16

Luego, el primer día de verano, aparecieron los mensajeros de Agga de Kish y exigieron que le pagara tributo.

Eran tres, funcionarios de su corte, hombres a los que conocía de mi estancia en Kish. No me di cuenta, cuando llegaron, que venían como enemigos. Les recibí cálidamente y les ofrecí una gran fiesta en su honor, y estuvimos hasta muy entrada la noche, hablando de tiempos pasados, de las fiestas en el palacio de Agga, de las guerras contra los elamitas, de los cambios del destino que habían sufrido éste y aquél a los que había conocido en Kish. Abrí el vino del barril de Enki en su honor, y sacrifiqué tres de los bueyes de los campos de Enlil.

—Decidme —quise saber—, ¿cómo sigue mi señor Agga, mi padre, mi benefactor? —Y me contaron que Agga seguía bien, que su amor por mí era grande, que cuando hablaba con sus dioses nunca dejaba de pedirles que velaran por mi constante bienestar. Di a cada uno de los enviados una concubina seleccionada de entre las mejores y los envié a las mejores habitaciones de que disponía el palacio para que pasaran la noche. Al día siguiente me dijeron que traían un mensaje de Agga el rey, y depositaron ante mí una tablilla de gran tamaño, sellada en una funda costosa de arcilla blanca que llevaba el sello real de Kish. Sus ojos, cuando depositaron la tablilla delante de mí, se apartaron rápidamente; hubiera debido tomar aquello por una señal.

—Pedirnos permiso para retirarnos —dijeron entonces, y les despedí.

Cuando se hubieron marchado, rompí la envoltura de arcilla blanca y extraje la tablilla, y empecé a leerla. Y mis ojos se fueron abriendo más y más a cada línea que leía.

Empezaba de una forma rutinaria, las fórmulas habituales, Agga hijo de Enmebarragesi, rey de Kish, rey de reyes, señor de la Tierra por méritos de Enlil y An, a su amado hijo Gilgamesh hijo de Lugalbanda, señor de Kullab, señor de Eanna, rey de Uruk por méritos de Inanna, y así, seguida por piadosas expresiones de deseo de que siguiera en buena salud y prosperidad, y así, seguida por expresiones de pesar de que Agga no hubiera sabido últimamente ni una palabra de su amado hijo Gilgamesh, ni noticias del reino que Agga había colocado en manos de su amado hijo. Ése fue mi primer indicio de próximos problemas, ese recordatorio de que Agga había ayudado a hacerme rey de Uruk; era cierto, sí, pero quizá era un poco carente de tacto por su parte llamar mi atención hacia ese punto. No era como si me hubiera alzado desde la más completa oscuridad para concederme la corona; yo era hijo de un rey, y el elegido de la diosa.

Pero rápidamente vi hacia dónde iba. Estaba implícito en su fórmula de saludo: “rey de reyes, señor de la Tierra”. Ése era el antiguo título del rey de Kish, que nadie se había molestado nunca en cuestionar. Pero el uso que Agga hacía de él ahora parecía decir claramente que me consideraba como un vasallo. Y, de hecho, yo había jurado fidelidad a él cuando llegué como un joven fugitivo a su ciudad. Seguí leyendo, presa de una creciente inquietud.

Ahora empezaban las peticiones de tributo. No lo llamaba tributo, por supuesto. Hablaba de ello como de un “regalo”, una “ofrenda”, la “donativos de mi amor”. Pero de todos modos era un tributo. Tantas ovejas, tantas cabras, tantos barriles de aceite, tantas jarras de miel; estos gur de vino de dátiles, estas mana de plata, estos gu de lana, estos gin de lino fino; tal cantidad de esclavos, tal cantidad de esclavas, de estas y estas edades. La petición iba acolchada entre los términos más suaves y agradables, sin el menor indicio de ultimátum. Parecía estar diciendo que era innecesario utilizar un lenguaje amenazador, puesto que esos regalos y (donativos eran algo que con toda evidencia le debía, algo que debía pasar del leal hijo al benigno padre, del vasallo al sereno señor.

Me vi hundido en la confusión. Esta misiva de Agga me robaba no sólo mi reinado sino también mi hombría. Pero le había jurado fidelidad, ¿no? Se la había jurado por la red de Enlil. Y ahora me veía atrapado en esa red. Mis mejillas ardían; lágrimas de rabia brotaron de mis ojos. Leí el mensaje cuatro veces consecutivas, y cada vez las palabras eran las mismas, y eran palabras de condenación. Hubiera debido prever eso, pero no lo había hecho. Agga me había recogido cuando estaba sin hogar; Agga me había dado rango y. privilegios en su ciudad; Agga había conspirado con Inanna para hacerme rey. Y ahora me presentaba la factura. ¿Pero cómo podía pagar su precio, y seguir manteniendo la cabeza alta entre los reyes de la Tierra, y entre la gente de Uruk?

Cuando se hizo oscuro acudí solo al santuario de Lugalbanda y me arrodillé: y susurré:

—Padre, ¿qué debo hacer?

El aura del dios descendió sobre mí, y oí a Lugalbanda decir calmadamente dentro de mí:

—Le debes a Agga amor y respeto, y nada más que eso.

—¡Pero mi juramento, padre! ¡Mi juramento!

—No decía nada de tributo. Si le pagas esas cosas, te estarás vendiendo, a ti y a tu ciudad, para siempre. Te está probando. Desea saber hasta qué punto te posee. ¿Te posee?

—Nadie me posee excepto los dioses. —Entonces ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Lugalbanda dentro de mí.

Pasé la noche rezando, ante este y ese otro dios, yendo incansable de un lado para otro de la ciudad, de templo en templo. A la única deidad a la que no consulté fue a Inanna, aunque era la diosa de la ciudad. Porque hacer eso hubiera sido confesarme ante la sacerdotisa Inanna, y no quería que ella supiera mi vergüenza en este asunto.

Por la mañana, mientras los enviados de Agga eran entretenidos entre mujeres y canciones, envié mensajeros a todos los ancianos de la asamblea, diciéndoles que acudieran inmediatamente a palacio. Sumido en rabia y ansiedad, paseé arriba y abajo ante ellos, con las venas sobresaliendo de mi cuello, el sudor de mi frente, hasta que finalmente pude conseguir hablar. Entonces dije:

—Se nos ha pedido que nos sometamos a la casa de Kish. Se nos exige que paguemos tributo. —Empezaron a murmurar, todos. Yo alcé la tablilla de Agga y la agité furioso y leí en voz alta la lista de demandas. Cuando terminé miré a mi alrededor en torno a la habitación y vi sus rostros: pálidos, tensos, crispados por el temor—. ¿Cómo podemos someternos a esto? —pregunté—. ¿Somos vasallos? ¿Somos siervos?

—Kish es muy poderosa —dijo el terrateniente Enlil-ennam.

—El rey de Kish es el señor de la Tierra —dijo el anciano Ali-ellati, de noble y venerable linaje.

—No es un tributo excesivo —dijo blandamente el rico Lu-Meshlam.

Y todos ellos asintieron y agitaron las cabezas y murmuraron, y vi que se oponían completamente a cualquier desafío contra Kish.

—¡Somos una ciudad libre! —exclamé—. ¿Tenemos que rendirnos? —Hay pozos que perforar y canales que abrir —señaló Ali-ellati—. Paguemos lo que pide Agga, y dediquémonos a nuestros asuntos en paz. La guerra resulta muy cara.

—Y Kish es muy poderosa —dijo Enlil-ennam. —Apelo a vuestro compromiso —dije—. Desafiaré a Agga: dadme vuestro apoyo.

—Paz —dijeron—. Tributo —dijeron—. Hay pozos que perforar —dijeron.

No querían oír hablar de guerra. Los eché, desesperado, y llamé a la casa joven de la asamblea, la casa de los hombres. Les leí la lista de demandas de Agga les hablé de mi furia y mi indignación, y la casa de los hombres me dio las respuestas que deseaba oír. Sabía como hablar con ellos. Aventé los fuegos de sus temperamentos y apelé a su valor; porque si ellos también se ponían contra mí, estaba perdido. Tenía el poder de pasar por encima de los ancianos si era necesario pero no podía emprender una guerra si las dos casas de la asamblea se ponían contra mí.

La casa de los hombres ¡no me falló. No me hablaron de pozos que perforar ni de canales que abrir Gritaron su desprecio ante la idea de pagar tributo Grité guerra, y ellos gritaron guerra más fuerte que yo. No debemos someternos, dijeron. Golpeemos la casa de Kish con nuestras armas, dijeron. Despedazarás Kish, dijeron: tú, Gilgamesh, rey y héroe, conquistador, príncipe amado de An. Uno tras otro, los hombres de la casa de los hombres se pusieron en pie y pronunciaron frases tan resonantes como ésas ¿Qué había que temer si Agga se lanzaba contra nosotros? preguntaron. Su ejército es pequeño, su retaguardia es débil, sus hombres temen alzar los ojos.

Puse un mayor valor al ejército de Agga que ellos, y mi opinión estaba más fundamentada que la suya. Pero sus palabras me alegraron lo mismo, y mi espíritu se iluminó. Porque, ¿como hubiera podido aceptar el vasallaje? Pensara lo que pensase Agga que le había jurado, la fuerza de mi reinado quedaba en entredicho con aquello, y mi fuerza como hombre también. No podía reinar en Uruk por tolerancia del reino de Kish.

Así pues, esto quedaba resuelto: lucharíamos por nuestra libertad. Desafiaríamos a Agga. Pasaríamos el verano preparándonos para la guerra. Dejemos que venga, les dije a la casa de los hombres. Estaremos preparados para recibirles.

Fui a palacio y llamé a los embajadores de Agga, arrancándoles de sus placeres, y les dije, frío como la piedra:

—He leído la carta de mi padre Agga vuestro rey. Y podéis decirle esto: que reboso de ilimitado amor hacia él, y siento la mayor gratitud hacia los favores que me ha demostrado. Le envío mi más cálido abrazo. Ése es el único regalo que le envío: mi más cálido abrazo. No es necesario ningún otro regalo entre padre e hijo, ¿no? Y Agga es mi segundo padre. Decidle, pues, que le abrazo.

Aquella noche los enviados partieron hacia Kish, llevándose con ellos mi abrazo filial, y nada más.

Entonces iniciamos nuestros preparativos para la guerra. No diré que la perspectiva me entristeció. No había oído esa salvaje y cálida música en el aire desde los días en que había luchado para Agga en las tierras de Elam, y eso quedaba varios años atrás. Un hombre tiene que hacer la guerra de tanto en tanto, especialmente si es rey, o empezará a oxidarse por dentro: es un asunto de mantenerse despierto, de mantener el espíritu afilado, que terminará embotándose en cualquier caso, pero mucho más rápido si no se cuida periódicamente el filo. Así que era tiempo de pulir los carros, de aceitar los mangos de las jabalinas y de las lanzas, de afilar las hojas, de sacar los asnos de los establos y dejarles recordar qué significa correr. Aunque el fuerte calor del verano gravitaba sobre nosotros, parecía haber un cierto frescor en el aire de Uruk aquellos primeros días de preparativos, como si fuera un espléndido día de medio invierno. Era la excitación, la anticipación. Los jóvenes estaban tan sedientos de batalla como yo. Era por eso que habían gritado allá donde los viejos sólo habían murmurado, era por eso por lo que habían votado a favor de la guerra.

Pero hubo una sorpresa para todos nosotros. Nadie en la Tierra hace la guerra en verano, si puede evitarlo. Porque, en esos meses, el propio aire se vuelve ardiente a tu alrededor, si te mueves demasiado rápido por él. Así que yo estaba seguro de que disponíamos de todo el verano para prepararnos contra Agga. En esto estaba equivocado. Mi juicio estaba totalmente confundido. Porque Agga debía estar esperando mi desafío, y sus ejércitos estaban listos; seguramente partieron de Kish el mismo día en que sus enviados regresaron con mi mensaje. Las trompetas me trajeron la noticia mientras dormía entre mis mujeres, al amanecer de la más bochornosa mañana del verano. Los botes de Kish se habían acercado rápidamente río abajo, meses antes de lo que yo los esperaba. Las tropas de Agga se hallaban ya en los muelles. La orilla estaba en sus manos; la ciudad estaba sitiada.

Esa fue la primera gran prueba de mi reinado. Nunca había conducido la ciudad a la guerra. Salí a la terraza de palacio e hice sonar el redoble de guerra en el tambor que Inanna me había hecho hacer con la madera del árbol huluppu. Era la primera vez que dejaba oír ese son en Uruk, aunque no sería la última. Mis héroes se reunieron a mi alrededor con rostros ceñudos. Estaban inseguros de mi liderazgo. Muchos de ellos habían luchado en las guerras de Dumuzi, algunos habían luchado en los ejércitos de Lugalban-da, incluso había algunos que podían recordar a Enmerkar; pero ninguno de ellos había luchado a mis órdenes.

—¿Quién tiene el corazón —pregunté— de ir al encuentro de Agga y preguntarle por qué traspasa nuestros límites?

Ese espléndido guerrero, Bir-hurturre, avanzó un paso. Sus ojos brillaban. Había crecido alto y fuerte, y creo que no había hombre más valiente en todo Uruk.

—Yo iré —respondió. Puse tropas tras cada una de las puertas de la muralla, la Gran Puerta y la Puerta Real y la Puerta del Norte y la Puerta Sagrada, la Puerta de Ur y la Puerta de Nippur, y el resto. Envié patrullas para que recorrieran el perímetro de la muralla para protegerla contra los hombres de Kish, en caso de que intentaran escalarla con escaleras de cuerda, o abrirse camino a través de los ladrillos. Luego abrimos la Puerta del Agua, y Bir-hurturre salió a parlamentar con Agga. Pero antes de que hubiera dado diez pasos los hombres de Kish se apoderaron de él y lo arrastraron con ellos. Eso fue hecho siguiendo órdenes de Agga hijo de Enmebaraggesi, que me había dicho que los parlamentarios se hallaban bajo protección sagrada. Quizá se refiriera solamente a los parlamentarios de Kish.

Zabardi-bunugga vino corriendo a mí con las noticias.

—¡Están torturándole, mi señor! ¡Que Enlil devore sus hígados, lo están torturando! —Zabardi-bunugga era ahora mi tercero al mando, un hombre robusto, no más agraciado de rostro de lo que había sido en su niñez, pero leal y firme. Me dijo que había subido a la muralla junto al puesto de vigía de la torre de Lugal-banda y que había visto a los hombres de Kish asaltar a Bir-hurturre a plena vista, arrojarle al suelo, golpearle y patearle mientras estaba caído—. ¡Enlil devorará sus hígados! —exclamó. Y me dijo que cuando había subido a la muralla, los hombres de Kish le habían llamado, preguntándole si era Gilgamesh el rey. A lo que les había gritado que no lo era, que él no era nada en comparación con Gilgamesh el rey.

—¿Nos libramos ahora de ellos? —preguntó.

—Espera un poco más —respondí—. Subiré a la muralla para poder ver con qué tipo de enemigo nos enfrentamos.

Crucé rápidamente las calles. Los rostros se asomaban desde arriba para mirarme: los habitantes de la ciudad, asustados, petrificados. Hacía muchos años desde que un enemigo había llegado a las puertas de Uruk; no sabían qué esperar, y temían lo peor. En la torre de vigía de Lugalbanda subí corriendo de tres en tres los amplios escalones de ladrillo, sujetando una bandera amarilla y azul que había tomado de uno de los guardias de la torre, y salí a la amplia plataforma de encima de la muralla.

La sangre cantó en mis oídos cuando contemplé el mar de invasores.

Las barcazas de Agga atestaban nuestros muelles. Las tropas de Kish hormigueaban en los desembarcaderos. Vi los estandartes de Kish, esmeraldas y carmesíes. Vi rostros muy bronceados, hombres a los que conocía, los guerreros con Los que había barrido las fuerzas de Elam como si fueran meros flecos nubosos. Bajo el feroz sol de pleno verano, llevaban sus chalecos de grueso fieltro negro sin muestras de incomodidad; la luz brillaba como fuego en sus resplandecientes casos de cobre. Vi a dos de los hijos de Agga; vi a seis altos oficiales de la campaña de Elam; vi a Nam-hani, mi viejo auriga, y él me vio y agitó una mano y señaló y sonrió mostrando los tocones de los pocos dientes que le quedaban, y me llamó por el nombre por el que había sido conocido en Kish.

—¡No! —rugí—. ¡Gilgamesh! ¡Soy Gilgamesh! —Gilgamesh —me respondieron—. Mirad, es Gilgamesh, ¡Gilgamesh el rey!

Yo no llevaba escudo y permanecía allí expuesto contra el cielo, pero no sentía miedo. No se atreverían a apuntar un arma contra el rey de Uruk. Los estudié de sur a norte, los cientos de ellos, quizá los miles. Habían levantado tiendas; estaban allí para un largo asedio.

—¿Dónde está Agga? —llamé—. Traed a vuestro rey. ¿O acaso tiene miedo de mostrarse?

Apareció Agga. Si yo no temía mostrarme sobre la muralla, él no podía hacer menos. Salió de una de las tiendas más alejadas, avanzando lentamente, más gordo que nunca, una montaña de carne, piel rosada, recién afeitado de cráneo a barbilla. No llevaba ningún arma; se apoyaba en un bastón de madera negra tallado en curvas y ángulos que turbó mi mirada. Cuando estuvo cerca debajo de mí le hice una graciosa reverencia y dije con voz calmada:

—Te doy la bienvenida a mi ciudad, padre Agga. Si me hubieras enviado noticia de tu visita, hubiera estado mejor preparado para agasajarte.

—Tienes buen aspecto, Gilgamesh. Te doy las gracias por el abrazo que me enviaste.

—Era mi obligación.

—Había esperado más.

—Sí, naturalmente. ¿Dónde está mi emisario Bir-hurturre, padre Agga?

—Estarnos discutiendo algunas cosas con él, en una de nuestras tiendas.

—Me han dicho que fue golpeado y pateado y derribado al suelo, y llevado a ser torturado, padre Agga. Creo que yo traté con más amabilidad a tus enviados.

—Se mostró poco amable. Le faltó educación. Le estamos enseñando cortesía, hijo mío.

—En Uruk soy yo quien enseña tales lecciones, nadie más —dije—. Devuélvemelo, y entonces te invitaré a entrar para la fiesta que es mi obligación ofrecer a un huésped tan noble como tú.

—Ah —dijo Agga—. Creo que me invitaré a entrar yo mismo. Y traeré conmigo a tu lacayo, cuando haya terminado con él. Abre tus puertas, Gilgamesh. El rey de reyes así lo decreta. El señor de la Tierra así lo decreta.

—Que así sea —respondí. Me di la vuelta, y arrojé la bandera hacia un lado por la parte de dentro de la muralla. Era la señal: abrimos todas las puertas a la vez, y salimos en tromba contra los hombres de Kish.

Cuando un enemigo llega a las puerta de una ciudad amurallada menudo lo mejor es aguardar dentro, especialmente si el enemigo ha sido tan temerario como para llegar en pleno verano. En ese tiempo seco no hay comida fuera de las murallas, excepto lo que se halle almacenado en los graneros exteriores, y cuando esto se ha agotado, a los asediadores no les queda nada. Dentro, teníamos reservas suficientes para resistir hasta el invierno, y cantidades ilimitadas de agua fresca. Sufrirían más ellos que nosotros, y finalmente tendrían que retirarse: ésa es la táctica habitual.

Pero generalmente no se aplica la táctica habitual. Agga comprendía esas cosas tan bien como yo; de hecho, mucho mejor. Si había elegido establecer el asedio en verano, era evidente que no tenía intención de que el asedio fuera largo. Y así sospeché que pretendía efectuar un ataque directo. Las murallas de Uruk —construidas por Enmerkar— no eran muy altas, como suelen serlo las murallas de las grandes ciudades. Sin duda en aquellas barcazas de Agga había gran cantidad de escaleras de cuerda, y en poco tiempo los guerreros de Kish estarían trepando por nuestras murallas en un centenar de sitios a la vez. Mientras tanto, sus hacheos intentarían abrir una brecha en las murallas por abajo: conocía aquellas hachas de Kish, que podían cortar fácilmente los viejos ladrillos de nuestras murallas. Así que era inútil sentarse en el interior de la ciudad aguardando a que ellos atacaran. Yo tenía más hombres a mi mando que los que Agga había traído consigo: una vez estuvieran dentro de las murallas, arrojando antorchas hacia todos lados, estaríamos a su merced, pero si podíamos derrotarles en los muelles estaríamos salvados. Teníamos que ser nosotros quienes lanzásemos el ataque.

Salimos con nuestros carros por cinco puertas a la vez. Creo que no esperaban que emergiéramos tan pronto, o quizá ni siquiera que emergiéramos. Eran confiados y arrogantes, y pensaban que yo iba a arrodillarme ante Agga sin la menor resistencia. Pero caímos sobre ellos con las hachas alzadas y las lanzas llameando. El carro de Zabardi-bunugga iba en vanguardia, con otros diez justo detrás, manejados por los más espléndidos héroes de la ciudad. Los hombres de Kish se enfrentaron a aquella primera oleada con valor y energía. Sabía lo bien que podían luchar; de hecho, los conocía mejor que a mis propios soldados. Pero mientras se producían las primeras escaramuzas bajé de la muralla y subí a mi propio carro, y conduje yo mismo la segunda oleada de asalto.

Seré claro al respecto: cuando los hombres de Kish me vieron, el terror golpeó sus cuerpos e inmovilizó sus almas. Todos ellos me conocían de las guerras de Elam, pero aunque me recordaban no me recordaban tan bien como hubieran debido hasta que me vieron conduciendo rni carro en medio de todos ellos, arrojando igual mis jabalinas con la derecha que con la izquierda. Sólo entonces recordaron.

—¡Es el hijo de Lugalbanda! —exclamaron, y el pánico se apoderó de ellos.

No es que pretenda otra cosa: no conozco una música más espléndida que la música que canta en el aire del campo de batalla. La alegría brotó en mí, y me lancé contra el enemigo como el emisario de la muerte. Mi auriga aquel día era el valiente Enkimansi, un hombre de treinta años y estrecho rostro que no sabía lo que era el miedo. Conducía los asnos directamente al frente, y yo permanecía erguido de pie tras él, lanzando mis armas como si derramara la ira de Enlil sobre Kish. Mi primer lanzamiento acabó con la vida de uno de los hijos de Agga; el segundo y el tercero acabaron con dos de sus generales; el cuarto atravesó la garganta de uno de los enviados que me habían traído el mensaje de Agga.

—¡Lugalbanda! —grité—. ¡Padre cielo! ¡Inanna! ¡Inanna! ¡Inanna! —Era un grito que aquellos hombres de Kish habían oído antes. Sabían que un dios cabalgaba entre ellos aquel día, o al menos una deidad, con una exactitud divina en su puntería y una fuerza divina en su brazo.

Seguimos la brecha abierta por Zabardi-bunugga y el resto de la vanguardia, creando con nuestros carros un profundo agujero en las fuerzas de Kish. Tras de mí salieron los soldados de a pie, aullando a voz en grito: —¡Gilgamesh! ¡Inanna! ¡Gilgamesh! ¡Inanna! Concedo a los hombres de Kish el crédito del valor. Intentaron todo lo que pudieron para abatirme, y sólo la rapidez con que manejé mi escudo y la destreza del hábil Enkimansi en las maniobras impidieron que sufriera algún daño. Pero eso no me detuvo. El terror los abrumó pese a sí mismos, y dieron la vuelta y corrieron hacia el agua; pero les cortamos la retirada desde todos lados y empezamos a diezmarlos.

La batalla terminó mucho más rápido de lo que hubiera esperado. Enviamos a multitudes de ellos a morder el polvo. Alcanzamos sus barcazas y nos apoderamos de ellas, y cortamos sus proas y nos llevamos las imágenes de Enlil como trofeos. Liberamos a Bir-hurturre y lo encontramos aún bien, aunque estaba vergonzosamente ensangrentado y lleno de arañazos. En cuanto a Agga, nos abrimos camino hasta él —no era un luchador, no a su edad, pero estaba rodeado por un anillo de un centenar de guardias escogidos, que perecieron hasta el último hombre— y lo tomamos prisionero. Zabardi-bunugga lo condujo hasta mí mientras yo, reclinado contra mi carro, bebía una jarra de cerveza de Kish que había tomado de uno de sus mayordomos.

Agga estaba lleno de polvo y sudor y con las mejillas encendidas, y sus ojos estaban enrojecidos por el cansancio y la decepción. Tenía una pequeña herida en su hombro izquierdo, sólo una rozadura, pero me avergonzó ver que había sido tocado. Hice un gesto a uno de mis cirujanos de campaña.

—Limpia y venda la herida del rey de reyes —dije. Luego me dirigí a Agga y, con gran sorpresa por su parte, me arrodillé ante él—. Padre —dije—. Real dueño de la Tierra.

—No te burles de mí, Gilgamesh —murmuró. Agité negativamente la cabeza. Me levanté, puse la jarra de cerveza en su mano y dije: —Toma esto. Aliviará tu sed, padre. Me miró desolado. Lentamente, se llevó las manos al vientre y se sobó los gruesos rollos de grasa. Pequeños ríos de sudor resbalaban por todo su cuerpo, abriéndose camino por entre el polvo que cubría su piel. No lo negaré: yo saboreaba mi triunfo, gozaba con su derrota. Era vino dulce para mí.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.

—Serás mi huésped en palacio esta noche, y durante dos días más. Luego celebraremos el rito de entierro de los muertos; y luego te enviaré de vuelta a Kish. ¿Porque acaso no eres tú mi señor, el rey de reyes, al que juré lealtad?

Entonces me comprendió, y la ira ardió en sus ojos; pero luego se echó a reír, y miró tristemente a sus guerreros y a sus hijos amontonados en el polvo empapado de sangre, y a sus mutiladas barcazas, y asintió.

—Ah, así que es eso —dijo al cabo de un momento—. No pensé que fueras tan astuto.

—Mi deuda está pagada ahora, ¿no es así?

—Oh, así es —dijo—. Tu deuda está pagada, Gilgamesh.

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