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Permanecí allí cinco días, o quizá seis, mientras aguardaba ser introducido en presencia de Ziusudra. Fue un tiempo de inquietud. Por Sursunabu había sabido que el patriarca no vivía en la propia Dilmun, sino que tenía su retiro en una de las islas adyacentes más pequeñas, rodeado por una compañía de nombres y mujeres santos. Pocos eran admitidos como peregrinos a aquella isla; si yo iba a ser uno de ellos era algo que no podía decir. A su manera seca y hosca, Sursunabu sólo me prometió llevar mi petición. Luego se fue, dejándome atrás en Dilmun. Me pregunté si volvería a verle alguna vez.

Os lo digo, no estaba acostumbrado a suplicar favores a un barquero, ni a pedir humildemente permiso para viajar aquí y allá. Pero era un arte que tenía que aprender, porque no había otro camino. Me dije a mí mismo que los dioses habían decretado esas cosas sobre mí como un estadio más en mi iniciación a la auténtica sabiduría.

En una hospedería cerca de la zona portuaria encontré agradable alojamiento: una amplia y aireada habitación, abierta al mar, a la luz del sol y a la brisa. Esa no es la forma en que construimos en la Tierra, donde es una locura practicar aberturas en las pare des; pero nuestros inviernos son mucho más duros que los de Dilmun. No parecía prudente anunciar mi auténtico rango en aquel lugar, de modo que le di al posadero el nombre de Lugal-amarku, que es el nombre del pequeño mago jorobado cuyos servicios había utilizado de tanto en tanto. Ahora me servía de nuevo sin saberlo.

No había forma de disimular mi altura ni la amplitud de mis hombros, pero al menos intenté comportarme de una forma no regia, hundiendo el pecho y bajando la barbilla. No miraba a nadie a menos que me miraran, y no hablaba con nadie a menos que fuese inevitable. Ignoro si alguien me reconoció; pero nadie, en cualquier caso, me saludó al rostro como rey de Uruk.

La ciudad hormigueaba de mercaderes y marinos de todas nacionalidades. Algunos hablaban lenguas que me eran familiares —oí el lenguaje de la Tierra muchas veces, y también el lenguaje de los moradores del desierto, que es el nativo de Dilmun y todas las regiones adyacentes—, pero otros hablaban de una forma sorprendentemente incomprensible, como lo que uno oye cuando alguien le habla en sueños. Ignoro cómo se entendían: uno de los lenguajes estaba formado casi exclusivamente por chasquidos y resoplidos y ronquidos, y otro fluía como un rápido río, uniendo entre sí las palabras sin ninguna pausa, y un tercero era más canto que habla, en un tono alto y muy musical.

No sólo me resultaban extraños sus lenguajes, sino también sus rostros. Un barco que llegó el primer día de mi estancia traía una tripulación con una piel tan negra como la guardia media de una noche sin luna, y el pelo como rizada lana. Sus narices eran anchas y planas, sus labios gruesos. Seguramente debían ser demonios u hombres de algún otro mundo, pensé. Pero reían y se comportaban como marinos normales, y nadie en el puerto parecía prestarles excesiva atención. Justo en aquel momento pasó un mercader cuyo pelo estaba afeitado a la manera de la Tierra, y lo detuve: seguro que procedía de la ciudad de Eridu. Señalé hacia los hombres negros, y dijo:

—Son hombres del reino de Punt. —Se trata de un lugar donde el aire es como fuego, que ennegrece las pieles de los hombres. No pudo decirme dónde se halla Punt; señaló vagamente hacia el horizonte.

Más tarde, aquel mismo día, vi a otros hombres de piel negra que parecían completamente distintos, porque tenían labios finos y narices afiladas, y un pelo largo y lacio tan oscuro que era casi azul. Por su lenguaje y forma de vestir pensé que podían ser hombres de Meluhha, que está muy lejos hacia el este, más allá de Elam; y así demostró ser. Esperaba ver también a los demonios de piel amarilla que extraen las piedras verdes, pero no había ninguno de ellos en Dilmun. Quizá ni siquiera existen, aunque las piedras verdes sí que existen, y además son muy hermosas.

Hablé poco y escuché mucho. Y supe algunas noticias _de la Tierra que me turbaron profundamente.

Eso lo oí una noche en mi taberna mientras permanecía sentado a solas bebiendo cerveza. Entraron dos hombres que hablaban el lenguaje de la Tierra. Al principio temí que pudieran ser de Uruk; pero llevaban ropas escarlatas ribeteadas de amarillo, un estilo que es común en la ciudad de Ur. De todos modos, hundí los hombros para pasar tan desapercibido como fuera posible, y me volví de espaldas a ellos. Por sus acentos supe al cabo de un momento que eran realmente hombres de Ur: el más joven acababa de llegar a Dilmun, y el otro le estaba pidiendo noticias de casa.

—Cuéntamelo de nuevo —dijo el más viejo—. ¿Es cierto que Nippur es nuestra?

—Es cierto.

Me envaré ante aquello, y contuve bruscamente el aliento. Nippur es una ciudad sagrada; no debería ser gobernada por Ur.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó el viejo.

—La buena suerte y aprovechar el momento preciso —dijo el recién llegado—. Ocurrió durante la estación en que Mesannepadda el rey va a Nippur para hacer sus adoraciones en el santuario de Duranki y realizar el rito del zapapico. Este año llevaba con él mil hombres; y mientras estaba allí, el gobernador de la ciudad cayó enfermo. Parecía que iba a morir; y el sacerdote de Enlil acudió a nuestro rey y dijo: “Nuestro gobernador se está muriendo, ¿querrás nombrar a otro para nosotros?” Ante lo cual Mesannepadda rezó largamente en el templo y salió para decir que Enlil le había visitado y que le había ordenado a él que se hiciera cargo del gobierno de Nippur.

—¿Tan sencillo fue?

—Así de sencillo —dijo el más joven, y los dos se echaron a reír—. La palabra de Enlil…, ¿quién se opondría a eso?

—¡Especialmente si está respaldada por un millar de hombres!

—Especialmente en ese caso —dijo el otro. Apreté fuertemente la mano contra la jarra de cerveza. Aquellas eran malas noticias. No había tomado ninguna acción cuando Mesannepadda había derribado a los hijos de Agga y se había nombrado rey de Kish además de Ur; no me había parecido una amenaza contra Uruk, y tenía otros asuntos que ocupaban mi mente, como ya he relatado. Pero Nippur, que en tiempos de Enmebaraggesi y Agga había jurado alianza a Kish, se había vuelto independiente desde la muerte de Agga. Si Mesannepadda, tras tomar Kish, había tomado posesión también de Nippur, estábamos camino de vernos rodeados por un imperio en proceso de formación. No podía permitir aquello. Me pregunté si la noticia se sabría en Uruk. ¿Estaba el pueblo de Uruk aguardando a que Gilgamesh su rey volviera y los condujera a una guerra contra Ur? ¿Qué límite había a las ambiciones de Mesannepadda, si Gilgamesh no se lo ponía?

Y Gilgamesh…, ¿dónde estaba? ¡Sentado en una taberna en Dilmun, aguardando ser recibido en la isla de Ziusudra con la intención de conseguir de la forma que fuera la vida eterna para sí! ¿Era así como se suponía que debía comportarse un rey?

No sabía qué hacer. Permanecí sentado, inmóvil como una piedra.

Pero el recién llegado de Ur no había terminado con sus noticias. Mesannepadda había muerto; su hijo Meskiagnunna había ascendido al trono. Y no había perdido tiempo en dejar saber que pensaba proseguir con la política de su padre. Mesannepadda había iniciado en Nippur la construcción de un templo a Enlil. El nuevo rey no sólo estaba supervisando la terminación de dicho templo sino que, para mayor demostración de sus profundas preocupaciones por la prosperidad de Nippur, había dado órdenes para la restauración inmediata del gran centro ceremonial conocido como el Tummal, que había caído en ruinas tras la época de Agga. ¡Peor y peor! ¡Esos reyes de Ur estaban tratando Nippur como si fuese su colonia! Eso no debía ser así, pensé. ¡Que construyan templos en Ur si así lo desean! Que se preocupen de su propia ciudad y saquen sus manos de Nippur. Sentí unos deseos irreprimibles de alzarme de mi asiento y agarrar a aquellos dos hombres de Ur y hacer chocar entre sí sus cabezas, y ordenarles que volvieran inmediatamente a sus ciudades y le dijeran a su rey que Gilgamesh de Uruk era su enemigo y que iba a volver para declararle la guerra.

Pero me mantuve sentado. Tenía que resolver unos asuntos en aquellas islas con Ziusudra; había recorrido un largo camino para hacer lo que tenía que hacer allí; no podía marcharme ahora, no importaban las responsabilidades que me llamaran en Uruk, O eso me parecía entonces. Quizá estuviera equivocado al respecto; lo más seguro es que estuviera equivocado. Pero creo que hice bien actuando como actué. Si hubiera elegido en aquel momento regresar a mi ciudad nunca hubiera adquirido la importante sabiduría que ahora poseo. No dormí en toda aquella noche. Como tampoco descansé durante los días que siguieron. Pensé en muy poco excepto en la arrogancia de Meskiagnunna, recorriendo los sagrados recintos de Nippur como si él fuese su rey. Pero me quedé en Dilmun. Y al quinto día, o quizá fuera el sexto, el barquero Sursunabu reapareció y me dijo con su habitual tono lúgubre:

—Tienes que venir conmigo a la isla donde mora Ziusudra.

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