21

Avanzamos rápidamente alejándonos de las cálidas tierras bajas, dejando a nuestras espaldas los bosquecillos de palmeras datileras y el dorado seno del desierto, y ascendimos hacia la fría y verde región alta del este. Viajamos a marchas forzadas desde el amanecer hasta el anochecer, cruzando siete montañas una tras otra sin pausa, hasta que finalmente los bosques de cedros se irguieron ante nosotros, incontables legiones de árboles que se alineaban en las laderas de la escabrosa tierra que se abría ante nosotros. Nos resultaba extraño ver tantos árboles, puesto que la Tierra tenía muy pocos. Hacían que las escarpadas colinas parecieran casi negras. Parecían como un ejército hostil, aguardando tranquilamente para masacrarnos.

Había otra cosa sumamente extraña en aquellas escarpaduras como colmillos y rocosas barrancas: los fuegos de los dioses desterrados y de los demonios que brotaban de las piedras aquí y allá, y su densa efusión, negra y oleosa, que avanzaba deslizándose hacia nosotros como las lentas serpientes del mundo inferior. Porque estábamos entrando en la región que es conocida como la Tierra de los Rebeldes, donde fueron exiliados los dioses que se alzaron contra Enlil. Aquí arrojaron los victoriosos guerreros Enlil y Ninurta y Ningirsu a sus derrotados enemigos en esa gran batalla que libraron los dioses hace mucho tiempo; y aquí moran todavía, gruñendo y murmurando y agitando la tierra, lanzando aún sus grandes estallidos de humo y fuego y dejando que sus oleosas serpientes supuren de las profundidades del suelo. A cada paso que dábamos penetrábamos más profundamente en aquel oscuro reino, sabiendo durante todo el tiempo que una serie de siniestras deidades de furiosos ojos rojos bufaban y escupían bajo nuestros pies.

Sin embargo, no podíamos permitirnos tener miedo. Nos deteníamos en los momentos adecuados y efectuábamos los ritos adecuados a Utu, a An, a Enlil, a Inanna. Cuando acampábamos por la noche cavábamos pozos y dejábamos que las sagradas aguas brotaran a la superficie como ofrendas. Finalmente, antes de dormirme, invocaba a Lugalbanda y tomaba consejo de él, porque él había estado personalmente en aquellas tierras, y había sufrido grandemente a causa de los humos nocivos y los estallidos de los dioses rebeldes. Su presencia era un gran consuelo en mi interior.

Enkidu conocía bien aquella región. Como la criatura salvaje que antes había sido, nos guió a través de las interminables leguas sin señalizar, sin ningún error. Nos llevó rodeando lugares que habían resultado quemados y ennegrecidos por el ardiente aliento de peligrosos espíritus. Nos condujo más allá de regiones donde el terreno se había deslizado y roto y alzado y resultaba infranqueable. Nos llevó pasadas profundas extensiones de oleosa materia que se extendían como negros lagos sobre el seno de la tierra. Nos acercábamos más y más al propio corazón del bosque, al dominio del demonio Huwawa.

Ahora estábamos entre los primeros cedros. Si hubiéramos venido sólo por madera, supongo que hubiéramos podido talar veinte o sesenta árboles y regresar felizmente con ellos a Uruk, proclamando nuestro triunfo. Pero no habíamos venido sólo por madera. —Hay una gran puerta ahí, que sella el interior del sagrado bosque —dijo Enkidu—. Ya estamos muy cerca de ella.

—¿Y Huwawa? —pregunté.

—Al otro lado de la puerta, no muy lejos.

Le miré de cerca. Su voz era fuerte y firme, pero todavía no me sentía completamente seguro de él. No deseaba herir su orgullo; pero al cabo de un momento pregunté:

—¿Va todo bien hasta ahora, Enkidu?

Sonrió y dijo:

—¿Te parezco pálido? ¿Me ves temblar de miedo, Gilgamesh?

—En Uruk te oí hablar con gran respeto de Huwawa. No hay forma de escapar de él, dijiste. Es un monstruo más allá de todo lo imaginable, dijiste. Cuando rugió, creíste que ibas a morir de terror. Eso fue lo que dijiste.

Enkidu se encogió de hombros.

—Quizá dije todas esas cosas en Uruk. En las ciudades los hombres se vuelven blandos. Aquí siento que vuelven mis fuerzas. No hay nada a lo que temer, amigo mío. Sígueme: sé dónde mora Huwawa, y los caminos que recorre. —Y apoyó una mano en mi brazo y le dio un apretón, y pasó fuertemente un brazo en torno al mío.

Un día más tarde llegamos al muro del bosque, y a la gran puerta.

Me había estado preguntando acerca de aquel muro desde que Enkidu me hablara por primera vez de ella. La Tierra de los Cedros se halla en la línea fronteriza entre la Tierra y el país de los elamitas, y su propiedad se hallaba en disputa al menos desde los días de Meskiaggasher, el primer rey de Uruk. Puesto que se trata de un territorio no cultivable, nunca hemos intentado tomar posesión formal de él, pero siempre que hemos necesitado madera de cedro hemos entrado libremente en él y tomado toda la que precisábamos. El asunto empezaba a ser serio si alguien estaba erigiendo muros en el bosque. Una cosa es que Enlil decida apostar algún terrible demonio ígneo allí para que proteja los árboles en su nombre: no tengo nada que decir a lo que Enlil haga. Pero no toleraría que cualquier rey de la montaña elamita de negra barba empiece a erigir muros con la intención de reclamar todo el bosque para sus sucias y harapientas tribus. En el momento en que vi el muro supe que eran los elamitas y no Huwawa o cualquier otro espíritu quienes lo habían erigido. Tenía en él la marca de los hombres, y no de unos hombres excesivamente hábiles en asuntos de construcción. Troncos de cedro, torpemente ajustados entre sí e indiferentemente atados con juncos, se apilaban de forma confusa a lo largo de un sinuoso sendero que se extendía en ambas direcciones hasta donde el ojo podía alcanzar: la rosada madera de los árboles quedaba tristemente expuesta, como si los troncos hubieran sido desollados en vez de cepillados. Sentí que la furia crecía dentro de mí a la vista de aquel torpe muro. Miré a mis hombres y dije: —Bien, ¿derribamos esta mezquina construcción y entramos en el bosque?

—Primero deberías ver la puerta —dijo Enkidu.

La puerta estaba a media legua hacia el sur. Incluso antes de alcanzarla la sorpresa me hizo jadear. Se alzaba muy alta por encima del muro, era más una torre que una puerta, y era soberbia en todos sus aspectos. Aquella puerta no hubiera desentonado con las murallas de Uruk. También era de cedro, desbastado y cepillado con mano maestra, y encajado con gran habilidad. Sus goznes y aldaba eran magníficamente lisos y pulidos y su gran jamba estaba soberbiamente encajada.

—¡Una puerta de los dioses! —exclamó Bir-hur-turre—. ¡Una puerta puesta por el propio Enlil en persona!

—Una puerta que ningún elamita puede haber construido, en cualquier caso —dije yo, acercándome para inspeccionarla. Realmente era perfecta. No sólo estaba construida sin ningún fallo, sino que estaba magníficamente adornada: tallados en la madera finamente secada de su parte exterior había monstruos y serpientes y dioses y diosas, en dibujos elamitas que recordaba haber visto en los escudos de los guerreros que había abatido en las campañas de Agga de Kish. Montados muy arriba, en la parte superior de la puerta, había tres enormes cuernos colocados muy juntos, muy parecidos a los enormes cuernos que los elamitas tallan y colocan en las fachadas de sus templos. Y descendiendo por los costados había inscripciones en la bárbara escritura elamita, extrañamente derivada de nuestra propia escritura: dibujos de animales, jarrones, jarras, estrellas, montañas y muchas otras cosas, amontonándose en alguna especie de declaración indescifrable para mí. La talla era perfecta, pero parecía una forma estúpida de escribir aquel loco amontonamiento de imágenes.

Entonces vi algo que me irritó, muy abajo en la parte izquierda de la puerta. Era una inscripción en los caracteres cuneiformes de la Tierra, clara e inconfundible, que decía: Utu-ragaba el gran artesano de Nip-pur construyó esta puerta para Zinuba rey de reyes, rey de Hatamti.

—¡Ah, el traidor! —exclamé—. Hubiera sido mejor que se quedara en Nippur en vez de venir aquí y rendir un tan excelente servicio a un señor elamita. —Y alcé mi hacha para golpear la puerta.

Pero Enkidu detuvo mi brazo. Le miré con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre?

Sus ojos fulguraban.

—La puerta es muy hermosa, Gilgamesh.

—Sí, lo es. ¿Pero ves esa inscripción? Un hombre de mi propia nación la construyó para nuestros enemigos.

—Es posible —dijo Enkidu con indiferencia—. De todos modos, la belleza es la belleza, y no debe ser profanada. La belleza procede de los dioses, ¿no? Creo que no deberías destruir la puerta. Apártate, hermano, y déjame abrirla. ¿Qué importa si la construyó un traidor, siempre que el trabajo haya sido hecho como correspondía? Es evidente que los dioses dirigieron su mano. ¿Acaso no lo ves?

Me sorprendió oírle razonar de aquella manera; pero vi sabiduría en sus palabras, y aquello me hizo sentirme humilde y cedí. Ahora desearía no haberlo hecho. Enkidu avanzó osadamente y metió el borde de su hacha contra la aldaba, y empujó la puerta con todas sus fuerzas, hasta el punto que músculos y tendones se marcaron en todo su cuerpo. Gruñó poderosamente con el esfuerzo, y la puerta se abrió ante él; pero en aquel momento dejó escapar un grito con una extraña voz ahogada y soltó su hacha, y palmeó con la mano izquierda su brazo derecho, que de pronto colgó a su lado tan blandamente como un trozo de cuerda. Cayó de rodillas, gimiendo, frotándose de forma desesperada el brazo.

Me arrodillé a su lado. —¿Qué ocurre, amigo? ¿Qué te ha pasado? —Tiene que haber un demonio en la puerta —murmuró con voz espesa—. ¡Mira, me he herido en el brazo! ¡Toda la fuerza ha desaparecido de mi mano! Está retorcida por dentro, Gilgamesh. Está muerta, inservible. Míralo por ti mismo. —Y efectivamente su mano estaba terriblemente fría al tacto, y colgaba como algo muerto, y la piel parecía extrañamente hinchada y moteada. Estaba temblando, como si sufriera algún tipo de fiebre. Oí el castañetear de sus dientes. —¡Vino! —pedí—. ¡Traed vino para Enkidu! El vino le reconfortó, y dejó de temblar; pero su mano seguía flácida, pese a que la calentamos y frotamos durante horas. De hecho no empezó a recobrar su uso hasta después de varios días, y nunca volvió a ser la misma de nuevo. Era algo lamentable, que un héroe como Enkidu perdiera parte de su fuerza, especialmente cuando había sido para preservar algo bello. Lo peor fue que el miedo a Huwawa volvió a él tras el daño, porque estaba convencido de que había sido el demonio quien había puesto una maldición en la puerta; ahora se mostraba receloso, sin el menor deseo de cruzar la puerta que él mismo nos había abierto.

Me dolía que sintiera de nuevo miedo, y que nuestros camaradas lo vieran en tal estado. Pero no iba a cruzar la puerta, y yo no podía dejarle atrás. Así que establecimos el campamento en aquel lugar y nos quedamos allí algún tiempo, hasta que dejó de temblar de angustia y dijo que sentía que volvía el poder de su mano. Incluso entonces, sin embargo, se mostró reluctante de seguir adelante. Permanecía sentado en un deprimente silencio, sumido en sus pensamientos. El miedo estaba sobre él como una terrible ave nocturna que hubiera clavado sus terribles garras en su hombro. Fui a él y dije:

—Vamos, mi querido amigo, ya es hora de seguir adelante.

Agitó negativamente la cabeza.

—¡Ve sin mí, Gilgamesh!

—Me duele oírte hablar como un cobarde —dije con sequedad—. ¿Hemos viajado hasta tan lejos, y pasado por tantos peligros, sólo para dar media vuelta delante de la puerta?

—¿Cuándo te he pedido que dieras media vuelta? —dijo con la misma sequedad que yo.

—No, no lo has hecho.

—¡Entonces sigue adelante sin mí!

—No haré eso. Como tampoco estoy dispuesto a volver con las manos vacías a Uruk.

—Entonces no me dejas ninguna elección. ¿Debo ir contigo? ¿Debo someterme en todo a tus deseos?

—No te forzaré a nada —dije, no sin cierta inquietud—. Pero somos hermanos, Enkidu. Debemos enfrentarnos codo contra codo a los peligros.

Me dirigió una mirada llena de amargura y desazón.

—Deberíamos, ¿no? ¿Y si no estoy dispuesto a hacerlo? Afronté su mirada.

—Eso no es propio de ti.

—No —dijo hoscamente, con un suspiro—. Eso no es propio de mi. ¿Pero qué puedo hacer? ¿Qué podemos hacer? Cuando me herí la mano un gran terror entró en mí, Gilgamesh. Tengo miedo. ¿Comprendes esa palabra? ¡Tengo miedo, Gilgamesh! —Había en sus ojos una expresión que jamás había visto antes: terror, vergüenza, auto reproche, ira, cincuenta elementos sombríos reluciendo allí a la vez. Su rostro brillaba por el sudor. Miró en torno como si temiera que los demás nos hubieran oído. Su voz se hizo angustiada—: ¿Qué podemos hacer?

Agité la cabeza.

—Hay una forma. Mira: permanece cerca de mí, sujétate a mis ropas. Mi fuerza entrará en ti. Tu debilidad pasará. Los temblores abandonarán tu mano. Y entonces entraremos en el bosque juntos. ¿Lo harás?

Dudó. Finalmente dijo:

—¿Piensas que soy un cobarde, Gilgamesh?

—No. No eres un cobarde, Enkidu.

—Antes me llamaste así.

—Lo hice apenado al oírte hablar como un cobarde. Y fue precisamente porque sé que no eres un cobarde lo que me apenó. ¿Comprendes eso, hermano?

—Lo comprendo.

—Entonces vamos. Déjame curarte.

—¿Puedes hacerlo? —Creo que sí.

—Hazlo, entonces.

Se acercó a mí y permaneció cerca; tendió una mano hacia mis ropas y las sujetó por unos instantes; entonces lo abracé tan fuertemente que mis brazos temblaron. Al cabo de un momento él me aferró con idéntica fuerza. No hablamos, pero pude oír cómo su miedo lo abandonaba. Pude oír el regreso de su valor. Pareció convertirse de nuevo en Enkidu, y supe que entraría en el bosque conmigo.

—Vamos —dije—. Preparémonos. Huwawa nos aguarda. El calor del combate calentará nuestra sangre y fortalecerá nuestra resolución. Creo que no hay ningún demonio que pueda hacernos daño, si permanecemos codo con codo. Pero si caemos en la lucha, bien, dejaremos un nombre que permanecerá para siempre.

Escuchó sin responder. Al cabo de un momento asintió y se puso en pie, y tocó mi mano con la suya, y pisoteó el fuego para apagarlo, y fue a aceitar sus armas. Por la mañana cruzamos la puerta y penetramos en el bosque de cedros, no temerariamente, pero sí con valentía y determinación.

Era un sorprendente lugar. Era casi como un templo: sentí la presencia de dioses a todo mi alrededor, aunque no sabía qué dioses eran. Los cedros eran los árboles más altivos que jamás hubiera visto, y se alzaban como lanzas hacia los cielos, dejando espacio—, sos claros entre ellos; pero sus copas eran tan densas que la luz del sol apenas penetraba en el manto que tejían sobre nuestras cabezas. Era un mundo verde y silencioso, frío, lleno de deleite. Ante nosotros se alzaba una montaña aislada, sin duda una morada de los dioses, un trono adecuado para los más altos de ellos. Pero a nuestro alrededor flotaba también la presencia de Huwawa: lo sentíamos, y veíamos sus huellas, porque había algunas zonas del bosque donde los gases y los fuegos subterráneos se habían abierto camino, y aquella era la marca del demonio.

Sin embargo no había ningún signo inmediato de él. Penetramos más, hasta que la oscuridad nos detuvo. Cuando el sol empezó a descender cavé un pozo e hice una ofrenda de agua, y esparcí tres puñados de harina fina ante la montaña, y pedí a los dioses de la montaña que me enviaran un sueño favorable. Luego me tendí al lado de Enkidu y me dispuse a dormir. En la hora media de la noche desperté de repente, y me senté erguido, completamente alerta. A la menguante luz de las brasas de nuestro fuego vi los brillantes ojos de Enkidu. —¿Qué te preocupa, hermano? —¿Has sido tú quien me ha despertado? —No —dijo—. Debes haber tenido un sueño. —Un sueño, sí. Sí. —Cuéntamelo.

Miré dentro de mí y vi la bruma llenar densa mi mente, como espesos flecos blancos; pero tras ellos capté un atisbo de mi sueño, o de alguna parte de él. Cruzábamos una profunda garganta de la montaña de cedros, Enkidu y yo, en aquel sueño; contra la gran masa de la montaña no parecíamos más grandes que las pequeñas moscas negras que zumban entre las cañas de los pantanos; y entonces la montaña se inclinó como una nave agitada por el seno del mar y empezó a caer. Eso fue todo lo que pude recordar. Le conté el sueño a Enkidu, con la esperanza de que pudiera leerlo por mí; pero se encogió de hombros y dijo que era una visión inconclusa, y me animó a que volviera a ella. Dudaba de poderme dormir de nuevo aquella noche, pero estaba equivocado, porque tan pronto como cerré los ojos estaba soñando otra vez. Y era el mismo sueño: la montaña estaba derrumbándose sobre mí. Un retumbante desprendimiento de rocas barrió mis pies del suelo, y una terrible luz me cegó intolerablemente. Pero entonces apareció un hombre, o un dios, creo, revestido de una gracia y belleza como nunca he hallado en este mundo. Me extrajo de debajo de la montaña y me dio a beber agua, y mi corazón se confortó; me alzó y puso mis pies de nuevo en el suelo. Desperté a Enkidu y le conté mi segundo sueño. Dijo de inmediato:

—Es un sueño favorable; es un excelente sueño. La montaña que viste, amigo mío, es Huwawa. Aunque caiga sobre nosotros, lo derrotaremos, ¿entiendes? Los dioses están contigo: mañana lo atraparemos. Lo mataremos. Arrojaremos su cuerpo sobre la llanura.

—Pareces muy seguro de eso.

—Estoy seguro —dijo—. Ahora duerme de nuevo, hermano. Duerme. Seguimos durmiendo. Esta vez la montaña de los cedros ofreció un sueño a Enkidu, y no un sueño reconfortante: torrentes de fría lluvia cayeron sobre él, y se acurrucó y se estremeció como la cebada en una tormenta invernal. Le oí gritar, y despertó, y me contó su sueño. No buscamos su significado. Hay veces en que es mejor no sondear demasiado profundamente un sueño. Una vez más en aquella noche atormentada por los sueños descansé la mejilla sobre mis rodillas y me dispuse a dormir; y de nuevo soñé, y de nuevo desperté desconcertado por él, asombrado, temblando.

—¿Otro? —preguntó Enkidu.

—¡Mira como tiemblo! —susurré—. ¿qué me ha despertado? ¿Ha pasado algún dios? ¿Por qué noto la carne tan entumecida?

—Dime, ¿soñaste de nuevo?

—Sí. Soñé un tercer sueño, más estremecedor aún que los otros.

—Cuéntamelo.

—¿Qué hemos comido, que nos proporciona estos sueños por la noche?

—Hasta que lo cuentes, será como una losa en tu alma.

—Sí. Sí —dije. Pero lo rechacé de nuevo, aunque sus horrendas imágenes llameaban todavía en mi mente. Enkidu tenía razón: uno tiene que contar sus sueños, tiene que ponerlos a la luz, o atormentarán tu alma como quimeras. Al cabo de un momento inspiré profundamente y dije, con voz baja y entrecortada—: Esto es lo que he soñado: el día era tranquilo, el aire estaba inmóvil. Y luego, de pronto, los cielos chillaron, la tierra lanzó retumbantes rugidos. La luz del día falló; vino la oscuridad. Llamearon relámpagos, y ardieron fuegos en el horizonte. Las nubes gravitaron pesadas y la muerte llovió desde ellas. Luego el resplandor desapareció. El fuego se apagó, y todo a nuestro alrededor se vio reducido a cenizas.

Enkidu se estremeció.

—Creo que no deberíamos volver a dormirnos esta noche —dijo. —¿Pero y el sueño? ¿Qué hay del sueño?

—Vamos, levántate, camina conmigo, hermano. Olvida el sueño.

—¿Olvidarlo? ¿Cómo?

—Sólo es un sueño, Gilgamesh.

Le miré, desconcertado. Luego sonreí.

—Cuando los presagios son favorables, dices que el sueño es excelente. Cuando los presagios son lúgubres, dices que sólo es un sueño. ¿Acaso no ves…?

—Veo que se acerca la mañana —dijo Enkidu—. Vamos, camina conmigo por el bosque. Tenemos mucho que hacer cuando amanezca.

Sí, pensé. Quizá tuviera razón. Quizá el sueño no mereciera ser examinado más detenidamente. La mañana podía traer grandes desafíos: necesitábamos con nosotros todo nuestro valor.

Levanté a los hombres con la primera luz. Nos colocamos nuestros petos y nuestras espadas y aferramos nuestras hachas, y empezamos a bajar la ladera que conducía al valle que se extendía delante de la montaña cubierta de cedros. Aquél era el lugar, decía Enkidu, donde había encontrado a Huwawa la otra vez que había estado allí. El demonio había brotado bruscamente del suelo, dijo: había tenido suerte de poder escapar.

—Hoy —dijo— será Huwawa quien tenga suerte de escapar. Y cuando hayamos terminado con él, nos encargaremos de esos elamitas que construyen muros en torno al bosque, ¿eh, hermano? —Y se echó a reír. Hacía sentirse bien el ir de nuevo a la guerra. No importaba que nuestro enemigo fuese un demonio. No importaba que mi último sueño y el de Enkidu estuvieran llenos de tenebrosos presagios. Siempre es una alegría ir a la guerra: hay poesía en ella, hay música. Eso es lo que se suponía que teníamos que hacer en el mundo, aquellos que éramos guerreros. Tal vez no comprendáis eso, vosotros que os sentáis en vuestros hogares en las ciudades y acumuláis grasas. Pero la auténtica guerra no es ciega destrucción: es poner en orden aquellas cosas que deben ser puestas en orden, y ésa es una tarea sagrada.

Mientras avanzábamos sentí retumbar el suelo, de una forma distante pero inconfundible. Parecía quizá como si uno de los dioses cornudos estuviera agitándose y yendo de un lado para otro por ahí abajo. Eso hizo que me detuviera por unos momentos. Lucharé contra los demonios con el corazón alegre, pero, ¿qué esperanzas tengo de luchar contra los dioses? Recé a Lugalbanda para que estuviera equivocado, que aquel lejano resonar subterráneo que sentía no presagiara la ira de Enlil. Que sólo fuera el despertar de Huwawa, rogué. Que sólo fuera el demonio, y no el dios.

A mis espaldas oí a los hombres murmurar inquietos.

—¿Cómo es ese demonio? —preguntó uno. Y otro dijo—: Colmillos de dragón, rostro de león. —Y otro dijo—: Ruge como el torbellino. —Y otro aún dijo—: Garras en los pies, ojos de muerte.

Volví la vista hacia ellos y me reí estentóreamente y exclamé:

—¡Adelante, asustaos vosotros mismos! ¡Hacedlo realmente poderoso! ¡Tres cabezas, diez brazos! —Y puse mi mano haciendo trompeta ante los labios y grité al brumoso bosque—: ¡Huwawa! ¡Ven! ¡Ven, Huwawa!

El suelo tembló de nuevo, de forma más vehemente.

Aceleré el paso, con Enkidu a mi lado y los demás pegados a mis talones. Había un gran cedro aislado que se erguía como un mástil delante de nosotros, más alto que todos los demás, y pensé: ésta es la forma de llamar a Huwawa. Y solté mi hacha y me puse a trabajar con todas mis fuerzas, y Enkidu hizo lo mismo al otro lado, cortando la muesca inferior para guiarlo en su caída. Sentí que un gran calor se apoderaba del aire, lo cual era extraño, puesto que aún nos hallábamos en la parte más fría de la mañana. Por tercera vez se produjeron temblores bajo mis pies. Algo estaba despertando, no había la menor duda al respecto, algo enorme y feroz, ardiente y furioso. Vi las copas de los árboles agitarse en la distancia. Oí el crujir y el chasquear de ramas al romperse. Seguimos dando golpe tras golpe al gran cedro, hasta que estuvo ya a punto de caer.

Entonces, para mi horror, me di cuenta del zumbido que me advertía de que la presencia del dios brotaba dentro de mí. El acceso iba a apoderarse de mi cuerpo con tanta seguridad como si hubiera estado batiendo el tambor para despertarlo. No ahora, supliqué desesperado. ¡No ahora! Pero hubiera sido más fácil refrenar los ocho vientos. Las venas de mi cuello se hincharon y latieron con una dura pulsación. Parecía como si los globos oculares quisieran salírseme de sus órbitas. Me hormigueaban las manos. Cada golpe del hacha contra la madera enviaba fuego a través de mis venas.

—¡Corta, hermano, corta! —exclamó Enkidu desde el otro lado del cedro. No comprendía lo que me estaba ocurriendo—. Ya lo tenemos. Otros cuatro golpes…, tres…

Sentí éxtasis y terror a la vez. El aire a mi alrededor era azul y chisporroteante. Un río de negra agua brotaba del suelo. Un aura dorada rodeaba todo lo que podía ver. El dios estaba apoderándose de mi mente.

El suelo se agitó sacudió y osciló locamente. Llamé tres veces a Lugalbanda a voz en grito.

Entonces oí la voz de Enkidu rugiendo por encima de toda la confusión:

—¡Huwawa! ¡Huwawa! ¡Huwawa!

Apareció el demonio, pero yo no lo vi en aquel momento. La oscuridad me abrumó; fui engullido por el dios.

Загрузка...