17

Y así se hizo. Di una gran fiesta en honor de Agga, y le envié de vuelta a Kish con lo que quedaba de su ejército.

Pero antes de que se fuera recibí de él malas noticias: mi esposa Ama-sukkul, su hija, había muerto, y también los dos hijos que me había dado. Esas noticias me atravesaron como puñales. ¡Muerte, no hay lugar donde esconderse de ti! Pensé en cómo la había abrazado en mi último día en Kish y había palmeado tan amorosamente su hinchado vientre. El hijo que debía nacer había sido la muerte para ella, y con ella había muerto; y luego nuestro primogénito había languidecido por falta de su madre y se había marchado rápidamente del mundo. Sin duda los dioses no habían querido que plantara mi semilla en Kish. He tenido otros hijos desde entonces, muchos, pero a menudo me pregunto cómo hubieran sido aquellos cuando hubieran alcanzado la madurez. Y la pequeña y dulce Ama-sukkul: era gentil, y no la menos querida de mis esposas.

En el momento de la partida de Agga insistí en jurarle una vez más mi fidelidad. Esto lo hice por mi propia voluntad, como todo el mundo pudo ver. Ese juramento, efectuado libremente, es un signo no de sumisión sino de fuerza: es un don, es una espléndida ofrenda, que me liberó antes que atarme. Era mi forma de reconocer lo que Agga había hecho por mí en los pasados años, cuando me ayudó a conseguir mi reinado a la muerte de Dumuzi, y me liberó para siempre de cualquier tipo de vasallaje real. Al fin era rey por derecho propio, a través de las proezas en la batalla y la grandeza de alma. No sería equivocado decir que el auténtico comienzo de mi reinado puede fecharse en la época de la guerra con Kish.

Pero si bien ese fue el auténtico comienzo de mi reinado, fue el fin del de Agga, aunque vivió un tiempo después de eso. Se retiró dentro de las murallas de Kish y no volvió a saberse más de él fuera de ellas. Cuando murió, fue el fin de la dinastía de Kish después de miles de años, porque Mesannepadda, rey de Ur, avanzó hacia el norte y se apoderó de la ciudad. Pronto recibimos informes de que Mesannepadda había matado al último de los hijos de Agga y tomado el trono para sí; y luego se nombró rey de Kish en vez de rey de Ur. Permití que pasara eso porque por aquel tiempo estaba ocupado en otros asuntos, como contaré en su momento; y más tarde tuve que ajustar mis propias cuentas con el rey de Ur y Kish.

Lo primero que hice, cuando la excitación de la guerra empezó a disminuir un poco en mi memoria, fue reconstruir las murallas de Uruk. En verdad lo que hice no fue reconstruirlas, sino volver a construirlas de nuevo, porque las viejas murallas de Uruk ni siquiera eran murallas, comparadas con las que hice erigir para la ciudad. Quizá fueran lo bastante buenas en tiempos de Enmerkar; pero yo había visto las murallas de Kish. Sabía lo que tenían que ser las murallas de una ciudad.

Una muralla tiene que ser alta, de modo que el enemigo no pueda escalarla con sus escalas de cuerda. Debe ser gruesa, de modo que no pueda ser abierta fácilmente una brecha. Debe tener unos cimientos anchos y profundos, para que no pueda ser minada ni excavados túneles por debajo. Todo eso es bastante evidente; pero las murallas de Uruk eran muy poco adecuadas a todos esos respectos. Necesitábamos también más torres desde las cuales pudiéramos observar quién se acercaba a la ciudad, y un parapeto más amplio a lo largo de la parte superior de la muralla donde los defensores pudieran ocupar posiciones y apuntar su fuego sobre las cabezas de los invasores. En particular debía haber torres de guardia y parapetos flanqueando cada una de las puertas de la ciudad, puesto que las puertas son los puntos débiles de cualquier muralla.

Durante todo el resto del verano se hizo poca cosa más en Uruk que fabricar ladrillos y construir la muralla que creo será conocida hasta el fin de los días como la Muralla de Gilgamesh. Como en la reparación de los canales, trabajé junto a los artesanos, y creo que nadie trabajó más duro que yo: construí esa muralla con mis propias manos, y ésa es la verdad. Como tampoco existe ningún artesano más hábil que yo en colocar los ladrillos allá donde deben ser colocados, de canto, apoyados de lado los unos contra los otros en cuidadosas hileras, cada hilera de través con respecto a la de abajo. Esta es la única forma correcta de construir. Arrancamos la antigua muralla de Enmerkar de modo que la ciudad quedó desnuda, y entonces, tan rápidamente como pudimos, erigimos la nueva muralla, o más bien las murallas, puesto que hay dos. Los propios siete sabios no hubieran diseñado un plan mejor. Usé solamente ladrillos cocidos al horno, porque, ¿qué utilidad tiene construir con barro, y tener que realizar de nuevo todo el trabajo cinco años después? Y eran los mejores ladrillos de todo el mundo. La pared exterior resplandece con el brillo del cobre, y la pared interior, de un blanco deslumbrante, es una pared sin igual en ninguna parte. Los cimientos, creo, son los más fuertes que jamás se han construido. La muralla de Uruk es famosa en todo el mundo, durará doce mil miles de años, o no soy el hijo de Lugalbanda. No creeréis que terminamos toda la muralla en un solo verano. En verdad, no ha transcurrido un año de mi reinado en el que no hayamos seguido trabajando en ella, reforzándola, aumentando su altura, añadiendo nuevos parapetos y torres de observación. Pero en aquel primer verano construimos la mayor parte de ella, lo suficiente para defendernos contra cualquier enemigo que pudiéramos imaginar.

Aquellos primeros meses fueron los más intensos y remunerativos de mi reinado. Apenas tenía tiempo para dormir. Trabajaba todo el día en las cosas que tenía que hacer, y hacía que mis hombres trabajaran también. Supongo que les hice trabajar demasiado; de hecho, los conduje al agotamiento, y empezaron a llamarme tirano a mis espaldas. Pero yo no me di cuenta de ello. Mis energías eran inmensas, y no comprendía que las suyas no. Cuando terminaban su jornada, no deseaban otra cosa más que dormir. Pero yo celebraba magníficas fiestas con mi corte cada velada, y luego por la noche estaban las mujeres. Quizá me excediera con las mujeres, aunque no lo pensaba así entonces. Mis apetitos por ellas eran como la incesante hambre de los dioses hacia la comida y la bebida. Tenía mis concubinas, tenía a las sacerdotisas del sagrado claustro, tenía a las mujeres casuales de la ciudad, y no eran suficientes. No debéis olvidar nunca que soy en parte dios, por mi descendencia de Lugalbanda, y también de Enmerkar que se llamaba a sí mismo el hijo del sol; y la fuerza divina llamea en mi interior. ¿Cómo puedo negar esa fuerza? ¿Cómo puedo prescindir de ella? La presencia del dios pulsaba en mí como el batir de un tambor, y yo avanzaba a su ritmo.

Dentro de mi alegría y mi vigor, sin embargo, debo admitir que había una oculta melancolía. Todo Uruk estaba pendiente de mí, y sin embargo yo no podía olvidar que era un hombre solo, una figura encumbrada y aislada. Quizá fuera también así con todo el mundo: no lo sé. Pero me parece que los demás están íntimamente ligados a esposas, hijos, amigos, compañeros. Yo, que nunca había tenido un hermano, que había conocido escasamente a mi padre, que había sido apartado por mi estatura y mi fuerza de mis compañeros de juegos, era ahora un rey separado como por unos muros colosales del flujo normal de las relaciones humanas. No había nadie a mi alrededor que no me temiera y me envidiara y de alguna forma se apartara de mí. Y no veía ninguna forma de alterar eso; pero el trabajo durante el día y los festines durante la velada y las mujeres durante la noche eran mi consuelo por el dolor de esta separación. Especialmente las mujeres.

Mi chambelán de las concubinas reales tenía problemas para cubrir mis necesidades. Cuando las tribus nómadas del desierto venían a comerciar a Uruk, les compraba muchachas para mí, jóvenes de piel tostada y largas piernas con sombras oscuras en torno a sus ojos y grandes bocas de labios delgados. Cuando se establecían contratos de boda en la ciudad, las novias me eran traídas antes a mí que a sus esposos, a fin de que pudiera derramar en ellas la divina gracia. Si la esposa de uno de mis nobles me gustaba, ese hombre tenía que traerla por la noche a palacio sin un murmullo si yo se lo pedía. Nadie hablaba en contra mía. Nadie lo hacía; nadie podía hacerlo; yo era el rey; mi fuerza era como la fuerza del bajado de los cielos. No veía nada malo en lo que yo hacía. ¿Acaso no era mi privilegio como rey, como dios, como héroe, como pastor del pueblo? ¿Podía ser dejado en la necesidad, cuando mi hambre ardía tan ansiosamente? ¡Ah, el vino, la cerveza, la música, las canciones de esas noches! ¡Y las mujeres, las mujeres, sus dulces labios, sus suaves caderas, sus oscilantes pechos! Nunca descansaba. Nunca me detenía. El batir del tambor era incesante. Durante el día guiaba a los hombres en la construcción de las murallas o el simulacro de los juegos de guerra, hasta que sus ojos se ponían turbios y se derrumbaban de fatiga, y por la noche abría camino entre sus mujeres como un furioso fuego se abre camino entre la hierba seca del verano.

Nunca me cansaba. Hacía que Uruk se cansara de mí, pero yo aún no conocía el cansancio.

Llegó la estación del nuevo año, y de nuevo el momento del Sagrado Matrimonio. Hacía un año y algunos meses que era rey de Uruk. Esta noche la diosa se abriría ante mí por segunda vez. Realicé los rituales de purificación, medité en la oscuridad y el silencio en la casa de Dumuzi, y cuando llegó el anochecer me llevaron por el camino tradicional, en bote, hacia mi unión con Inanna.

Y mientras desembarcaba en el mismo muelle donde había diezmado las fuerzas de Agga y penetraba en la ciudad a través de una puerta en la muralla que había construido con mis propias manos, sentí una gran oleada de orgullo por todo lo que había conseguido. De hecho, me sentí como un dios: no como alguien que simplemente posee un poco de sangre divina en sus venas, sino como un auténtico dios, el portador de la corona cornuda, que camina por entre el esplendor de los resplandecientes cielos. ¿Estaba equivocado al sentir ese orgullo? Había venido del exilio para recibir la corona; había reparado los canales; había aplastado al más poderoso de los enemigos; había construido las murallas de Uruk, y todo esto antes de alcanzar mis veinte años. ¿No era propio de dioses el haber conseguido todo esto? ¿No tenía razones para sentirme orgulloso?

Y ahora la diosa me aguardaba.

En esos meses había tenido muy pocos contactos con ella, sólo los sacrificios y rituales imprescindibles que requerían nuestra presencia conjunta. Excepto esto, apenas habíamos hablado. Se habían producido momentos en los que yo hubiera podido acudir a ella en busca de consejo o bendiciones, pero no lo había hecho. Se habían producido momentos en los que ella hubiera podido acudir a mí, pero tampoco lo había hecho. Creo que incluso entonces comprendí los motivos por los que manteníamos esa distancia entre nosotros. En Uruk éramos como reyes rivales; ella tenía su zona de poder, yo tenía la mía. Pero yo estaba extendiendo ya los alcances de mi zona. No lo hacía con la intención de provocar su enemistad, sino simplemente porque no conocía otra forma de ser rey que el ejercer mi poder al máximo. Cuando había iniciado la guerra contra Agga, no le había pedido su consentimiento: me pareció demasiado arriesgado, teniendo en cuenta que ya me había topado con la oposición de la casa de los ancianos a la guerra. Había que librar aquella guerra; y con Inanna en contra mía no hubiera podido poner en pie el ejército que necesitaba; en consecuencia, no consulté con Inanna. Temía la interferencia que pudiera crear su poder. Incluso entonces estaba preocupado por situarme fuera del alcance de ese poder. Y ella, viendo la creciente fuerza de mi autoridad, había retrocedido, insegura de mis intenciones, no deseosa de desafiarme antes de comprender más completamente mis propósitos.

Pero en la noche del Sagrado Matrimonio todas esas mezquinas consideraciones de estado eran puestas de lado. Acudí a ella en la larga estancia del templo y la encontré resplandeciendo con sus ungüentos y sus adornos. La saludé como mi sagrada joya, y ella me recibió como su real esposo, fuente de vida; y realizamos el rito de la presentación al público; y una vez hecho eso volvimos dentro, a la habitación de los olorosos juncos verdes, y las doncellas de la diosa retiraron sus cuentas de alabastro y sus placas de oro y la dejaron desnuda ante mí.

Cuando estuvimos solos apoyé mis manos en sus esbeltos hombros y miré profundamente a los resplandecientes misterios de sus ojos, y ella me sonrió como había sonreído aquella primera vez cuando éramos niños, una sonrisa que era en parte cálida y amorosa y en parte fiera, intensa, desafiante. Sabía que me devoraría si pudiera. Pero esta noche era mía. Los doce meses transcurridos no habían disminuido en nada su belleza. Sus caderas eran anchas, su cintura estrecha, su trasero amplio; sus uñas eran largas como dagas, y pintadas del color de la luna en eclipse. Me condujo a la cama con un solo y ligero gesto de su mano.

Nos tendimos en ella y nos abrazamos. Su piel era como las telas que tejen en los cielos. Mi cuerpo la dominó. Su espalda se arqueó bajo mi peso. Sus dedos se clavaron profundamente en los músculos y los tendones de mis hombros, y atrajo sus rodillas hacia sus pechos y las abrió, y los labios se entreabrieron y su lengua apareció vibrante, convirtiendo su aliento en un fuerte y pesado silbido. Mantuvo los ojos abiertos durante todo el tiempo, cosa que las mujeres suelen hacer raras veces. Me di cuenta de ello. Porque yo también mantuve los ojos abiertos durante cada momento de aquella noche.

Al amanecer oí la llegada de la primera lluvia del nuevo año, un tamborilear débil y ahogado contra los antiguos ladrillos blancos de la plataforma del templo. Me deslicé fuera de la cama y busqué mis ropas, para poder irme. Ella siguió tendida, mirándome; me observaba como una serpiente observa a su presa.

—Quédate un poco más —dijo con voz suave—. La noche aún no ha terminado.

—El tambor está sonando. Tengo que irme. —Toda la ciudad duerme. Tus amigos sueñan los sueños de los borrachos. ¿Qué puedes hacer solo a estas horas? —Emitió un sonido ronroneante. Desconfío de las serpientes que ronronean—. Vuelve a mi cama, Gilgamesh. Te digo que la noche aún no ha terminado.

—Quieres decir que tú aún no has terminado —respondí con una sonrisa. —¿Tú sí, entonces? Me encogí de hombros.

—Hemos realizado el rito. Y creo que con la suficiente amplitud.

—¿Así que el insaciable ha quedado saciado, por el momento? ¿O sólo estás cansado de mí, y dispuesto a iniciar la búsqueda de más mujeres para el resto del día?

—Hablas con crueldad, Inanna. —Pero no estoy equivocada, ¿verdad, Gilgamesh? Nunca tienes bastante. Nunca son suficientes las mujeres, ni el vino, ni el trabajo, ni la guerra. Pasas por Uruk como un torrente, barriéndolo todo ante ti. Eres un peso bajo el que gime la ciudad. La gente te suplica piedad, porque la oprimes de una forma demasiado terrible.

Aquello fue como un golpe para mí. La sorpresa me hizo abrir mucho los ojos.

—¿Yo, un opresor? ¡Soy un rey justo y sabio, mi dama!

—Quizá lo seas. No dudo que crees que lo eres. Pero abrumas y aplastas a tu pueblo. Haces ir a tus jóvenes de un lado para otro en los campos de entrenamiento, hasta que todo se vuelve negro ante sus ojos y se derrumban de agotamiento, y pese a todo sigues sin mostrar piedad hacia ellos. ¡Y las mujeres! Nadie ha consumido nunca tantas mujeres como tú. Las utilizas como si fueran meros juguetes, cinco, seis, diez en una noche. He oído las historias. —No diez —dije—. Ni seis, ni cinco. Sonrió.

—Así es como lo cuentan. Dicen que nadie puede contentarte, que eres como un toro salvaje. Me miran y dicen: “Sólo una diosa puede satisfacerle”. Bien, hay una diosa en mí, y tú y yo hemos pasado esta noche juntos. ¿Estás satisfecho, por una vez? ¿Es por eso por lo que te muestras tan ansioso por irte? Me sentía tan ansioso por irme porque no tenía defensa contra sus asaltos. Pero no iba a admitir eso ante ella. Dije rígidamente:

—Quiero caminar un poco bajo la lluvia. —Camina entonces, y luego vuelve. —Sus ojos llamearon. Dentro de ella había la fuerza de un restallante látigo. Tomé mis ropas, dudé, las dejé caer de nuevo y me erguí desnudo ante ella. La estancia estaba completamente impregnada por el olor almizcleño de nuestra noche de amor. Los últimos restos de incienso chisporroteaban aún en su cuenco. Los labios de Inanna estaban tensos, sus fosas nasales vibraban. Dijo con voz baja y ronca:

—¿Volverás? Para ti son diez mujeres cada noche, Gilgamesh. Para mí sólo eres tú, una noche al año. Aquel intento de persuadirme por la vía de la piedad hizo que de pronto la temiera menos.

—Ah, ¿entonces es eso, Inanna? ¿Nadie más, en todo un largo año?

—¿Quién sino un dios puede tocar a la diosa? ¿Acaso no lo sabes?

Me sentí más osado. Me atreví a pincharla un poco. —¿Ni siquiera en secreto? —pregunté burlonamente—. ¿Algún esclavo lujurioso, llamado en la más oscura de las guardias nocturnas…?

La furia llameó en ella. Alzó las manos hacia sus pechos. Sus dedos se cerraron, pareciendo más que nunca unas garras.

—¿Te atreves a decir esto bajo el propio techo del templo? ¡Vergüenza, Gilgamesh! ¡Vergüenza! —Luego se ablandó un poco. Aún de una forma gatuna, se desperezó, ronroneó de nuevo, alzó una rodilla y dejó que su pie se deslizara hacia abajo a lo largo de la espinilla de la otra pierna. Dijo, más suavemente—: Sólo tú, una noche al año. Te lo juro, aunque hace que me sienta mancillada el que tú me exijas prestar este juramento. Sólo existes tú. Y todavía no estoy preparada para dejar que te marches. ¿Te quedarás? ¿Te quedarás sólo un poco más? Es la única noche que tengo, esta noche.

—Déjame purificarme primero en la lluvia —dije. Permanecí un rato fuera del templo, en el aire virginal de la mañana empapada de lluvia. Luego volví a ella. Gato o serpiente, sacerdotisa o diosa, no podía rechazarla, ni si esa era la única noche del año que ella podía conocer lo que era el abrazo de un hombre. Y la lluvia lavando por mí la marchitez de la noche reavivó mi fuerza y mis deseos. No podía rechazarla. La deseaba. Volví a ella, y empezamos, la noche de nuevo.

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