19

Fue el día del matrimonio del noble Lugal-annemundu y la doncella Inshhara. Los tambores de los esponsales estaban batiendo, el lecho nupcial ya estaba preparado. La doncella me era deseable, y a la caída de la noche me dirigí a la sala de reuniones de la ciudad para llevármela a palacio.

Pero cuando cruzaba la plaza del mercado conocida como el Mercado de la Tierra, que se halla justo al otro lado de la casa de reuniones, una enorme figura brotó de las sombras y bloqueó mi camino. Era un hombre de casi mi misma altura, menos de uno o dos dedos más bajo: nunca antes había visto a nadie tan alto. Su pecho era ancho y recio, sus hombros amplios, más que los míos, sus brazos tan gruesos como los muslos de un hombre normal. Le miré directamente al rostro, a la parpadeante luz de las antorchas de mis sirvientes. Su mandíbula avanzaba desafiante en su rostro, su boca era ancha, su frente fuerte y oscura; y había algo feroz y latente en sus ojos. Tenía la barba densa y el pelo alborotado. ¡Y qué tranquilo parecía, y que confianza en sí mismo reflejaba! ¡Miradle cortándome el camino! ¿Acaso no sabía que yo era Gilgamesh el rey?

—Échate a un lado, amigo —dije con suavidad.

—No pienso hacerlo. Me sorprendió oír esas palabras. No diré que sintiera miedo, pero me puse en guardia, porque sabía que aquél no era un ciudadano normal. Mis criados se agitaron inquietos y echaron mano a sus armas. Les hice un gesto para que se detuvieran. Me acerqué más al desconocido y dije:

—¿Me conoces?

—Creo que eres el rey.

—Lo soy. No es prudente cortarme de este modo el camino.

—¿Me conoces tú a mil —preguntó. Su voz era profunda y áspera, su acento tosco. —En absoluto —dije. —Soy Enkidu.

—¡Ah, el hombre salvaje! Hubiera debido sospecharlo. ¿Así que has venido a Uruk? Bien, ¿qué quieres de mí, hombre salvaje? Ésta no es hora de presentarle peticiones al rey.

—¿Adonde vas, Gilgamesh? —dijo osadamente. —¿Acaso crees que tengo obligación de responderte?

—Dime adonde vas.

Mis criados se agitaron de nuevo. Creo que lo hubieran traspasado de buena gana con sus armas, pero los contuve.

Respondí con cierta irritación, agitando una mano hacia la casa de reuniones.

—Allí. A asistir a una boda. De cuyo cometido me estás retrasando, hombre salvaje.

—Será mejor que no vayas —dijo—. ¿Tienes intención de llevarte contigo a la novia? ¡No debes hacerlo!

—¿No debo? ¿Realmente crees que no debo? ¡Esas son extrañas palabras para pronunciarlas a un rey, hombre salvaje! —Me encogí de hombros—. Esto ha dejado de divertirme. Te digo de nuevo: échate a un lado, amigo.

Avancé. Pero en vez de cederme el paso, adelantó un pie para impedirme seguir avanzando, y luego me sujetó con sus manos. Tocar a un rey de este modo significa la muerte Sin embargo, no di oportunidad a mis hombres para que lo abatieran; porque apenas me tocó, una terrible y repentina rabia brotó en mí, y lo sujeté como si tuviera intención de ¡arrojarlo al otro extremo de la plaza del mercado. Al momento nos hallamos enzarzados en un fuerte abrazo, y los lanceros no podían alcanzarle sin herirme a mí también; así que retrocedieron y nos dejaron solos, sin saber qué otra cosa hacer.

Ya desde un primer momento vi que era mi igual en fuerza, o casi. Aquello era algo nuevo para mí. En mi juventud, en mis días de entrenamiento militar en Kish, en los combates de prácticas con los jóvenes héroes de mi corte después de haberme convertido en rey, había luchado individualmente con otros por simple deporte, y siempre había notado al primer contacto de las manos que el hombre con quien contendía estaba a mi merced: podía derribarlo en cualquier momento que quisiera. Eso resultó satisfactorio solamente cuando era un niño. Cuando crecí empecé a lamentarlo, puesto que el saber que la victoria era mía desde el principio me negaba gozar del deporte de la lucha. Esto era diferente. No tenía ninguna segundad. Cuando intenté hacerle retroceder, no se movió ni un ápice. Cuando él intentó hacerme retroceder a mí, tuve que utilizar toda mi fuerza para resistirme. Tuve la sensación comió si hubiera cruzado a algún mundo extraño donde Gilgamesh ya no era Gilgamesh Note un sabor extraño, que no era miedo —no creo que fuera miedo—, sino algo casi tan poco familiar como el miedo. ¿Duda? ¿Inseguridad? ¿Inquietud? Luchamos como toros enloquecidos, resoplando forcejeando arriba y abajo, sin soltarnos en ningún momento el uno del otro. Rompimos quicios de puertas e hicimos estremecer paredes de edificios. Ninguno de los dos conseguía dominar al otro. Puesto que éramos de la misma altura, o casi, nos mirábamos directamente a los ojos mientras contendíamos; sus ojos eran profundos y estaban enrojecidos por el esfuerzo, y resplandecían con un sorprendente salvajismo. Gruñíamos; gritábamos; rugíamos. Aullé mi desafío en el lenguaje de Uruk y en el lenguaje de los pueblos del desierto y en todos los demás lenguajes que pude recordar; y él murmuró y me gritó en el lenguaje de las bestias, el áspero gruñido del león de las llanuras.

Sentí deseos de matarle. Rogué para que se me diera la oportunidad de quebrarle la espalda, de oír el seco restallido de su espina dorsal, de arrojarlo como una capa desechada al montón de la basura. Fue un odio que me atravesó de parte a parte y me causó vértigo. Tenéis que comprender que nadie se había plantado nunca delante de mí de aquella forma. Era como una montaña que hubiera brotado en mi camino en medio de la noche. ¿Cómo os hubierais sentido si no furiosos? ¿Yo el rey, yo el héroe invencible? Pero no podía derrotarle, ni él a mí. No puedo decir durante cuánto tiempo luchamos y forcejeamos, y mi fuerza y la suya se medían con la misma medida.

Pero hay divinidad en mí, y Enkidu era mortal. Al fin fue inevitable que yo dominara. Sentí que mi fuerza se mantenía, mientras la suya empezaba a desvanecerse. Clavé firmemente mi pie en el suelo y doblé la rodilla, y conseguí hacer presa en él y empujarle hacia atrás, de modo que sus pies cedieron su presa en el suelo y perdió el equilibrio.

En aquel momento todo vestigio de odio hacia él desapareció. ¿Por qué debía odiarle? Era espléndido en su fuerza. Estaba muy cerca de ser mi igual. Del mismo modo que un río golpea contra la presa que lo retiene y finalmente termina venciéndola, mi amor hacia él barrió toda ira anterior. Fue un amor repentino, tan profundo que me inundó como el más crecido de los torrentes en primavera y me conquistó por completo. Me hizo recordar mi sueño, aquel trozo de materia estelar que había caído de los cielos y que había sido incapaz de mover. En el sueño había reunido todas mis fuerzas y con el mayor de los esfuerzos la había alzado y se la había llevado a mi madre, que me había dicho: “Es tu hermano, es tu gran camarada.” Sí. Nunca había conocido a un hombre que fuera mi igual en tantos aspectos, de modo que encajaba conmigo como si hubiera sido tallado por el más hábil de los maestros carpinteros. En aquel momento me aferré a él como si fuéramos una sola carne en dos cuerpos, largo tiempo ansiada y ahora unida. Eso fue lo que sentí, mientras mi fuerza era puesta a prueba por la suya. Eso fue lo que pasó entre nosotros mientras luchábamos. Me incliné sobre Enkidu y lo alcé del suelo y lo abracé por segunda vez, pero ahora no para luchar, sino en prueba de amor. Grandes sollozos me agitaron, y a él también; porque los dos supimos en aquel mismo momento lo que había pasado entre nosotros.

—¡Ah, Gilgamesh —exclamó—. ¡No hay nadie como tú en todo el mundo! ¡Gloria a la madre que te engendró!

—Hay otro que es como yo —dije—. Pero sólo uno. —No: porque Enlil te ha dado el reino. —Pero tú eres mi hermano —dije. Me miró, desconcertado como aquel que es despertado demasiado pronto de un sueño.

—Vine aquí con la intención de hacerte daño. —Y yo lo mismo contigo. Cuando vi que bloqueabas mi camino, me imaginé a mí mismo partiéndote en dos y arrojando los trozos a un lado como huesos roídos.

Se echó a reír.

—¡No hubieras podido hacerlo, Gilgamesh! —No. No hubiera podido. Pero quise intentarlo. —Y yo pensaba arrojarte de tu alto lugar. Hubiera podido conseguirlo, si la suerte hubiera estado conmigo.

—Sí —dije—. Creo que hubieras podido. Inténtalo de nuevo, si quieres. Estoy dispuesto para ti. Agitó negativamente la cabeza. —No. Si te venciera, si te causara algún daño, te perdería. Estaría solo de nuevo. No, prefiero tenerte corno amigo que como enemigo. Eso es lo que quiero decir. Amigo. Amigo. ¿No es ésa la palabra?

—Un amigo, sí. Somos demasiado parecidos para ser enemigos.

—Ah —dijo Enkidu, frunciendo el ceño—. ¿Somos parecidos? ¿De veras? Tú eres el rey, y yo sólo soy…, soy… —Dudó—. Un guardián de los pastores, eso es todo lo que soy.

—No. Tú eres el amigo del rey. El hermano del rey.

Nunca hubiera creído ser capaz de decirle esas palabras a nadie. Y sin embargo sabía que eran ciertas.

—¿De veras? —quiso saber—. Entonces, ¿no tenemos que volver a luchar?

—¡Por supuesto que lucharemos! —dije con una sonrisa—. Pero lucharemos como hermanos. ¿Eh, Enkidu? ¿Eh? —Y tomé su mano. La boda estaba olvidada, la doncella Ishhara estaba olvidada—. Ven conmigo, Enkidu. A Ninsun mi madre, la sacerdotisa de An. Quiero que conozca a su otro hijo. Ven, Enkidu. ¡Ven ahora! —Y fuimos al templo del Padre Cielo, y nos arrodillamos en la oscuridad delante de Ninsun; y fue algo muy extraño y maravilloso para ambos. Había creído que la soledad estaría eternamente conmigo; y ahora había desaparecido, repentinamente, había huido como un ladrón en la noche en el momento mismo de mi encuentro con Enkidu.

Ése fue el principio de esta gran amistad, distinta a cualquier otra cosa que hubiera conocido antes y a cualquier otra que haya conocido después. Era para mí mi otra mitad; llenaba en mí un lugar donde hasta entonces sólo había habido vacío.

Pero se ha murmurado que éramos amantes como lo son los hombres y las mujeres. No querría que creyerais eso. No era éste en absoluto el caso. Sé que hay algunos hombres en quienes los dioses han mezclado la masculinidad y la femineidad de modo que no necesitan o les gustan las mujeres, pero yo no soy uno de ellos, y tampoco lo era Enkidu. Para mí la unión de hombre y mujer es algo sagrado, que no es posible que un hombre experimente con otro hombre: dicen que esos hombres sí lo experimentan, pero creo que se engañan a sí mismos. Ésa no es la auténtica unión. Yo había conocido esa unión, en el Sagrado Matrimonio con la sacerdotisa Inanna, en quien reside la diosa. Inanna es también mi otra mitad, aunque una mitad oscura e inquietante. Pero un hombre puede poseer varias mitades, o así me lo parece, y puede amar a un hombre de una forma que es completamente distinta de la forma en que experimenta la unión con una mujer.

Ese tipo de amor que existe entre hombre y hombre existía entre Enkidu y yo. Brotó a la vida en el momento de nuestra lucha, y nunca desde entonces se marchitó. No hablábamos de ello entre nosotros. No lo necesitábamos. Pero éramos conscientes de su presencia. Éramos una sola alma en dos cuerpos. No teníamos necesidad de expresar nuestros pensamientos con palabras, porque podíamos oírnos el uno al otro sin hablar. Encajábamos bien. Dentro de mí moraba un dios; dentro de él moraba la tierra. Yo había descendido de los cielos; él había ascendido del suelo. Nuestro lugar de encuentro había sido un punto intermedio, que es el mundo de los mortales.

Le adjudiqué habitación en palacio, la gran serie de aposentos de paredes blamcas a lo largo de la muralla sudoeste que antiguamente había sido reservada para el uso de los gobernadores y reyes de otras ciudades que acudían de visita. Le proporcioné ropas del más fino lino blanco y la más fina lana, y le proporcioné doncellas para que le bañaran y ungieran, y le envié mis barberos y mis cirujanos para que recortaran y pulieran las últimas huellas de salvajismo en él. Desperté en él el amor a la carne asada, a los fuertes y dulces vinos y a la intensa y espumosa cerveza. Le proporcioné pieles de leopardos y leones para adornarlo a él y sus habitaciones. Compartí con él mis concubinas, sin reservarme ninguna para mí solo. Hice que le fabricaran un escudo de bronce grabado con imágenes de las campañas de Lugalbanda, y una espada que resplandecía como el ojo del sol, y un casco rojo y dorado ricamente adornado, y lanzas exquisitamente equilibradas. Yo personalmente le enseñé las artes del carro y el lanzamiento de la jabalina.

Aunque siempre quedó algo tosco y terreno en lo más profundo de él, aprendió rápido a adoptar la imagen externa y los modales de un noble de la corte, digno, consumado, apuesto. Incluso intenté que aprendiera a leer y escribir, pero renunció a ello. Bien, hay muchos grandes hombres en la corte que carecen también de esa habilidad, y muy pocos que la hayan dominado por completo.

Si hubo envidias respecto a él en la corte, supongo que no las noté. Quizá se produjeran algunas en el círculo interno de héroes y guerreros, que se sintieran amargamente rechazados y dijeran a sus espaldas y a las mías: “Es el favorito del rey, el hombre salvaje. ¿Por qué ha sido elegido él y no yo?” Pero si lo hicieron, supieron ocultar muy bien sus ceños fruncidos y sus murmuraciones. Prefiero pensar que esos sentimientos de envidia no llegaron a existir. No era como si Enkidu hubiera desplazado a algún favorito anterior. Nunca había tenido antes ningún favorito, ni siquiera con camaradas tan antiguos como Bir-hurturre o Zabardi-bunugga; nunca había permitido a nadie estar tan cerca de mí. Vieron inmediatamente que la camaradería que gozaba con Enkidu era de un tipo diferente a cualquier otra cosa que hubiera experimentado con ellos, del mismo modo que su fuerza era algo completamente distinto de la de ellos. No había nadie como él en el mundo; y no había nada como nuestra amistad.

Lo acepté por completo en el círculo de mi confianza. Me abrí absolutamente a él. Incluso le permití observar mientras me encerraba en lo más íntimo para batir el tambor hecho de la madera del árbol huluppu de aquella forma especial que me sumía en trance. Se acuclillaba a mi lado mientras yo desaparecía en ese otro reino de luz azul; y cuando salía de él me descubría tendido a su lado, con mi cabeza acunada entre sus rodillas. Él me contemplaba como si hubiera visto al dios emanar de mí: acariciaba mis mejillas, hacía signos sagrados con las puntas de los dedos. “¿Puedes mostrarme cómo ir a ese lugar?”, preguntaba. Y yo le respondía: “Lo haré, Enkidu.” Pero nunca pudo alcanzarlo, por mucho que lo intentó. Creo que era porque no había sido tocado de una forma interna por el dios como lo había sido yo; nunca había sentido el aleteo de las grandes alas en su alma, ni había oído el zumbar, ni había visto la chisporroteante aura que son los primeros signos de ser poseído. Pero a menudo le dejaba sentarse a mi lado mientras yo hacía sonar el tambor, y él me vigilaba y me cuidaba y me protegía mientras yo rodaba por el suelo y me contorsionaba y agitaba brazos y piernas en el acceso de éxtasis.

Cuando tenía trabajo que hacer la construcción de canales, el refuerzo de las murallas, cualquier otra labor decretada por los dioses—, Enkidu estaba a mi lado. En los rituales permanecía cerca de mí, y me tendía las vasijas sagradas, o alzaba las ofrendas de bueyes y ovejas hasta el altar como si fuesen simples pájaros. Cuando llegaba la estación de la caza cazábamos juntos, y en eso era superior a mí, puesto que conocía a los animales salvajes con un conocimiento de hermano. Se detenía con la cabeza echada hacia atrás y olisqueaba el aire, y decía, señalando:

—Por ahí está el león. Por ahí el elefante. —Y nunca se equivocaba, íbamos una y otra vez a las marismas o a las estepas o a los demás lugares donde moraban los grandes animales, y no había ninguno que no cayera ante nosotros. Juntos abatimos tres grandes elefantes machos en la gran curva del río, y llevamos sus pieles y sus colmillos a Uruk y los colgamos para que todo el mundo pudiera verlos en la fachada de palacio. Otra vez cavamos un pozo cubierto con ramas y capturamos un elefante vivo, y también lo llevamos a la ciudad, donde permaneció berreando y trompeteando en un cercado durante todo el invierno hasta que lo ofrecimos a Enlil. Cazamos leones de los dos tipos, los de melena negra y los que no tenían melena, desde nuestro carro: como yo, Enkidu arrojaba la jabalina con cualquiera de las dos manos y con igual certeza. Os digo que éramos una sola alma en dos cuerpos.

Era distinto de mí, por supuesto, en muchos aspectos. Era más estridente y mucho más jactancioso, en especial cuando había bebido demasiado vino, y carecía en absoluto de sutileza, riendo interminablemente en grandes carcajadas ante chistes que hubieran hecho fruncir de tedio la nariz de cualquier niño. Bien, era un hombre que había sido criado entre animales. Poseía una dignidad natural, pero no era la dignidad de alguien que ha sido criado en palacio con un rey como padre. Y era bueno para mí tener a Enkidu rugiendo y alardeando a mi lado, porque yo soy un hombre demasiado serio para mi propio bien, y él iluminaba mis horas, no como hace un bufón de la corte con sus bromas cuidadosamente elaboradas, sino de una forma sencilla y natural, como una fresca brisa soplando en medio de un tórrido día.

Hablaba con absoluta honestidad. Cuando lo llevé al templo de Enmerkar, pensando que iba a sentirse abrumado por su belleza y majestad, dijo de inmediato:

—Es muy pequeño y feo, ¿no?

No me esperaba aquello. A partir de entonces empecé a ver el gran templo de mi abuelo a través de los ojos de Enkidu, y lo vi efectivamente como algo pequeño y feo, y viejo, y necesitado de urgentes reparaciones. En vez de repararlo lo derribé por completo y construí uno nuevo, espléndido, de cinco veces su tamaño, en la parte más alta de la Plataforma Blanca: ése es el templo que existe ahora, y que creo me dará fama en los próximos miles de años. Tuve algunos problemas con la sacerdotisa Inanna cuando derribé el templo de Enmerkar. Le dije lo que pensaba hacer, y me miró como si hubiera escupido encima de los altares, y dijo:

—¡Pero es el más grande de los templos!

—El que había antes que él, el que construyó Meskiaggasher, era también el más grande de los templos, en su día. Ahora nadie lo recuerda. Pertenece a la naturaleza de los dioses el reemplazar los templos por otros templos aún mayores. Enmerkar construyó bien, pero yo construiré mejor.

Me miró con ojos agrios y llameantes.

—¿Y dónde vivirá la diosa, mientras construyes su templo?

—La diosa vive en todo Uruk. Vivirá en cada casa y en cada calle y en el aire que nos rodea, como hace ahora.

Inanna estaba furiosa. Convocó la asamblea de ancianos y la casa de los hombres para declarar su protesta; pero nadie pudo impedirme que construyera el templo. Pertecene a las facultades del rey realzar la grandeza de la diosa ofreciéndole nuevos templos. Así que derribamos el templo de Enmerkar, hasta sus mismos cimientos, aunque dejamos intactos esos antiguos pasadizos subterráneos poblados de demonios que tiene debajo: no deseaba tener nada que ver con ellos. Hice traer bloques de piedra caliza de la región donde se encuentran en abundancia para los nuevos cimientos del templo, y los señalé a una escala que nadie en Uruk había imaginado nunca. Los ciudadanos jadeaban sorprendidos cuando acudían a observar los trabajos y veían la longitud y la anchura de lo que pretendía construir.

Para la construcción del nuevo templo utilicé todo lo que había aprendido del oficio. Elevé la altura de la Plataforma Blanca hasta que dominó todo lo demás a medio camino de los cielos, y puse mi templo en alto sobre ella, del mismo modo que están los templos en Kish. Hice los muros más gruesos de lo que nunca nadie haya soñado hacer unos muros, y los sostuve con enormes columnas, tan recias como los muslos de los dioses. Como adornos para los muros y las columnas diseñé algo tan sorprendente que sólo por ello merecería ser recordado, aunque todos mis demás logros llegaran a olvidarse. Consistía en embutir centenares de largos y puntiagudos conos de arcilla cocida en la argamasa que cubría las paredes y columnas antes de que se endureciera. Sólo las puntas de esos conos quedaban visibles, y eran pintadas de rojo o amarillo o negro, y colocados los unos junto a los otros de modo que formaran sorprendentes y coloreados dibujos en diagonales y en zigzags y en rombos y en cambios y en triángulos. El resultado es que, allá donde dirija uno los ojos en el interior de mi templo, se siente deleitado por la vividez y la complejidad; es como contemplar un enorme tapiz, tejido no con lanas de colores sino con un número incontable de pequeños y brillantes redondeles de arcilla pintada.

Enkidu creía también que el pequeño santuario dedicado a Lugalbanda que Dumuzi había hecho erigir hacía años junto a los acuartelamientos en el distrito del León era indigno de mi padre. Tuve que estar de acuerdo con él; y también lo derribé, y construí en su lugar otro mucho más apropiado, con arcos y pilastras de gran tamaño, todas ellas cubiertas con mis decoraciones de mosaico de conos en brillantes colores. En su centro puse la vieja imagen de Lugalbanda de piedra negra que había erigido Dumuzi, porque era una representación lo bastante noble, y no quería desechar a la ligera algo hecho con un material tan raro como la piedra negra; pero la rodeé con lámparas montadas sobre trípodes colocadas contra espejos de brillante cobre, de modo que una luz deslumbrante llenaba el santuario a cualquier hora del día. Pintamos las paredes con imágenes y leopardos y toros, como ofrendas a Enlil de las tormentas, al que Lugalbanda amaba. En la consagración derramé la sangre de leones y elefantes sobre las losas del suelo. ¿Puede alguien decir que Lugalbanda merecía algo menos que eso?

No hubo guerras durante esos años. Los elamitas permanecían tranquilos, las tribus del desierto de Mar-tu merodeaban por otros lados, el colapso de la dinastía de Agga de Kish había extirpado una poderosa amenaza a nuestro norte. El hecho que el rey de Ur se hubiera nombrado rey de Kish no me preocupaba; Ur y Kish se hallan muy separadas la una de la otra, y no veía forma alguna de que pudiera combinar el poder de las dos ciudades en alianza contra nosotros. De modo que en Uruk llevábamos una vida tranquila y próspera, aumentando nuestras riquezas en paz, creciendo gracias al comercio en vez de tener que salir en busca del botín de guerra.

Durante esos años los mercaderes y emisarios de Uruk fueron a todas partes siguiendo mis instrucciones, con gran progreso de la ciudad. De las montañas del este traían vigas de madera de cedro de cincuenta e incluso sesenta codos de longitud, y troncos de urka-rinnu de veinticinco codos de largo, que utilizamos para las vigas del nuevo templo. De la ciudad de Ursu, en la montaña de Ibla, llegaba madera de zabalu, grandes troncos de ashukhu, y tablones de plátanos. De Umanu, una montaña en la región de Menua, y de Basalla, una montaña de la región de Amurru, mis enviados regresaban con grandes bloques de la rara piedra negra, a partir de los cuales los artesanos tallaban nuevas imágenes de los dioses para todos los antiguos templos. Importé cobre de Kagalad, una montaña de Kimash, y con mis propias manos fabriqué con él una gran cabeza de maza. De Gubin, la montaña de los árboles huluppu, hice traer madera de hu-luppu, y de Madga llegaba asfalto para ser utilizado en la plataforma del templo, y de la montaña de Bars-hib hice traer por barco bloques de la suntuosa piedra nalua. Mis planes incluían enviar expediciones a más lejos aún, a Magan, a Meluhha, a Dilmun.

La ciudad prosperaba. Ganaba cada día en esplendor. Tomé una esposa, y me dio un hijo; y tomé una segunda esposa, como era mi derecho. Había paz. La noche del nuevo año fui al templo que había construido, y yací con la anhelante Inanna en el rito del Sagrado Matrimonio: cada año se aferraba más ansiosamente a mí, y su cuerpo se movía con mayor abandono, mientras recibía en una sola noche la satisfacción de su hambre de todo un año. Yo tenía el amor de Enkidu para llenar todo el resto de mis días. El vino fluía libremente; el humo de la carne asándose se alzaba cada día hacia los dioses, y eso era bueno. Así pensé que iba a ser mi reinado para siempre. Pero los dioses no garantizan nada para siempre: es un milagro cuando garantizan alguna cosa.

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