XVI

Jueves Santo (por la mañana)

Anoche dormí muy mal, me acosaron las pesadillas. Al parecer, jamás podré escapar a los años que pasé en el Toulousain y en la montaña. Me acecharán siempre, de la misma manera que tengo presente constantemente al hombre que maté.

Hace mucho tiempo, una vez -era primavera-, iba yo camino de Cataluña a través de un camino de pastores. Todavía hacía mucho frío, pero el sol prometía calor. Los valles estaban llenos de flores y en las alturas nacían brotes de verdor. Yo era joven y más propenso a sentirme libre de cuidados. También tenía las piernas más fuertes y el ánimo más abierto a las influencias exteriores. Recuerdo que silbaba mientras caminaba, solo, entre cumbres coronadas de nieve. Mi capa nueva de piel de oveja completaba mi felicidad.

De pronto llegó hasta mí un efluvio nefando que manchó el frescor de la brisa. Cuanto más caminaba, peor era el hedor. A medida que iba acercándome al punto de origen, la bruma verde de la vegetación nueva adquiría a mis ojos un aspecto malsano y los pájaros cantores dejaban de deleitarme. Una ponzoña sutil envenenaba la gloria de Dios y la transformaba en ceniza y putrefacción. Por fin, al encaramarme a un gran peñasco, me enfrenté a la fuente de la corrupción y entonces tuve que volverme y vomitar.

En aquel camino alto y solitario había un cadáver clavado a una cruz. Era un cadáver antiguo, que estaba allí desde antes del invierno. El tiempo y la escarcha lo habían ennegrecido y estaba suspendido sólo por un brazo, ya que los tendones del otro, expuestos a la intemperie, se habían desprendido del clavo o la cuña empleados para afianzarlo. No lo examiné de cerca. Ignoro si era el cadáver de un hombre o de una mujer. Sólo vi unos dientes al descubierto, las cuencas vacías de los ojos y los cabellos o jirones de ropa ondeando con la brisa. Eché a correr, víctima aún de arcadas. Vomité y recé con igual fervor. Y me hice cien cruces en el pecho.

Desde entonces, me he visto incapaz de disfrutar del más simple de los dones de Dios sin una vaga y turbadora sensación de angustia. Se me antoja que una buena comida encierra la amenaza de hambre, que un día de paz no es más que un preludio de guerra. En cuanto a la vida misma, ¿qué es sino la antesala de la muerte? Vivo siempre dominado por esta convicción irreductible. Todos debemos vivir con ella. He oído una y otra vez a los curas advertirme de que la muerte es la única certidumbre de la vida. (Por tanto, debemos prepararnos para la eternidad.)

Y sin embargo, me siento incapaz de enfrentarme a la muerte con resignación. Pierdo el sueño, la concentración, el apetito. El cerebro me funciona en estado de fiebre. Me paso la noche paseando de aquí para allá como una fiera enjaulada. Aunque ofrezco a los demás una fachada impenetrable, dentro de mi cabeza bullen los pensamientos y parece que el corazón me golpea las costillas tratando de escapar.

Son síntomas de indecisión; de indecisión y de inactividad. En cuanto tengo un plan y puedo llevarlo a cabo, los síntomas se mitigan. Eso me ha ocurrido esta mañana. Después de una noche intranquila, me he enfrentado a un día más sereno. Y todo porque había decidido lo que haré.

Una vez más, he dejado trabajo a Martin. Lo he hecho simplemente porque me preocupo por él, porque esto le brinda un refugio. Pero no a mí. Me siento incapaz de entregarme plenamente a especulaciones estratégicas porque Martin me observa como el marinero observa el cielo. Cada movimiento, cada suspiro, cada cambio en el aspecto de mis rasgos se convierten en blanco de su más cuidadosa atención. Hace meses, la primera vez que vi que lo hacía, pensé que lo movía el miedo y que me observaba igual que observa a su padre, atento a la amenaza de una próxima borrasca. Después pensé que quería complacerme anticipándose a mis deseos y cambios de humor. Pero ahora tampoco de eso estoy seguro. Quizá me observa con la única finalidad de observarme, sólo porque yo le he inculcado el arte de observar.

Ya no me abre su rostro como las margaritas se abren al sol. Esos ojos castaños ya no son tan transparentes que dejen ver sus profundidades. Allí hay ahora algo, una sombra. Una mancha oscura. Un titubeo, si se quiere, como el que debe sentir toda alma sincera cuando se ve forzada a la simulación.

Retiene algo. De eso estoy seguro. Pero no es algo de lo que esté totalmente avergonzado, porque percibo en él una excitación oculta. ¿Podría tratarse de la herejía de su padre? (Dios no lo quiera.)

Sea lo que fuere, no constituye una amenaza, para mí. No en lo que a él respecta. El no me traicionaría, no lo haría voluntariamente. Esta mañana, cuando le he dicho que iría con su familia a la misa del domingo, su sonrisa ha iluminado todo el taller. No descubro rastro de falsedad en esa sonrisa. Me ha hecho feliz, aunque también he sentido un casi imperceptible alfilerazo de inquietud.

Mi principal objetivo al acompañar a la familia de Hugues no estriba en compartir con mi aprendiz la alegría del culto cristiano. Mi intención es ver si Hugues tiene la costumbre de rezar sentado y con la cabeza vuelta hacia la pared más próxima. Nunca me he fijado en él en la iglesia. Creo que sería interesante hacerlo ahora.

En cualquier caso, no debo permitir que Martin me avergüence con su inocencia. No puede existir vergüenza en la persecución de la herejía persistente. Lo sé. Mi maestro me lo había asegurado muchas veces. En una ocasión me agarró por la barbilla y me escrutó el alma con los ojos, forzándome a derribar los escasos restos de resistencia que me quedaban.

– ¿Qué sabemos tú ni yo del plan de Dios? -me dijo-. ¿Qué sabemos del juicio que nos espera ante su trono? ¿Qué prefieres, traicionar a Dios o traicionar tu corazón? No es lo mismo, Helié. No caigas en ese error.

Nunca he caído en él. Y que Dios permita que nunca caiga en él. Si me mantengo fuerte, podré soportar incluso la pena impuesta cuando la voluntad de Dios y la inclinación del corazón sean divergentes; pero esto me agota.

Cuando vine a Narbona, había pensado que evitaría toda relación y viviría como un ermitaño, libre de toda ocasión susceptible de vergüenza o desesperación. Una vez más, mi vida vuelve a ser fuente de conflicto secreto y me atormenta la responsabilidad del bienestar de otra persona.

Tenía que haber sabido de antemano que no encontraría refugio. Un lugar seguro no es más que la antecámara del peligro incesante. Hasta el terreno más firme no es más que una fina capa de hielo que puede ceder en el momento más impensado.

He dejado trabajo a Martin, como he dicho antes. Y he dejado que vigilara mi casa después de que las campanas tocaran la hora tercia en los claustros. Entonces he dejado a un lado el yeso y le he dicho:

– Martin, tengo que salir un rato. Mientras yo esté fuera, no abras la puerta a nadie, sea quien sea, ya se trate de un laico o de un clérigo, de un hombre o de una mujer. ¿Entendido?

– Sí, maestro.

He sido demasiado taxativo; lo he visto en su expresión de alarma. Le he sonreído, pero la sonrisa ha llegado demasiado tarde. Por eso he hecho entonces una cosa tonta.

Le he dado una palmada en la mejilla.

Como no lo había tocado nunca, no habría podido hacer nada que lo alarmara más. El terror le ha saltado a los ojos. Lo he visto claro. Sabe Dios por qué me habrá dado ese impulso tan estúpido. ¿Me figuraba, quizá, que así lo tranquilizaría? ¿O es que el temor de lo que el día pudiera depararme me ha inducido a tributarle esa pequeña manifestación de afecto, por si no volvía a presentarse otra oportunidad? (Aunque también esto, yo lo sabía, era un resultado improbable.)

Hasta para mí son confusas mis intenciones. Todo cuanto sé es que el gesto tenía intención de tranquilizarlo y ha surtido exactamente el efecto contrario.

– Maestro -ha exclamado-. ¿Adonde vais?

– Sólo a visitar a un amigo -he replicado

– ¡No! ¡No vayáis! No si… -Se ha reprimido.

– ¿No si qué?

– Pues… que debéis andaros con cuidado.

– ¿Que debo andarme con cuidado? -La mirada brusca que le he dirigido lo ha hecho vacilar-. ¿Por qué lo dices?

– ¿Por qué parecéis preocupado?

Me lo ha formulado como una pregunta, aunque no lo era en modo alguno. Sólo era una observación.

Me ha cogido por sorpresa.

– ¿Qué te hace pensar que lo estoy? -he dicho.

Aunque ha abierto la boca, no ha salido de ella ningún sonido.

– Ven. -He insistido, ansioso de saber más-. ¿Qué te hace pensar que estoy preocupado?

– Vuestra cara -ha murmurado.

– ¿Mi cara?

– No dice nada.

Tenía razón, por supuesto. Mi expresión era impávida; mi cara estaba tan en blanco como uno de mis pergaminos.

Y sin embargo, él había sabido leer en ella como si estuviera cubierta de escritura.

– Mis preocupaciones no son de tu incumbencia -le he dicho por fin, casi vencido por su agudeza-. Tú ya tienes tus preocupaciones, Martin, no debes cargarte con las mías.

Ha bajado los ojos, con los labios fruncidos y la mandíbula inmóvil, suspendida en la respuesta que habría querido dar. Lo más importante que de mí ha aprendido es que uno nunca lamenta tanto haber callado como haber hablado.

– Vigila -le he ordenado-. Ya me dirás si viene alguien mientras estoy fuera.

– Sí, maestro.

– Vuelvo enseguida, hijo. No temas.

Ni que decir tiene que yo aparentaba más seguridad que la que en realidad sentía. Si Martin me hubiera visto poco después en la bodega, lo habría podido comprobar. Además de llevar un cuchillo escondido en la bota, llevaba prendida en la túnica una aguja larga y punzante. Después me he puesto la capa con capucha que confeccioné hace muchos años, cuando todavía era zapatero y tenía habilidad en el manejo de la aguja. Era fácil volver la capa del revés gracias a un pequeño agujero que tenía. En el tiempo que se tarda en rezar el Gloria in excelsis, podía transformar la capa de color verde pálido en otra de color marrón oscuro y, gracias a ello, pasar inadvertido.

La capa era verde cuando me la he puesto para ir a casa de Na Berengaria. He tenido que llamar a la puerta cerrada. Cuando me han franqueado el paso, me he cruzado con su hijastro, que tenía todo el aire de quien acaba de levantarse de la cama. Antes de que pudiera detenerme, he entrado en la cocina.

Allí he encontrado al amo de la casa. Estaba sentado a la mesa, inclinado sobre sus libros de cuentas. Tenía la barbilla cubierta de cerdas grises. Sus manos, de dedos romos, estaban manchadas de tinta fresca. Tenía a. su esposa sentada cerca de él, acicalada con tanto primor como desgreñado y descuidado iba su marido. Pese a todo, Na Berengaria tenía el ceño fruncido, tensos los labios carnosos. He comprendido al momento que debía de haber alguna discrepancia en los números.

A ella se le ha iluminado el rostro así que me ha visto. Era indudable que experimentaba un verdadero placer a juzgar por sus rasgos, así como una natural sorpresa. Después se me ha ocurrido pensar que seguramente he supuesto para ella un verdadero alivio en la tarea de repasar sumas y restas que los dos tenían entre manos. Pese a todo, he sentido que el corazón se me aligeraba.

Si Berengar Blanchi le hubiera dicho la verdad sobre mí, no me habría recibido con tanta cordialidad.

– ¡Maestro Helié! -ha exclamado al tiempo que se ponía de pie-. ¡Sed bienvenido!

– Una visita rápida, os lo prometo -me he apresurado a decir, al ver que su marido fruncía el entrecejo por haber interrumpido sus cálculos-. Sólo quiero haceros una pregunta.

– Decid, pues -ha respondido Na Berengaria con mirada alentadora.

He visto que su marido, en cambio, torcía el gesto y su boca se quedaba sin labios.

– He conocido a alguien que creo que… simpatiza con las enseñanzas de nuestro bienaventurado maestro. -Aunque la he vigilado como un halcón, no he descubierto en ella muestras de sorpresa ni ha dado respingo alguno-. Me pregunto si me autorizáis a traerlo el domingo.

– ¡Por supuesto que sí!

– ¿Con sus tres hijos crecidos?

– Serán igualmente bienvenidos.

He pensado, al escrutar la expresión de la mujer, que mi persona no podía ser materia de debate en esta casa. Si Na Berengaria hubiese sido informada de que busco en secreto a Jacques Bonet, ¿cómo iba a permitir que viniera con unos amigos míos a la próxima reunión? ¿Cómo iba a admitir a cuatro personas desconocidas? Y menos si pensase tenderme una emboscada el domingo.

He mirado a su marido y he visto que estaba contrariado. Su expresión era taciturna mientras iba recorriendo con persistencia una columna de números. Tampoco sé muy bien si conoce la verdad. Si la conociera, habría interpuesto alguna objeción en lugar de adoptar la actitud de un hombre a quien, gracias a Dios, no le importan en absoluto las desatinadas maquinaciones de su mujer.

No entiendo este matrimonio. Tal vez Berengaria aportó a él una importante dote. No puede haber otra explicación para esa actitud silenciosa con que su marido soporta lo que evidentemente deplora. Otro la habría hecho papilla hace muchísimo tiempo.

– Mañana también nos reunimos -ha dicho Berengaria-. ¿No querrán vuestros amigos honrar con nosotros la crucifixión del Señor?

– ¿Mañana? -Me he preguntado si podía tratarse de una estratagema para atraerme hasta allí sin mis custodios-. ¿Queréis decir después de la misa?

– Pues sí, en efecto. -Por vez primera he visto que Berengaria reprimía la sonrisa y, en lugar de ella, su semblante se ha nublado-. ¿Oís misa en San Sebastián, maestro Helié?

– Sería absurdo ir a otro sitio, Na Berengaria. Los sacerdotes se preguntarían por qué.

Ha asentido, con expresión sumisa.

– Tenéis razón -ha dicho-. ¡Cómo anhelaría que recibiésemos el Santo Sacramento en el priorato franciscano, como en otros tiempos! Pero ahora la mayoría de los frailes que hay allí condenan a los mártires de Marsella y los tildan de herejes, y ellos son, por tanto, herejes.

Ha suspirado y he suspirado con ella. Parecía algo esperado. Con todo, no he perdido de vista mi objetivo. Si la invitación era un pretexto, quería ver cómo reaccionaría cuando la desenmascarase.

– Mañana vendré con mis amigos -he declarado-. No pondrán objeción, de eso estoy seguro.

– Bien -ha dicho Berengaria; yo habría jurado que su aprobación era sincera-. ¿Quién es vuestro amigo, maestro Helié? -ha querido saber-. ¿A qué se dedica?

– Es herrero -he replicado-. Al igual que sus hijos.

Un herrero, como todo el mundo sabe, tiene buena musculatura y está familiarizado con herramientas de hierro de todo tipo. Es, además, muy inferior en rango a un rico pañero. Así pues, no estoy seguro del todo con respecto a si el leve cambio en la sonrisa de Na Berengaria ha sido indicación de su desánimo al ver lo bien defendido que yo estaría o simplemente si se acomodaba al hecho de que tendría que habérselas pronto con un corpulento herrero y sus hijos tiznados y enormes.

Lo último, creo. De otro modo, habría hecho más preguntas. De haber estado yo en su sitio, habría expresado preocupación sobre lo atinado de admitir a cuatro herreros desconocidos en mi casa. O en todo caso, habría querido saber más sobre ellos.

Pero parecía dispuesta a correr enormes riesgos por el simple hecho de que yo salía fiador de aquellas personas. ¿Habría sido tan temeraria de haber pensado que yo era un agente del inquisidor arzobispal?

– Un herrero -ha comentado en tono reflexivo-. Será el primero entre nosotros. ¿Vive en la Cité?

– En el Bourg -he replicado, dirigiéndome a la puerta.

– Por cierto, no sé si Imbert Rubei lo conocerá.

– Tal vez -he dicho-. Buenos días, Na Berengaria. Tengo que marcharme. Loado sea el nombre de Jesucristo.

He salido antes de que pudiera acuciarme tratando de indagar el nombre. Tendré que pensar uno. Y también tendré que pensar una excusa plausible cuando en la próxima reunión no aparezcan ni el macizo herrero ni sus hijos. ¿Y si Berengaria decide buscarlos por su cuenta? Bien sabe Dios que es mujer de naturaleza apasionada. Si admito que he sido incapaz de convertir a mis «amigos», a lo mejor emprende ella la labor en mi lugar.

Me he cavado un pozo y he caído en él. Me será difícil trepar al exterior. Pero era inevitable; ahora, por lo menos, he quedado tranquilo. A menos que no haya aprendido nada de la naturaleza humana en los últimos diez años, sé que Berengar Blanchi no mencionó el informe del arzobispo a Berengaria Donas.

¿Por qué la visitó, pues?

Me encontraba sopesando este misterio cuando he ido a parar al camino del Muñón y he visto algo que me ha dejado atónito: un hombre con la oreja pegada a la puerta de mi casa. Era Loup, el del hospital de San Justo. Tras observarlo un momento, he visto que estaba hablando con alguien de la casa. ¿Con Martin, quizá?

De pronto, me ha visto. Lentamente, como titubeando, se ha apartado de la puerta y se ha acercado a mí con creciente confianza, mientras yo, a mi vez, avanzaba hacia él. No ha habido intento de disimulo. Ni tampoco ha mostrado el aire culpable de quien se ve sorprendido en una acción clandestina.

Por el contrario, me ha saludado en tono jovial con leves entonaciones francesas.

– ¿Sois el maestro Helié Seguier? -ha inquirido.

– El mismo.

– Entonces tengo algo que deciros. -Me ha puesto en la mano una hoja de pergamino arrugado, doblado tres veces, pero no sellado-. El chico no lo ha querido.

– Le he encargado que mantuviera la puerta cerrada. Tengo material muy valioso en casa. ¿De quién es la carta?

– No sé -ha replicado Loup, que a continuación se ha alejado a grandes zancadas sin volver la vista atrás, aunque sin dar tampoco la impresión de llevar una prisa particular.

He advertido entonces que estábamos sometidos al escrutinio de los vecinos desde diferentes ventanas altas. Me he encaminado rápidamente a mi tienda. Sólo llegar, he dado los tres golpes dobles de rigor con los que aviso a Martin de mi presencia, llamada a la que ha respondido desatrancando casi inmediatamente la puerta y rompiendo a hablar sin darme tiempo a cruzar el umbral.

– Maestro, ¿lo habéis visto? ¿Al hombre? Traía una carta para vos…

– He hablado con él. Tengo la carta.

– Me habíais dicho que no abriera la puerta a nadie.

– Lo sé. Has hecho bien.

– ¡Menos mal que habéis vuelto!

– Eso mismo digo -he admitido; a continuación, le he ordenado que fuera a la cocina y me trajera la comida.

Después me he apresurado a ir al taller, donde he descubierto que el pergamino tan cuidadosamente doblado no era más que una envoltura para proteger y ocultar la carta que contenía. Estaba escrita en vitela de la mejor calidad, doblada dos veces y debidamente lacrada.

El sello de lacre llevaba la marca de un perro con una antorcha en la boca. Mi maestro me había explicado una vez el significado de aquel dibujo, basado en una especie de retruécano latino.

Domini canis. Perro del Señor.

Era el signo de los dominicos.

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