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En el mes de kisilimu, cuando las fuertes lluvias del invierno barren como guadañas la Tierra, los dioses otorgaron un nuevo rey a Uruk. Esto ocurrió en la primera hora del mes, es decir, en el momento en que el nuevo creciente de la luna apareció por primera vez. Se produjo el batir de tambores y el chillar de trompetas, y nos dirigimos a la luz de las antorchas hasta el recinto de Eanna, a la Plataforma Blanca, al templo edificado por mi abuelo Enmerkar.

—¡Ha venido un rey! —gritaba la gente por las calles—. ¡Un rey! ¡Un rey!

Una ciudad no puede estar mucho tiempo sin un rey. Hay que servir a los dioses, es decir, deben efectuarse las ofrendas adecuadas en los momentos adecuados, porque nosotros somos sus criaturas y sus servidores: así que tiene que haber grano, tiene que haber carne. De moda que tienen que perforarse pozos y hay que dragar y ampliar los canales y los campos deben mantenerse verdes en tiempos de sequía y los animales tienen que ser engordados. Para conseguir todas estas cosas hay que mantener el orden, y es sobre el rey sobre quien recae esa carga. Él es el pastor de la gente. Sin un rey todas las cosas se desmoronan y se convierten en ruina, y las necesidades de los dioses, para cubrir las cuales nos crearon, no son atendidas.

Habían sido erigidos tres tronos en la gran nave del templo. El de la izquierda tenía el signo de Enlil, y el de la derecha el signo de An. Pero el trono del centro estaba flanqueado a cada lado por el alto haz de cañas, dobladas en la parte superior, que es el signo de la diosa; porque Inanna mantiene el poder sobre Uruk.

Sobre el trono de Enlil descansaba el cetro de la ciudad, y sobre el trono de An estaba la corona dorada que había llevado mi padre cuando era rey. Pero en el torno del centro se sentaba la sacerdotisa Inanna, tan resplandeciente que al mirarla me dolían los ojos.

Esa noche no llevaba ropa alguna. Pero distaba mucho de estar desnuda, porque su cuerpo estaba cubierto completamamente de adornos, cuentas de lapislázuli cayendo en cascada sobre sus pechos, una placa triangular de oro sobre sus ingles, una trenza dorada en su pelo, una cinta de oro en torno a sus caderas, una joya en su ombligo, joyas en las caderas y en la nariz y en los ojos, dos juegos de pendientes con la forma de la nueva luna, uno de oro y el otro de bronce. Tras todo aquello su piel estaba profusamente untada de aceite; resplandecía a la luz de las antorchas como si estuviera iluminada por una luz interior.

Detrás y a los lados de los tronos permanecían de pie los oficiales de la corte que no habían bajadlo al pozo con Lugalbanda: el alguacil, el mantenedor del trono, el chambelán de la guerra y el chambelán del agua, el secretario de estado, el supervisor de pesca, el recaudador de impuestos, el jefe de mayordomos, el maestro de límites, y muchos más. Al único que rao vi entre ellos fue al gran señor que había colocado la corona cornuda de la divinidad en la cabeza de mi padre muerto. Faltaba por una buena razón, porque él era el hombre que había elegido Inanna para asumir el reinado a partir de aquel día, y en aquellos tiempos al rey no se le permitía entrar en el templo de la diosa hasta que ella le indicaba que lo hiciera. En tiempos posteriores hice que esa costumbre fuera alterada. La llamada del nuevo rey al templo tardó varias horas en producirse, o al menos eso creo recordar. Primero vinieron las plegarias y las libaciones, la invocación de cada dios por turno, comenzando con los menores, Igalimma que es el portero de los dioses y Dunshagana su ayudante, y Enlulim el divino cabrero y Ensignum el dios de los aurigas, y así tantos otros que apenas puedo recordarlos a todos, hasta que llegamos finalmente a Enki y Enlil y An. Ya era tarde y notaba pesados mis párpados, y me costaba mantenerme despierto.

Y cada vez me sentía más terriblemente inquieto. Nadie parecía recordar que yo estaba allí, o a nadie parecía importarle. Los cantos resonaban y resonaban, y en un momento determinado me escabullí en la oscuridad más allá de la luz de las antorchas y encontré una entrada a un pasadizo que conducía a un laberinto de capillas menores. Creí oír allí el agitar de invisibles alas, y raspantes risas muy lejanas. Me invadió el temor y deseé estar de regreso en la gran estancia. Pero fui incapaz de hallar el camino de vuelta. Llamé desesperado a Lugalbanda para que me guiara.

Pero en vez de Lugalbanda fue una de las doncellas de Inanna la que acudió a buscarme, una muchachita alta de resplandecientes ojos de diez u once años. Todo lo que llevaba encima era siete tiras de cuentas azules en torno a su cintura y cinco amuletos de concha rosa en las puntas de su pelo, y su cuerpo estaba pintado por delante y por los lados con motivos de serpientes que bajaban hacia sus pies. Se echó a reír y dijo: —¿Adonde vas, hijo de Lugalbanda? ¿Estás buscando la puerta del mundo inferior?

Desdeñé la burla en su voz. Me erguí en toda mi estatura, aunque ella siguió siendo más alta que yo, y dije:

—Déjame en paz, niña. Soy un hombre. —¡Ah, un hombre! ¡Eres un hombre! ¡Sí, lo eres, hijo de Lugalbanda! ¡Eres realmente un gran hombre! No pude decir si se estaba burlando de mí o no. Empecé a estremecerme de rabia hacia ella, y de rabia interior hacia mí mismo, porque no comprendía a qué estaba jugando conmigo. Entonces yo era demasiado joven. Me tomó por la mano, tiró de mí hacia ella, como si yo fuera una muñeca, y apoyó mi mejilla contra los brotes de sus nacientes pechos. Olí su ¡intenso perfume.

—Pequeño diosecillo —murmuró, y su tono rozó de nuevo los límites entre la ironía y la deferencia. Me acarició y me llamó por mi nombre, muy familiarmente, y me dijo el suyo. Cuando yo me debatí e intenté liberarme, ella cogió mis manos entre las suyas y tiró de nuevo de mí de modo que mis ojos miraran directamente a los suyos. Me sujetó firmemente y susurró ansiosamente—: ¡Cuando seas rey, yaceré en tus brazos!

En aquel momento su tono no tenía el menor asomo de burla.

La miré desconcertado. De nuevo sentí aquella extraña presión en mi frente que era el dios intentando abrirse camino al borde de mi alma, pero sólo fue un momento.'Mis labios temblaron, y creí que iba a echarme a llorar, pero no me lo permití.

—Ven —dijo—. No debes perderte la ceremonia de la coronación, pequeño diosecillo. Un día necesitarás saber cómo se hacen estas cosas.

Me llevó de vuelta a la gran nave en el momento en que se iniciaba el gran estallido de la música, las flautas y las flautas dobles, las largas trompetas, los címbalos y las panderetas. El nuevo rey había hecho finalmente su entrada. Iba desnudo hasta la cintura, con sólo una falda de volantes. Encendió una bola de incienso y depositó ofrendas delante de cada uno de los tronos, un cuenco de oro lleno de oloroso aceite perfumado, y una jarra de plata, y una túnica ricamente bordada. Luego tocó el suelo con su frente delante de Inanna, y lo besó, y le entregó un cesto de paja trenzada lleno a rebosar con cereales y frutos secos. Entonces la diosa se alzó del trono y se irguió resplandeciendo como un faro a la luz de las antorchas.

—Soy Ninpa, la Dama del Cetro —dijo con una voz tan profunda que no pude creer que fuera la de una mujer; y tomó el cetro real del trono de Enlil y se lo tendió al rey—. Soy Ninmenna la Dama de la Corona —dijo, y tomó la corona de oro del trono de An y la colocó sobre la cabeza del rey. Luego lo llamó por su nombre de nacimiento, que a partir de aquel momento no volvería a ser pronunciado nunca; y luego lo llamó con su nombre de rey, diciendo—: Tú eres Dumuzi, el gran hombre de Uruk. Eso decretan los dioses.

Los sonidos de sorpresa en la gran nave fueron inconfundibles: jadeos, murmullos, toses. Lo que no comprendí hasta mucho después fue la razón de esa sorpresa, que era que el nuevo rey había elegido denominarse con el nombre de un dios, y no precisamente un dios menor. Nadie que recuerde había hecho eso antes.

Conocía a Dumuzi el dios, por supuesto. Cualquier niño sabe su historia: el divino pastor que cortejó a la diosa Inanna y la ganó como esposa, y reinó como dios en Uruk durante treinta y seis mil años, hasta que Inanna, para poder conseguir su rescate de los demonios del mundo inferior que la retenían cautiva, lo vendió a ellos para que ocupara su lugar bajo tierra. Elegir ese nombre para reinar era realmente extraño. Porque la historia de Dumuzi es la historia de la derrota del rey por la diosa. ¿Era ése el destino que el nuevo rey de Uruk deseaba para sí? Quizá sólo había tomado en consideración la grandeza del primer Dumuzi, y no su traición y su caída a manos de Inanna; o quizá no había tenido en cuenta nada. Era Dumuzi, y era el rey.

Una vez terminado el rito el nuevo rey encabezó la procesión tradicional hasta palacio para la fase final de su ceremonia de investidura, seguido por todos los altos dignatarios de la ciudad. Yo también regresé a palacio, pero sólo para ir a mi dormitorio. Mientras dormía, los señores del reino presentaron sus regalos a Dumuzi y depositaron sus distintivos y otras insignias de su oficio ante él para que tuviera el derecho de elegir a sus propios funcionarios. Pero desde siempre la costumbre había sido que tales cambios no se producían nunca el día de la coronación, y así Dumuzi declaró, como habían declarado todos los reyes antes que él:

—Que todo el mundo siga ocupando su puesto.

De todos modos, los cambios no tardarían en producirse. El más importante para mí fue que mi madre y yo abandonamos el palacio real que había sido mi hogar durante toda mi vida, y nos instalamos en una espléndida pero mucho menos imponente morada en el distrito de Kullab, al oeste del templo de An. Fue al servicio de An al que mi madre dedicó el resto de su vida, como su suma sacerdotisa. Ahora es una diosa por derecho propio, así lo decreté, para que pudiera reunirse con Lugalbanda. Porque si él está en los cielos, es de justicia que ella esté a su lado. Y aunque he dicho que no creo que él esté en los cielos, puede: que sí esté, y en ese caso sería muy poco delicado po›r mi parte el no enviar a Ninsun para que se reunieran con él allí.

En aquellos tiempos me resultó difícil comprender por qué me veía obligado a abandonar el palacio.

—Dumuzi es ahora el rey —me explicó mi madre—. La asamblea lo ha elegido, la diosa lo ha reconocido. El palacio le pertenece. —Pero sus palabras eran como el soplo del seco viento sobre la llanura. Dumuzi podía ser rey, no me importaba; pero el palacio era mi hogar.

—¿Volveremos a él después de que Inanna mande a Dumuzi al mundo inferior? —pregunté, y ella pareció preocupada y me dijo que nunca volviera a decir aquellas palabras. Pero luego, con voz más suave, añadió:

—Sí, creo que volverás a vivir en el palacio algún día. Aquel Dumuzi era joven y fuerte y vigoroso, y procedía de una de las más grandes familias de Uruk, un clan que durante mucho tiempo se había ocupado del sacerdocio del templo de Inanna y la supervisión de la pesca, y muchas otras altas funciones. Era apuesto y de prestancia regia, con un pelo denso y una recia barba ensortijada.

Sin embargo, parecía haber en él algo blando y desagradable, y no comprendía por qué había sido elegido rey. Sus ojos eran pequeños y carentes de brillo, y sus labios carnosos, y su piel era como la de una mujer. Imaginaba que se la hacía frotar con aceites cada mañana. Lo desprecié desde el primer momento de su reinado. Quizá lo odiaba simplemente porque había sido elegido rey en el lugar que había ocupado mi padre; pero creo que no sólo era por eso. En cualquier caso, ahora no siento el menor odio por él. Sólo piedad: porque, más aún que el resto de nosotros, el estúpido Dumuzi fue sólo un juguete de los dioses. Entonces mi vida se hizo muy distinta. Mis días de juegos habían terminado, mis días de aprendizaje empezaron.

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