegido de crudas realidades y que vegeta en un sueño piadoso. Recuerdo que en cuanto lo vi pensé para mis adentros: «Mantente lejos de ése». Porque sé que un santo inocente es la peor de todas las amenazas y que hay que evitarlo a toda costa siempre que sea posible. Puede ser inofensivo en el Jardín del Edén, pero no en este mundo pecador, en el que él no ve maldad alguna y donde no entiende de sutilezas ni de componendas. Cuando esos seres caen en la herejía a causa de la simplicidad de su naturaleza, despiertan tal piedad entre los ortodoxos que se convierten en motivo de interminable duda y desesperación. Hasta el propio Bernard

Gui estaba afectado por casos de este género. Recuerdo que, en una ocasión, se vio muy turbado por el predicamento de un hombre cuyo error no estaba basado en el autoengaño, sino en la ausencia fatal de discernimiento. Se había entregado a la pobreza y vivía como un ermitaño, a veces se dedicaba a mendigar y a veces a cultivar la tierra, pero siempre iba en busca de Dios. Aun cuando no obedecía un credo herético particular, parecía incapaz de distinguir entre auténticos sacerdotes y cataros perfecti o hermanos valdenses. Si encontraba a predicadores errantes, cualquiera que fuese su religión, los socorría con toda humildad y le parecían dignos de consideración por el simple hecho de que predicaban la pobreza, vivían con gran sencillez y proclamaban su devoción a Cristo.

– Ya conoces la falsedad de muchos herejes -observó mi maestro en uno de nuestros raros encuentros-. Si gracias a su artera astucia consiguen escapar al castigo, se vanaglorian de haber eludido a los hombres eruditos con sus hábiles artimañas y tortuosas ambigüedades. La ruina de la gente de esta suerte es su orgullo. -Mi maestro suspiró-. Cuesta mucho más condenar a un hombre por abyecta humildad. El hombre de quien hablo es un bobalicón en lo tocante a mentalidad, pero un santo en cuanto a costumbres. Sin embargo, en muchos aspectos es mucho más peligroso que el más rabioso seudoapóstol. Porque lo miro y pienso: ¿es posible que tanta inocencia sea pecado?

– ¿Es posible? -pregunté.

A lo cual Bernard Gui replicó:

– Debe de serlo. ¿Por qué no? El demonio es tan taimado como cualquiera de sus secuaces.

Al mismo tiempo, mi maestro se mostró melancólico y habló varias veces de la espinosa cuestión antes de que nos separásemos. Citó a varias autoridades y se refirió repetidamente a sí mismo como «médico de almas».

Yo no me arrogaría esta distinción, pero entendí su inquietud, porque yo la compartía. Ante un joven como Perrin -o una chica como Allemande- siempre me veo afectado por una especie de profundo e impotente desaliento. Es francamente un castigo condenar a esa clase de gente y mi maestro lo reconoció.

– Es nuestra cruz -dijo-. Tal vez sea la manera que tiene Dios de asegurarse de que no disfrutamos con nuestro trabajo, que, aun siendo necesario, es contrario a toda inclinación humana natural. Como el cirujano que corta la carne, debemos prepararnos a actuar, fijar nuestros pensamientos en Dios y pensar en el bien futuro.

Sabias palabras de un hombre culto. Ojalá pudiera seguir su consejo; sin embargo, mis métodos no son dignos de elogio. Más que pensar en el bien futuro, me concentro en cosas pequeñas que llenan por completo mis pensamientos. Cosas tan pequeñas como el nexo entre Berengaria Donas e Imbert Rubei.

Fue un descubrimiento útil. Ella no sólo está acostumbrada a hacer negocios con él, sino que lo respeta. Admira sus hábitos ascéticos. Lo que cabe preguntarse es esto: ¿con qué frecuencia se encuentran? ¿Ha asistido él alguna vez a las reuniones que se celebran en casa de Berengaria? Es evidente que deben de haber hablado en alguna ocasión en los últimos seis meses; de lo contrario ella no sabría nada sobre Jacques Bonet, en otro tiempo su sirviente.

Cada vez me siento menos inclinado a creer que Jacques Bonet haya muerto. El informe del arzobispo sobre cadáveres no identificados no me ha indicado nada en sentido contrario. Ha llegado hoy, metido entre el fajo de pergaminos rechazados, y no habría podido ser más inesperado. No abro nunca la tienda en Semana Santa; hacer negocios en esa época me parece impío e inadecuado, especialmente entre clérigos. Sin duda pecaba de ingenuidad, pero tengo la impresión de que todos los sacerdotes, monjes, diáconos y hermanos legos de Narbona están ocupados con los preparativos de Semana Santa. Daba por sentado que, cuando uno tiene la obligación de celebrar la Santa Cena, la crucifixión del Señor y su resurrección en el breve espacio de unos pocos días, debe dejar a un lado las actividades habituales a cambio de los muchos rituales que todos los años transforman a la cristiandad durante toda una semana.

Pero parece que me equivocaba. La noticia me ha llegado esta mañana, prácticamente con las primeras luces. Todavía me estaba vistiendo cuando he oído que llamaban a la puerta y me he visto obligado a lanzarme escaleras abajo, descalzo, con la camisa suelta y sin peinar. Al abrir la puerta principal de par en par, me he encontrado con un sacerdote que llevaba las ropas manchadas de tinta. Lo he reconocido al momento gracias a la detallada descripción que Martin me había hecho de él: era el canónigo secular que había estado en mi tienda la semana pasada.

De todos modos, si lo he reconocido al momento ha sido sólo por las manchas de tinta. Como Martin había indicado, tenía las orejas grandes, llevaba el cabello rapado y su cabeza tiene la forma del nudillo de un dedo. Al verme ha tenido un sobresalto y sus ojos minúsculos se han agrandado debido a la sorpresa. He visto que ha perdido color pese a las manchas de tinta de la cara.

– Buenos días -he dicho.

Y él me ha respondido tragando saliva:

– ¡Ah… sois vos! ¿Sois Helié Seguier?

– Sí.

Me ha tendido el paquete envuelto que llevaba apretado contra el pecho.

– La calidad no es la adecuada -ha dicho, mojándose los labios secos-. Me han dicho que os lo devuelva.

– ¿Quién?

– Pues… Germain d'Alanh. De la cancillería del arzobispo.

– ¡Ah!

He cogido el paquete; entonces, sin darme ocasión de añadir nada más, el sacerdote ha dado media vuelta, como dispuesto a marcharse.

He tenido que llamarlo.

– ¡Padre! -le he dicho-. Si me devolvéis el pergamino, tengo que devolveros el dinero. Vuestro depositum.

Se ha quedado parado.

– ¡Ah…, sí! -ha tartamudeado. -Pasad, hacedme el favor.

Debía ir a buscar el dinero equivalente a la mitad del pago del pergamino; lo tenía guardado en el baúl del piso de arriba; además, me intrigaba el comportamiento receloso del individuo. No le encontraba explicación. Y también quería ver si aceptaba mi invitación.

Al parecer, la ha aceptado. Incluso ha respondido a algunas de mis preguntas sobre el pergamino, que yo le he planteado más con ánimo malévolo que por genuina curiosidad. Se me ha ocurrido pensar que su inquietud podía obedecer a que estaba enterado de lo que llevaba escondido en el paquete. De ser éste el caso, también debía de saber que yo estaba interesado en los cadáveres.

De ahí su inquietud.

– ¿En qué aspecto no es adecuada la mercancía? -he preguntado, cogiendo la cuerda que sujetaba los pergaminos-. Vos no me pedisteis una mano de los mejores pergaminos partidos. De haber sido así, habríais recibido lo que habíais pagado.

– La decisión no ha sido mía -ha farfullado el sacerdote-. Yo no soy más que el mensajero.

– ¿De Germain d'Alanh?

– Pues… sí.

– ¿Queréis examinar una muestra del pergamino más caro que vendo?

– No. No sé. Ahora no. Tengo que irme.

– Está bien. -He contado los folios para comprobar que no faltaba ninguno; de hecho, había uno más, como ya esperaba-. Si esperáis un momento, voy a por el dinero. Perdonad… -He hecho un gesto con la mano-. Como podéis ver, mi tienda no está abierta al comercio en Semana Santa. Hoy no esperaba clientes. Y menos de la cancillería del arzobispo.

El sacerdote se ha ruborizado por debajo de las manchas de tinta. He dejado que se sofocara a gusto y entre tanto he ido a buscar unos sois en el baúl del piso de arriba. Si el suelo del piso no hubiera crujido bajo mis pies, habría intentado sorprender al sacerdote con mi súbita aparición y tal vez me lo habría encontrado manoseando el fardo de pergaminos que acababa de entregarme. Pero he optado por otro plan.

Sabía que mis pasos serían perfectamente audibles y anunciarían mi proximidad como la trompeta de un heraldo. Los pisos de madera son ruidosos. Los pisos de piedra o de tierra, por contra, amortiguan el ruido. Por eso me ha sobresaltado el chirrido de una charnela en el momento en que yo contaba el dinero en el taller; no había oído pisadas que me anunciasen que en el.piso de abajo alguien estuviera abriendo puertas. Un hecho de lo más inesperado. Y de lo más inconveniente también. He terminado, pues, aprisa y corriendo lo que estaba haciendo, he bajado rápidamente la escalera y me he encontrado a Martin en la tienda. Era evidente que venía de la cocina (que es donde duerme) y que quería averiguar la razón de aquellas voces.

He pensado que la puerta chirriante que había oído antes obedecía a su llegada y no he vuelto a pensar en el asunto.

– Vuestro depositum -he dicho al devolver el dinero del arzobispo a su intermediario-. Y ahora, si tenéis la bondad, me gustaría que me firmaseis un recibo.

– ¿Un recibo? -ha repetido el sacerdote como un eco, evidentemente perplejo.

– Perdonad, padre, pero es una medida de protección. ¿Y si alegarais, después, que no os he devuelto el dinero? ¿A quién prestarían crédito vuestros amos?

He recurrido en otras ocasiones a salvaguardias de este tipo, pero en este caso la petición era una simple estratagema que me ofrecía la oportunidad de averiguar el nombre del sacerdote. Ha accedido a mi demanda. Aunque un tanto ofuscado, ha redactado una breve declaración en un pedazo de pergamino y ha puesto su firma.

Se llama Sejan Alegre.

El nombre me es familiar, pero, aunque me fuera la vida en ello, no sabría decir de qué lo recuerdo. Cuando el padre Sejan se ha ido, me he rastrillado el cerebro, pero sigo con la vaga sensación de una pasada asociación que me tiene desorientado. He revisado el registro, pero no he encontrado en sus páginas ni rastro de ningún Sejan Alegre. Quizá debería revisar este diario.

En cuanto mi aprendiz ha cerrado y atrancado la puerta detrás del padre Sejan, he sacado el informe de Germain d'Alanh del montón de pergaminos sin utilizar. El folio suelto (que es de piel de cabra de calidad bastante inferior) había desaparecido entre los pliegues de mi camisa mucho antes de que Martin se me acercase. Estaba ávido de recibir instrucciones. Le he dicho que guardase en su sitio el material devuelto antes de volver a su casa.

– Es Semana Santa -he dicho, haciendo como que no veía la muda súplica de sus ojos-. Deberías estar con tu familia.

Y seguidamente me he ido escaleras arriba con intención de leer el informe.

Me ha bastado una mirada para comprobar que debe de haberlo transcrito -si no incluso redactado- el propio padre Sejan Alegre. El estilo del informe era muy similar al del recibo; el examen atento de ambos me ha hecho observar la caligrafía poco legible y apretada, sus proporciones exiguas, un uso idéntico de las contracciones, una falta de consecuencia en el uso de la «t»y de la «c» y una tendencia a deslizarse a veces en el latín, pese a estar ambos textos escritos en lengua vernácula.

Es probable, pues, que el padre Sejan estuviera al corriente del contenido del paquete que se encargaba de entregar.

El informe en sí me ha revelado muy poco. Se reducía a anunciarme que ninguno de los cinco cadáveres no reclamados y encontrados en Narbona e inmediaciones durante los últimos seis meses encajaba con la descripción sometida a Germain d'Alanh. Dos habían sido pescados en el Aude en condiciones tan lamentables que lo único que se había podido colegir de los restos era que uno correspondía a una mujer y el otro a un niño. En cuanto a un peregrino extranjero que había muerto sin honras fúnebres de ningún tipo en el hospital de Santiago, no era un hombre alto, no tenía cabellos negros ni marcas de viruela, sus ojos eran azules, no verdes, y tenía las uñas de los pulgares intactas. Otro, posiblemente un mendigo, había muerto a consecuencia de una monumental paliza en un campo situado en las afueras de la ciudad y era demasiado viejo para encajar en la descripción. Con respecto al niño abandonado en la puerta de San Félix una aciaga noche de Adviento, su edad era excesivamente tierna.

He observado que no se mencionaban nombres y no se llegaba a conclusión alguna. Ni siquiera había ningún sello. En resumen, que me he sentido muy contrariado.

Aun así, he decidido guardarme el informe, al igual que el recibo, y he bajado al sótano para esconderlos debajo del barril de la bodega. Después de retirarlo y de levantar la losa, cuando ya me disponía a depositar en la cavidad de debajo los documentos, he observado algo.

Mis posesiones secretas presentaban un ligero desorden.

Tengo la costumbre de colocar cada cosa según un orden muy particular. Cuando he visto, pues, que los dos libros beguinos no estaban en su sitio, he notado una creciente sensación de malestar. ¿Tan descuidado había sido con ocasión de mi última consulta? ¿O alguien, quizás, había estado revolviendo las cosas que guardo en mi escondrijo? ¿Alguien como, por ejemplo, Sejan Alegre? ¿Había sido, tal vez, la puerta de la bodega la que se había abierto con aquel chirrido que yo había percibido desde el piso de arriba?

Pero Sejan Alegre no habría sabido dónde mirar. Ni nadie más, dicho sea de paso. Si yo había sido siempre tan cuidadoso, ¿cómo era posible que hubieran descubierto mi secreto? Ni siquiera la familia de Hugues tenía libre acceso a mi bodega. Y por supuesto, tampoco merodean por las inmediaciones de la misma cuando levanto la losa o desplazo el barril.

Tal vez me excedo en la vigilancia. Tal vez persigo sombras.

Sin embargo, como medida de seguridad, he vuelto a colocar los libros en su sitio y he dejado las cosas de tal modo que ningún intento de desplazarlos pudiera alterar la posición de la más pequeña brizna. Después he colocado la losa en el lugar que le corresponde, he puesto de nuevo el barril encima y he ido en busca de Martin.

El chico estaba partiendo leña en el patio; al hacerlo, exhibía tal ausencia de habilidad que me ha hecho temer por su integridad física. Ha acudido con presteza cuando lo he llamado. Tenía el rostro encendido, pero mi expresión debe de haberlo alarmado.

He visto que acortaba el paso y parecía ansioso.

– ¿Has estado revolviendo en la bodega? -le he preguntado-. ¿Sin contar con mi permiso?

Ha parpadeado.

– No, maestro -ha dicho.

– ¿Estás seguro?

– Sí, maestro.

– ¿Alguien de tu familia se ha metido en la bodega?

– Pues…, pues creo que no. -Su tono de voz denotaba nerviosismo, aunque ahora solía ponerse nervioso cuando creía descubrir en mí el más leve indicio de desaprobación, como si, al igual que un ciervo o que un conejo, olfatease la amenaza en el aire-. Vos nos habéis dicho siempre que no entráramos en la bodega. A causa del mal olor.

– Ahora, al entrar en la tienda -he continuado-, ¿qué estaba haciendo el cura? ¿Salía de la bodega?

– No, maestro, estaba de pie, esperando.

– ¿En medio de la habitación?

– Sí, ¿por qué lo decís?

– ¿Alguna vez has dejado entrar a alguien en la bodega durante mi ausencia? Me refiero a los últimos días. Y estoy hablando de clientes o de visitantes.

Ha movido la cabeza con el ceño fruncido.

– ¡Oh, no, maestro!

– Piensa, piénsalo bien. ¿No has dejado a nadie solo en la tienda, aunque sólo sea unos momentos? ¿No has salido a la calle dejando la puerta abierta?

Me ha parecido que ahora estaba asustado de veras.

– Maestro, ¿qué ha ocurrido? -ha exclamado-. ¿Falta alguna cosa?

– No, no. -Ya había empezado a lamentar mi decisión de poner en cuarentena sus palabras porque, al hacerlo, lo único que conseguía era llamarle la atención sobre la importancia que la bodega tenía para mí-. No tiene importancia. Gracias, Martin. Puedes volver a tu trabajo.

Por tanto, el misterio sigue sin resolverse. Parece lógico llegar a la conclusión de que la explicación de que los libros estuvieran fuera de sitio está en que tuve un momento de distracción. ¿Quién que no sea yo ha visto alguna vez el hueco donde están escondidos? Soy yo quien cierra siempre la puerta de la bodega cuando levanto la losa. Soy yo quien se cerciora siempre de que la tienda está vacía y de que no hay nadie escuchando en la habitación de arriba. Por consiguiente, si no hay otra explicación, debo echar la culpa a mi propia imprevisión.

Pese a todo, no me siento a gusto.

Tengo la sensación de que se me escapa algo.

Загрузка...