14

Así pues transcurrió la noche del Sagrado Matrimonio, cuando Inanna y yo nos unimos finalmente. Pero fueron la diosa y el dios quienes se desposaron, no la sacerdotisa y el rey; y una vez terminado el festival, seguimos con nuestras vidas separadas, ella en el aislamiento de su templo, yo en medio de mis concubinas en palacio. No volví a verla en las siguientes semanas. Cuando al fin lo hice, en el rito de la siembra del trigo, me trató de una forma fría y formal. Eso era lo correcto y lógico: pero lo odié. Su sabor estaba aún en mi lengua. Sin embargo sabía que no podría volver a abrazarla una segunda vez hasta que la estación del nuevo año hubiera dado otra vuelta, dentro de doce meses. Aquel conocimiento me dolía.

Las ataduras rituales y las responsabilidades nos mantenían de todo modo en constante comunicación. En Uruk el rey es el brazo derecho de la diosa, y su espada; y ella es el sagrado bastón en que él se reclina. Sin la diosa, no habría rey; sin el rey, la diosa no podría llegar a las almas de la gente. Así que ambos estaban unidos para siempre, centros gemelos de la ciudad, el uno girando en torno al otro y todo lo demás girando a su alrededor.

La suave lluvia de Tashritu dejó paso, a principios del mes de arahsamna, a lluvias que no eran en absoluto suaves: torrenciales aguaceros que avanzaban casi cada día desde el cielo septentrional. El reseco suelo la bebió primero ávidamente, pero pronto su sed estuvo saciada, y las tormentas siguieron vertiéndose sobre toda la Tierra. En este tiempo empecé a dedicar toda mi atención al estado de los canales. No se habían efectuado las reparaciones necesarias durante el último año del reinado de Dumuzi. Si las lluvias continuaban con aquella fuerza y no era retirado el lodo de los canales, era probable que sufriéramos más de una inundación a principios de la primavera.

Estaba profundamente ocupado en estos asuntos, conferenciando con mi chambelán de las aguas y mi supervisor de los canales y otros tres o cuatro altos funcionarios, cuando mi virrey de palacio entró en la cámara real. Un sacerdote del templo de Enmerkar, dijo, había traído un mensaje de Inanna. Me necesitaba con urgencia. Al parecer, un demonio había tomado residencia en su árbol huluppu, y yo debía arrojarlo de allí.

Mi mente estaba ocupada enteramente con las necesidades de los canales, de modo que supongo que no hice ningún intento por velar mi impaciencia. Miré sorprendido al virrey y dije bruscamente:

—¿Acaso no puede encontrar a ningún otro exorcista?

Hubo algunos murmullos por parte de los funcionarios que estaban a la mesa conmigo. Oí su tono desaprobador, y al principio pensé que estaban tan irritados como yo por aquella interrupción de nuestro trabajo; pero no, lo que les turbaba era mi hosco rechazo, no la inoportuna petición de Inanna. Me miraron inquietos. Por un momento nadie habló.

Luego el supervisor de los canales murmuró, sin mirarme directamente:

—Corresponde al rey efectuar esas tareas, mi señor, cuando se le solicita. —Un repentino sudor hizo brillar su rostro. Extendí las manos ante él.

—Tenemos un importante trabajo…

—Las peticiones de Inanna no pueden ser ignoradas, oh majestad —dijo suavemente mi virrey, tocándose la frente con el mayor de los tactos.

—Los canales… —dije.

—La diosa —dijo el chambelán de las aguas.

—¿Todos vosotros pensáis lo mismo? —pregunté, mirando a todos a mi alrededor.

Esta vez nadie habló. Pero no había confusión en su insistencia. Cedí, y cedí con una sonrisa. No sabía ninguna otra forma de ceder, excepto con una sonrisa. ¿Qué podía hacer? No había otra salida: por atareado que estuviera, debía acudir al templo inmediatamente, y librar el árbol de Inanna de su demonio.

Aquel árbol huluppu era, y de hecho aún es, una enorme masa vegetal de graciosas ramas caídas, que fue plantada por la diosa en el jardín de su templo hacía cinco mil años. El suelo donde crece es tan sagrado que un puñado de la negra tierra junto a sus raíces es suficiente para curar muchas dolencias del espíritu; en primavera las mujeres estériles acuden a él y abrazan su tronco, y muchas se vuelven fértiles por el gotear de su savia; y con sus hojas se hace un té verde que es usado a veces para adivinar el futuro. Es un árbol noble y sagrado, y no me gustaría oque sufriera ningún daño. Pero tenía la impresión de que Inanna hubiera podido cuidarse ella misma de su árbol, y dejarme a mí libre para ocuparme de los canales.

En la segunda guardia de la mañana —la lluvia había parado por un tiempo; el cielo estaba brillante y claro, el aire tenía ese aroma a limpio de principios de verano— acudí al jardín del templo en compañía de un grupo de los hombres más jóvenes de palacio. El árbol huluppu, amplio y enorme, se erguía en la esquina nordeste del recinto, dominando todo lo demás. Media docena de quejumbrosas sacerdotisas permanecían de pie a su lado, y una docena de viejas mujeres de la ciudad giraban lentamente arrastrando los pies en un amplio círculo a su alrededor, cantando una átona letanía.

No se necesitaba ser un experto jardinero para comprender que algo le ocurría al árbol. La lluvia había barrido casi todas sus largas y estrechas hojas, que ahora permanecían apiladas en grandes montones en el suelo. Aquellas que aún no habían caído estaban mustias y amarillentas, y las propias ramas parecían fláccidas y laxas. Me acerqué a él y puse mis manos contra su gruesa y arrugada corteza, como intentando captar al demonio que había tomado residencia en él. Pero todo lo que sentí fue la gruesa y arrugada corteza. Había traído conmigo a un tal Lugal-amarku, un hombre bajo y jorobado con unas cejas negras que se juntaban sobre su nariz, y que sabía de encantamientos y exorcismos. Puso también sus manos sobre el tronco, y las retiró corno si se las hubiera quemado. —¿Y bien! —dije—. ¿Qué has descubierto? —No un demonio, mi señor. ¡Tres! —Ah —dije—. ¿Tres, dices? Aquello era fastidioso. Pensé en el limo acumulándose en el fondo de los canales, y en la lluvia que a buen seguro volvería dentro de pocos días. ¿Entonces, tres demonios? ¿Tres? Oí a mis espaldas el susurrar de las sacerdotisas y las viejas mujeres. Miré a mi alrededor, y vi a Inanna avanzando a largos pasos hacia mí, sin preocuparse del enfangado suelo que manchaba el borde de su blanca túnica a cada paso. Era la segunda vez que la veía desde el amanecer siguiente al Sagrado Matrimonio. Al instante llameó en mi mente la visión de aquella noche, Inanna ante mí, su rostro encendido y enrojecido, sus pechos oscilando. Pero la visión pasó. Me hizo con brusquedad el signo con que la suma sacerdotisa saluda al rey, y yo le hice de vuelta el signo de la diosa.

—Tienes que salvar el árbol —dijo inmediatamente. —Alberga a tres demonios, me han dicho. —Ah, ¿tú también lo has visto? Señalé a Lugal-amarku. —No. Él lo ha visto.

El jorobado alzó modestamente las manos con las palmas hacia arriba y dijo:

—Es evidente, mi dama.

—Entonces así es —dijo Inanna, y se acercó al árbol. Me miró—. Observa aquí. La serpiente que no conoce conjuro ha hecho su morada aquí. Y en la copa del árbol ha construido su nido el pájaro Indugud, y cría sus polluelos. Y aquí, en el tronco: la vampira Lilitu, la doncella de la desolación, la devoradora de almas, reside ahora aquí.

Miré. Las palabras de Inanna cayeron sobre mí como el resonar de campanas de plomo. ¿Era eso realmente ser rey en Uruk? ¿Debía realizar trabajos imposibles cada mañana, y tres en los días especiales? ¿La serpiente que no conoce conjuro? ¿El pájaro Imdugud? ¿La vampira Lilitu? De hecho había un agujero en el suelo en la base del árbol, que se abría entre dos de las enormes y enmarañadas raíces. Miré a su interior, pero no vi nada. Como tampoco pude ver ningún nido en su copa, ni ninguna casa demoníaca en medio del tronco. Observé primero a Inanna, luego a Lugal-amarku, y de nuevo a Inanna. Tres demonios, ¡y mi tarea era echarlos fuera! ¡Si sólo pudiera encogerme de hombros y marcharme de allí, y regresar a mi palacio para ocuparme de problemas que podían verse y palparse! Pero no podía hacerlo. Debía prestar mi ayuda a Inanna en aquel asunto, o todo Uruik sabría en menos de una hora que Gilgamesh había eludido sus obligaciones y que temía al mundo invisible. Sentí una desesperación que me resulta imposible expresar mientras permanecía allí inmóvil ante el árbol, pensando: ah, mis canales, mis canales, ¡mis canales! Luego dije:

—Combatiremos estas cosas, y rápido. Di órdenes a Lugal-amarku que preparara una poción tan horrible, tan apestosa, que ninguna criatura pudiese resistirla, ni siquiera la serpiente que no conoce conjuro. Tráela aquí dentro de una hora, le dije. Envié a uno de los hombres de mi grupo —el guerrero Bir-hurturre, mi viejo compañero de escuela y atormentador de mi infancia, ahora parte de mi consejo particular— de vuelta a palacio para traerme mi hacha grande. Y le pedí a la sacerdotisa que me trajera un trozo de cuerda gruesa y resistente del templo de Enmerkar. Lucharíamos contra aquellos demonios allí y entonces. Incluso en aquellos primeros días de mi reinado había empezado a poner en práctica mi idea básica del gobierno, que consistía en que todo puede conseguirse con decisión y mostrando una firme determinación.

El jorobado regresó, no al cabo de una hora sino a la mitad de ese tiempo, trayendo un recipiente de bronce lleno con una sustancia amarillenta y burbujeante, salpicada con cosas verdes y rojas, una sustancia tan nociva y pestilente que me sorprendió que no agujereara el bronce. Parecía orgulloso de sí mismo. Le di una animosa palmada en su joroba, frotándola fuertemente para atraer a la suerte, y exclamé:

—¡Esto tiene que funcionar, por Enlil! ¡No hay nada mejor para este trabajo!

Dominando las arcadas producidas por el hedor, tomé el recipiente de sus manos y lo vacié en el agujero en la base del árbol. La tierra silbó apenas el líquido la tocó. Juraría que los bordes del agujero retrocedieron como asqueados. Aguardamos. La serpiente que no conoce conjuro no obedece ni a An ni a Enlil ni siquiera a Inanna, la dueña de todas las serpientes. Pero al cabo de unos momentos hubo una agitación en la tierra, y unos furiosos ojos amarillos llamearon en el interior del agujero, y una negra lengua bífida emergió estremeciéndose.

—Dame el hacha —dije en voz baja a Bir-hurturre.

Lentamente, lentamente, la serpiente se deslizó fuera de su agujero. Su piel era oscura como la noche, con franjas amarillas, y su elástico cuerpo era tan grueso como mi brazo. A mis espaldas, las sacerdotisas canturrearon una y otra y otra vez nombres sagrados, e incluso mis propios hombres susurraron encantamientos defensivos. Sin embargo yo no sentí ningún miedo, quizá porque la serpiente parecía tan afligida, tan enferma y aturdida por el horrible líquido de Lugal-amarku. Normalmente no acabo con uní enemigo que se halla tan desamparado ante mí; pero no había tiempo para tales tiernas sutilezas ahora. Alcé mi hacha y, con un solo y rápido golpe partí la serpiente en dos. Las dos mitades se enrollaron y desenrollaron y saltaron alocadamente, y de la boca de la serpiente brotó un rugido salvaje, y creo que su intención era escupirme su veneno, pero no me alcanzó. Oí sollozos y plegarias a mis espaldas.

Al cabo de unos instantes la serpiente yacía inmóvil.

—Uno — dije.

Ahora tomé la gruesa cuerda del templo, y la pasé en torno al tronco del árbol, y la até a mis espaldas de tal modo que cuando puse mis pies contra el árbol y tensé la cuerda pude impulsarme hacia arriba y andar, más o menos, ascendiendo por el lado del árbol. Así subí, más y más arriba, trepando con facilidad. La corteza era áspera y rugosa, y cuando yo la arañaba con mis pies, de ella brotaba la fragancia de flores de almendro y de intenso vino.

Pronto alcancé la parte media del tronco, donde me habían dicho que estaba haciendo su hogar la demonia Lilitu, esa oscura doncella que mora en los lugares en ruinas y trae la aflicción a los caminantes. Supongo que si me hubiera permitido una pausa para pensar, me hubiera sentido terriblemente asustado. Pero hay veces en que resulta peligroso pararse a pensar. Sujeté los dos extremos de la cuerda con una mano y golpeé fuertemente la otra contra el tronco.

—¿Lilitu? ¿Lilitu? ¿Me oyes? Soy Gilgamesh, rey de Uruk. — Me eché a reír, para demostrar que no le tenía miedo—. ¡Óyeme, Lilitu! ¡Te prohíbo este árbol, que pertenece a Inanna! ¡Te lo prohíbo! ¡Te lo prohíbo! ¡Fuera, fuera, fuera! —¿Obedecería? Esperaba que sí. El nombre de Inanna tenía un gran poder entre tales criaturas. Palmeé el tronco dos veces más, pero no aguardé una respuesta, y seguí subiendo.

—Dos —dije.

En la copa del árbol, o eso había dicho Inanna, el pájaro Imdugud criaba sus polluelos. Miré por entre las densas ramas y no lo vi, pero me pareció captar su presencia. Me impulsé más hacia arriba, ya no trepando por el tronco sino sujetándome de rama en rama.

—¿Imdugud? —dije suavemente—. Imdugud, soy yo, Gilgamesh, hijo de Lugalbanda.

Se trata de la más temible de las aves, el pájaro de las tormentas, el portador del trueno y de la lluvia, cuyo cuerpo es el de un águila y cuya cabeza es la de una leona. Es el pájaro de la fatalidad, que decreta el destino y cuya palabra nadie puede transgredir; y no está ligado a ninguna ciudad, a ningún dios, sino que va allá donde quiere, solo e independiente. Sin embargo, yo no tenía ninguna razón para temerle. Mi padre había hablado a menudo con él, y amigablemente. Cuando era joven, en tiempos de Enmerkar, había ido a petición de Enmerkar como emisario a muchos reinos distantes, y sus viajes lo habían llevado finalmente a la tierra de Zabu, en el extremo del mundo. Cuando quiso volver a casa, a Uruk, descubrió que no podía hacerlo, porque ése es un viaje del que no hay retorno. Sin embargo no sintió miedo por ello. Descubrió en aquella tierra el nido del pájaro Imdugud, y cuando Imdugud estaba fuera, Lugalbanda entró en su nido, y ofreció miel y pan y grasa de oveja a sus polluelos, y pintó sus rostros con los colores del honor, y puso coronas sobre sus cabezas. El Imdugud, cuando regresó, sintió un gran placer en lo que Lugalbanda había hecho, y le concedió sus favores y su amistad, y le ofreció cualquier recompensa que le pidiera. —Decreta un viaje seguro hasta casa para mí, entonces —dijo, y así lo hizo, y a su debido tiempo estuvo de regreso sano y salvo en su ciudad nativa.

Dije con suavidad, mirando por entre las ramas de la copa: —Soy el hijo de Lugalbanda, oh Imduguid. Pero este árbol es de Inanna; y te pido en nombre de Lugalbanda que construyas tu hogar en otro sitio. ¿Harás eso por mí, Imdugud? En recuerdo de Lugalbanda, que te quiso bien, ¿lo harás?

No oí respuesta; y no hubo ningún movimiento en las ramas casi desprovistas de hojas. Aguardé en silencio, casi sin atreverme a respirar. Ya no pude sentir la presencia del pájaro de las tormentas. Tuve la impresión de que Imdugud, si realmente había anidado allí, me había escuchado, y había obedecido, y había abandonado el árbol con sus crías y se hallaba ahora flotando muy alto encima de la Tierra. En cualquier caso, le di las gracias.

—Tres —indiqué a los que aguardaban abajo. Antes de abandonar el árbol trepé hasta el extremo de la copa, apoyando con cuidado mis pies en cada una de las ramas. La sexta o séptima a la que llegué parecía contener algo de muerte en ella. Estaba rígida y no cedía a la presión, y su tacto era seco y extraño. Esa rama debía ser cortada, o difundiría su magia mortal al resto del árbol. Así que indiqué a los que miraban abajo que se apartaran, y alcé mi hacha y golpeé la rama hasta que la corté por completo. Era de enorme tamaño, de un grosor tan grande como el tronco de algunos árboles, y no fue sencillo seccionarla, pero finalmente cayó. La empujé hacia fuera para que cayera por encima de las otras ramas de abajo a un terreno despejado en el jardín. Luego bajé, saltando el último trecho del camino y cayendo de pie con un grito de alegría. Inanna, pálida y silenciosa, me miró de una forma que nunca antes había vasto en ella: había maravilla en sus ojos.

—Los demonios se han marchado de tu árbol, mi dama —dije.

Sentí el calor del trabajo bien hecho. Si había arrojado realmente fuera de allí a Lilitu y el Imdugud, o incluso si habían ocupado en primer lugar el árbol, ¿quién podía decirlo? Pero respecto a la serpiente no había ninguna duda; y un poco más tarde, aquel mismo invierno, el árbol huluppu de Inanna empezó a hacer brotar nuevas ramas, de tal modo que en primavera parecía tan sano corno siempre. Quizá el feroz aliento de la serpiente en sus raíces había ocasionado todo el daño, o quizá los otros dos demonios también habían estado atormentándolo. No sabría decirlo. Sólo diré que el árbol se recuperó, después que yo hube terminado mi trabajo con él.

De la rama muerta que corté, Inanna se hizo hacer un trono y una cama para ella. Con la madera restante quiso que se hiciera un regalo para mí, un tambor y una baqueta, tallados del modo más elegante por el artesano Ur-nangar, cuya mano debió ser guiada por el propio Enki. La baqueta estaba tan perfectamente equilibrada que casi parecía volar a mi mano cuando la cogía, y me bastaba el más pequeño movimiento de la muñeca para arrancar del tambor los más intrincados sones. El propio tambor estaba tan pulido que su superficie parecía la piel de las nalgas de una doncella; y como parche Ur-nangar utilizó la piel de una gacela nonata, tensada y mantenida en su lugar con cuerdas hechas con la tripa de su madre. Nunca hubo un tambor, ni una baqueta, en todo el mundo, que igualara el que Ur-nangar hizo para mí a petición de Inanna. Ahora está perdido para mí, y creo que no pasa un día en el que no desee tenerlo de nuevo a mi lado.

Durante los años que estuvo conmigo, utilicé el tambor de Ur-nangar de dos maneras particulares. Una, que fue la más conocida por los ciudadanos de Uruk, como llamada de guerra: cuando llegaba el momento de reunir las tropas, salía a la plaza fuera del palacio y lo tocaba en un ritmo rápido, y todo el mundo sabía lo que quería decir con él. “Escuchad”, exclamaban, “¡Gilgamesh llama a guerra!” Y a este sonido la ciudad empezaba a agitarse, sabiendo que pronto habría nuevos héroes, y también nuevas viudas.

El otro uso que tenía para el tambor era mucho más íntimo. Para mí era la puerta al mundo de los dioses. Quizá hubiera un poder divino en el tambor, procediendo como procedía del sagrado árbol huluppu de Inanna, o quizá quedara aún algún remanente de la magia del pájaro Imdugud en él. No lo sé.

Este era su don: cuando me retiraba a mis habitaciones más privadas y empezaba a golpearlo suavemente de una cierta manera, me arrastraba hacia arriba y fuera de mí mismo al reino donde mora Lugal-banda. Con él podía apelar a voluntad a todas aquellas cosas que surgían en mí cuando el aura del dios estaba sobre mí. Sentía el zumbido, veo un luminoso resplandor en tonos dorados y bermellones y profundamente azules, podía hallar una entrada a otro lugar, donde había una escalera que ascendía al cielo o una columna de negra agua en la que sumergirme o un túnel, que se curvaba hacia abajo y se alejaba de mí, invitándome a correr a lo largo de sus resplandecientes paredes cilíndricas. Y aquel lugar era el lugar de los dioses. Cuando estaba allí, cambiaba de forma, flotaba, volaba. Chillaba como un águila, rugía como un león. Viajaba por el submundo hasta la región de los monstruos. Cenaba con los dioses y los semidioses. Danzaba con los espíritus. Hablaba el lenguaje de los sueños. Me convertía en el compañero del Pájaro del Trueno; veía todas las cosas, toda la sabiduría se abría ante mí. Creo que Etana de Kish debió tener un tambor así, y lo utilizó para saltar al cielo, en vez de ser alzado por las alas de un águila como nos hace creer la vieja historia.

No usaba a menudo el tambor de esa forma. Era demasiado extraño y aterrador, y un drenaje demasiado profundo de mis energías, que necesitaba para las tareas diarias del reino. Cuando volvía de uno de esos vuelos, me dolían las mandíbulas y a veces mi lengua estaba hinchada como si me la hubiera mordido en mi éxtasis, y me sentía desconcertado y débil durante horas e incluso días después. De modo que se trataba de algo secreto, a lo que me dedicaba sólo cuando la necesidad era muy grande en mí, ya fuera, por razones cerca de ser un dios.

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