24

Ese año, al llegar el tiempo del festival del nuevo año, el calor del verano no disminuyó, el viento húmedo llamado el Tramposo no sopló del sur, y no hubo señales de lluvia en el cielo septentrional. Esas cosas me indujeron un gran miedo, pero guardé mi intranquilidad para mí mismo y no dije nada ni siquiera a Enkidu. Después de todo, había habido otros otoños secos en el pasado, y las lluvias siempre habían vuelto, más pronto o más tarde. En este año quizá fuera más tarde, pero acabarían por llegar. O eso creía: o esperaba. Pero mi temor era grande, porque sabía que Inanna era mi enemiga.

La noche de la ceremonia del Sagrado Matrimonio nos enfrentamos cara a cara por primera vez desde la visita que me había hecho a palacio, aquel día al amanecer. Pero cuando entré en la larga estancia del templo para ir a su encuentro, sus ojos eran como piedras pulidas, y me recibió con el silencio de una piedra, y cuando dije: “Te saludo, Inanna”, no respondió, como debía hacerlo Inanna, con las palabras: “Te saludo, esposo real, fuente de vida”. Sabía que sobre Uruk se extendía la condenación, una condenación impuesta por su mano.

No sabía qué hacer. Llevamos a cabo la representación en el pórtico del templo, realizamos los ritos de la cebada y de la miel, fuimos al dormitorio y nos detuvimos de pie ante el lecho de ébano incrustado con marfil y oro. Durante todo este tiempo ella no me dirigió ni una sola palabra, pero supe por sus ojos que su odio hacia mí no había cedido ni un ápice. Las sacerdotisas doncellas retiraron sus cuentas y sus cubrepechos, y soltaron el pasador del triángulo que cubría sus ingles, y la dejaron desnuda ante mí, y descubrieron mi cuerpo para ella, y se retiraron de la estancia. Estaba tan hermosa como siempre, pero seguía sin haber el resplandor del deseo en ella; sus pezones estaban blandos y hundidos, su piel no reflejaba el fuego interior. No era la Inanna que conocía desde hacía tanto, la mujer de inagotable pasión. Permaneció de pie al lado del lecho, con los brazos cruzados, y dijo:

—Puedes quedarte aquí o no, como quieras. Pero no me tendrás esta noche.

—Es la noche del Sagrado Matrimonio. Soy el dios. Tú eres la diosa.

—No permitiré que el rey de Uruk entre en mi cuerpo esta noche. La ira de Enlil cae sobre Uruk y su rey. El Toro de los Cielos será soltado.

—¿Destruirás a tu propio pueblo?

—Destruiré tu arrogancia —dijo—. Me he arrodillado ante Padre Enlil…, ¡yo, la diosa! Padre, le he dicho, suelta al Toro de los Cielos para que derribe a Gilgamesh en mi nombre, porque Gilgamesh se ha burlado de mí. Y le he dicho a Enlil que si él no hacía esto, derribaría la puerta del mundo inferior y haría saltar sus goznes y sus pasadores, abriría de par en par la puerta del infierno y alzaría a los muertos para que devoraran la comida de los vivos, y los huéspedes de la muerte en el mundo serían mayores que el número de los vivos. Ha cedido ante mí: dijo que soltaría el Toro.

—¿Por tu ira hacia mí, vas a derramar años de sequía sobre Uruk? ¡El pueblo morirá de hambre! —Hay grano en mis almacenes, Gilgamesh. El pueblo ha pagado sus diezmos a la diosa, y he almacenado el grano suficiente como para que dure siete años de malas cosechas. He reservado forraje para el ganado. Cuando golpee el hambre, Inanna estará preparada para ayudar a su pueblo. Pero tú ya habrás caído, Gilgamesh. Te habrán derribado de tu alto lugar, por atraer hacia ellos la ira de los dioses. —Su voz era muy calmada. Permanecía desnuda ante mí como si no significara nada revelarme su cuerpo, como si ella fuera sólo una estatua de sí misma o yo un eunuco. La miré, y no había nada que yo pudiera decir o hacer. Si la diosa no abrazaba al dios en el Sagrado Matrimonio no habría lluvia; ¿pero cómo podía forzarla? Sería peor si la forzaba. Dijo de nuevo—: Puedes quedarte o no, como quieras. —Pero yo no sentía ningún deseo de pasar la noche temblando en la fría tormenta de su ira. Recogí mis espléndidas ropas reales y me envolví en ellas y salí del templo, atenazado por el pesar y por el miedo.

En palacio encontré a Enkidu con tres concubinas, celebrando a su manera la noche del Sagrado Matrimonio. Ríos de oscuro vino corrían por el suelo, y trozos medio devorados de carne asada reposaban sobre la mesa. Sorprendido, dijo:

—¿Cómo estás de vuelta tan pronto, Gilgamesh? —Déjame, hermano. Ésta es una noche triste para Uruk.

No pareció oírme.

—¿Tan pronto has acabado con tu diosa? ¡Bien, entonces toma una o dos diosas de las mías! —Y se echó a reír, pero su risa murió al cabo de un momento, cuando vio la tormentosa palidez de mi rostro. Se liberó de las muchachas que tenía entrelazadas por todas partes, y avanzó hacia mí y apoyó sus manos en mis hombros, y dijo:

—¿Qué ocurre, hermano? ¡Cuéntame lo que ha pasado!

Se lo conté, y él dijo:

—Bien, si ese Toro suyo es soltado en la ciudad, todo lo que tenemos que hacer es atraparlo y volver a meterlo en su corral, ¿no? ¿No es así, Gilgamesh? ¿Cómo vamos a permitir que un toro salvaje corra libre por Uruk? —Y se echó a reír de nuevo, y me rodeó con sus brazos y me dio un abrazo de oso. Por primera vez aquella noche sentí que se elevaba mi corazón, y pensé: quizá podamos enfrentarnos a eso; quizá podamos combatirla con éxito, Enkidu y yo. Pero no hubo lluvia. Día tras día el cielo fue una lámina de brillante color azul desde donde nos miraba implacable el gran ojo de Utu. El viento abrasador era un cuchillo que hendía la tierra, arrastrando consigo el barro seco de las orillas de los ríos y la arena del desierto gris y amarillo que se extendía más allá. Sofocantes nubes de polvo caían sobre nosotros como sudarios. La cebada se agostaba en los campos. Las frondas de las palmeras se volvían negras con el polvo, y colgaban como las alas de lisiados pájaros. Llegó el trueno, y el relámpago, y terribles resplandores de luz cubrieron el suelo como un manto; pero las tormentas eran tormentas secas, y la lluvia seguía sin llegar. Enlil era nuestro enemigo. La gente se apiñaba en las calles y exclamaba: “¡Gilgamesh, Gilgamesh, ¿dónde está la lluvia”, ¿y qué podía decirles yo? ¿Qué podía decirles?

Luego, muy a lo lejos, hacia el este, la tierra se agitó y las colinas rugieron y hasta nosotros llegó un eructo de llamas y de gases ponzoñosos que hacían que el aliento de Huwawa fuera una suave brisa. Yo tenía un ejército de mil hombres en aquel territorio, registrando los lugares por donde los elamitas estaban descendiendo hacia nuestro dominio, y de esos mil hombres apenas la mitad regresaron a Uruk.

—Fue el Toro de los Cielos que fue soltado —me dijeron—. El cielo se volvió oscuro y brotó un humo negro, y hubo un corrimiento de tierras que rugió, y vimos al Toro en el aire sobre nuestras cabezas. Tres veces bufó; y con su primer bufido se llevó a un centenar de hombres, y a otro centenar con el segundo, y con el tercero a doscientos más. La tierra se agitó, las colinas rugieron, el Toro de los Cielos lanzó su fétido aliento contra nosotros. Su olor está todavía en nuestras narices. Y ahora el Toro avanza sobre Uruk. ¿Qué podía hacer yo? ¿A dónde podía dirigirme? —Es el Toro —exclamaba la gente—. ¡El Toro avanza sobre nosotros!

—El Toro sigue pastando en los campos del templo —dije—. Todo irá bien. Esas tribulaciones pasarán pronto.

Y miré hacia el resplandeciente cielo, y dije a Lu-galbanda dentro de mí: Padre, padre, ve a Enlil, pídele la lluvia. Pero no hubo lluvia.

Inanna se mantenía en su templo. No aceptaba peticiones, no realizaba ritos. Cuando la gente se reunió ante la Plataforma Blanca y suplicaba piedad, envió a sus doncellas a que les dijeran que habían acudido al lugar equivocado, que tenían que dirigirse a Gilgamesh en busca de piedad, porque era Gilgamesh quien había traído aquel mal sobre la tierra. De nuevo acudieron a mí. ¿Pero qué podía decirles? ¿Qué podía hacer?

El viento se hizo más fuerte. Por la ciudad empezó a circular la historia de que este viento era el viento del mundo inferior, un viento demonio que arrastraba consigo las semillas de la muerte y de la descomposición procedentes de la Casa del Polvo y la Oscuridad. Dije que eso no era cierto. Se murmuró en la ciudad que había una maldición sobre los pozos, y que pronto estarían llenos de sangre, de modo que los viñedos y los palmerales se volverían rojos por su causa. Les dije que eso no ocurriría. Se difundió el rumor de que un ejército de langostas volaba hacia nosotros desde el norte, y que pronto el cielo se oscurecería bajo sus alas. No vendrán, dije.

Les di grano de mis almacenes. Les proporcioné pienso para su ganado. Pero no era suficiente, no lo suficiente. No corresponde al rey proporcionar grano en tiempos de sequía y hambruna; corresponde a Inanna. E Inanna se retraía en su templo y guardaba su grano. Y la gente no la odió por eso: hizo saber por toda la ciudad que primero Uruk tenía que purificarse, y que sólo entonces abriría los graneros a su necesidad. Comprendieron. Comprendí. Quería que me echaran.

Y finalmente soltó el Toro dentro de los confines de la ciudad. Quiero decir el toro que pastaba en los campos del templo, el que encarnaba el poder y la majestad de los dioses. Durante veinte mil años, o dos veces veinte, había habido toros en los campos del templo de Inanna, toros grandes, toros poderosos, toros gigantescos sin igual en la Tierra; crecían y engordaban con el grano de las ofrendas al templo, y llevaban guirnaldas de flores frescas en cada estación de la tierra, y les eran traídas diariamente vacas para su placer, y cuando morían —porque incluso ellos, esos toros que representaban el papel del Toro de los Cielos, tenían que morir—, eran enterrados en los terrenos del templo con ritos propios de un dios. No puedo deciros cuántos toros han sido enterrados aquí en los años de Uruk, pero creo que si esos pastos tuvieran que ser cavados, el que los cavara se encontraría con un mar de cuernos.

Hasta entonces nunca había abandonado el toro los pastos del templo, una vez que hubo tomado residencia allí. Había apostados guardias en los campos, día y noche, para evitar que eso ocurriera; y aunque bufaba como el propio Enlil, y pateaba el suelo y golpeaba con todas sus fuerzas contra la puerta, no podía verse libre. Pero el sagrado día del solsticio de invierno, cuando la sequía estaba en su peor momento y el cielo se presentaba gris con los torbellinos de polvo, y aquellos de nosotros que teníamos los sentidos más despiertos podíamos captar el hedor de las negras y mortíferas emanaciones que eran arrojadas al aire por las aberturas de las Tierras Rebeldes muy lejos al este…, aquel día en que la calamidad dominaba ya Uruk, Inanna soltó el Toro de los Cielos por las calles de la ciudad.

El grito de lamento y terror que brotó de todas las gargantas no tenía parangón con nada que hubiera oído yo antes en Uruk. Creo que fue un grito que debió resonar incluso en Kish; creo que debió ser oído en Nippur; quizá incluso, en las tierras de los elamitas, éstos alzaron la mirada y dijeron:

—¿Qué es ese horrible grito que viene del oeste? En mi palacio, temblé de desánimo y aflicción. Creí que era el momento de acudir a Inanna, arrodillarme ante ella, y rendirme a ella, y entregarle la ciudad; porque de otro modo todos iban a morir, o yo sería arrojado de mi alto lugar. Yo mismo había empezado a convencerme de que yo era el responsable de aquella ruina que había caído sobre Uruk, que no era Inanna quien había traído esos males a la ciudad, pese a lo que ella estaba diciendo. Quizá los dioses estaban tomándose realmente su venganza por la muerte de Huwawa. Quizá me había equivocado negándome a hacer de la sacerdotisa mi reina. Quizá…, quizá…, quizá…

Nunca había conocido tanta desesperación como en ese día cuando el toro de Inanna apareció trotando y bufando por las calles de Uruk. Fue Enkidu quien elevó mi ánimo. Me encontró abatido en palacio, y me hizo ponerme en pie y me abrazó y dijo:

—Vamos, hermano, ¿por qué lloras? ¡La salvación está al alcance de la mano!

—¿Acaso no sabes que el Toro de los Cielos anda suelto por la ciudad? —le pregunté.

—¡Sí, Gilgamesh, sí, el toro está suelto! Y este es nuestro momento. ¿Podemos hacer volverse los vientos secos? ¿Podemos llamar a la lluvia de los cielos? ¿Podemos convertir la arena en agua? No, no, no, no podemos hacer ninguna de esas cosas: pero podemos matar un toro, hermano. Seguro que podemos matar un toro. Ahora, por fin, Inanna ha puesto toda su furia en una sola nave. Salgamos de aquí, Gilgamesh; hundamos esa nave. —Sus ojos brillaban de excitación. Su cuerpo temblaba de ¡fuerza. Me alentó su vigor. Sonrió por primera vez en no podía decir cuántos días, y lo abracé hasta que gruñó por la fuerza de mi abrazo—. Vamos, hermano —dijo, y salimos a las secas y polvorientas calles para ir en busca del Toro de los Cielos.

Era la hora del mediodía. Las calles estaban vacías en aquel terrible calor. Pero no necesitaba preguntar dónde estaba el toro. Su presencia se anunciaba por sí misma en la ciudad como el calor de un yunque al rojo: capté el rojo resplandor de ese calor contra mis mejillas. Lo mismo le ocurrió a Enkidu, en quien vivía todavía la sabiduría de la vida salvaje. Alzó su rostro al viento, dilató las ventanillas de su nariz, volvió la cabeza para que sus oídos captaran todos los sonidos; y señaló, y avanzamos. En el distrito conocido como el León vimos los excrementos del toro frescos en las calles, con un aura dorada a su alrededor, y moscas de cabeza azul zumbaban sobre ellos pero sin atreverse a tocarlos. En el distrito conocido como las Cañas hallamos los carros de los comerciantes volcados, y sus mercancías esparcidas por el camino, porque el toro había pasado por allí. Y en el distrito conocido como la Colmena, donde las calles se apelotonan de tal modo que apenas hay sitio en ellas para caminar, vimos ladrillos arrancados de los edificios allá donde el toro había corrido entre ellos.

Al cabo de poco llegamos a algo peor: las piedras del suelo manchadas de sangre, el sonido de amargos sollozos y gemidos, y un hombre y una mujer de pie como estatuas, con los ojos vacíos. El hombre sostenía en sus brazos el roto cuerpo de un niño. Un muchachito, creo, de cuatro o cinco años, que debió salirle al paso al toro. Rogué para que Enlil le hubiera concedido al niño una muerte rápida; ¿pero qué piedad podía concederle el dios a la madre y al padre? Mientras corríamos junto a ellos, la mujer nos reconoció. Sin decir una palabra, alzó su mano hacia mí, como si me suplicara: Oh rey, devuélveme mi hijo. No podía hacer eso por ella. No podía concederle nada que aliviara su dolor excepto la sangre del toro, y no creía que eso fuera suficiente.

Esa pequeña muerte, pensé, debía ser puesta en la cuenta de Inanna. ¿Es así como servía a su pueblo, matando a sus hijos inocentes con su furiosa bestia vengativa?

Enkidu había seguido corriendo, con el rostro hosco e intenso. Unos momentos más tarde salimos al gran espacio abierto conocido como la Plaza de Nin-gal: y allí nos encontramos con el propio toro, saltando alocadamente como un ternero juguetón.

Era blanco —todos los toros del templo son blancos—, y era enorme, y sus ojos estaban ribeteados de rojo, y sus cuernos eran largos y afilados como lanzas, pero se curvaban de una forma extraña, casi como el armazón de una lira. Vi manchas de la sangre del niño en sus cascos y sus patas delanteras. Cuando nos acercamos olió nuestro sudor, y se detuvo y se volvió, y nos miró con unos ojos que resplandecían como tizones; y bufó y pateó el suelo, bajó la cabeza, y pareció a punto de cargar. Enkidu me miró, yo miré a Enkidu. Juntos habíamos matado elefantes y habíamos matado leones y habíamos matado lobos. Incluso habíamos matado un demonio que había brotado eructando del suelo como una columna de fuego. Pero nunca habíamos matado un toro, y éste era un toro que gozaba de su primer asomo de libertad después de una cautividad demasiado larga. Estaba lleno de energías, y además el poder de Padre Enlil estaba en él; porque yo no dudaba ni un momento que este toro era hoy el Toro de los Cielos, del mismo modo que en algunos momentos Inanna la sacerdotisa es Inanna la diosa, y el rey de Uruk es Dumuzi el dios de los campos. De modo que contuvimos el aliento y nos preparamos para resistir la embestida, sabiendo que no iba a ser un combate fácil.

Le hice un gesto con la mano. —Vamos, ven —dije en un susurro, haciendo que mi voz sonara seductora—. Ven aquí. Ven. Ven. Ven. Soy Gilgamesh: éste es Enkidu, mi hermano.

El toro pateó. El toro bufó. El toro alzó su gran cabeza y agitó su cornamenta. Y luego cargó, corriendo con gran gracia y majestad. Casi pareció flotar mientras avanzaba por sobre el desgastado pavimento de ladrillos de la Plaza de Ningal.

Enkidu, riendo, me gritó:

—¡Qué deporte va a ser éste, hermano! ¡Juégalo! ¡Juégalo a fondo, hermano! ¡No tenemos nada que temer!

Corrió hacia un lado, y yo hacia el otro. El toro se detuvo a media carga y giró sobre sí mismo y cargó de nuevo, y se detuvo una segunda vez y giró de nuevo y volvió a girar, pateando el polvo. Casi pareció fruncir el ceño mientras nosotros saltábamos hacia un lado y otro en torno a él, riendo, dándonos palmadas en los hombros el uno al otro. El toro arrojó su espuma contra nuestros rostros y nos azotó con la punta de su cola. Pero no pudo derribarnos; no pudo hacernos morder el polvo.

Cinco veces cargó el toro, y cinco veces lo eludimos, hasta que estuvo furioso y perplejo. Entonces cargó una vez más, fintando con inteligencia demoníaca y fintando de nuevo, cambiando de dirección tan fácilmente como uno de los muchachos danzarines del templo, persiguiéndonos primero en esa dirección, luego en esa otra. Se lanzó fieramente contra Enkidu con los cuernos bajados, y temí que mi hermano resultara corneado: pero no, cuando el toro estuvo cerca Enkidu adelantó los brazos y sujetó con las manos sus dos cuernos y dio un salto hacia arriba por encima de la cabeza del animal, girando sobre sí mismo en mitad del aire de modo que cuando aterrizó lo hizo a horcajadas sobre el lomo del toro, aferrando aún su cornamenta.

Entonces se inició un combate como creo que el mundo jamás vio antes. Enkidu, montado encima del Toro de los Cielos, forcejeaba con él sujetándolo por los cuernos, girando su cabeza hacia uno y otro lado. El toro, furioso, pateaba con sus patas traseras intentando arrojarlo de su lomo, sin conseguirlo. Yo permanecía inmóvil delante de ellos, contemplándolos con alegría y deleite. Tenía la impresión de que mi amigo debía haber recuperado ahora por completo la fuerza de su mano, porque la fuerza con que resistía tan gran energía era considerable; pero aunque no se hubiera recuperado por completo, sus fuerzas seguían siendo suficientes para mantener su presa. El toro no podía librarse de Enkidu. Rugió, pateó, arrojó flecos de espuma por todos lados, y Enkidu siguió aferrado a sus cuernos. Enkidu dedicó todas sus energía a quebrantar al toro, obligándole a debilitarse, haciendo que bajara su poderosa cabeza. Oí la resonante risa de Enkidu, y me regocijé; vi los enormes brazos de Enkidu hincharse con la tensión, y gocé con la vista. Observé cómo el toro empezaba a mostrarse hosco y abatido. Pero entonces el combate tomó un giro distinto. El toro, tras descansar “nos instantes, apeló a nuevas energías, saltó y se agitó y saltó y se agitó de nuevo, contorsionándose con renovada ferocidad para arrojar a Enkidu al suelo. Temí por él; pero Enkidu no mostró ningún miedo. Siguió aferrado, manteniéndose en su sitio, retorciendo la cabeza del animal primero a un lado, luego al otro; de nuevo forzó el hocico del toro hacia el suelo.

—¡Ahora, hermano! —exclamó—. ¡Golpea, golpea ahora! ¡Golpea con tu espada!

Era el momento. Corrí hacia delante y empuñé la espada con ambas manos, y me alcé en toda mi estatura, y dejé caer la espada. Golpeó entre las cerviz y las astas; penetró profundamente. El toro emitió un sonido como el sonido del mar cuando se hincha la marea, y una película cubrió la resplandeciente furia de sus ojos. Por un momento permaneció completamente inmóvil, y luego sus patas se convirtieron en agua bajo la masa de su cuerpo. Mientras caía, Enkidu saltó de costado, aterrizando a mi lado, y reímos y nos abrazamos y permanecimos al lado del agonizante toro hasta que estuvo muerto. Luego arrancamos su corazón e hicimos una ofrenda allí mismo a Utu el sol. Cuando terminamos miré a mi alrededor, y cuando miré hacia el oeste, hacia las murallas de la ciudad, vi figuras allí. Toqué el brazo de Enkidu brazo y señalé. —Es tu diosa —dijo.

Lo era, ciertamente. Inanna y sus doncellas estaban sobre la muralla. Debió contemplar la batalla con el toro; pude sentir el calor y la fuerza de su ira incluso a aquella distancia. Coloqué mis manos formando bocina ante mi boca y grité:

—¿Has visto, sacerdotisa? Hemos matado a tu toro: ¡creo que las lluvias vendrán pronto!

—Que la desgracia caiga sobre ti —respondió, con una voz que pareció surgida del infierno. Y a sus doncellas y a los demás que contemplaban la escena gritó—: ¡Desgracia sobre Gilgamesh! ¡Desgracia contra todo aquel que se atreva a despreciarme! ¡Desgracia al asesino del Toro de los Cielos! A lo que Enkidu respondió:

—¡Y desgracia para ti, graznante pájaro de mal agüero! ¡Mira, te hago mi ofrenda!

Osadamente, arrancó las partes íntimas del toro muerto y las arrojó con todas sus.fuerzas, de tal modo que el sangrante trozo de carne cayó en las murallas, casi a sus pies. Se rió con sus retumbantes carcajadas y exclamó:

—¡Ahí lo tienes, diosa! ¿No te apacigua eso? ¡Si pudiera ponerte las manos encima, te envolvería con las propias entrañas del toro!

Ante esta blasfemia nos maldijo de nuevo, a Enkidu y a mí; y las mujeres que estaban a su lado sobre la muralla, las sacerdotisas, las doncellas, los cortesanos del templo, los devotos de todas clases que habían acudido con ella para vernos destruidos por el toro que yacía ahora muerto a nuestros pies, lanzaron un gran lamento de consternación.

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