Debo terminar ahora la entrada que he empezado esta mañana y que he dejado interrumpida por razones que pasaré a explicar enseguida.
La carta, como ya he dicho, llevaba el sello de los dominicos. He examinado detenidamente dicho sello antes de romperlo, lo que me ha convencido de su autenticidad. No me es desconocido el sello de los dominicos. Todas las curvas, todos los huecos de su dibujo me son familiares.
También lo es la caligrafía de Bernard Gui, mi maestro. A veces, cuando me siento invadido por una sensación de profundo aislamiento, saco su carta de recomendación, que tengo escondida debajo de la losa de la bodega y me recreo en ella como quien se recrea en un rostro amado. Por consiguiente, he detectado enseguida que lo que me habían enviado era una falsificación. Esa nueva carta estaba firmada con el nombre de Bernard Gui, no por Bernard Gui. Lo he sabido antes aún de compararla con la otra.
Dispongo de muchísimas maneras de demostrar mi teoría. Para empezar, al imitar la letra de mi maestro, el falsificador ha empleado demasiado tiempo en trazar la forma de cada carácter. En consecuencia, aunque ha copiado muy bien las largas letras T y Q, le ha salido una excesiva cantidad de tinta al hacerlo. Bernard Gui es un escritor prolífico; además de las muchas cartas e informes que escribe año tras año, también ha escrito numerosas obras de teología, liturgia, historia, hagiografía y geografía. Un hombre tan munífico con la palabra escrita no maneja la pluma como si fuera un cincel, cuyo resultado sería incrustar el texto en el pergamino. En lugar de eso, la pluma salta y vuela sobre él, hasta el punto de que la tinta, al secarse, se adelgaza y empalidece; llega incluso a desaparecer.
Bernard Gui, además, utiliza contracciones, pero sólo cuando escribe en latín. Cuando escribe en lengua vernácula, no las emplea nunca. Me explicó el porqué en cierta ocasión, cuando se le cayó al suelo accidentalmente un documento en latín y yo se lo recogí. Tras echar una ojeada al documento, me sorprendió la cantidad de letras pequeñas escritas altas, pero en caracteres diminutos, al lado de las de gran tamaño. Bernard Gui me explicó que esos caracteres pequeños de las letras altas son una forma acortada de las palabras corrientes latinas y que las suelen utilizar los hombres cultos porque saben qué representan. Los que no son cultos, como yo, no tienen la costumbre de leer y no están familiarizados con la mayoría de las palabras, ni siquiera en lengua vernácula. En consecuencia, si alguien quiere que lo entiendan perfectamente los que no son cultos del todo pondrán «vos» y no «V» cuando escriban en lengua vernácula, aunque podrían servirse de la contracción al escribir en latín. (Las dos palabras tienen idéntico significado en ambas lenguas, como hube de descubrir hace muchos años.)
Al examinar la falsificación, me he dado cuenta de que el responsable de la misma había usado como modelo un documento latino escrito por la mano de Bernard Gui. Había copiado las contracciones latinas allí donde el escrito vernáculo empleaba palabras idénticas o similares debido a no estar familiarizado con las costumbres de mi maestro.
De haber estado mejor informado, no habría utilizado contracciones en mi carta. En realidad, no habría utilizado en absoluto el alfabeto. Porque lo más sospechoso del texto era que no estuviera cifrado. Ni una vez siquiera, durante mi larga asociación con Bernard Gui, me envió un mensaje escrito que no estuviera cifrado. El recurre a los números.
En la bodega, debajo de la losa desprendida, tengo escondido un largo rollo de pergamino donde están registrados, columna tras columna, los códigos numéricos y las cifras. Bernard Gui tiene otro idéntico. Mediante su consulta, mi maestro puede comunicarse conmigo exclusivamente a través de números, cada uno de los cuales corresponde a una palabra, letra o grupo de letras diferentes. En otros tiempos, pues, podía enviarme mensajes que tenían esta apariencia: XXIV-VII-CCX, LXIV-XIX…
No me escribe a menudo. Dudo que en toda mi vida haya recibido más de cinco mensajes cifrados de Bernard Gui. Sabe hasta qué punto soy celoso de mi nombre e identidad falsos; comprende que una carta, aunque sea cifrada, puede poner mi vida en peligro. Se abstiene, por tanto, de inmiscuirse en mis correrías diarias a menos que exista una imperiosa necesidad. Y jamás de los jamases me haría correr el riesgo de enviarme una carta que no estuviese cifrada.
Por eso no he creído ni por un momento que la misiva procediese de él, aunque supuestamente fuera así.
La carta completa decía:
A Helié Seguier, fabricante de pergaminos en Narbona.
De Bernard Gui, Inquisidor de la Depravación Herética, diputado por la Sede Apostólica en el reino de Francia.
Se os convoca al priorato de Santo Domingo, en La Moyale, el día después del Domingo de Pascua, inmediatamente después de completas. Compareced en la puerta situada enfrente del Pont de Las Naus y esperad allí nuevas instrucciones.
En nombre de nuestro Señor Jesucristo, amén.
Tras recuperarme de la primera impresión que me ha producido aquella orden perentoria, he comenzado a estudiarla con detenida atención. He sacado de ella ciertas conclusiones, algunas de las cuales ya he enumerado.
Primero, el falsificador tiene que haber consultado un documento en latín escrito por la mano de Bernard Gui.
Segundo, debe disponer de la custodia de un sello dominico.
Tercero, ignora mi verdadero nombre.
Lo más insultante de todo es que se ha servido de un pedazo de mi propio pergamino partido. Y a menos que yo me equivoque de plano, esta hoja se encontraba entre las manos que componían la última remesa que envié al priorato dominico de La Moyale.
Parece evidente, pues, que la misiva falsa ha sido escrita por alguien que pertenece al priorato. No puede haber sido Jean de Beaune, porque Jean de Beaune conoce mi verdadero nombre y se fue de Narbona poco antes de que yo sirviera el pedido de pergamino. Tampoco puede haber sido Sejan Alegre. Un canónigo regular como Sejan no podría tener acceso a un sello dominico y, en cualquier caso, yo habría reconocido su caligrafía.
Considero improbable que el falsificador sea un cura de la ciudad o un monje erudito. De serlo, no habría utilizado contracciones latinas al escribir en lengua vernácula. Que ignore este detalle apunta a que el falsificador no sabe leer latín, lo cual también elimina a Sejan Alegre; de la misma manera, el sello, el pergamino y el empleo de la caligrafía de Bernard Gui como modelo elimina a todos y cada uno de los beguinos que he conocido desde Navidad.
Así pues, ¿quién ha escrito la carta?
Un dominico de nombre ignorado, es evidente. Un dominico que se sirvió de Loup para entregar su carta y seguirme a todas partes. Pero ¿por qué quiere un dominico atraerme al priorato de La Moyale fingiéndose Bernard Gui? ¿Por qué no se limita a encargarme más pergamino? ¿Por qué recurre a una artimaña tan elaborada?
Estaba paseándome de un lado para otro de la habitación, retorciéndome las manos, cuando ha vuelto Martin de la cocina. He estado brusco con él, lo confieso. Le he dicho que se fuera a su casa, que lo llamaría cuando lo necesitase. Su mirada se ha desviado de inmediato a la carta, que ha identificado como el origen de mi cambio de humor. (Ese muchacho no tiene un pelo de tonto.) Lía dicho:
– Maestro, ¿puedo ayudaros?
A lo que le he respondido:
– Sí, yéndote a casa. Ahora.
Se ha retirado de mala gana. Yo entre tanto me he consagrado por entero a la tarea de resolver el problema que me ocupa.
La primera vez que vi a Loup fue el Domingo de Ramos, cuando él estaba esperando junto a la casa de Na Berengaria. No me había seguido hasta allí; de haber sido así, yo lo habría detectado. Lo que me he preguntado, por tanto, ha sido: ¿qué lo llevó a aquel sitio en particular en aquel momento en particular? ¿Sabía, quizá, que me esperaban? ¿O le habían encargado que vigilase la casa y viese quién entraba en ella?
A la salida de la reunión me siguió hasta mi casa. ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no a Guillaume o a Perrin o a Blaise? Porque yo era una cara nueva, quizá.
Es muy posible que alguien más haya estado vigilando a los amigos de Na Berengaria. Alguien que emplee a Loup como espía. Alguien que además, muy probablemente, lo utilice como portador de cartas falsas.
No es Jean de Beaune, eso ya lo he decidido. Tampoco es Bernard Gui.
¿Quién, entonces?
Es evidente que tenía que descubrirlo. También tenía que descubrir si Sejan Alegre me había mencionado a su primo Berengar Blanchi. Tal vez no. Si lo hubiera hecho, ¿por qué iba Berengar a ocultárselo a Na Berengaria? Pese a todo, me sentía inquieto. No me gustan las coincidencias. No me gusta que Berengar Blanchi haya ido a consultar a Sejan después de visitar la tienda de los Donas. Me parece que todo esto huele a conspiración.
He continuado mis paseos de un lado para otro maldiciendo mi ignorancia. No veía la forma de interrogar a los sospechosos sin delatarme un poco. El soborno ha sido siempre un riesgo terrible. Si yo abordara a Loup y le pagase la información, ¿qué le impediría informar del hecho a su amo? Nada, a no ser que yo me sirviese también de la extorsión. Y según mis noticias, él era tan virtuoso como santa Catalina.
De pronto se me han abierto los ojos. ¡El portero simpático! Me he precipitado inmediatamente sobre este diario y he retrocedido unas cuantas entradas hasta llegar a la descripción del portero gordo y jovial que me franqueó la entrada en el hospital de San Justo.
En un momento de imprevisión había empleado la expresión «palo torcido». Sus palabras exactas, según las había registrado en el diario, eran: «Pasad, pasad. Sentaos y poneos cómodo. Entre nuestros hermanos no encontraréis ningún palo torcido, ya que nos encanta recibir con los brazos abiertos a todo aquel que llama a nuestra puerta».
Ahora bien, en este contexto, un «palo torcido» significa una persona amenazadora. No es expresión corriente, por lo menos en estas latitudes, pero la he oído entre los cataros de mi tierra. Cuando un creyente entra en una casa catara, su primera expresión acostumbra a ser: «¿Hay aquí algún palo torcido?», como queriendo preguntar si puede hablar con entera libertad. A lo que se le responde, en caso de que esté en ambiente seguro: «Haced lo que os plazca». O, si no es seguro: «Podéis sentaros».
Es evidente, pues, que el portero del hospital de San Justo había sido cátaro o se había mezclado con cataros en algún momento de su vida. También he entendido que podía haber empleado, sin conocer su verdadero significado, el término «palo torcido». He pensado, con todo, que sería sensato desafiarlo. Si no lo conocía, yo no arriesgaba nada. Y si podía doblegarlo a mi voluntad, sería una fuente de información perfecta en lo tocante a los visitantes de Loup.
Con el fin de protegerme, he bajado a la bodega a buscar la carta de recomendación de Bernard Gui. Pero no me he encaminado directamente a la plaza Caularia. Había hecho mi visita anterior a última hora del día; no quería aparecer por San Justo para encontrarme con que mi portero no estaba en su puesto por algún motivo litúrgico. Así pues, me he entretenido poniendo al corriente este diario hasta que las campanas de San Sebastián me han indicado que ya podía acercarme al hospital con todas las garantías de que encontraría a mi presa custodiando la puerta.
Camino del hospital, he vigilado que no me siguiera nadie, he vuelto varias veces sobre mis pasos y he dado vueltas por todo el barrio de los canónigos antes de regresar al hospital. Incluso me he colado en Belén y, subrepticiamente, he vuelto mi capa del otro lado. Pese a no haber visto a nadie sospechoso, observo muchísimas precauciones. Por algo he decidido proceder como si estuviera en pleno corazón de la montaña, con herejes y asesinos acechándome detrás de cada peñasco.
Al llamar a la puerta del hospital, la ha abierto el hombre cuya cooperación estaba buscando. Me ha reconocido y me ha acogido con una gran sonrisa:
– ¡Ah, nuestro bienhechor! -ha exclamado.
A lo que yo he replicado.
– ¿Qué podemos hacer para ser mejores?
Era una prueba y la ha fallado. Ya he dicho que este saludo es una especie de contraseña mediante la cual los creyentes y perfecti cataros se reconocen mutuamente. Sin duda el portero lo sabía. Pero, cogido por sorpresa, ha sido incapaz de ocultar su horror. Su expresión ha cambiado. Han desaparecido los hoyuelos de sus mejillas. Por instinto, ha tratado de cerrar de un portazo.
Pero yo se lo he impedido lanzándome contra los paneles de roble.
– Dejadme entrar -he murmurado, y me he introducido a través de la rendija que se esforzaba en eliminar- y no sufriréis daño alguno.
Hay que atacar sin previo aviso, sobre todo si uno es hombre de baja estatura; de ese modo confunde al contrincante y no le da tiempo a recurrir a su ingenio. Confundido y asustado, el portero no ha tenido más remedio que franquearme la entrada. Ha dado un paso atrás y he entrado.
Después he cerrado la puerta.
– ¿ Se puede saber qué es esta locura? -me ha escupido, en un débil intento de recuperar el terreno perdido. Tenía el rostro rojo y rubicundo empapado de sudor-. ¿Qué daño me puede sobrevenir, hombrecillo?
– Ya sabes -le he dicho con voz tranquila.
– ¡No lo sé!
– Lo sabes -he insistido-. ¿De dónde eres? -Me había parecido detectar el rastro de un determinado acento-. ¿De Albi? Estás lejos de tu casa. Como yo. ¿Acaso te escondes?
– ¡Sal de aquí!
– Saldré, pero antes tienes que contestar una pregunta. -Estás… cometiendo una locura. -Ha mirado a su alrededor, temeroso de que alguien pudiera oírnos y, con este proceder, se ha delatado como el cobarde que es (a pesar de su envergadura)-. ¡O te vas o te echo!
– Si me echas, esperaré hasta que venga alguien. Tal vez será Bongratia. Y le diré lo que sé.
– ¡Tú no sabes nada! -se ha quejado el portero.
– Sé lo suficiente para despertar el interés de Germain d'Alanh. Seguro que ha de interesarle una persona que habla de palos torcidos.
Al portero se le ha descolgado la mandíbula, pero su boca no ha proferido sonido alguno. Parecía muy afectado. Consciente de que podían interrumpirnos en el momento más impensado, no le he dejado margen de maniobra.
– Si hubiera querido perjudicarte, ya lo habría hecho. Puedes estar seguro. Y también de que podría destruirte. Hace tiempo que pagué mis deudas. Si quieres, te enseño las cicatrices.
El portero ha rezongado. Se ha llevado las manos regordetas a la cara mientras yo seguía, implacable.
– Fui castigado y me arrepentí. Igual que te arrepentiste tú. Porque tú te has arrepentido, ¿verdad?
– ¡Sí! ¡Claro que sí! -ha gritado.
– Eso me figuraba. Ningún cátaro practicante puede pasar inadvertido en la misma puerta del palacio del arzobispo.
– ¡Por favor! -Se ha descubierto la cara y ha dejado ver unos ojillos húmedos y frenéticos-. ¡Estoy arrepentido! ¡Ahora soy un buen hijo de la Iglesia! Todo eso ocurrió hace muchos años… Yo era un niño entonces…
– Los inquisidores tienen buena memoria.
– ¿Qué quieres de mí? -Su voz iba subiendo de forma incontrolable; en su rostro se ha dibujado una mueca antes de que pudiera seguir hablando en un ronco murmullo-. Yo no tengo nada mío. ¡Ya lo ves!
– Lo único que quiero es que contestes a mi pregunta.
– Le he hablado con calma, pero con toda la energía que me ha sido posible-. Si me contestas, me iré y te dejaré en paz.
– ¿Qué pregunta? ¿Sobre qué? -Sobre Loup.
– ¿Loup?
– Lo conoces. Vive aquí.
El portero me ha mirado fijamente, pero estaba completamente desorientado.
– Tiene los ojos grises -he continuado-, quemaduras en las manos y lleva el cabello hasta aquí…
– ¡Sí, sí! ¡Conozco a Loup! ¿Qué pasa con Loup?
He aspirado profundamente para tratar de situarme. Sabía que, al revelar al portero lo que yo quería, le facilitaba una preciosa información sobre mi persona.
Si él lo hubiera sabido (y hubiera sabido qué hacer con ella), la podía utilizar en beneficio propio.
– Dime quién viene aquí a preguntar por Loup -le he dicho-. Dime quién viene a verlo.
– ¿Quién visita a Loup?
– Sí.
El portero se ha sorprendido. Peor, se ha quedado vacilante. Durante un instante terrible, he esperado que me respondiera que Loup no recibía nunca visitas.
Por fortuna, el instante ha pasado.
– Viene su amigo Leonet -ha dicho, y al hablar le han temblado las mejillas-. Leonet es un mercenario. Un mal tipo.
– ¿Alguien más?
– Loup no tiene familia. Lo sabes, ¿verdad?
– ¿ Quién más?
– Los curas a veces se sirven de él. Cuando necesitan llevar algo de aquí para allá, trasladar alguna cosa, suelen venir por aquí.
– ¿Qué curas? -He tragado saliva debido a la excitación-. Descríbeme a esos curas.
– ¿Que los describa? -Si le hubiera dicho que los matara no habría aparecido reflejada en su cara tanta desesperación mezclada con un sentimiento de incredulidad-. A mí todos los curas me parecen iguales -ha protestado-. Los que viven al otro lado de la calle, en el claustro.
– ¿Sabes nombres?
– Padre Sejan Alegre. Padre Etiennet Cuissard. Pero el padre Etiennet murió -ha añadido el portero-. Una gran pérdida para San Justo.
– ¿Cuándo? ¿Cuándo murió?
– El año pasado. Hace mucho tiempo. Creo que fue el Día de la Ascensión.
– ¿Algún otro cura? ¿Y monjes? ¿Y frailes? -No.
– ¿Cuándo estuvo aquí el padre Sejan por última vez?
El portero ha parpadeado.
– Esta mañana -ha dicho-. ¿Por qué?
– ¿Y Leonet, el mercenario?
– No sé… ¿La semana pasada?
– Gracias -ha sido mi respuesta-. Puedes estar tranquilo, guardaré el secreto -le he asegurado mientras daba media vuelta para marcharme. Su sorpresa era manifiesta.
– ¿Eso es todo? -ha preguntado.
– Sí.
– ¿Y juras que no se lo dirás a nadie? Me he parado en el umbral y mi mano ha planeado sobre el cerrojo.
– Juro en nombre de la santa Virgen que nada de lo que yo diga permitirá acusarte de herejía. -Esa ha sido mi promesa.
Me curaba en salud, porque no se puede condenar a ningún hereje en virtud tan sólo de la acusación jurada de un solo testigo. Pero en todo caso mi misión se reduce a cazar beguinos activos. Bernard Gui no me manifestó gran interés por los cataros arrepentidos.
No obstante, si él me preguntara, no le mentiría. Hasta entonces, sin embargo, quiero olvidar los antiguos pecados del portero. Son mucho más importantes las actuales transgresiones de Sejan Alegre.
Aquel cura es ubicuo. Habló con Berengar Blanchi. Está al corriente de mi interés por Jacques Bonet. Confió a Loup la carta falsificada, aunque él no la falsificó, de eso estoy seguro.
Es posible que incluso diera instrucciones a Loup para que me siguiera hasta mi casa el Domingo de Ramos. Y ahora que lo pienso, el Domingo de Ramos fue dos días después de que Sejan Alegre viniera por primera vez a mi tienda con el pedido de los pergaminos. Si entonces encargó el pergamino, debió de ser porque el informe del arzobispo ya estaba preparado para serme enviado.
Así pues, entonces Sejan habría tenido motivos para sospechar.
No hay duda de que Sejan Alegre conoce a alguien en el priorato dominico, puesto que sólo una persona perteneciente al priorato pudo falsificar aquella carta. Y sólo alguien del priorato podía estar al corriente de mi encuentro con Bernard Gui. Sejan Alegre tiene que saber, por tanto, que yo soy el familiar de mi maestro.
¿Acaso explica eso la misteriosa convocatoria? A lo mejor el padre Sejan es un beguino secreto. A lo mejor quiere atraerme fuera del bullicio de las calles de Narbona para así poder asesinarme (con la colaboración de algún dominico simpatizante). Pero si me teme, ¿por qué no informa a los demás beguinos? Estoy seguro de que no los ha informado. Si lo hubiera hecho, Na Berengaria se habría horrorizado al indicarle yo que el Viernes Santo me acompañarían a visitarla a su casa cuatro fornidos herreros.
Puede haber otra explicación. Puede ser que Germain d'Alanh haya descubierto información vital para mis pesquisas y haya pedido a su escribiente, Sejan Alegre, que me la transmita de manera subrepticia. Es muy posible que el inquisidor arzobispal haya encargado al padre Sejan que me vigile. O incluso que se lo haya encargado Jean de Beaune.
Me queda hasta el lunes para decidir. Tres días. Para entonces debo tener pensada una estrategia.