IV

Primer día de Cuaresma

Ayer no tuve fuerzas para terminar mi relato, así pues, debo continuarlo esta noche. Difícil dormir en todo caso. Y si tengo que encender una vela para mantener a raya a las sombras, ¿por qué no hacer algo útil con la luz?

Esperé en el priorato dominico en una habitación vacía. Al oír cómo los pasos de Bernard Gui se acercaban, me levanté para enfrentarme con mi destino. Pero así que lo vi, sentí que me Saqueaban las rodillas y caí sentado bruscamente. Y después me puse a temblar a causa de la emoción.

Mi maestro se dio cuenta de todo, por supuesto. Es un buen inquisidor.

– Helié, mi querido hijo -dijo con su voz suave, musical-. ¡Cuánto tiempo!

No ha cambiado mucho…, por lo menos en apariencia. Aunque ya ha entrado en la sesentena, se conserva bien. El hombre tonsurado no envejece como los demás, porque no es evidente en él la pérdida del cabello. El que autoriza su condición a Bernard Gui no se ha vuelto blanco, sino que permanece de color gris acero. Él todavía se mantiene erguido, aunque sus movimientos no sean tan rápidos y enérgicos como en otro tiempo. Si ha mermado algo la fuerza de sus miembros visibles, se le ha concentrado, en cambio, en los ojos.

Su mirada se ha hecho más incisiva con los años. No vi evidencia alguna de merma de visión. Me examinó desde el otro extremo de la habitación y juraría que no le pasó nada por alto: ni el estado de mis botas ni las manchas de yeso de la túnica o la pequeña cicatriz que tengo junto a los labios. En los últimos años han aparecido algunas hebras grises entre mis cabellos castaños; estoy seguro de que las detectó. Y también, no lo dudo, que ha notado que se me ha cargado la espalda desde que me dedico a fabricar pergaminos y que se me han puesto ásperas las yemas de los dedos.

No soy un ornamento terrenal. Es un contratiempo que acabé por aceptar hace muchísimos años. Pero jamás me había sentido tan pequeño, tan desvaído, tan insignificante como me sentí entonces, sometido a la apreciación escudriñadora de Bernard Gui.

– Estás muy delgado -observó-, El aire de la ciudad no hace buenas migas contigo.

– Estoy bien -gruñí cuando por fin encontré la voz para decirlo.

– ¿Lo estás? Eso espero. Te he tenido presente en mis oraciones, Helié.

Cerró la puerta tras él y se adentró unos pasos en la habitación. Abrumado por su presencia, temí que pudiera sentarse a mi lado, como solía hacer durante nuestras largas conversaciones. Pero me conocía demasiado para dar un paso así. O quizá se había dado cuenta de que yo me había sentido terriblemente apocado de pronto. Cualquiera que fuese la razón, se mantuvo a distancia y se instaló en un banco a mi derecha.

– ¿Qué traes aquí? -preguntó-. ¿El pergamino?

– Supongo que no lo necesitáis realmente -respondí.

– Lo necesito y mucho. El bibliotecario me ha mostrado tu pergamino. Tiene una calidad soberbia, deberías sentirte orgulloso de tu pericia. Dominar un arte tan refinado después de tantos años de zapatero remendón…, pero no me sorprende: siempre dije que eras hombre de cualidades secretas.

Enarcó las dos cejas como para dar mayor fuerza al chiste que acababa de hacer. La sonrisa que le dirigí como respuesta debió de ser forzada porque bajó la cabeza y volvió a estudiarme, como si pretendiera tomar nota de mis más leves rasgos.

– ¿Estás contento de tu nueva vida? -me preguntó-. ¿Te satisface tu existencia?

– Sí, en cierto modo -farfullé.

– ¿No tienes mujer? ¿Ni hijos?

Negué con el gesto. Aunque destelló un momento en mis pensamientos el rostro de Allemande, lo empujé con presteza hacia las sombras.

– No -dijo mi maestro-. Eso mismo había pensado yo. Una esposa no te dejaría llevar esa túnica. Y menos ahora que tienes un oficio respetable. Hace tiempo que esa túnica conoció sus mejores tiempos, hijo mío… Deberías desprenderte de ella, depararle una muerte compasiva.

Me palpé los faldones, pero no dije nada. Tenía razón. La túnica era una vergüenza en una ciudad como Narbona.

– Tendrás que perdonarme si te he molestado, Helié -prosiguió sin sombra de ironía-. Me parece que no quieres que nadie te perturbe. Lo entiendo. Incluso me hago cargo. No habría intervenido si las circunstancias no me hubieran obligado a ello.

– ¿Qué circunstancias son ésas? -dije, forzando a que hablara.

No estaba con el ánimo suficiente como para dedicarme a un intercambio de amenidades con Bernard Gui. Representaban una etiqueta ociosa que estaba más allá de nuestras intenciones; así había sido durante muchos años.

Hizo un gesto de asentimiento a manera de concesión.

– El hermano Jean me habló de ti -reveló-. Jean de Beaune.

– Me escribió cuando se fue de Narbona y me confirmó todo lo que ya había oído contar sobre ti. Sus métodos son muy concienzudos. Es muy suspicaz, lo que no es malo en una época tan falaz como la nuestra.

Me quedé en silencio. ¿Qué podía decir, después de todo? Si la época es falaz, mi maestro y yo hemos contribuido generosamente a aumentar la falsedad que la caracteriza.

– Jean de Beaune siente un gran respeto por mi manera de trabajar -prosiguió mi maestro-. En consecuencia, se ha procurado familiares secretos por su cuenta. -Me dirigió una mirada furtiva, cortante como una hoja acerada-. Uno de ellos ha desaparecido.

Por fin habíamos llegado al meollo del asunto. Lo comprendí de inmediato. Levanté los ojos y me quedé a la espera, mientras Bernard Gui iba eligiendo las palabras con gran precaución.

– Este familiar había pertenecido en otro tiempo a la Orden Tercera de San Francisco o a los Pobres Hermanos de la Penitencia…, como prefieras llamarlos -dijo-. En otras palabras, un beguino. Se llama Jacques Bonet, de Béziers, ¿Has oído hablar de él?

Volví a negar con la cabeza.

– No. Está bien. No era un heresiarca, sino un simple devoto, aunque podía ser muy persuasivo.

Bernard Gui calló de pronto al oír ruido de pasos que se acercaban. Para inmensa sorpresa mía, la puerta se abrió con un crujido y apareció el portero de expresión adusta con una bandeja en la que había dos copas y una botella de vino.

– ¡Oh, Henri! Gracias -exclamó mi maestro cuando el hermano Henri depositó ruidosamente la bandeja sobre el banco más próximo.

Después, con un esbozo de reverencia (en realidad, más bien una sacudida de la barbilla), el portero salió de la estancia evidenciando con su trabajoso andar qué terrible imposición suponían para él encargos extraordinarios de este tipo.

Bernard Gui lo estuvo mirando fijamente con rostro inexpresivo hasta que desapareció dando un portazo. Después se volvió hacia mí.

– ¿Un poco de vino? -sugirió.

– No, gracias.

– Había pensado que tendrías sed después de tan larga caminata. -Rozó con los dedos el cuello de la botella-. Antes solíamos beber vino cuando nos veíamos.

– Continuad, padre, os lo ruego -respondí, tajante.

Creo que le sorprendió. Pero ni se arredró ni se sintió ofendido. Por el contrario, tal vez se sentía complacido al ver que yo ya no exigía tantas amables observaciones ni pruebas de sumiso interés.

Sin ellas, nuestros tratos podrían cerrarse con mayor rapidez.

– Para eludir el castigo que había de reportarle su actitud herética, Jacques se avino a actuar por cuenta de Jean de Beaune -prosiguió mi maestro con viveza-. Se pensó que, como seguidor conocido que era, Jacques no tendría dificultad en buscar y descubrir a otros beguinos. Tal vez no sepas que ese rincón del mundo está infestado de esa clase de gente. Jean de Beaune los descubrió en Béziers y hasta en ciudades y poblaciones más pequeñas.

Refunfuñé.

– Es una herejía reciente, por supuesto -reconoció-. Así que es posible que no sepas mucho de ella. ¿Sabes algo?

– Casi nada. -Barajé datos mentalmente e intenté recordar cosas que Pons me había contado en la cárcel y algunas que yo había averiguado por mi cuenta en Narbona-. Creen que Cristo y los apóstoles eran los pobres perfectos y que no poseían nada ni personalmente ni en común. Además, piensan que la regla de san Francisco corresponde a la vida misma de Jesús. Y que también el Papa, al permitir que los monjes franciscanos lleven hábitos largos y holgados y almacenen vino y grano para el futuro, ha caído en la herejía.

Bernard Gui me escuchó con evidente interés. Cuando hube terminado, observó con brillo en los ojos:

– Sigues teniendo atentos los oídos, Helié Bernier.

– No sé nada más de los beguinos, padre. Salvo que odian vuestra orden por venganza.

Mi maestro se encogió de hombros.

– Odian a toda la Iglesia, salvo a los frailes de sus mismas convicciones -replicó-. Has de entender que su error es de raíz. Han acabado por creer que el Papa, los cardenales y prelados constituyen la Iglesia carnal, mientras que la Iglesia espiritual comprende únicamente a los Pobres Hermanos de la Penitencia y a aquellos que sirven a los pobres. Dicen que el Papa ya no puede nombrar obispos ni otorgar poder alguno porque ha caído en la herejía. Dicen que dentro de cuatro años, o tal vez de nueve, la Iglesia carnal será destruida y se derrumbará frente a la predicación del anticristo y que lo único que quedará serán unos pocos elegidos, los espirituales, pobres y evangélicos… Serán ellos, naturalmente.

– Naturalmente -murmuré.

– Y entonces, después del colapso de la Iglesia carnal y de la muerte del anticristo, los pocos «espirituales» que quedarán convertirán al resto del mundo a su fe. -Bernard Gui exhaló un trabajoso suspiro-. Otra vez el orgullo. Se creen superiores a los demás hombres, salvo quizás a san Francisco.

– ¿Y dónde encaja Pierre Olivi en todo esto? -pregunté, pues me había acordado de otro hecho que me tenía confundido-. ¿No se retiraron sus huesos del lugar donde reposaban en el priorato franciscano de aquí? ¿Fue a causa de los beguinos?

– Sí -asintió Bernard Gui-. El fraile Pierre Olivi era su profeta. Su tratado sobre el Apocalipsis es su Sagrada Escritura. Se han servido de él para urdir muchas invenciones. Y lo reverencian de la misma manera que reverencian a san Francisco.

– Así pues, ¿fue un hereje?

Bernard Gui titubeó. Una vez más, parecía elegir con gran cuidado sus palabras.

– Debes entender -dijo- que esos beguinos se extraviaron por culpa de sus propias quimeras. Mucho de lo que atribuyen a Pierre Olivi tal vez no sean palabras suyas. De la misma manera, igual que declaran que recibió sus conocimientos por revelación directa de Dios, no existen pruebas de que él reivindicara nunca tal cosa. -Mi maestro se dio unos golpecitos en los labios con un dedo en actitud reflexiva antes de proseguir en tono más firme y seguro-. Pero tenía ciertas opiniones poco fidedignas que fueron condenadas hace tres años en Aviñón por ocho maestros de teología. Es decir, estaba en el error, aunque antes de su muerte se retractó como mínimo una vez.

– Pero después se exhumaron sus huesos.

– Sí, se desenterraron, sí. Se habían convertido en meta de peregrinaciones. No era prudente alentar esa devoción. -Bernard Gui agitó la mano-. No puedo decirte dónde están sus huesos. Pero eso a ti no te importa. Basta con que sepas que Narbona, por diversos motivos, ha sido fuente del error beguino desde que nació la herejía. Y por eso enviaron aquí a Jacques Bonet, para que se ganara la confianza de cuantos beguinos pudiera descubrir.

– Y entonces desapareció -concluí yo, que volvía a sentirme ansioso de descubrir qué papel, me correspondía en todo aquel asunto-. ¿Os referís a que huyó? ¿Rompió su promesa y renegó? Sé muy bien que ha ocurrido otras veces. Hay cataros arrepentidos que a veces no están tan arrepentidos como aparentan.

Mi maestro hizo una mueca. No le ha gustado nunca que le recuerden los fallos de discernimiento que ha cometido.

– Es posible -admitió-. Jacques puede haber huido. También puede ser que los beguinos hayan descubierto su secreto y lo hayan matado -dijo con una mirada comedida-. Sabes perfectamente que son cosas posibles.

Ahora me tocaba a mí hacer la mueca. Volví el rostro y fijé la mirada en el suelo. Hubo un momento de silencio. Después, Bernard Gui siguió con su discurso.

– Hace alrededor de treinta años que en Narbona se juzgó por herejía a una mujer llamada Rixende -me explicó-. Era beguina, más o menos. Una de sus seguidoras, Jacquette Alegre, se casó con un hombre llamado Guillaume Hulart. Ese hombre murió, pero su hijo, Vincent, es comerciante del Bourg. Al principio, Jacques adoptó el nombre de Vincent Hulart.

Asentí.

– Pidieron a Jacques que se confesara en Navidad con un sacerdote de la iglesia de San Pablo. Se esperaba que informara de sus actividades en la confesión. Pero no se presentó ante el sacerdote, a quien Jean de Beaune había puesto ya sobre aviso. -Un suspiro más-. Tenemos que encontrar a este familiar desaparecido, Helié. Necesitamos que tú lo localices.

– Suponiendo que esté en la ciudad -completé yo la frase-. Si se ha ido, no puedo ayudaros. Ya no soy zapatero remendón ambulante.

– Lo sé muy bien, pero es posible que sus amigos herejes sepan dónde ha ido. Porque si se ha escapado, habrá sido en connivencia con ellos. -Mi maestro hurgó en la bolsita que llevaba colgada del cinto y sacó un par de libritos-. Ahí tienes algunas de las obras que circulan entre esa gente -me explicó-. Una es una parte de la postilla de Pierre Olivi sobre el Apocalipsis. La otra se titula El tránsito del

Padre Santo. Describe la muerte de Pierre Olivi y, como puedes ver, es muy breve. Los beguinos lo llaman: «El Padre Santo que no ha sido canonizado». Dicen que, en lo tocante a santidad y a enseñanzas, no ha habido otro como él.

– No leo el latín -le recordé, echando una mirada indecisa a los libros.

– Están traducidos en lengua vernácula. No puede ser de otro modo. Esa gente es inculta. -Por un instante fugaz asomó en el rostro de mi maestro una sonrisa despectiva-. No entregaría esos textos a cualquiera, hijo mío. Podrían decir que propago el error. Pero tu fe es sólida, lo sé. Tú no vas a extraviarte.

– ¿Queréis que los lea?

– Como simple medida de protección.

– ¿Y que después busque a Vincent Elulart?

– Lo que te dicte tu instinto. No te ha fallado nunca.

Cogí los libros, que me parecieron algo grasientos al tacto, como si hubieran pasado por muchas manos. Me pregunté para mí cuántos beguinos se habían visto forzados a rendirse a ellos.

– ¿Cómo es ese Jacques Bonet? -pregunté.

Los ojos de mi maestro centellearon como si revisasen mentalmente un registro.

– Más bien alto -replicó-. Cabellos negros. Ojos verdes. Nariz grande. Cara marcada de viruela. La uña del pulgar de la mano derecha gruesa y retorcida.

– ¿No se ha encontrado ningún cadáver en la región que responda a esta descripción? Algún cuerpo que nadie haya reclamado y que haya aparecido enterrado en algún campo o hayan sacado de un río.

Bernard Gui se encogió de hombros.

– Lo averiguaré -prometió-. Entre el personal del arzobispado hay un tal Germain d'Alanh que hizo una o dos veces de inquisidor arzobispal. Intentaré que nos ayude.

Puede preguntar en las iglesias y los hospitales. O en la milicia de la ciudad.

– En Narbona hay una hermandad llamada las Buenas Obras de los Difuntos Pobres de la Cité.

– Pues le diré que pregunte también en esa hermandad. Y que informe de lo que averigüe.

– No directamente. -Me alarmé ante la perspectiva-. Que no se acerque por mi casa ningún inquisidor del arzobispado.

– No, por supuesto que no.

– Debe hacer un pedido de pergamino, esconder el informe debajo del tercer folio y devolver la mercancía. Puede alegar una reclamación cualquiera.

Bernard Gui inclinó la cabeza. Siempre había sido así; pese a su rango elevado y a su extraordinario talento, jamás había puesto en entredicho mis deseos en materia de comunicación. Porque la conservación de mi nombre falso siempre había sido para mí asunto del máximo interés. Y sólo yo sabía qué debía hacer para conservarlo.

– ¿A quién debo presentar el informe? -pregunté a continuación-. ¿A vos? ¿A Jean de Beaune?

– Supongo que a un sacerdote -replicó-. Cuando te confieses en Pascua.

– No -respondí-. Pascua está demasiado cerca.

– Pentecostés, entonces. ¿Dónde te confiesas normalmente? ¿En San Sebastián?

– Sí.

– Ya lo arreglaré, pues.

– ¿Y qué ocurrirá después? ¿Una detención en masa?

Me miró con sus ojos grises, fríos.

– Dependerá de ti -dijo.

Bajé los ojos ante los suyos. Me había quedado sin aliento, me sentía acosado. Se me ocurrió pensar que durante la larga conversación que habíamos sostenido ni siquiera una vez se había dado la posibilidad de que yo me negase a cooperar. Y sin embargo, si me doblegaba a la petición de mi maestro, las consecuencias serían inevitables. En otros tiempos, cuando había actuado como informante suyo, siempre me habían detenido junto con otros compañeros herejes. Después se ponía una excusa cualquiera para proceder a mi posterior liberación: que me había escapado o que había sobornado a alguien para poder huir, o incluso que había salido bien librado con una sentencia clemente: puede que persignarme unas cuantas veces o llevar a cabo una peregrinación. Constantemente me había visto forzado a cambiar de nombre y de identidad.

Había llegado a la conclusión de que si las cosas iban a peor, quizá tendría que abandonar Narbona. No entraba en mis deseos destacar entre mis vecinos como un traidor. Los herejes convictos casi siempre tienen parientes y esos parientes se vengan invariablemente de personas como yo.

Aunque en Narbona tal vez las cosas ocurrían de otra manera. No parece que los narboneses conserven recuerdos tan antiguos como los que encuentro en mi tierra. En el país al que pertenezco se castiga a los hijos de los herejes por los delitos que cometieron sus padres y se les impide el acceso a cargos públicos o al disfrute de la herencia. No suele ocurrir así en Narbona, aquí no hay leyes de ese tipo. Los ciudadanos disponen de innumerables derechos antiguos en virtud de razones que no llego a entender. ¿Tendrá que ver con el arzobispo? Después de todo, Narbona es sede arzobispal de estas tierras. Si el vizconde de Narbona gobierna una parte de la ciudad, el arzobispo gobierna en la otra, es decir, ninguno de los dos puede hacer lo que se le antoje en la ciudad entera. Por eso los dos andan siempre a la greña. Y cuando los ciudadanos quieren algo, lo consiguen fácilmente de uno de los dos si el otro no está dispuesto a concedérselo.

En una ciudad como Narbona, cuyos ciudadanos son tan orgullosos e insolentes, cuyo arzobispo siente tal avidez de ganarse a la población que a veces hace la vista gorda delante de la herejía, quizá sea más fácil pretender que se ha desafiado a los inquisidores con el dinero y el poder. Quizá sea más fácil mantenerse.

– ¿Adonde iré si me veo obligado a dejar Narbona? -murmuré de pronto, abrumado por una inmensa preocupación-. Si me tienen por traidor…

– En Montpellier serías bien acogido, estoy seguro -observó Bernard Gui, que me miraba con gran atención-. Tiene universidad y en ella siempre habrá sitio para un fabricante de pergaminos. También podrías ir más lejos. A Marsella. A Aviñón. -Soltó una tosecita-. En caso necesario, te proporcionaré fondos suficientes para trasladarte. No te preocupes por eso, Helié.

– Sí-dije, pero todavía me sentía cansado. Bajé los ojos para mirar el pedido de pergamino que aún tenía sobre las rodillas-. ¿Lo queréis?

– Sí, claro. -Bernard Gui se levantó y se sacó una bolsita de cuero llena de monedas de debajo del hábito-. Cóbrate el importe de esa cantidad, si quieres.

– ¿El pago del soborno?

– El pago del soborno, siempre y cuando sea posible comprar a esos idiotas. -Me dio la bolsita y cogió el pergamino a cambio. Nos pusimos los dos de pie, frente a frente, muy cerca. Olía a espliego-. ¿Hay algo más que quieras saber?

– ¿No tenéis más nombres? Nombres de beguinos.

– Lamento decir que no. Sólo Vincent Hulart.

Asentí.

– Ándate con mucho cuidado, Helié. Si mataron de veras a Jacques, quizá corras la misma suerte. No te pongas en situación de peligro. -Reposó en mi hombro la mano que tenía libre, bajó la cabeza y buscó y retuvo mi mirada-. Si te sientes amenazado, vienes aquí -me instruyó-. No acudas al arzobispo ni al vizconde ni a ninguna iglesia. Vienes directo aquí. Yo hablaré con el prior y él dará órdenes al portero; si necesitas protección, tendrás siempre abiertas las puertas, de día y de noche.

Dudé de encontrarla en un futuro si el desabrido portero debía ofrecérmela. Pero no dije nada. Me pareció por un momento que Bernard Gui escudriñaba las profundidades de mi cerebro con sus ojos inquisitivos. Después se inclinó hacia mí y me besó en ambas mejillas.

– No te retendré más tiempo -dijo-. Me ha gustado volver a verte…, saber que sigues bien. Estaba preocupado por ti, Helié. -Me sujetó con fuerza el hombro-. La próxima vez que desaparezcas, no pongas tanto empeño en ello. ¿Cómo podría velar por mi servidor más preciado?

Se quedó largo rato con los ojos clavados en mi rostro. Después se irguió, farfulló unas rápidas palabras de bendición y abandonó la habitación. Al poco rato, el hosco portero, el hermano Henri, me mostró el camino de salida entre gruñidos y sonidos inarticulados. Si hubiera venido de vaciar un cubo de excrementos en un montón de mierda, no se habría mostrado más áspero conmigo.

Debía de existir alguna regla con respecto a la puerta exterior del priorato y sobre quiénes podían cruzarla. Sabía que los dominicos se atenían a muchas normas estrictas, pero me inclino a creer que si mi maestro no me acompañó hasta aquella puerta fue por otra razón. Tal vez me equivoque, pero quería demostrarme que estaba contrariado conmigo. A ningún inquisidor le gusta perder el rastro de nadie. Se enorgullece de tener siempre un ojo despierto.

No debía de gustarle que su familiar se le escapase como yo me había escapado durante tantos años.

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