XIV

El martes de Semana Santa

Apenas sé por dónde empezar. Quizá por mi diario. Ha demostrado que su utilidad está por encima de toda duda.

Después de revisar sus anteriores entradas, sé por qué me es tan familiar el apellido Alegre. La razón está en que mi maestro lo mencionó la última vez que nos vimos. Alegre era el apellido de soltera de la esposa de Guillaume Hulart, Jacquette. Hace unos treinta años que Jacquette Alegre era una seguidora de la beguina Rixende. Su marido era el padre de Vincent Hulart y el tío de Berengar Blanchi.

Por consiguiente, puede ser muy bien que el sacerdote de la cancillería del arzobispo esté emparentado con Berengar Blanchi.

No puedo decir lo importante que podría ser esta conexión. En mi país natal he conocido a abades cistercienses y perfecti cataros salidos del mismo tronco. He conocido a primos que se habrían matado entre sí por un quítame allá esas pajas y primos que habrían dado la vida por sus primos. En una ciudad como Narbona, además, basta con que los parientes vivan en barrios o parroquias diferentes para que consigan evitarse.

Por otra parte, la conexión entre el sacerdote y el hereje podría ser tan lejana que no pudiera considerarse siquiera una conexión.

De todos modos, valdrá la pena tenerla en cuenta. Sejan Alegre me interesa. Si trabaja para la cancillería del arzobispo, quiere decir que no vive lejos del palacio de éste. En ese caso, podría tener algún beneficio en la catedral de San Justo, que está en la puerta de al lado. Y si Sejan Alegre tiene algún vínculo con la catedral, podría existir también un vínculo entre él y el hombre que he conocido esta mañana en el hospital de San Justo de los Pobres, de Narbona. ¡Quién sabe! En el nivel en que nos encontramos no podemos dejar ningún cabo suelto.

Por fortuna, la búsqueda no ha sido excesivamente larga. Aunque he estado ausente de mi tienda una mañana entera, igual podría haberlo estado todo el día; la visita a todos los hospitales de Narbona me llevaría un día entero. Había decidido descartar la leprosería de la ciudad, por lo menos durante un tiempo. Como se instalan fuera de las murallas, he pensado que era probable que mi presa trabajase en otro sitio. Debo confesar también que me sentía reacio a visitar una leprosería a menos que fuera ineludible. No son lugares propios para los débiles de corazón.

He iniciado la búsqueda cerca de la puerta de Narbona situada más al norte, es decir, el hospital de Santiago, con la intención de moverme hacia el sur y de llegar a San Pablo. El hospital de Santiago fue para mí una visión alarmante. No se me había ocurrido que, debido a la Pascua, estaría lleno a reventar, pero lo he comprobado al llegar y contemplar toda la masa de gente que desbordaba las puertas e invadía todos los huecos, lo que me ha hecho recordar que Santiago es sobre todo posada para peregrinos y que éstos suelen ser numerosos en Semana Santa.

No estoy en condiciones de hacer una estimación, ni siquiera vaga, del número de personas que buscan cobijo en Santiago. De haber querido contarlas, el movimiento incesante me lo habría impedido. Todos los bancos y mesas de la nave de entrada estaban ocupados por figuras arrebujadas: personas durmiendo. Familias enteras, algunas con niños, acampaban en los rincones. He visto a uno o dos ocupantes de estos espacios que me han parecido muy pobres; también a una vieja de rostro ceniciento, derrumbada contra el muro, con aspecto de cansancio y la boca abierta, y a un hombre temblando a causa de la fiebre. Con todo, la mayor parte de los que ocupaban el vestíbulo de entrada tenían un aspecto saludable.

Los enfermos y moribundos habían sido confinados en un par de dormitorios comunes de forma alargada en los que reinaba una gran agitación. En la más grande de estas dos estancias se concentraban la mayoría de los acompañantes, entre ellos muchos hermanos legos. He reconocido a dos miembros de la asociación benéfica conocida como las Buenas Obras de los Blancos. También he visto a un hombre que llevaba una jarra de agua vestido como un terciario franciscano, aunque dudo que lo fuera (puesto que los terciarios franciscanos suelen terminar estos días en la hoguera) y otro que llevaba el hábito de la orden del Santo Espíritu. Un cura de San Sebastián musitaba unas oraciones junto al lecho de un moribundo, mientras un individuo laico que iba muy despeinado, pero elegantemente ataviado, lo estaba sangrando con grave eficiencia; de vez en cuando se paraba un momento para soltar una regañina al muchacho de aire remilgado que sostenía la jofaina.

Sin embargo, ninguno de los acompañantes allí congregados era el hombre que ayer me había seguido. Tampoco lo he encontrado en el patio, donde se habían juntado muchos peregrinos exhaustos alrededor de una fuente y de la entrada de las letrinas. Aunque he dedicado un tiempo a abrirme paso entre tanto gentío, observando todos los rostros aturdidos, inquietos, confundidos, angustiados, cansados e infelices que he encontrado de camino, no he visto ni rastro del hombre que ando buscando. Tampoco me he tropezado con nadie que tuviera autoridad suficiente para darme el alto, si bien uno de los allí refugiados me ha pedido comida. Pero como me la ha pedido en francés, he hecho como que no lo había entendido y lo he abandonado a su suerte sin darle nada, ya que no he identificado a nadie de condición oficial a quien pudiera confiarle con alguna garantía mi dinero.

Mi parada siguiente ha sido en la casa de las Arrepentidas, que se encuentra muy cerca del hospital de Santiago. A diferencia del sitio anterior en el que he estado, en esta fundación me han negado la entrada. Después de informarse acerca de mi nombre y de mi oficio, una portera ha aceptado mi donativo, que he introducido a través de una rendija de la puerta principal. Aunque decepcionado, no me he dejado vencer por el desaliento. Dado que es un refugio que acoge a las prostitutas reformadas, en la casa de las Arrepentidas viven, como es lógico, sólo mujeres jóvenes y sanas. Está regentada por monjas y hermanas legas. No es el sitio donde sería normal encontrar a un hombre largo y desgalichado cubierto de vómitos y orina.

Así pues, he seguido adelante después de pasar por delante de San Sebastián, atravesar el mercado Viejo y seguir por la Rué Droite hasta la plaza Caularia. Aquí, poco antes de que la calle desemboque en la plaza, se levanta el hospital de San Justo de los Pobres, de Narbona, delante mismo de la catedral. Es más un hospital del cabildo que otra cosa, como he podido comprobar, así que he entrado. Está lleno de clérigos viejos, pobres, incontinentes y desdentados. Como nunca me había parado a considerar qué podía ser de los curas seniles del mundo, la visita al hospital de San Justo ha sido una total revelación para mí.

Aunque no me han puesto trabas para entrar, he descubierto que no podía irrumpir en el interior desde la calle, como en Santiago. El portero gordo y jovial (que podía no ser diferente del desabrido portero del priorato dominico) me esperaba al otro lado de la puerta una vez le he explicado qué me había llevado hasta allí, por supuesto dándole un nombre falso. Tal vez deba mencionar que este portero me ha soltado las palabras «palo torcido» en la breve conversación que ha mantenido conmigo. Creo que sus palabras exactas han sido:

– Pasad, pasad. Sentaos y poneos cómodo. Entre nuestros hermanos no encontraréis ningún palo torcido, ya que nos encanta recibir con los brazos abiertos a todo aquel que llama a nuestra puerta.

Las palabras me han alarmado al principio, pero no he tardado en comprender que no aludían a nada especial. Era evidente que no me reconocía ahora que yo lo había reconocido. Hasta he llegado a preguntarme si se daba cuenta realmente de lo que había dicho. Mientras lo miraba alejarse con andar tambaleante, he pensado para mis adentros: «No mereces ser tan afortunado, amigo». Pero he tomado buena nota mental. Es el segundo ex cátaro que identifico en los cuatro últimos meses.

En el tiempo que se tarda en rezar doce padrenuestros, se ha reunido conmigo un hermano lego que se ha identificado como el «lugarteniente del procurador». Seguro que mi promesa de entregar una limosna debe de haberlo atraído como la mierda a las moscas. Le he dicho a modo de explicación que Santiago no me había llamado particularmente la atención y que me habría gustado visitar su fundación antes de abstenerme de dar el dinero.

– Pero si quiero que mis pecados sean perdonados en esta Pascua -he añadido-, creo que me convendría destinar una generosa suma a los pobres. No quisiera, sin embargo, que se derrochara el dinero. Quiero que se le dé un buen uso.

Como mi intención ha parecido razonable al hermano Bongratia, me ha acompañado con tal presurosa y atenta solicitud a través del hospital que apenas me ha dejado tiempo para respirar. Como ya he observado, gran parte de la población del hospital está compuesta de ancianos cuya anterior ocupación podía deducirse por el número de los que se adelantaban a bendecirme a mi paso o murmuraban con aire ausente algunos latinajos al interesarme por su estado de salud. Ciertamente no era posible diferenciarlos por sus ropas, ya que hermanos y hermanas, independientemente de sus orígenes, llevan una vestimenta similar marcada con una cruz. Hay en la institución una enfermería con todas las de la ley, en la que desempeña su oficio un auténtico enfermero. Las letrinas son realmente impresionantes. Casi a la altura de las instaladas en los monasterios, están impecablemente limpias y en ellas circula el agua de continuo a fin de eliminar la porquería. Los pocos hermanos jóvenes que allí viven suelen ser lisiados o padecer alguna ligera demencia; he visto a uno afectado por una devastadora enfermedad y a otro que era ciego y que, para estupefacción mía, se encargaba de vaciar los orinales de los que no pueden ir a las letrinas por cuenta propia.

Ha sido en la enfermería donde he descubierto el objeto de mis pesquisas. Se ocupaba de desprender los vendajes del cuerpo de una persona ulcerada a causa de su larga permanencia en la cama. Enseguida he visto cuál era su utilidad. Sólo unos brazos fuertes como los suyos habrían podido sujetar a la persona que se retorcía y lamentaba y a cuya piel estaban dolorosamente adheridas las telas sanguinolentas y de cuyo débil intelecto no cabía esperar que se aviniese a persuasión de ningún tipo.

He observado en mi presa el perfil decidido de la mandíbula que tanto contrasta con sus ojos caídos de mirada brumosa. Después, me he alejado antes de darle tiempo a que me descubriera.

j-Hay que tener el corazón fuerte -he comentado al hermano Bongratia cuando nos hemos detenido un momento en el umbral-. A mí me sería muy difícil cumplir día tras día con esos deberes.

– ¡Ah, ese Loup se gana su sustento! -ha replicado mi acompañante en tono festivo-. Tenía un pie en la sepultura cuando lo encontramos, pero, como podéis ver, ahora sería capaz de levantar el doble de lo que pesa. Y, además, tiene piernas veloces. Y aquí está la bodega…

Así pues, el nombre de mi misterioso perseguidor era Loup. Es la suma total de lo que hoy he comprado para un dispendio que supera los trece sois. Por lo menos no me he visto obligado a visitar todos los hospitales de Narbona. Me complace particularmente haber eludido la leprosería.

He regresado a casa a tiempo para la segunda comida del día, que he recogido en la cocina. Estaba presente la mayor parte del clan Moresi, salvo, como es lógico, la anciana madre de mi inquilino. Aunque no se ha recuperado del todo del achaque sufrido, es evidente que se las ha arreglado para ir a San Sebastián, donde se aposenta normalmente en Semana Santa. Hugues ha tenido el detalle de ponerse de pie a guisa de saludo cuando me ha visto. Me ha instado a que me sentara junto a él a la mesa y ha apartado de un manotazo a su hija mayor para que me hiciera un hueco en el banco a su lado. Pero yo he declinado la invitación no sin darle las gracias. No tengo por costumbre comer con los Moresi. Compartir una comida con alguien invita a la familiaridad y yo prefiero guardar las distancias con los que viven en mi casa.

No me importa lo más mínimo que Hugues me tenga por orgulloso o poco sociable. Conozco su opinión porque su voz es mucho más penetrante de lo que él imagina. Puesto que lo que pienso de él es todavía menos halagador de lo que él piensa de mí, no me considero ofendido.

– No, gracias -he respondido a su cordial invitación.

Me sentía demasiado cansado para inventar una excusa, pero mi inquilino -que se encontraba de un humor extrañamente afable- se la ha inventado por mí.

– Me dice el chico que hacéis visitas de caridad a los hospitales -ha observado-. Algo que a mí me revolvería el estómago. Pero espero que os dignéis tomar por lo menos un cucharón de caldo o de leche.

– Me bastará con pan y lentejas -he replicado, aceptando una pequeña cantidad de ambas cosas de parte de la mujer de Hugues.

Martin se ha puesto en pie de un salto y se ha ofrecido a subirme las lentejas al piso de arriba. Su padre, entre tanto, ha continuado con el tema de los hospitales.

– De todos modos, antes preferiría dar limosna a los hospitales que a la Iglesia -ha dicho-. Si das una limosna a un monje o a un cura, se le va el dinero en llenarse la panza. Pero si das limosna a un hospital, por lo menos tienes la seguridad de que servirá para ayudar a los pobres, ahora que los cónsules de la ciudad administran nuestros hospitales.

Mi único refugio ha sido un gruñido, ya que no me sentía en vena de ceder al evidente deseo de Hugues de enzarzarse en un debate sobre los méritos de la Administración eclesiástica. Sus puntos de vista, de todos modos, no eran de los que merecen que se les dé aliento; una vez más, me han llenado de inquietud. Aun cuando Hugues no se comporta como un típico beguino, los sentimientos que expresa bastan a veces para llenarme de malestar.

Así pues, me he retirado saludándole con una inclinación de cabeza. Martin me ha seguido escaleras arriba hasta el taller. Yo ya me había servido vino previamente y tenía abierto el tarro donde conservo las almendras garrapiñadas. (Las almendras garrapiñadas son mi mayor debilidad, incluso en Cuaresma.)

– Toma -le he dicho a mi aprendiz dándole un puñado-i, toma unas cuantas.

– ¡Oh! -ha respondido haciendo una profunda aspiración-. Gracias, maestro.

– ¿Ha llamado alguien a la puerta hoy? ¿Algún sacerdote del palacio del arzobispo?

– No, maestro. -Me ha escrutado con expresión angustiada-. ¿Es eso bueno o malo?

– ¿A ti qué te parece?

Era una observación ociosa; además, probablemente, estúpida.

Pero el chico se la ha tomado en serio.

– ¿Es bueno? -se ha aventurado a decir. Y ha parecido aliviado cuando le he respondido:

– Naturalmente.

– La mayoría de los curas son malos -ha afirmado al tiempo que asentía, muy serio, con el gesto- porque visten ricos vestidos y beben el vino de la fornicación.

Por poco se me atragantan las almendras. Me he puesto a toser y a escupir y Martin me ha propinado unos tímidos golpecitos en la espalda.

– ¿Estáis bien, maestro? -ha dicho en cuanto ha cesado el paroxismo.

La verdad es que no estaba bien. Estaba horrorizado. Y sigo horrorizado.

Se me había caído el alma a los pies al ver a mi aprendiz, que me observaba con aire expectante, una ansiedad que parecía luchar con los recelos que reflejaba su rostro. Yo, por mi parte, estaba impávido. Estoy entrenado para adoptar esta máscara en momentos de consternación. Pero aquella mirada mía que yo soy incapaz de reprimir… Aquella mirada debe de haberlo puesto nervioso.

Se ha impacientado y ha mirado para otro lado.

– O sea que piensas lo mismo que tu padre -le he dicho por fin, procurando captar con mi mirada la suya, huidiza.

Cuando lo he conseguido, el chico se ha puesto colorado.

– ¿Mi padre? -ha repetido como un eco, pero después ha asentido con timidez-. ¡Oh, sí!

– A pesar de todo, irás a misa el domingo.

Estaba dispuesto a aclarar este extremo. Abstenerse de asistir a misa en Pascua es la manera más segura de identificarse como hereje ante los ojos del mundo.

– Sí, maestro -me ha replicado Martin-. ¿Pensáis que… no debería ir?

– ¡Pues claro que debes ir! ¿Te he dicho yo que no vayas?

– No…

– Hay curas buenos y hay curas malos. Esto no tiene ninguna importancia. Dios los juzgará a tenor de sus pecados.

– ¿Os referís a cuando… la Iglesia carnal sea destruida?

Me he caído sentado de golpe. A veces me fallan las rodillas. Me fallan cuando no me falla la expresión de la cara.

– Anda, vete -le he dicho-. Ve a tu casa a terminar de comer.

– Maestro…

– Que te vayas.

– ¿Estáis enfadado conmigo?

– No.

– Si he dicho alguna cosa que no está bien…

– Más tarde hablaremos, ahora no. -He suspirado profundamente-. Vete ya. Se te enfría la comida.

Por fin se ha ido, no sin lanzar furtivas miradas hacia atrás. Con todo, ni en la expresión ni en la actitud me he delatado. Hasta que he oído el golpe de la puerta que da a la cocina al cerrarse no me he permitido el lujo de cerrar los ojos y arrellanarme en la silla.

Desde entonces no he dejado de cavilar. No he dejado de darle vueltas. ¿Será beguino ese inquilino mío? Aunque sus anteriores observaciones acerca de los curas codiciosos pueden explicarse (pero no, por supuesto, excusarse), la referencia de su hijo a la Iglesia carnal los marca a los dos igual que una cruz amarilla.

¿Tan tonto he sido? ¿He compartido mi casa, sin saberlo, con un hereje todos esos últimos años? ¿Es la herejía la verdadera causa del carácter violento de Hugues?

Por supuesto que yo no estaba tan familiarizado con la herejía beguina como después de hablar con Bernard Gui. Había observado la sencillez con que vestía Hugues, pero lo atribuía a lo humilde de su ocupación y a que se gastaba mucho dinero en vino. ¿Cómo es posible que un beguino auténtico sea un borracho habitual? A menos, claro, que lo de las borracheras no sea más que una tapadera y que el tiempo que él dice pasar en la hostería de la Estrella lo dedique en realidad a frecuentar la compañía de otros beguinos. ¿La de Na Berengaria, por ejemplo? Ella vive cerca de la hostería de la Estrella.

Juraría, sin embargo, que Hugues está de veras borracho cuando vuelve a su casa dando traspiés dispuesto a pegarle una paliza a su mujer. Además, tampoco he oído nunca, pese a su voz estentórea, que hiciera referencia a Pierre Jean Olivi, a san Francisco, a Berengaria ni a nadie que tenga que ver con beguinos.

No sé qué pensar.

Pero como Hugues sea beguino, reconocido como tal por otros beguinos, sus hijos están condenados. Han bebido veneno directamente de la boca de su padre, como me ocurrió a mí hace tantísimo tiempo. Quise ganarme el favor de los demás imitando simiescamente a mis parientes cuando les oía mentir o haciendo diligencias para aquellos embusteros. Plugo a Dios que me extraviara a causa de mi desesperada necesidad de encomio.

A Martin le ocurre lo mismo. Haría lo que fuese para ganarse, aunque fuera a regañadientes, la aprobación de su padre. Vendería hasta su alma, igual que hice yo. Si Hugues es acusado alguna vez de herejía, Martin también será sometido a interrogatorios y le habrá llegado su final. Consumirá su juventud en la torre Capitolina o en algún lugar parecido. Tendrá que soportar por la noche la compañía de las ratas. O las atenciones brutales de los carceleros. O cosas peores.

Pero todas estas suposiciones no conducen a nada. Tengo que pensar de forma lógica. Todo irá bien si Hugues no sabe nada de Na Berengaria y su círculo. Y así debe de ser, puesto que no he visto ningún indicio que me demuestre que existe relación. Martin no conocía a Berengaria ni a Guillelma el día que vinieron aquí. En los últimos cuatro años no he visto una sola vez que Blaise, Guillaume, Perrin o Berengar Blanchi visitaran esta casa bajo ningún pretexto. Imbert estuvo aquí, pero fue para tratar conmigo.

Si Hugues es beguino laxo (como deben de ser los borrachos habituales) tal vez no frecuenta la compañía de los beguinos serios, que son los que yo he conocido. Tal vez observa el culto a sus creencias en completo aislamiento. Y a lo mejor las airea ocasionalmente en la hostería de la Estrella, donde puede tener algún amigo de mentalidad parecida. Si éste fuera el caso, el asunto no me atañe. El camino que sigo entronca a Berengar Blanchi con Imbert Rubei y con Berengaria Donas. Hugues está fuera de la red. No cuento con ninguna prueba que demuestre que ha estado dentro alguna vez, dentro de ella, y quiera Dios que no encuentre nunca ninguna. Después de todo, ¿qué sé? Pues tan sólo que su hijo ha usado las palabras «Iglesia carnal». Tal vez Hugues haya empleado alguna vez esa expresión al despotricar contra los diezmos. O que le llamara la atención hace años, cuando la tumba de Pierre Olivi fue objeto de veneración y se conmemoraba el aniversario de su muerte con festejos, ofrecimientos votivos e inflamados sermones a cargo de frailes espiritualistas fanáticos.

No debo prestar alas a mi imaginación. No debo permitir que mis temores enturbien mi discernimiento. Tal como están las cosas, Martin continúa estando a salvo. De todos modos, antes de empezar a preocuparme por él, debería averiguar si en el círculo de Na Berengaria conocen a su padre. La próxima vez que lo vea salir camino de la hostería de la Estrella, tengo que seguir a Hugues.

Esto me ayudará a aclarar mis dudas.

¡Tengo tantas cosas pendientes! Tengo que descubrir por qué Loup me ha estado siguiendo. Tengo que descubrir si la conexión entre Sejan Alegre y Berengar Blanchi tiene alguna importancia o si se trata de una mera coincidencia. Tengo que averiguar el paradero de Jacques Bonet, localizarlo vivo o muerto. Y tengo que saber si mi aprendiz corre realmente algún riesgo.

Pero antes que nada, tengo que tranquilizarme.

Cuando alguien deja que las emociones gobiernen su cerebro, se ve incapacitado para hacer algo útil.

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