9

Esa noche cené en platos de oro en el palacio de Agga el rey, y así empezó mi estancia de cuatro años en Kish.

Agga me recibió cálidamente: no sé si por respeto a mi padre, o por una hábil intención de utilizarme contra Dumuzi. Es muy probable que por ambas cosas, porque era un hombre de honor, como me habían dicho, pero también era en cada fibra de su cuerpo un monarca, cuya intención era utilizar todo lo que llegara a sus manos en beneficio de su ciudad.

Era un hombre robusto de rosada piel, carnoso y de amplia cintura, amante de la cerveza y la carne. Su cabeza estaba totalmente desprovista de pelo. Se la hacía afeitar cada mañana en la habitación del trono de su palacio, ante una audiencia de cortesanos y funcionarios. Las hojas que utilizaban sus barberos estaban hechas de un metal blanco que nunca antes había visto, y eran muy afiladas. Agga dijo que era hierro, lo cual me sorprendió, porque tenía entendido que el hierro era un material mucho más oscuro y que no tenía mucha utilidad: es blando y no puede mantener un borde afilado. Pero más tarde le pregunté a un chambelán, que me dijo que era una clase especial de hierro que había caído del cielo en la región de Dilmun, y estaba mezclado con otro metal sin nombre que era el que le daba su color y su dureza especiales. Muchas veces desde entonces he deseado temer una provisión de ese metal para mis armas, y el secreto del trabajarlo, pero he sido incapaz de conseguir ninguna de las dos cosas.

Sea como sea, nunca he visto a un hombre tan apuradamente afeitado como Agga. Los altos funcionados de su trono también llevaban el cráneo” afeitado, excepto aquellos cuyos antepasados se remontaban a los pueblos del desierto, cuyo denso y rizado pelo resulta demasiado difícil de afeitar. Puedo comprender eso, porque mi pelo es similar, como lo era el del Lugalbanda. Supongo que debe haber algo de sangre del desierto en mí: mi altura y la textura de mi pelo y barba parecen confirmar esa suposición, aunque mi nariz no es tan aguileña y afilada como la de ellos Casi todas las ciudades de la Tierra tienen a varios de esos descendientes de los hijos del desierto dentro de sus murallas, y en Kish había más que en ningún otro lugar que haya visto nunca. Debían representar casi la mitad de la población, y oía su lenguaje, tan distinto del nuestro, casi tan a menudo como oía éste.

Agga sabía que yo había tenido que huir de Dumuzi. Parecía saber mucho de lo que ocurría en Uruk; mucho más, de hecho, que yo. Pero no me resultaba sorprendente que un rey tan poderoso como Agga mantuviera una red de espías en la ciudad que era su mayor rival. Lo que me sorprendió fue la fuente de donde procedía su información. Pero eso no lo supe hasta mucho más tarde.

—¿Qué hiciste para que el rey se volviera de este modo contra ti? —me preguntó Agga.

Eso era lo mismo que yo me había estado preguntando. Era extraño que Dumuzi decidiera de pronto considerarme como un enemigo, después de prestar tan poca atención a mi persona durante los seis o siete años transcurridos desde la muerte de mi padre. Durante ese tiempo yo no había desafiado de ningún modo su poder. Aunque era fuerte y alto por encima de mi edad, todavía estaba muy lejos de cualquier tipo de protagonismo en el gobierno de la ciudad. Seguro que tanto Dumuzi como los demás eran muy conscientes de eso. Si alguna vez en mi niñez había alardeado de que me convertiría en rey algún día, sólo habían sido charlas de niños, mientras el reinado de mi padre Lugalbanda estaba aún fresco en mi memoria. Todos los sueños de poder real que hubiera podido tener desde entonces —y no podía negar que los había tenido—, había sabido mantenerlos enteramente para mí.

Pero mientras me sentaba a la mesa de Agga considerando estas cosas, recordé que había alguien más en Uruk que se había dedicado al pasatiempo de predecir mi destino, y que parecía no tener ninguna duda de que yo sería rey. ¿Acaso no me había susurrado los placeres que íbamos a compartir cuando llegara ese día? ¿Acaso no había ido tan lejos como a imaginar el nombre bajo el cual iba yo a reinar?

Y estaba muy cerca de los oídos de Dumuzi.

—¿Qué pensaría Dumuzi —le pregunté a Agga— si llegara a sospechar que el divino Lugalbanda ha entrado en mi alma, y que su divino espíritu residía ahora en mí?

—Ah, ¿es ése el caso? —dijo rápidamente Agga, con ojos brillantes.

Tomé mi jarra de cerveza y di un sorbo, y no ofrecí ninguna respuesta.

Al cabo de un momento, y tras observarme atentamente, dijo:

—Si ése fuera el caso, o si Dumuzi creyera simplemente que era el caso…, bien, entonces creo que parecerías alguien muy peligroso a sus ojos. Sabe muy bien que él no vale ni cinco pelos de la barba de tu padre. Teme incluso el nombre de Lugalbanda. Sin embargo, Lugalbanda muerto no constituye ninguna amenaza para el trono de Dumuzi.

—Sí, seguramente es así. —Ah —dijo Agga, sonriendo—, pero si llegara saberse en Uruk que el espíritu del gran y valeroso Lugalbanda había ido a residir al fornido cuerpo del noble hijo de Lugalbanda, y si ese hijo estuviera creciendo hacia una edad en que podía esperar jugar algún papel en el gobierno de la ciudad…, bien, sí entonces parecerías alguien peligroso a los ojos Dumuzi, alguien realmente peligroso…

—¿Lo bastante peligroso como para hacerme asesinar?

Agga volvió hacia arriba las palmas de sus manos.

—¿Qué dice el proverbio? ¿“El cobarde ve leones allá donde los valientes solo ven gatos”? Yo, si fuera Dumuzi, no tendría miedo al fantasma de Lugalbanda. Pero yo no soy Dumuzi, y él ve las cosas de distinta manera. —Me sirvió más cerveza, haciendo un gesto al esclavo de que se alejara y llenando él mismo la jarra—. Si de hecho es Lugalbanda el dios que te ha elegido, y no me sorprendería que ése fuera el caso, entonces sabes que lo menos prudente que puedes hacer es permitir que Dumuzi tenga alguna sospecha de ello.

—Sí, lo comprendo. Pero, haya sabido lo que haya sabido Dumuzi, no lo ha sabido por mí.

—Lo ha sabido por alguien, sin embargo, y ese alguien tiene que haberlo sabido por ti. ¿No es así?

Asentí con la cabeza.

—Entonces has hablado negligentemente con algún amigo que no es un amigo, y has sido traicionado, ¿eh? ¿No es así?

Dije con los labios apretados:

—¡Le pedí que no dijera ni una palabra de ello a nadie! Pero ella no me lo prometió. De hecho se puso furiosa cuando le pedí que me lo prometiera.

—Aja. ¿Ella?

Mi rostro enrojeció.

—Te estoy diciendo más de lo que debería revelar.

Apoyó una mano encima de la mía.

—¡Muchacho, muchacho, no me estás diciendo nada que ya no sepa! Pero aquí estás a salvo de Dumuzi. Estás bajo mi protección, y ninguna traición puede alcanzarte en mi ciudad. Vamos. Vamos, toma más cerveza. ¡Qué dulce brebaje es éste! La cebada con la que se fabrica está reservada enteramente para uso del rey. ¡Vamos, bebe, muchacho, bebe! ¡Bebe!

Y bebí, y bebí un poco más. Pero mi mente seguía clara, porque ardía con una rabia que quemaba toda embriaguez que hubiera podido provocarme la cerveza de Agga. No cabía la menor duda de que ella había ido corriendo a Dumuzi con la historia al momento mismo de saberla de mi boca, sin pensar ni una sola vez que con ello me estaba traicionando y poniendo en peligro mi vida. ¿O era eso lo que pretendía? ¿Traicionarme? ¿Por qué? No podía ver ninguna razón para ello. Quizá había sido mera imprudencia el que le dijera a Dumuzi aquello que yo le había suplicado que no revelara a nadie. Pero también podía haber seguido algún designio demasiado sutil para que yo lo comprendiera. No entendía nada de todo aquello, sólo que tenía que haber sido ella quien había provocado mi exilio revelando mí secreto al hombre que más probablemente podía verse amenazado por él. En ese momento ardía tanta rabia en mi interior que si ella hubiera estado a mi alcance la hubiera estrangulado, por muy sacerdotisa que fuera.

La furia se calmó al cabo de un rato. Permanecimos sentados juntos hasta última hora de la noche, Agga y yo, y él me contó historias de sus guerras con Lugalbanda, y del día en que ambos se habían enfrentado en combate singular fuera de las murallas de Kish, con las hachas golpeando contra los escudos hora tras hora hasta que llegó la oscuridad, sin que ninguno de los dos hubiera podido infligirle una herida al otro. Siempre había tenido a mi padre en la más alta consideración, dijo, incluso cuando juraron ser enemigos hasta la muerte. Luego ordenó que fuera abierto otro barril de cerveza —yo estaba sorprendido de la forma en que bebía; no era extraño que tuviera tanta carne sobre sus huesos—, y a medida que se volvía nebuloso con el alcohol también lo hacían sus historias, hasta el punto que apenas podía seguirlas. Empezó a hablar de las campañas de su propio padre Enmebaraggesi y las de mi abuelo Enmerkar, historias de guerras disputadas cuando él apenas era un niño, y luego derivó a una serie de confusas leyendas de la antigua Kish que implicaban a reyes que sólo eran nombres para mí, y nombres extraños además: Zukakip, Buanum, Mashda, Arurim, y otros. Mientras la embriaguez y el sueño le iban venciendo, yo me sentía cada vez más despierto. Pero tuve la impresión de que estaba mucho menos nebuloso de lo que parecía, y que no dejaba de observarme con una atenta vigilancia: porque no debía olvidar que aquel viejo que tenía delante era rey de Kish, el gran gobernante de una gran ciudad, el superviviente de un centenar de sangrientas batallas, el hombre más astuto, quizá de toda la Tierra.

Me asignó una serie de estancias dentro del palacio real, todas ellas muy espléndidas, y me envió concubinas en cualquier cantidad que yo deseara; y al cabo de un tiempo me concedió una esposa. Su nombre era Ama-sukkul. Era una hija de sus propias ingles, nacida de una de sus sirvientas, de trece años y virgen. Cuando me la ofreció no supe qué decir, porque no estaba seguro de la conveniencia de casarme con una mujer de una ciudad extraña; y pensé que debía obtener al menos el consentimiento de mi madre Ninsun. Pero Agga tenía la fuerte convicción de que un príncipe visitante de Uruk no debía permanecer en Kish sin esposa. No era difícil ver que lo ofendería profundamente si despreciaba su hospitalidad mostrando) desdén hacia su hija. Un matrimonio en Kish, estimé, no iba a representar ninguna atadura en mi ciudad natal, si alguna vez estimaba deseable liberarme de él. Así que tomé a la primera de mis esposas. Ama-sukkul era una muchacha alegre, de pechos redondos y sonrisa dulce, aunque tenía poco que decir: creo que no habló ni una sola vez, excepto para responder a algo, en todo el tiempo de nuestro matrimonio. Me hubiera gustado estar más unidos. Pero los dioses no me han dado la buena suerte de abrir mi corazón a una mujer en el matrimonio. He tenido esposas, sí: un rey debe tenerlas. Pero todas han sido unas extrañas para mí. Sé por qué es así. Me atreveré a decirlo aquí, aunque lo veréis por vosotros mismos a medida que se despliegue el relato de mis años. Es porque durante toda mi vida he estado ligado de una extraña e insondable manera a esa mujer de oscura alma, la sacerdotisa Inanna, que nunca podrá ser mi esposa a la manera usual del matrimonio pero que no ha dejado sitio en mi corazón para las demás mujeres. La he amado y la he odiado, a menudo ambas cosas a la vez; y en ese forcejeo del alma me he visto tan atado a esa mujer que no he podido probar el tipo común de amor doméstico con ninguna otra. Ésa es la verdad. ¿Quién es el que cree que las vidas de los reyes y los héroes son fáciles?

Agga me ató a él de otra manera aún, obligándome a jurar una alianza que se suponía debía durar toda mi vida, aunque llegara a convertirme en rey de Uruk.

—Yo he jurado protegerte —explicó—, y tú debes jurarme a cambio lealtad.

Medité en ello, en si no estaría vendiéndole vergonzosamente Uruk convirtiéndome yo en su vasallo. Pero cuando me arrodillé en privado y pedí a Lugalbanda que me guiara, no oí nada dentro de mi alma que me dijera que era un error prestar juramento. Una cosa que tomé en consideración fue que en un cierto sentido todo el mundo en la Tierra seguía debiéndole lealtad a Kish, puesto que sobre Kish era donde había descendido por primera vez el reinado tras el Diluvio, y nunca había sido retirado formalmente por los dioses desde entonces. Así que, prestando juramento, lo único que hacía era confirmar una fidelidad que ya tenía una especie de existencia en las sombras. También cruzó por mi mente que representaría poca diferencia el que hubiera reconocido a Agga como mi señor, cuando fuera rey en Uruk, siempre que no se me requiriera pagarle tributo o someterme a sus órdenes; y no había nada en el juramento que hiciera referencia a ninguna de las dos cosas. Así que juré. Juré por la red de Enlil mi lealtad al rey de Kish.

Mi regreso a Uruk en un plazo de días o semanas, como había imaginado al principio, quedaba descartado por completo. Poco después de mi llegada a Kish, llegaron unos emisarios de Dumuzi y le pidieron a Agga, con tacto pero firmemente, que me entregara a ellos.

—El hijo de Lugalbanda es echado en falta en Uruk —dijeron, muy circunspectamente—. Nuestro rey desea su consejo, y quiere disponer de su fuerte brazo para la batalla.

—Ah —respondió Agga, haciendo girar los ojos y adoptando una expresión de profundo pesar—, pero el hijo de Lugalbanda se ha convertido también en mi hijo, y no desearía por nada separarme de él. Decidle a Dumuzi que moriría de dolor si el hijo de Lugallbanda tuviera que abandonar Kish tan pronto.

Y en privado Agga me dijo que sus espías le habían informado que Dumuzi estaba fuera de sí por el temor de que yo estuviera organizando un ejército en Kish para derrocarle. Me dijo que en Uruk había sido proclamado enemigo de la ciudad, y que seguramente sería asesinado si alguna vez caía en las garras de Dumuzi. De modo que me quedé en Kish. Pero conseguí enviarle a mi madre noticias de que estaba bien y próspero y que sólo esperaba el momento más propicio para volver a casa.

Descubrí que Kish no era una ciudad muy distinta de Uruk en muchos aspectos. En Uruk comemos carne y pan, y bebemos cerveza y vino de dátiles, y lo mismo en Kish. Tanto en Uruk como en Kish las ropas eran de lana o de lino, según la época del año, y la moda imperante era muy similar en ambos lugares. Las calles de Uruk eran estrechas y tortuosas, excepto los grandes bulevares, e iguales eran las calles de Kish. Las casas eran de techo plano en Uruk, de un piso o a veces dos, de ladrillo cocido abajo, ladrillo de barro revestido de yeso blanco arriba, y lo mismo en Kish. Los idiomas que se hablaban en Uruk eran los mismos que los que se hablaban en Kish; en Kish se escribía sobre tablillas de arcilla del mismo modo que en Uruk, y los caracteres que inscribían en ellas eran los mismos. La única diferencia, y era grande para mí, estribaba en los dioses. Los templos principales de Uruk, por supuesto, son los dedicados a Inanna y al Padre Cielo An. En Kish nadie niega la grandeza de An o el poder de Inanna; pero los templos de Kish están dedicados al Padre Enlil, el señor de las tormentas, y a la gran madre Ninhursag. Eso era lo que me resultaba extraño, hallarme constantemente en presencia de esos dioses y no de los de Uruk. Siento más miedo que amor hacia Inanna la diosa, pero también hay amor, y es difícil vivir en un lugar donde Inanna no está presente. Aunque todo puede parecer idéntico externamente, es distinto internamente: en Kish hasta el aire tiene un color distinto, y su sabor es diferente también, porque uno no respira a Inanna con cada bocanada. Fue en Kish donde obtuve finalmente un conocimiento completo de las artes de la guerra, cuyo aprendizaje había retrasado un tanto últimamente: porque me había convertido ya en un hombre en años, y más que en un hombre en tamaño y fuerza, pero nunca había probado el sabor de la batalla. Agga me proporcionó ese primer sabor, y más aún…, de hecho todo un banquete, asado y vino en grandes cantidades.

Sus guerras tenían lugar en el este, en el áspero y montañoso reino de Elam. Esta nación es rica en muchas cosas de las que nosotros carecemos enteramente en la Tierra: madera, menas de cobre y estaño, y piedras tales como alabastro, obsidiana, cornalina, ónice. Y nosotros tenemos cosas de valor para ellos: el producto de nuestros ubérrimos campos, nuestra cebada y nuestro trigo y nuestros albaricoques y limones, y también nuestra lana y nuestro lino. Así que hay buenas razones para el comercio entre Elam y las ciudades de la Tierra, pero los dioses no lo quieren así: por cada año de paz que tenemos con los elamitas, hay tres años de guerra. Descienden a las tierras bajas en incursiones constantes, y nosotros enviamos nuestros ejércitos para hacerles retroceder, y luego para quitar—, les los bienes que necesitamos.

El padre de Agga, el real Enmebaraggesi, consiguió grandes victorias en Elam y por un tiempo lo sometió al dominio de Kish. Pero en tiempos de Agga los elamitas volvieron a estar levantiscos. Ahora había guerra a todo lo largo de la frontera. Así pues, en mi segundo año de exilio partí con el ejército de Kish a esa amplia llanura barrida por los vientos tras la que se extiende Susa, la capital de Elam.

Había soñado sueños de batalla durante muchos años, desde los tiempos de mi infancia, cuando mi padre, en casa en un breve respiro entre sus guerras, me contaba historias de carros y de jabalinas. Había jugado a las batallas en los campos de Uruk, trazando planes de formaciones y conduciendo a mis compañeros de juegos en salvajes cargas contra invisibles enemigos. Pero existe un cántico de guerra que sólo los oídos de un guerrero pueden oír, un sonido agudo y penetrante que atraviesa el estancado aire corno la hoja de una espada, y hasta que has oído esta canción no eres un guerrero, no eres un hombre. No supe de esa canción hasta que la oí, por primera vez, junto a las aguas de un río llamado el Karkhah, en la Tierra de Elam.

Durante toda la noche, bajo una brillante luna, nos preparamos para el ataque, aceitando lo que estaba hecho de madera o cuero, puliendo todo lo que era de bronce hasta que resplandecía. El cielo era tan claro que podíamos ver los dioses caminar por él, grandes y oscuras figuras cornudas, azules contra la oscuridad, dando largas zancadas de nube en nube. El rostro gigantesco de An, calmado, observándolo todo, parecía llenar el cielo. El Gran Enlil estaba sentado en su trono, conjurando tormentas en distantes tierras. El poder de esos dioses era ardiente y duro en el aire, como el viento de la fiebre. Encendimos fuegos en su honor y sacrificamos bueyes, y bajaron hacia nosotros, de modo que pudimos captar la presión de su divino peso contra nuestros corazones. Y al amanecer, sin haber dormido ni una hora, me coloqué mi resplandeciente casco y me vestí con una corto faldellín de piel de oveja con una bragadura de cuero debajo y subí a mi carro como si aquel fuera mi vigésimo año en los campos de guerra.

Sonaron las trompetas. El grito de batalla rugió en doscientas gargantas:

—¡Por Agga y Enlil! ¡Por Agga y Enlil!

Oí mi propia voz, profunda y ronca, gritar esas mismas palabras, palabras que nunca hubiera imaginado que llegara a pronunciar:

—¡Por Agga y Enlil!

Y partimos llanura adelante.

El nombre de mi auriga era Namhani. Era un hombre de anchos hombros y pecho de barril de la ciudad de Lagash que había sido vendido a Kish cuando era un muchacho, y no había conocido otro negocio que la guerra: las cicatrices lo cubrían como cintas honoríficas, algunas de un color rojo furioso, algunas casi desvanecidas hacía tiempo en la oscuridad de su piel. Se volvió a mí y me sonrió justo antes de cargar. No tenía dientes, sólo cuatro o cinco muñones amarillentos y retorcidos.

Agga me había proporcionado un espléndido carro: de cuatro ruedas, no de dos ruedas como se entrega normalmente a los novicios. El hijo de Lugalbanda, me dijo, no puede montar nada menor. Para tirar de él, el rey había proporcionado cuatro robustos asnos, rápidos y fuertes. Yo mismo había ayudado a Namhani a colocarles los arreos, asegurando las cinchas, encajando yugo y collar, sujetando las riendas a las anillas en sus belfos superiores. Eran buenos animales, pacientes, astutos. A veces me pregunto cómo sería ir a la batalla con un carro tirado por poderosos caballos de largas piernas, en vez de por nuestros plácidos asnos: pero soñar en uncir caballos, esos salvajes y misteriosos animales del montañoso nordeste, es como soñar en uncir un torbellino. Dicen que en las tierras de más allá de Elam la gente ha hallado una forma de domesticar caballos y montarlos, pero creo que es una mentira. De tanto en tanto, en distantes regiones, he tenido atisbos de negros caballos corriendo como fantasmas por valles barridos por la tormenta. No veo ninguna forma en que esas criaturas, si es que pueden ser capturadas, puedan llegar a ser dominadas para nuestro uso.

Namhani sujetó las riendas y se inclinó hacia delante, contra la piel de leopardo que cubría el armazón del carro. Oí el gruñir del eje, el crujir de las ruedas de madera. Luego los asnos cogieron el ritmo y mantuvieron un paso regular, y avanzamos bamboleándonos sobre la suave y esponjosa tierra hacia la oscura línea de elamitas que aguardaban a lo largo del horizonte.

—¡Por Agga! ¡Por Enlil!

Y yo, gritando con todos los demás, añadí mis propios gritos de guerra:

—¡Lugalbanda! ¡Padre Cielo! ¡Inanna! ¡Inanna! ¡Inanna!

El mío era el quinto carro: un gran honor, porque los cuatro que iban delante del mío pertenecían al general y a tres de los hijos de Agga. Ocho o diez más venían detrás de mí. Tras los resonantes carros avanzaban las columnas de soldados de a pie, primero la pesada infantería, protegida por cascos y gruesas capas de fieltro negro, con hachas en las manos, y luego los ágiles escaramuceros, completamente desnudos, llevando sus lanzas o espadas cortas. Mi propia arma era la jabalina. Tenía una docena de ellas, largas y ligeras, magníficamente fabricadas, en mi carcaj. También llevaba un hacha de doble filo para defenderme cuando se me hubieran agotado las jabalinas, y una pequeña espada, poco más que una daga, muy manejable, por si todo lo demás me fallaba.

Mientras avanzábamos a la carga hacia el enemigo, oí por encima del viento una música como ninguna otra música que hubiera oído antes: una sola nota, fuerte y penetrante, que empezó sorprendentemente débil pero creció y creció hasta llenar todo el aire. Era algo parecido a los agudos sonidos que hacen las mujeres cuando se plañen de la muerte del dios Dumuzi en el festival de la cosecha; pero aquél no era un sonido plañidero. Era vibrante y feroz y jubiloso, y de él brotaban luz y color. No necesité que nadie me dijera qué música era aquella: era la canción de batalla, que brotaba de todas nuestras almas al unísono. Porque nos habíamos fundido ahora en una única criatura con una sola mente, todos los que cargábamos contra los elamitas, y del calor de esa fusión brotaba la silenciosa canción que sólo los guerreros pueden oír. Al mismo tiempo sentí el aura del dios descender sobre mí, el sonido zumbante que comportaba, el resplandor dorado, la sensación de algo enormemente extraño, que me decía que Lugalbanda se agitaba dentro de mí. Me mantuve firme y tuve la sensación de que era una roca sumergida en un oscuro río de rápida corriente, pero no sentí miedo. Quizá mi consciencia me abandonara por un instante. Pero casi al momento siguiente fui plenamente consciente de nuevo, tan consciente corno nunca lo había estado en mi vida. Avanzamos a todo galope hacia la línea elamita.

Los elamitas no poseen carros. Lo que tienen es un gran número de guerreros, y gruesos escudos, y una tosquedad de alma que algunos pueden llamar estupidez, pero que creo que es auténtica valentía. Permanecían densamente apretados delante de nosotros, hombres de recias barbas con ojos tan oscuros como un mes sin luna, vestidos con chaquetillas de cuero gris y sujetando feas lanzas de un modo enmarañado. No tenían rostros: sólo ojos y pelo. Namhani lanzó un gran grito que era casi un rugido y condujo mi carro directamente hacia el centro de la línea.

—¡Enlil! —gritamos—. ¡Agga! —Y yo—: ¡Inanna! ¡Inanna!

La diosa guerrera nos precedía, derribando elamitas como los palos de un juego. Cayeron chillando ante los cascos de los cuatro asnos, y el carro se alzó y cayó como una nave abriéndose paso entre aguas turbulentas mientras las ruedas pasaban sobre los cuerpos caídos. Namhani esgrimió una gran hacha de largo mango con una afilada hoja curvada hacia dentro, tajando con ella los cuerpos de los lanceros elamitas que se atrevían a acercársenos. Yo aferré el mango de una jabalina en cada mano y apunté. Lugalbanda me había dicho muchas veces que la tarea de la vanguardia es destruir el espíritu del enemigo, de modo que los demás carros de batalla y la infantería que marcha detrás de ellos pueda avanzar más libremente. Y la mejor forma de conseguir eso, decía, es elegir a los hombres más grandes del otro bando, los oficiales y los héroes, y derribarlos los primeros.

Miré a mi alrededor. Sólo vi caos, un tumulto de formas apretujadas y lanzas que se agitaban alocadamente. Luego descubrí a mi hombre. Cuando mis ojos cayeron sobre él, la canción de batalla se hizo más fuerte y ardiente en mis oídos, y el resplandor del espíritu de Lugalbanda ardió como la llama azul que surge cuando la cepa datilera es arrojada sobre el fuego. Ése. Ahí. Mátalo, y todo lo demás será más fácil.

Él también me vio. Era un caudillo de la montaña, con el pelo como pelaje negro de un animal y un escudo que llevaba el rostro de un demonio, amarillo con resplandecientes ojos rojos. Él también había comprendido la importancia de matar primero a los héroes, y creo que me había seleccionado a mí comió su héroe, aunque por aquel entonces yo difícilmente merecía ese apelativo. Sus ojos brillaron salvajes; alzó su lanza.

Mi brazo derecho se alzó también, y arrojé la jabalina sin la menor vacilación. La diosa afinó mi puntería: la jabalina se clavó en su garganta, en el angosto lugar entre su barba y el borde superior de su escudo. La sangre brotó de sus labios y sus ojos giraron desaforadamente. Dejó caer su lanza y se derrumbó hacia atrás, agitando furiosamente las piernas.

Un gran grito, como el suspiro de un enorme animal, brotó de los hombres que le rodeaban. Varios se inclinaron para arrastrarlo hasta un lugar seguro. Eso abrió un hueco en los rangos elamitas, y Namhani se apresuró a meter el carro por ahí. Lancé una segunda jabalina con mi mano izquierda con la misma puntería que la primera, y otro alto guerrero se derrumbó. Entonces nos hallamos en el corazón de las fuerzas enemigas, con otros cuatro o cinco carros flanqueándonos. Vi a los hombres de Kish mirarme y señalar, y aunque no pude oír lo que estaban diciendo, estaban haciendo el signo de los dioses hacia mí, como si vieran un manto divino en el aire sobre mi cabeza.

Usé todas mis jabalinas y no desperdicié ninguna. Bajo la fuerza de la carga de los carros, los elamitas se sumieron en confusión, y aunque lucharon valientemente su causa estaba perdida desde los primeros minutos. Uno de ellos consiguió llegar hasta mi carro y lanzar un tajo contra el asno de la izquierda, hiriéndole gravemente. Namhani derribó al hombre con un golpe de su hacha. Luego, saltando por encima de la lanza del carro, el bravo auriga cortó las correas con su espada corta, liberando al animal herido para que no nos frenara. Un elamita se situó a sus espaldas con la lanza apuntando a los hombros de Namhani, pero lo derribé con un golpe de mi hacha, y me volví justo a tiempo para enterrar el mango de mi hacha en el vientre de uno que había saltado al carro desde atrás. Aquellos fueron los únicos momentos de peligro. Los carros iban de un lado para otro, y dieron la vuelta para caer sobre el enemigo desde la retaguardia, y por aquel entonces nuestros soldados de a pie ya estaban en acción, avanzando en una temible falange de once hombres de ancho. Así transcurrió el día para Kish. A la caía de la noche el río corría rojo de sangre y celebramos una alegre fiesta, mientras los arpistas cantaban nuestro valor y el vino corría sin parar. Al día siguiente nos tomó casi hasta el atardecer dividir el botín, tanto había.

Combatí en nueve batallas y seis escaramuzas menores en aquella campaña. Después de la primera batalla, mi carro mereció ocupar la segunda posición, detrás del general pero delante de los de los hijos del rey. Ninguno de los hijos del rey se mostró irritado conmigo por eso. Recibí algunas pequeñas heridas aquí y allá, pero no fueron nada importante, y allá donde arrojaba mi jabalina costaba la vida de algún enemigo. Por aquel entonces no había cumplidlo los quince años; pero soy de sangre divina, y eso constituye una diferencia. Incluso mis propios hombres parecían asustados de mí. Cuando vencimos nuestra tercera batalla el general me llamó aparte y dijo:

—Luchas mejor que nadie que haya visto nunca. Pero hay una cosa que me gustaría que no hicieras cuando te encuentres en medio del enemigo.

—¿De qué se trata?

—Arrojas tu jabalina con cualquiera de tus dos manos. Querría que la arrojaras con una mano o la otra, pero no con las dos.

—Pero puedo hacerlo igual de bien con la derecha que con la izquierda —dije—. Y creo que siembra el terror entre el enemigo cuando me ven hacerlo.

El general sonrió débilmente.

—Sí, lo hace. Pero mis soldados también lo ven. Están empezando a pensar que eres algo más que un mortal. Creen que tienes que ser un dios, porque ningún hombre puede luchar de la forma que tú lo haces. Y eso puede crearme problemas, ¿entiendes? Es una gran cosa tener a un héroe entre nosotros cuando vamos a la batalla, sí; pero puede ser muy descorazonador tener a un dios en nuestras filas. Cada soldado espera realizar cada día milagros de valor, y esa esperanza refuerza su brazo en el campo de batalla. Pero cuando sabe que nunca podrá convertirse en el héroe del día, porque está compitiendo con un dios, eso mina su espíritu y pone un gran peso en su corazón. De modo que arroja tus jabalinas con la derecha, hijo de Lugalbanda, o con tu izquierda, pero con una o con la otra, no con las dos. ¿Has entendido?

—He entendido —dije. Y a partir de entonces intenté usar sólo mi derecha para arrojar la jabalina, en bien de los demás hombres. En el ardor de la batalla, sin embargo, no resulta siempre fácil recordar que uno ha prometido usar sólo una mano determinada para luchar. A veces, cuando cogía una jabalina lo hacía con mi izquierda, y hubiera sido una pérdida de tiempo pasarla a la derecha antes de arrojarla. De modo que, al cabo de un cierto tiempo, dejé de preocuparme por aquellos asuntos. Vencimos en todas las batallas.

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