XI

El viernes anterior a Semana Santa

EL pobre Martin hoy se siente muy desgraciado. Esta mañana ha venido a trabajar con los ojos irritados y un persistente resuello, pero no me ha dado ninguna explicación sobre la razón de su estado. Le he preguntado si Hugues le había tirado de las orejas o si había sido víctima de alguna otra fechoría de las que no dejan marcas, él lo ha negado.

Tal vez se sienta desgraciado por lo mucho que sufre su madre. O quizá los culpables de su infelicidad sean sus hermanos.

Ojalá no fuera tan bajo y tan delgado.

Creo que no se alimenta lo suficiente. En la familia Moresi, se valen de la Cuaresma como excusa para matar de hambre a los hijos. Antes de salir de casa en dirección al Bourg, le he dado a Martin un poco de pan y le he dicho que a mí no me hacía falta. Se lo ha zampado en un santiamén, como si temiera que al pan le salieran piernas y se le escapara corriendo de las manos. Me ha dicho también que su padre no es partidario de comer en demasía, porque la gula es un pecado terrible que conduce, incluso a los niños, directamente al Infierno. Según Hugues Moresi, los verdaderos santos comen ortigas hervidas y mendrugos, pues Dios no ama a los que se regalan con pasteles, carnes asadas, huevos aderezados con especias y azúcar de pilón.

El corazón se me ha caído a los pies al oírlo. Es el cantar de todo cátaro perfectus y también la opinión compartida por muchos beguinos. Ya puede un hombre ser embustero, tramposo, hipócrita, gandul y un parásito que vive de chupar la sangre al prójimo, porque basta con que ayune y lleve ropas sencillas para que sea tenido por santo. Entre los herejes cataros, hasta los huevos, la carne y la leche son pecados, porque se consideran fruto de la fornicación. Siendo niño, recuerdo que una vez me negaron una loncha de tocino alegando que habría sido nociva para mi alma.

Ni que decir tiene que mi alma tenía nula importancia para la chica que me negó la loncha de tocino, que, por cierto, ella se moría de ganas de comer. Son pocos los creyentes cataros que siguen a pies juntillas los preceptos que rigen la vida de sus sacerdotes. He visto a creyentes que comían cordero y cerdo, huevos, queso, aves y animales de caza de todo tipo, pero a menudo prohibían estos manjares a sus hijos y personas de condición inferior porque se los reservaban para ellos.

Tal vez Hugues Moresi tiene una disposición similar. Tal vez sus opiniones no sean tan heréticas como parecen. Esta, en todo caso, es la tercera vez que adopta una postura comprensiva con los beguinos y sus doctrinas.

¿No habré abierto mi casa a un beguino secreto? Sería sumamente desconcertante si así fuera.

Debo mantener el ojo vigilante con mis inquilinos. Que tengan la cocina limpia y paguen con regularidad son cosas importantes, pero no lo serían si las acompañasen unas creencias espirituales inconvenientes. Por otra parte, me preocupa que esto pueda afectar a Martin. Si su padre no fuera ortodoxo, ¿me correspondería a mí contrarrestar la influencia paterna? No me siento inclinado a ello. Al oír a ese pobre niño despotricando y diciendo sandeces sobre pasteles y ortigas, le he respondido con aspereza.

– Entonces, ¿por qué ha creado Dios los pasteles, si no es para comerlos? -le he dicho-. ¿Qué finalidad tienen los pasteles?

A lo que me ha respondido con semblante enfurruñado. -Los pasteles no los hace Dios, maestro, los hacen las personas.

– Las personas hacen pasteles porque hay harina y manteca para hacerlos. Si no hubiera trigo, no habría harina. Si no hubiera animales, no habría manteca. Dios ha hecho todas esas cosas. Y las ha hecho de una manera especial, haciendo que el trigo pueda molerse y se prepare manteca con la leche. -No he hecho más que citar lo que me decía Bernard Gui, que fue quien me las explicó hace mucho, muchísimo tiempo, cuando yo todavía creía que la carne y la leche eran cosas malas-. Creer que la manteca es pecaminosa es creer que la creación de Dios también es pecaminosa. ¿Eso cree tu corazón?

– ¡No! -Martin ha negado con la cabeza-. No, maestro, yo nunca creería tal cosa.

– La gula es pecado, pero el pecado estriba en la cantidad. Consumir algo en exceso es malo, ya sea azúcar o pan duro. Dudo que tengas barriga suficiente para dar cabida a una excesiva cantidad de ninguna de las dos cosas. No tienes pinta de glotón, chico. No pecas de gordo, precisamente.

Después de echar aquella homilía, le he dicho a mi aprendiz que atendiera la tienda en mi ausencia. Estaba autorizado a recibir pedidos, pero no a vender pergamino de los estantes, puesto que él no está enterado de todos los precios.

También le he dado instrucciones para que observara con atención a todos los clientes que entraran en la tienda. Quería que, a mi regreso, me diera una descripción cumplida del aspecto, lengua y posible condición social de todos los desconocidos a los que hubiera atendido. De ese modo, tendría algo que hacer y podría proporcionarme información necesaria para mi registro.

Martin ha demostrado ser buen observador. Debo confesar que yo no habría considerado nunca la posibilidad de educar sus ojos como complementarios de los míos si él no me hubiera hecho preguntas. Bastantes dolores de cabeza me habían correspondido en suerte. Formar a un aprendiz es de por sí suficiente carga; además, hace tres años Martin apenas sabía leer, ya no digamos escribir. Pasé buena parte de las tardes de doce meses guiándolo a través de las letras, a fin de que las conociera lo suficiente para anotar pedidos y manejarse un poco con el libro de cuentas. También le he enseñado a remojar, raspar, dividir, colgar, cortar y marcar las pieles.

Jamás se me ocurrió pensar que lo emplearía en otros menesteres.

Pero tengo puntos flacos que se hacen evidentes si no estoy constantemente en guardia. Martin los detectó enseguida. Lo mismo le ocurriría a cualquiera que compartiera mi casa conmigo durante gran parte del día; ésa es la razón (entre otras muchas) que explica que quiera pasar las noches solo. Bastaron unos pocos comentarios imprudentes para demostrar mi obsesivo interés en las manos, botas, vestidos, cicatrices, acentos y hábitos. Fue suficiente observar que a los carniceros suelen faltarles más dedos que a los soldados profesionales o que los dedos de los zapateros remendones tienen callos inconfundibles para que mi aprendiz me bombardeara a preguntas. ¿Tenían los talabarteros callos parecidos a los de los zapateros remendones? Y los campesinos que mataban a sus propios animales, ¿tenían cicatrices parecidas a las de los carniceros?

Para contestar a estas preguntas, hube de convertirme una vez más en maestro, y Martin en mi alumno. Es un chico avispado en muchos aspectos. Sabe ver las cosas y tiene un gran deseo de complacer. Tal vez espera ser mi heredero, ya que no tengo hijos. Tal vez siga instrucciones de su padre; quizás éste le haya dicho que debe ganarse mis favores por todos los medios posibles. De ser así, hay que admitir que lo obedece con gran eficiencia. He sido con él más que generoso. He sido, en realidad, indulgente.

Quiera Dios que no tenga que lamentar mi debilidad. Un hombre de mi condición no puede permitirse el más mínimo resquicio en sus defensas. Me niego a creer, con todo, que la solicitud que el chico muestra conmigo sea fingida. Nadie tan joven como él presentaría día tras día una máscara tan perfecta y disimulada.

Fijaos tan sólo en lo que ha ocurrido esta mañana cuando me he despedido. Tenía un aire alicaído y me ha preguntado si volvería pronto. No me ha dicho: «¿Puedo ir con vos?». Tampoco: «¿Adonde vais?».

Ha dicho exactamente lo que yo esperaba que dijese: me ha preguntado si volvería pronto.

– Quizá -le he replicado-. Si termino las gestiones sin tardanza.

La verdad es que no tengo ninguna gestión específica que solventar. He vuelto al Bourg una vez más para observar por mí mismo la casa de Imbert Rubei. Si no estuviera tan ocupado, podría dedicar un día entero a la tarea y disfrazarme de mendigo para observar mejor. Por desgracia, no dispongo de tiempo para hacerlo. Como está acercándose el Domingo de Ramos, apenas he podido hacer más que pasar dos veces, que no tres, por delante de la casa y realizar una compra en el vecindario.

Como podéis imaginar, no me he puesto la capa escarlata para merodear por los alrededores. He optado por vestir colores apagados y las prendas discretas que suelo usar, ya que no quiero llamar la atención de nadie. Aunque soy bajo, no lo soy tanto como para inspirar lástima o despertar sorpresa. Tampoco tengo la espalda marcadamente estrecha ni las piernas tan delgadas que induzca a nadie a fijarse en ellas. Mi dentadura está en condiciones aceptables sin ser perfecta. A diferencia de los naturales del este del país, donde (según he oído) la gente tiene la piel oscura y el cabello negro, pertenezco a esa clase de hombres que suelen pasar inadvertidos porque no poseen rasgo alguno que se imponga a la mirada. Nadie retiene mi rostro, a menos que yo me proponga despertar el interés de los demás con intención deliberada, aunque incluso en esos casos sólo raras veces causo esta impresión.

A mí me parece bien. No aspiro a que sea de otro modo. Y aunque admiro la belleza, también la temo. Si un hombre o una mujer posee un rostro bello, no tiene sitio donde esconderse, corno no lo tiene tampoco un lisiado, un leproso o un gigante. Si uno tiene una cara hermosa, lo mirarán, lo perseguirán y se apropiarán de él como de un tesoro de oro centelleante.

Bernard Gui me dijo cierta vez que yo tenía unos ojos cautivadores. No supo explicármelo exactamente, aunque creía que tenía mucho que ver con mi manera de mirar en los momentos en que estaba desprevenido. Procuro, por lo general, no fijar la vista. La mirada penetrante tiene el mismo efecto que las muchas preguntas: produce alarma y consternación. Yo, de pequeño, tenía la costumbre de mirar de esa manera, una costumbre que es difícil abandonar, sobre todo si estoy cansado o distraído.

Por eso, siempre que puedo, me pongo capucha. La lleva mucha gente, tiene la misma utilidad que un sombrero y deja los ojos en sombra. Por la misma razón, si tuviera marcas en las manos, me pondría guantes de lana o procuraría que las mangas de mis vestidos fueran largas y anchas.

Es inútil decir que evito estrictamente las joyas, las sandalias, las telas suntuosas, los colores vivos y los cortes extravagantes, a menos que pretenda llamar la atención.

Hoy no era el caso. Hoy quería moverme sin ser visto a través de la Rué Aquitaine, donde vive Imbert Rubei. Todavía no sé exactamente qué espero conseguir. Me había hecho la vaga idea de que abordaría a uno o dos vecinos con la excusa de que busco a Imbert Rubei o a Jacques Bonet y les diría que me había «equivocado». Pero he tenido suerte. Ya en las inmediaciones de la casa de Imbert, he tenido la satisfacción de comprobar que vive nada menos que delante mismo de una hostería. ¡Una hostería!

No habría querido otra cosa. Una hostería es un puesto de vigía perfecto. Por otra parte, uno nunca está de más en un sitio así, a menos que saque un hacha y amenace con ella a los dueños. Un desconocido en una hostería es como un racimo de uvas en una viña: está en el sitio que le corresponde, pero nadie se fija en él.

He rezado una oración de agradecimiento a san Pablo, en cuya parroquia me encontraba en aquel momento y me he metido en la hostería. Al mismo tiempo, he observado la casa de Imbert, un edificio bello y venerable que, por desgracia, estaba bastante descuidado. En realidad, es una casa que va camino de la ruina. La levantó un personaje muy rico, que hizo de ella prácticamente un palacio, pero parece que los ocupantes actuales son demasiado pobres para renovar los postigos que faltan o restaurar los muros de piedra.

Lo he descubierto después de un tiempo en la hostería, que lleva por nombre Media Luna. Debido a haber iniciado sus días como almacén, la entrada de dicha hostería es oscura y el ambiente es mefítico, ya que flota en él un leve aunque persistente tufo a lana grasienta, distinguible a través del intenso olor a vino. Parece, con todo, que el sitio es popular. Pese a que ya era mediodía, eran bastantes los que se encontraban repanchigados en torno a las largas mesas de madera, o por lo menos los suficientes para disimularme entre ellos. Algunos eran viajantes que iban camino de Miner-vois y las tierras de occidente, pero la mayoría eran residentes locales que buscaban compañía y olvido. Este era el grupo que me interesaba. Esperaba encontrar entre ellos a alguien que conociera a Imbert Rubei o que, por lo menos, estuviera al corriente de su historia. Estaba seguro de que un hombre que antes había sido tan rico y que ahora era tan pobre tenía que haber provocado forzosamente comentarios en el barrio.

Y en eso llevaba razón. Como me había colocado entre los borrachines arrimados a la fachada de la hostería, ha llegado a mis oídos una larga conversación que giraba en torno a Imbert Rubei sin que yo la hubiera iniciado. Ha querido la suerte que pudiera sentarme junto a dos de los vecinos de Imbert que estaban empapándose de sol en un banco situado junto a la puerta principal de la taberna, a quienes he oído hablar sobre una mujer que había salido de pronto de la casa de Imbert.

Era bajita, delgada y entrada en años. Su cabello era casi enteramente gris y tenía la espalda ligeramente encorvada. Como iba cargada con una cesta, he deducido acertadamente que iba a la compra. Las ropas con que iba vestida eran sencillas y de tela basta.

Por los comentarios que he oído a los que estaban junto a mí, se trataba de la cuñada de Imbert Rubei.

Ll interés que les despertaba la mujer se limitaba a una sola cosa: ¿compartía cama con su cuñado? El más joven, que era barbero a juzgar por los pelos que llevaba adheridos a la ropa, estaba seguro de que era así. El de más edad, panadero, por las manos requemadas y las mangas espolvoreadas de harina, la ha defendido con denuedo. Na María, ha dicho, era una mujer piadosa.

– Es pecado que un hombre tome a la mujer de su hermano -ha declarado el panadero-. Aunque los dos sean viudos, sigue siendo pecado. Y Na María nunca cometería ese pecado.

– ¿Y tú qué sabes? -ha replicado el barbero-. ¿Por qué viven juntos, si no duermen juntos?

– Pues porque él no tiene más remedio -ha dicho el panadero mientras empezaba a contar la historia de la mala suerte de Imbert.

Por lo que ha contado, he deducido que Imbert fue muy rico en otro tiempo, cónsul del Bourg, pero perdió todos sus bienes hace unos treinta años. Parece que ocurrió cuando se acusó de asesinato a tres dignatarios del arzobispado -Imbert Rubei y otros nueve prominentes ciudadanos sancionaron su ejecución en la horca-, pese a que apelaron al Tribunal Real. El resultado fue una multa descomunal impuesta por el Rey y la confiscación de sus bienes por parte del arzobispo.

Su hermano le dejó su actual residencia a condición de que se ocupara de su esposa.

– Sí, sí, ya entiendo -ha contestado el barbero-. Todo cuadra, pero ¿cómo es que no ha restablecido su fortuna después de transcurrido tanto tiempo? Al fin y al cabo, comercia con seda. A buen seguro que podría pagarse una miserable sirvienta.

– Hubo un tiempo en que tuvo un criado -ha observado el panadero, palabras que han despertado en mí un intenso interés-. Hará de eso unos seis meses. Pero no sé qué le pasó. Desapareció de pronto.

– Quizá lo prudente sea fingir pobreza -ha observado el barbero-. Si eres rico, la gente intenta desplumarte.

– Exacto. ¡No tienes más que ver qué le pasó a Imbert Rubei cuando era rico! Si hubiera sido pobre, dudo que el Rey y el arzobispo se hubieran preocupado de él.

Ha seguido a continuación una larga conversación sobre impuestos y tributos durante la cual he fingido dormir, gracias a lo cual he disimulado que estaba escuchando. Pero nadie ha manifestado ningún otro hecho revelador. Nadie ha vuelto a referirse a la misteriosa desaparición del criado de Imbert. Tampoco el panadero ni su acompañante han aventurado la posibilidad de que la pobreza de Imbert (que los dos han asumido en parte) pudiera tener otra causa que la intención de eludir el pago de los impuestos o diezmos.

En ningún momento ha salido de sus labios la palabra «beguino».

Al ver que por fin el sol ya había completado un buen trecho de su recorrido a través del cielo, me he visto en la obligación de marcharme. Quería esperar tan sólo a que volviera la cuñada de Imbert, ahora con la cesta cargada de pan y verduras. Después me he desperezado y he bostezado un poco haciendo todo lo posible para imitar a un hombre que se despierta de un sueño profundo. Pese a todo, antes de irme he devuelto el vaso al posadero y me he arriesgado a hacerle una pregunta, pronunciada cuidadosamente con acento gascón.

– La persona que me recomendó vuestro establecimiento -le he dicho- era un tipo alto de negros cabellos y con la cara marcada de viruela que, según me dijo, se llamaba Jacques. Me dijo que trabajaba en una casa de por ahí. Esperaba volver a verlo. ¿Sigue frecuentando vuestra casa?

– Jamás ha puesto los pies en mi casa -ha replicado el tabernero, que me ha parecido curiosamente arisco y desagradable para la profesión que ejerce.

Incluso he pensado que podía estar enfermo, porque he observado que tenía la tez amarillenta y la frente húmeda.

– Supongo que os referís al criado de Imbert Rubei.

– ¿Tiene la nariz larga? ¿El pulgar torcido?

– Jamás lo he tenido tan cerca para ver cómo tiene el pulgar. Apenas le he puesto los ojos encima. Os aseguro que no ha estado nunca en esta casa.

– ¡Ah!

– En cualquier caso, se fue. Antes de Navidad. ¿Por qué queréis verlo? ¿Acaso os debe dinero?

– No, no, pero era un hombre curioso, con muchas cosas que contar. Y como yo era vecino suyo… -Me he encogido de hombros-. En fin, no tiene importancia.

– Imbert Rubei no lo habría dejado entrar aquí. -Ha rezongado el posadero-. No iba a dejar que se metiera en este antro de vicio.

Después, se ha apartado para atender a otro cliente después de proporcionarme más información que la que yo podía razonablemente esperar.

Camino de casa, he dado un repaso a todas las cosas que he averiguado y me he sentido complacido. No hay duda de que Jacques Bonet estuvo en casa de Imbert Rubei. Permaneció allí un tiempo y se fue antes de Navidad. Sigue siendo incierto el sitio exacto al que pudo dirigirse.

¿Abandonó Narbona por decisión propia, amparándose en un nombre falso? ¿O sigue escondido en algún sitio de la ciudad en connivencia con beguinos como Berengaria Donas?

Tal vez mañana lo descubra.

Martin se ha alegrado al verme llegar. Me ha dicho que la tienda estaba tranquila, pero que habían entrado dos visitantes, un canónigo regular y uno secular.

– ¿Qué me dices de ellos? -le he preguntado-. Me refiero a otras cosas que no tengan que ver con su ocupación.

– Pues que uno era alto y el otro bajo. Que los dos eran delgados. Y que el alto era bastante viejo. -Martin se ha quedado reflexionando un momento-. Creo que podría ser un maestro de la escuela de la catedral.

– ¿Por qué lo dices?

– Por su manera de hablar y de mirarme. -En la expresión del muchacho he visto flotar una expresión de desagrado-. Como si se figurase que yo pensaba arrojarle tinta en cuanto me diera la espalda.

Me ha faltado poco para soltar una carcajada.

– ¿Te ha tirado de las orejas cuando le has dicho que no podías venderle pergamino? -he preguntado a Martin, quien ha movido negativamente la cabeza.

– Quería hacer un pedido. Para San Justo.

– Eso quiere decir que probablemente es el ayudante del tesorero o el maestro de los Fondos Comunes. Son pocos los canónigos autorizados a hacer compras para el cabildo, sobre todo compras como ésta. -Al ver cierto desasosiego en el rostro de Martin, he procurado tranquilizarlo-. No quiero negar con esto que un tesorero pueda haber sido maestro de gramática. Es lo más probable. Ten siempre presente que la experiencia pasada puede informar la presente. Yo lo olvido a menudo.

Martin ha asentido con gran energía. Casi me gustaría que no fuera tan espontáneo; me pone nervioso que sea así. Ha empezado a copiar incluso mi forma de mover el cuello después de un día de trabajo duro y largo ante los bastidores.

– ¿Y el otro canónigo? -he preguntado-. ¿Qué me dices de él?

Martin ha fruncido el ceño ante la pregunta.

– Iba muy manchado de tinta. Hasta la cara llevaba sucia de tinta. Cuando le he dicho que no estabais aquí, ha puesto mala cara. Y todavía se ha enfurruñado más cuando le he dicho que no le vendería pergamino.

– ¿Has tomado nota del pedido?

– Sí. Es para el palacio del arzobispo.

– ¿De veras? -La noticia era importante-. ¿Ha dejado algún nombre?

– No.

– ¿Has empaquetado el pergamino? -he preguntado a Martin.

El chico me ha respondido con un gesto afirmativo.

Me ha facilitado pocos datos más que pudieran serme útiles. El representante del arzobispo era un hombre bajo y delgado, tenía las orejas grandes y llevaba rapada la cabeza, que tenía una forma extraña. Las manchas de tinta que tenía en la cara, en las manos y en la ropa habían distraído a Martin, que no se había fijado en otros rasgos más permanentes.

– De aquí se desprende una lección -le he dicho-: a veces un mal olor o una mancha pueden servir de escudo. La memoria sólo retiene esta característica y pasa por alto todas las demás.

– Es buena cosa que el arzobispo os compre pergamino -ha sido la respuesta de Martin-. Seguro que necesita mucho. Quizás os pida más.

– Quizás -he contestado, aunque en tono menos optimista.

Espero con ansia que me devuelvan el pergamino poco después de enviado, acompañando la devolución de una reclamación y de un informe, metido entre los folios, sobre los cadáveres no identificados.

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