Hay en la ciudad de Uruk una gran plataforma de ladrillo cocido que era el terreno de juegos de los dioses, mucho antes del Diluvio, en tiempos en que la humanidad aún no había sido creada y sólo ellos habitaban la Tierra. Cada siete años, durante los últimos diez mil años, hemos pintado de blanco los ladrillos de esa plataforma con un enlucido de yeso, para que reluzca como un espejo bajo el ojo del sol.

La Plataforma Blanca es el dominio de la diosa Inanna, a quien está consagrada nuestra ciudad. Muchos reyes de Uruk han erigido templos sobre la plataforma para que ella los use; y de todos esos santuarios de la diosa ninguno era más grande que el edificado por mi real abuelo el héroe Enmerkar. Mil artesanos trabajaron durante veinte años para construirlo, y la ceremonia de su consagración duró once días y once noches ininterrumpidos, y durante ese tiempo la luna fue envuelta cada noche en un profundo manto de luz azul, como un símbolo del placer de Inanna.

—Somos hijos de Inanna —cantaba la gente—, y Enmerkar es su hermano, y ella reinará entre nosotros para siempre jamás.

Ahora ya no queda nada de ese templo, porque lo hice derribar cuando subí al trono, y erigí otro mucho más espléndido en su lugar. Pero en su tiempo era una de las maravillas del mundo. Es un lugar que siempre tendrá un significado especial para mí: en su recinto, un día de mi infancia, los primeros asomos de la sabiduría descendieron sobre mí, y mi vida fue moldeada, y fui orientado en una dirección de la que no había regreso.

Eso ocurrió el día en que los sirvientes de palacio me arrancaron de mis juegos para que viera a mi padre el rey, el divino Lugalbanda, embarcar para el último de sus viajes.

—Lugalbanda marcha al seno de los dioses. —me dijeron—, donde vivirá eternamente con ellos en medio de la alegría, bebiendo de su vino y comiendo de su pan. —Creo y espero que estuvieran en lo cierto; pero muy bien puede ser el caso que el último viaje de mi padre lo llevara, en vez de a la Tierra del No Retorno, a la Casa del Polvo y la Oscuridad, donde su fantasma camina penosamente de un lado para otro como un pájaro con las alas mutiladas, alimentándose de arcilla seca. No lo sé.

Y yo soy ése a quien llamáis Gilgamesh. Soy el peregrino que lo ha visto todo dentro de los confines de la Tierra, y mucho más allá; soy el hombre a quien se le dieron a conocer todas las cosas, las cosas secretas, las verdades de la vida y de la muerte, muy especialmente las de la muerte. He copulado con Inanna en el lecho del Sagrado Matrimonio; he matado demonios y hablado con dioses; yo mismo soy dos partes dios, y sólo una parte mortal. Aquí en Uruk soy rey, y cuando camino por las calles camino solo, porque no hay nadie que se atreva a acercárseme demasiado. No me gusta que sea así, pero ya es demasiado tarde para cambiar las cosas: soy un hombre aparte, un hombre solo, y eso seguiré siendo hasta el fin de mis días. En una ocasión tuve un amigo que era el corazón de mi corazón, el yo de mi yo, pero los dioses me lo arrebataron y nunca volverá.

Mi padre Lugalbanda debió conocer una soledad muy parecida a la mía, porque también era rey y dios, y un gran héroe en su día. Seguro que esas cosas lo mantuvieron apartado de los hombres normales, como me han mantenido apartado a mí.

La huella de mi padre aún se halla clara en mi mente después de todos esos años: un hombre de anchos hombros y recio pecho, que iba desnudo de cintura para arriba en todas las estaciones, vestido sólo con su larga falda de volantes desde la cintura hasta los tobillos. Su piel era lisa y tostada por el sol, como cuero pulido, y tenía una espesa y rizada barba negra, a la manera de la gente del desierto, aunque, al revés que ellos, se afeitaba el cráneo. Lo que mejor recuerdo son sus ojos, negros y brillantes y enormes, que parecían llenar toda su frente: cuando me cogía en brazos y me alzaba hasta la altura de su rostro, a veces tenía la impresión de que podía llegar a flotar hacia delante y penetrar en el enorme pozo de aquellos ojos y perderme para siempre dentro del alma de mi padre.

Le veía raras veces. Había demasiadas guerras en las que luchar. Año tras año guiaba los carros para sofocar algún levantamiento en nuestro díscolo estado vasallo de Aratta, muy lejos al este, o para hacer retroceder a las tribus merodeadoras de los páramos que avanzaban hacia Uruk para robar nuestro grano y nuestro ganado, o para desplegar nuestra fuerza ante una de nuestras grandes ciudades rivales, Kish o Ur. Cuando no estaba lejos en las guerras, eran los peregrinajes que debía realizar a los lugares santos, en primavera a Nippur, en otoño a Eridu. Incluso cuando estaba en casa tenía poco tiempo para mí, preocupado como estaba por los festivales y rituales del año, o las reuniones con la asamblea de la ciudad, o los procedimientos de la corte de justicia, o la supervisión de los interminables trabajos que había que hacer para mantener nuestros canales y diques. Pero me prometió que cuando llegara el momento me enseñaría las cosas propias de los hombres e iríamos juntos a cazar leones en las tierras pantanosas. Ese momento no llegó nunca. Los malignos demonios que flotan siempre encima de nuestras vidas. aguardando cualquier momento de debilidad en nosotros, son infatigables; y cuando yo tenía seis años una de esas criaturas consiguió penetrar los altos muros de palacio y se apoderó del alma de Lugalbanda el rey, y lo barrió del mundo.

Yo no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo. En esos días la vida sólo era juego para mí. El palacio, ese formidable lugar de entradas fortificadas por torres y fachadas con intrincados nichos y altivas columnas, era mi casa de juegos. Corría todo el día de un lado para otro con una incansable energía, gritando y riendo y cayéndome constantemente de bruces. Incluso entonces era la mitad más alto que cualquier otro chico de mi edad, y fuerte en concordancia; así que escogía a chicos mayores que yo como compañeros de juegos, siempre los más rudos, los hijos de los palafreneros y los coperos, porque no tenía ningún hermano.

Así que jugaba a carros y guerreros, o me peleaba, o luchaba con garrotes. Y de pronto un día una horda repentina de sacerdotes y exorcistas y magos empezó a ir y venir por dentro de palacio, y fue modelada una imagen de arcilla del demonio Namtaru y colocada cerca de la cabeza del postrado rey, y fue llenado un brasero con cenizas y una daga metida dentro, y al tercer día al anochecer fue sacada la daga y clavada en la imagen de Namtaru y la imagen fue quemada en la esquina de la pared, y se sirvieron libaciones de cerveza, y fue sacrificado un cerdo joven y su corazón ofrecido para aplacar al demonio, y se roció agua, y no dejaron de cantarse plegarias; y cada día Lugalbanda luchaba por su vida y perdía un poco más en la lucha. No se me dijo ni una palabra de esto. Mis compañeros de juegos parecían más mustios y como avergonzados de estar corriendo y gritando y luchando a los garrotes conmigo. Yo no sabía por qué. No me dijeron que mi padre se estaba muriendo, aunque creo que lo sabían y sabían también las consecuencias que reportaría su muerte.

Luego, una mañana, un sirviente de palacio vino hasta mí y me llamó:

—¡Deja tu garrote, muchacho! ¡No más juegos! ¡Hoy tienes que hacer un trabajo de hombre! —Me condujo a bañarme y me vistió con mi mejor túnica de brocado, y colocó en mi frente mi cinta de chapa de oro y lapislázuli, me llevó a los aposentos de mi madre la reina Ninsun. Porque dentro de poco tendría que acompañarla al templo de Enmerkar, me dijo.

Entré en sus aposentos, sin comprender el porqué de todo aquello, puesto que aquél no era un día sagrado, que yo supiera. Encontré a mi madre vestida de una manera magnífica con una capa de brillante lana carmesí y con su tocado reluciendo con cornalina y topacio y calcedonia, y cubrepechos dorados de los que colgaban amuletos de marfil con forma de peces y gacelas. Había oscurecido sus ojos con kohl y pintado sus mejillas de verde oscuro, de modo que parecía una criatura recién salida del mar. No me dijo nada, pero colocó en torno a mi cuello una figurilla de piedra roja del demonio de los vientos Pazuzu, como si temiera por mí. Pasó ligeramente su mano por mi mejilla. Su contacto era frío.

Luego salimos al gran salón de las fuentes, donde nos aguardaba mucha gente. Y desde allí partimos en procesión, la procesión más grande que jamás haya visto, hasta el templo de Enmerkar.

Una docena de sacerdotes abrían el camino, desnudos como deben ir los sacerdotes cuando acuden delante de un dios, y una docena de princesas también, igualmente desnudas. Tras ellos avanzaban dos docenas de fornidos guerreros que habían luchado en las campañas de Lugalbanda. Iban abrumados en sus armaduras completas, incluidos los cascos de cobre, y llevaban sus hachas y sus escudos. Sentí pena por ellos, teniendo en cuenta que era el mes de abu, cuando el azote del verano cae pesadamente sobre la Tierra, y no llueve, y el calor es un peso insoportable. Detrás de los guerreros venían los miembros de la casa de Lugalbanda: despenseros, doncellas, coperos, bufones y acróbatas, caballerizos, carreros, jardineros, músicos, bailarinas, barberos y todos los demás. Todos ellos iban vestidos con sus mejores galas, con ropas más elegantes de las que nunca les hubiera visto, y llevaban los utensilios de sus respectivas profesiones como si se encaminaran a esperar a Lugalbanda. Conocía a la mayoría de aquella gente. Servían en el palacio desde antes de que yo naciera. Sus hijos eran mis compañeros de juegos, y a veces había comido en sus casas. Pero cuando les sonreí y les saludé desviaron la mirada, y sus rostros eran solemnes.

La última persona de aquel grupo era alguien que me resultaba particularmente querido. Me deslicé de mi lugar en la parte de atrás de la procesión para caminar a su lado. Era el viejo Ur-kununna, el arpista de la corte: un hombre de largas piernas y blanca barba, de aspecto muy serio pero con alegres ojos parpadeantes, que había vivido en todas las ciudades de la Tierra y conocía todos los himnos y todas las leyendas. Cada tarde cantaba en el patio Ninhursag de palacio, y yo me sentaba a sus pies hora tras hora mientras él tocaba su arpa y cantaba el relato del matrimonio de Inanna y Dumuzi, o el descenso de Inanma al mundo inferior, o la historia de Enlil y Ninlil, o del viaje del dios-luna Nanna a la ciudad de Nippur, o la del héroe Ziusudra, que construyó la gran barca gracias a la cual la humanidad sobrevivió al Diluvio, y que fue recompensado por los dioses con la vida eterna en el paraíso sobre la Tierra que es conocido como Dilmun. También nos cantaba baladas de las guerras de mi abuelo Enmerkar con Aratta, y la famosa de las aventuras de Lugalbanda antes de que fuera rey, cuando en sus vagabundeos entró en un lugar donde el aire era venenoso, y casi perdió la vida, pero fue salvado por la diosa. Ur-kununna me había enseñado algunas de aquellas canciones, y me había enseñado también cómo tocar su arpa. Su actitud hacia mí era siempre cálida y tierna, sin mostrar jamás impaciencia. Pero ahora, cuando corrí a su lado, se mostró extrañamente remoto: como todos los demás, no dijo nada, y cuando le señalé que me gustaría llevar su arpa agitó negativamente la cabeza de una forma casi brusca. Entonces mi madre me llamó con un siseo y me ordenó que volviera al lugar que ella y sus cinco doncellas ocupaban al final de la procesión.

Descendimos las interminables hileras de los escalones de palacio, y entramos en la Calle de los Dioses, y recorrimos el Sendero de los Dioses que conduce al recinto de Eanna donde se hallan los templos, y subimos la multitud de escalones hasta la Plataforma Blanca, y la cruzamos, cegados por el reflejo de la brillante luz del sol, hasta el templo de Enmerkar. A lo largo de todo el camino las calles estaban alineadas con silenciosos ciudadanos, miles de ellos: toda la población de Uruk debía estar allí.

En los escalones del templo estaba Inanna, aguardando para recibirnos. Al verla temblé. Desde tiempos muy antiguos Uruk y todo lo que había en su interior le pertenecían, y temía su poder. La que estaba allí de pie era por supuesto la sacerdotisa Inanna de carne humana, y no la diosa. Pero por aquel entonces yo no conocía la diferencia entre ellas, y creía estar en presencia de la propia Reina de los Cielos, la Hija de la Luna. Lo cual era en cierto modo, puesto que la diosa se encarna en la mujer, aunque siendo tan joven aún no había captado aquella sutileza.

La Inanna que nos admitió en el templo aquel día era la vieja Inanna, de rostro de halcón y ojos terribles, y no la más hermosa pero no por ello menos feroz en quien la diosa se encarnaría a continuación. Iba ataviada con una brillante capa de piel escarlata, dispuesta sobre un armazón de madera, de modo que se alzaba majestuosamente desde sus hombros y se alzaba por encima de su cabeza. Lugalbanda llevaba los pechos desnudos y pintados en las puntas. Sus brazos mostraban adornos de cobre con forma de serpientes, porque la serpiente es la criatura sagrada de Inanna; y en torno a su garganta llevaba enrollada no una serpiente de cobre sino una viva, de un grosor de dos o tres dedos, pero adormecida por el terrible calor, sin molestarse siquiera en asomar su lengua bífida. Cuando pasamos por su lado, Inanna nos roció con agua perfumada de una jarra de oro y nos habló con bajos murmullos canturreados. No usó el lenguaje de la Tierra, sino el secreto lenguaje-misterio de los adoradores de la diosa, aquellos que siguen la Antigua Manera que se seguía en la Tierra antes de que los míos bajaran a ella desde las montañas. Todo aquello me resultaba aterrador, porque era tan solemne y tan fuera de lo normal.

Dentro de la gran nave del templo estaba Lugalbanda.

Yacía tendido sobre una gran losa de pulido alabastro, y parecía dormir. Nunca me había parecido tan regio: en vez de su habitual falda de volantes llevaba un manto de lana blanca y una túnica azul oscuro ricamente bordada con cuentas de plata y oro, y su barba había sido espolvoreada con polvo de oro, de modo que relucía como el fuego del sol. Junto a su cabeza reposaba, en lugar de la corona que había llevado durante toda su vida, la cornuda corona de un rey que es al mismo tiempo un dios. Al lado de su mano izquierda estaba su cetro, decorado con anillos de lapislázuli y mosaicos de conchas marinas brillantemente coloreadas, y al lado de la derecha una soberbia daga con la hoja de oro, una empuñadura de lapislázuli incrustada en oro, y una funda hecha con tiras de oro entretejidas en un calado que parecía de aplanadas hojas de hierba. Apilado ante él, en el suelo, había un inmenso montón de tesoros: pendientes y anillos de oro y plata, copas de plata batida, tableros para dados, cajas de cosméticos, jarras de alabastro con perfumes exóticos, arpas doradas y liras con cabeza de toro, un modelo en plata de su carro y uno de su esquife de seis remos, cálices de obsidiana, sellos cilíndricos, vasijas de ónice y calcedonia, cuencos de oro, y muchas más cosas semejantes cuya profusión no podía creer. De pie, alineados en torno al catafalco de mi padre, en los cuatro lados, estaban los grandes señores de la ciudad, quizá veinte de ellos.

Ocupamos nuestros lugares delante del rey, mi madre y yo en el centro del grupo. Los sirvientes de palacio se arracimaron a nuestro alrededor, y los guerreros con sus armaduras nos flanquearon por los dos lados. Desde el patio del templo nos llegó el gran retumbar hueco del lilissu, que es el timbal que en la única otra ocasión que suena es en el momento de un eclipse de luna. Luego oí el sonido más ligero de los pequeños tambores balag y el agudo chillido de los silbatos de arcilla cuando Inanna entró en el templo precedida por sus desnudos sacerdotes y sacerdotisas. Se dirigió hacia el lugar elevado al fondo de la nave, allá donde en un templo de An o de Enlil habría una efigie del dios; pero en el templo de Inanna en Uruk no son necesarias las efigies, porque la propia diosa mora entre nosotros.

Entonces empezó una ceremonia de cantos y letanías, gran parte de ellos en el lenguaje de la Antigua Manera, que entonces no comprendía en absoluto y ahora apenas entiendo, puesto que la Antigua Manera es religión de mujeres, religión de diosas, y la guardan para sí mismas. Hubo libaciones de vino y aceite, y fueron traídos un toro y un carnero, y sacrificados, y su sangre rociada sobre mi padre, y fueron vaciadas siete bandejas de agua como otros tantos dones a los siete planetas, y hubo muchas otras acciones sagradas. La serpiente de Inanna despertó y se movió entre sus pechos, y asomó su lengua, y fijó sus ojos en mí, y yo sentí miedo. Notaba la presencia de la diosa a todo mi alrededor, intensa, sofocante.

Me acerqué al siempre amable Ur-kununna y susurré:

—¿Está muerto mi padre?

—No debemos hablar, muchacho. —Por favor. ¿Está muerto? Dímelo.

Ur-kununna bajó la vista desde su gran altura hacia mí, y vi la blanca luz de su sabiduría resplandecer en sus ojos, y su ternura, y su amor hacia mí, y pensé: cómo se parecen sus ojos a los de Lugalbanda, qué grandes y oscuros, cómo llenan su frente. Dijo con mucha suavidad:

—Sí, tu padre está muerto.

—¿Y qué significa estar muerto?

—No debemos hablar durante la ceremonia.

—¿Estaba muerta Inanna cuando descendió al mundo inferior?

—Durante tres días, sí.

—¿Y era como estar dormido?

Sonrió y no dijo nada.

—Pero luego despertó y volvió, y ahora está de pie delante de nosotros. ¿Despertará también mi padre? ¿Volverá para gobernar de nuevo Uruk, Ur-kununna?

Ur-kununna agitó la cabeza.

—Despertará, pero no volverá para gobernar Uruk. —Luego se llevó los dedos a los labios, y no habló de nuevo, dejándome para que pensara en el significado de la muerte de mi padre mientras la ceremonia proseguía a mi alrededor. Lugalbanda no se movía; no respiraba; sus ojos estaban cerrados. Era como si durmiera. Pero tenía que ser algo más que el sueño. Era la muerte. Cuando Inanna descendió al mundo inferior y fue asesinada, se produjo un gran desánimo en los cielos y Padre Enki hizo que fuera traída de muevo a la vida. ¿Haría Padre Enki que Lugalbanda fuera traído también de nuevo a la vida? No, no creía que lo hiciera. ¿Dónde estaba pues ahora Lugalbanda, adonde iba a viajar a continuación?

Escuché los cantos, y oí la respuesta: Lugalbanda estaba de camino al palacio de los dioses, donde moraría eternamente en compañía de Padre-Cielo An y Padre Enlil y Padre Enki el sabio y compasivo, y todos los demás. Sería agasajado en el salón de fiestas de los dioses, y bebería vino dulce y cerveza negra con ellos. Y pensé que no era un destino demasiado malo, si de hecho era allí donde iba. ¿Pero cómo podíamos estar seguros de que iba allí? ¿Cómo podíamos estar seguros? Me volví de nuevo a Ur-kununna, pero estaba con los ojos cerrados, cantando y balanceándose. Así que fui dejado solo con mis pensamientos de muerte y mi lucha por comprender lo que le ocurría a mi padre.

Luego los cantos terminaron, e Inanna hizo un gesto, y una docena de los señores de la ciudad se arrodillaron y alzaron sobre sus hombros la enorme losa de alabastro donde yacía mi padre, y la sacaron del templo por la entrada lateral. Los demás les seguimos, mi madre y yo a la cabeza de la procesión, y la sacerdotisa Inanna al final. Cruzamos la Plataforma Blanca, descendimos por su parte más alejada, y nos encaminamos hacia el este un centenar de pasos, hasta detenernos en la recortada sombra del templo de An. Vi que había sido excavado un gran pozo en la seca y arenosa tierra entre la Plataforma Blanca y el templo de An, con una pronunciada rampa que conducía hasta el fondo. Nos dispusimos en un grupo junto al arranque de la rampa, y todos los habitantes de la ciudad, en número de miles, formaron un gran anillo en torno a todo el recinto.

Entonces ocurrió algo inesperado: las doncellas de mi madre la reina la rodearon y empezaron a quitarle sus ricos y costosos adornos, uno a uno, hasta que estuvo desnuda a la brillante luz del sol, a plena vista de toda la ciudad. Pensé en el relato del descenso de Inanna, en cómo, mientras se hundía más y más profundamente en el mundo inferior iba arrancándose sus vestiduras hasta quedar completamente desnuda, y me pregunté si también mi madre se estaba preparando para descender al pozo. Pero no era ése el caso. La dama de compañía Alitun, que se parecía tanto a mi madre Ninsun que parecían hermanas, avanzó unos pasos y se quitó también sus ropas, hasta quedar igualmente desnuda; y las otras doncellas empezaron a ponerle a Alitum la capa carmesí de mi madre y los adornos de su tocado y sus cubrepechos, y Las ropas más sencillas de Alitum a mi madre. Cuando hubieron terminado, era difícil decir quién era Ninsun y quién Alitun, porque el rostro de Alitun había sido untado con pintura verde como el de mi madre.

Entonces vi a uno de mis compañeros de: juegos, Enkihegal, el hijo del jardinero Girnishag, que caminaba lentamente hacia mí entre dos sacerdotes. Le llamé cuando se acercó. Pero no me respondió. Sus ojos eran vidriosos y extraños. No pareció reconocerme, pese a que apenas ayer había hecho una carrera con él, de un lado a otro del gran patio de Ninhursag, ocho veces sin parar.

Entonces los sacerdotes empezaron a quitarme mi ropa de brocado y se la pusieron a Enkihegall, y a mí me pusieron su ropa más basta. Me quitaron también la banda dorada de mi cabeza, y se la pusieron en la suya. Yo era tan alto como él, aunque él era tres años mayor, y mis hombros eran igual de anchos que los suyos. Cuando hubimos cambiado nuestros ropas dejaron a Enkihegal de pie a mi lado, del mismo modo que Alitum estaba de pie al lado de mi madre.

Luego se acercó un carro trineo, tirado por dos asnos. Los lados de su armazón estaban decorados con mosaico azul, rojo y blanco, y en sus paneles laterales había cabezas doradas de leones con melenas de lapislázuli y conchas; y en su interior había apilados grandes montones de tesoros. Entonces el auriga Ludingirra, que había conducido muchas veces el carro de guerra de mi padre, avanzó unos pasos. Dio un largo sorbo de una enorme jarra de vino que: habían preparado los sacerdotes, y emitió un seco sonido y agitó la cabeza como si el vino fuera amargo, y montó en el carro y lo condujo lentamente rampa abajo hasta el profundo pozo. Dos caballerizos caminaron a su lado para guiar y calmar a los asnos. Después le siguieron un segundo y un tercer carro, y cada uno de los aurigas y cada uno de los caballerizos bebió del vino. Al pozo fueron las vasijas de cobre y plata y obsidiana y alabastro y mármol, los tableros de juegos y los vasos, cálices, un juego de cinceles y una sierra hecha de oro, y muchas otras cosas, todas magníficas. Luego los guerreros con sus armaduras descendieron al pozo; y luego algunos de los sirvientes de palacio, los barberos y jardineros y algunas de las mejores damas de compañía, con el pelo peinado en trenzas doradas, y con tocados de cornalina y lapislázuli y conchas. Todos ellos bebieron del vino. Y todo en silencio, excepto el rítmico batir del timbal-lilissu.

Después de eso, un cierto gran señor de la ciudad que había figurado entre los que transportaron el catafalco de mi padre desde el templo se situó a su lado. Tomó la cornuda corona que yacía a su lado, la alzó muy arriba y la mostró a todos, resplandeciente al sol. Tengo prohibido escribir el nombre por el que era conocido ese señor, porque más tarde se convirtió en rey de Uruk, y uno no puede escribir o pronunciar el nombre de nacimiento de alguien que se ha convertido en rey; pero el nombre de rey que tomó era Dumuzi. Y el que habría de convertirse en Dumuzi elevó la cornuda corona hacia el sur y hacia el este y hacia el norte y hacia el oeste, y luego la colocó en la cabeza de mi padre, y un gran grito brotó del pueblo de Uruk.

Sólo un dios lleva una corona cornuda. Me volví a Ur-kununna y dije:

—Mi padre, ¿es ahora un dios?

—Sí —dijo con voz baja el viejo arpista—. Lugalbanda se ha convertido en un dios.

Entonces yo también soy un dios, pensé. Una vertiginosa sensación de excitación extrema me invadió. O al menos —eso me dije— soy en parte dios. Una parte de mí tiene que ser todavía mortal, supuse, puesto que he nacido de carne mortal. Sin embargo, el hijo de un dios tiene que ser en cierto grado un dios, ¿no es así? Era muy atrevido pensar aquello. Pero más tarde confirmaría que ése era exactamente el caso, puesto que soy en parte un dios, aunque no enteramente. Y si él es un dios, entonces, ¿regresará de la muerte como han hecho otros dioses que murieron antes? —pregunté.

Ur-kununna sonrió y dijo:

—Esas cosas nunca son seguras, muchacho. Es un dios, pero creo que no volverá. Ahora mira y dile adiós.

Vi tres robustos ayudas de cámara y tres aurigas alzar la losa de alabastro e iniciar el descenso del pozo con ella. Antes de alzarla habían bebido un sorbo del vino amargo. No volvieron a salir del pozo; nadie de los que había bajado había vuelto a subir. Dije a Ur-kununna:

—¿Qué es ese vino que beben todos?

—Proporciona un sueño pacífico —respondió.

—¿Y todos están durmiendo ahí abajo en el suelo?

—En el suelo, sí. Al lado de tu padre.

—¿Lo beberé yo también? ¿Y tú?

—Lo beberás, sí, pero no hasta dentro de muchos años, creo. Pero yo lo beberé dentro de unos pocos momentos.

—¿Así que dormirás en el suelo al lado de mi padre?

Asintió.

—¿Hasta mañana por la mañana?

—Para siempre —dijo.

Pensé en todo aquello.

—Oh. Tiene que ser algo muy parecido a morir, entonces.

—Muy parecido a morir, muchacho.

—Y todos los demás que han bajado ahí al pozo, ¿van a morir también?

—Sí —dijo Ur-kununna.

Volví a pensar en todo aquello.

—¡Pero morir es algo terrible! ¡Y beben el vino sin un murmullo, y bajan a la oscuridad con paso firme!

—Es terrible ir a la Casa del Polvo y la Oscuridad —dijo Ur-kununna—, y vivir deslizándose por las sombras y alimentándose de arcilla seca. Pero los que vamos con tu padre iremos a la morada de los dioses, donde le serviremos eternamente. —Y me contó el privilegio que significaba el morir en compañía de un rey. Vi la blanca luz de la sabiduría brillar de nuevo en sus ojos, y una expresión de sublime alegría. Pero entonces le pregunté si podía estar seguro de que iba a ir a la morada de los dioses con Lugalbanda, y no a la Casa del Polvo y la Oscuridad, y la luz de sus ojos se apagó, y sonrió tristemente y respondió que nada es nunca seguro, y muy particularmente eso. Y acarició mi mano, y se volvió, y tocó una pequeña melodía con su arpa, y avanzó y bebió del vino y bajó al pozo, cantando mientras lo hacía.

Otros bajaron al pozo también, sesenta o setenta personas en total. Los dos últimos fueron la mujer Alitum. llevando la capa y las joyas de mi madre, y el muchacho Enkihegal, llevando las mías; y comprendí que ellos iban a morir en nuestro lugar. Eso me llenó de miedo, pensar que, si las costumbres hubieran sido un poco diferentes, yo podía haber tenido que beber el vino y bajar al pozo. Pero el miedo fue sólo pequeño entonces, porque en aquella época aún no comprendía por entero la muerte, sino que pensaba que no era más que una especie de sueño.

Entonces callaron los tambores, y los obreros empezaron a lanzar paladas de tierra rampa abajo, al pozo, donde fue recubriéndolo todo, los carros trineo y los asnos y los tesoros y los ayudas de cámara y las damas de compañía y los sirvientes de palacio y el cuerpo de mi padre, y el arpista Ur-kununna. Después de eso, los artesanos se pusieron a trabajar sellando la rampa con ladrillos de tierra sin cocer, de modo que al cabo de unas cuantas horas no se distinguía el menor rastro de lo que yacía debajo.

Los que quedábamos de los que habíamos formado la procesión original regresamos al templo de Inanna.

Ahora éramos un grupo mucho más pequeño: mi madre y yo y los grandes señores de la ciudad y otra gente importante, pero ninguno de los sirvientes de palacio ni los guerreros, porque todos ellos estaban en el pozo con mi padre. Nos agrupamos delante del altar, y sentí de nuevo la presencia de la diosa, muy cerca de mí, casi asfixiándome. Una confusión de complejidades pugnaba por invadir mi espíritu. Nunca me había sentido tan solo, tan perdido. El mundo sólo contenía misterios para mí. Tenía la impresión de soñar despierto. Miré a mi alrededor, buscando a Ur-kununna. Pero por supuesto no estaba allí, y las preguntas que pensaba hacerle no me serían contestadas. Lo cual me proporcionó la primera comprensión del significado de la muerte, que era que aquellos que están muertos se hallan más allá del alcance de nuestras palabras, y no te responderán cuando te dirijas a ellos. Y tuve la sensación como si me hubieran tendido un trozo de carne asada ensartada en una brocheta, y me la hubieran quitado en el momento en que iba a darle el primer mordisco, y me hubieran dejado sólo con un pedazo de aire entre los dientes.

Hubo más retumbar de tambores y cantos, y pensé un millar de cosas distintas acerca de la muerte. Pensé que mi padre se había ido para siempre; pero eso no era realmente tan malo, puesto que se había convertido en un dios y así me convertía a mí en parte en un dios, y de todos modos nunca había tenido mucho tiempo para mí debido a sus ausencias en las guerras, aunque había prometido enseñarme algún día las cosas propias de los hombres. Claro que podía aprender esas cosas de alguna otra persona. Pero Ur-kununna se había ido también. Nunca volvería a oír sus canciones. Y el muchacho Enkihegal, mi compañero de juegos, y su padre Girnishag el jardinero, y todos aquellos otros que habían formado parte de mi vida cotidiana…, todos se habían ido, ido, ido. Dejándome sólo con un pedazo de aire entre los dientes.

¿Y yo? ¿Iba a morir yo también?

No dejaré que me ocurra eso, me prometí. No a mí. Soy en parte un dios. Y aunque los dioses mueren a veces, como Inanna murió una vez cuando bajó al mundo inferior, no mueren para mucho tiempo. Yo tampoco lo haré. Juro que nunca dejaré que la muerte me atrape. Porque hay muchas cosas en el mundo que ver, me dije, y hay una multitud de grandes hazañas que hay que realizar. Desafiaré a la muerte: eso decidí. Venceré a la muerte. No tengo más que desprecio hacia la muerte, y no cederé ante ella. ¡Muerte, no eres digna de mí! ¡Muerte, te conquistaré!

Y entonces pensé que si de alguna forma moría, bien, soy en parte un dios y estoy destinado a ser rey, y a mi muerte seré trasladado arriba a los cielos como Lugalbanda. No tendré que bajar a la horrible Casa del Polvo y la Oscuridad como deben hacerlo los mortales ordinarios.

Y entonces pensé no, nada de eso es seguro. Incluso Inanna bajó a ese lugar, aunque fue traída de vuelta de él; pero si yo bajo a él, ¿seré traído de vuelta? Y sentí un gran temor. No importa quién seas, pensé, no importa cuántos sirvientes y guerreros sean puestos a dormir en el pozo funeral para servirte en la postvida, sigues pudiendo ser enviado a ese oscuro y horrible lugar. El desdén hacia la muerte que había sentido un momento antes dio paso al miedo, un miedo abrumador que barrió mi alma como el gran helor del invierno. Una sensación extraña entró en mi mente, el tipo de sensación que acude cuando uno duerme, y no supe si en aquel momento estaba soñando o despierto. Había una presión en mi cabeza, parecía que quisiera estallar. Era una sensación que nunca antes había experimentado, aunque iba a experimentarla muchas veces más tarde, a lo largo de mi vida, y de una forma mucho más intensa que aquel primer y ligero contacto. Un dios estaba intentando entrar en mí. De eso estaba seguro, aunque no sabía de qué dios se trataba.

Pero incluso entonces supe que era un dios y no un demonio, y que traía un mensaje para mí, que era: Serás rey, y un gran rey, y luego morirás, y puede que no consigas evitar ese destino, por mucho que lo intentes.

No acepté al dios y su mensaje. No había espacio en mi alma para admitir todavía aquellas cosas. Sólo era un niño. En el caos de mi interior vi la figura de la muerte ante mí, toda ella garras afiladas y alas que se agitaban sin cesar, y grité desafiante: “¡Escaparé de ti!” Y por un instante sentí una gran valentía, pero un instante después cedió su sitio al temor, y al temor, y al temor. Ahora todos duermen en el pozo al lado de Lugalbanda, pensé. ¿Cuándo dormiré yo? ¿Y dónde?

El vértigo me dominó. El dios golpeaba a las puertas de mi mente, pidiendo permiso para entrar. Pero yo no podía ni ceder ni resistirme, porque estaba paralizado por el temor a la muerte, algo que nunca me había afligido antes. Me tambaleé y tendí la mamo en busca del apoyo de Ur-kununna, pero él no estaba allí, y caí al suelo del templo, y permanecí tendido allí no sé cuánto tiempo.

Unas manos me alzaron. Unos brazos me rodearon.

—Lo ha abrumado el dolor —dijo alguien.

No, pensé. No siento dolor. El viaje de Lugalbanda es cosa de Lugalbanda. Es mi propio viaje el que me preocupa, no el suyo, porque su problema es morir y el mío es vivir. Así que no era el dolor lo que me había arrojado al suelo, sino el dios, intentando entrar en mi alma mientras yo permanecía de pie allí envuelto en el temor. Pero no les dije eso.

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