28

Dicen que con el tiempo todas las heridas se curan. Supongo que es así, de una forma u otra, aunque a menudo dejan cicatrices muy visibles en su lugar. Un día dio paso a otro, y aguardé a la aparición de las cicatrices que debían formarse en el lugar donde me había sido extirpado Enkidu. Vagué por los salones de mi palacio y no escuché su risa, y no vi su gran forma robusta fanfarroneando por las terrazas, y pensé que pronto terminaría acostumbrándome a su ausencia; pero eso no parecía producirse. Cada día, alguna pequeña cosa me recordaba que él ya no estaba allí.

No podía soportarlo. Tenía que alejarme de Uruk. Allá donde mirara en Uruk veía la sombra de Enkidu deslizándose por las calles. Oía los ecos de la voz de Enkidu en el parloteo de la multitud. No había ningún lugar donde pudiera ocultarme de su recuerdo. Creo que era una especie de locura: un dolor más allá de toda razón. Invadía hasta el último rincón de mi alma, y hacía que todo lo que hasta entonces me había importado careciera ahora de sentido. Al principio, lo que me roía y hacía que me dolieran las entrañas era sólo la pérdida de Enkidu, pero luego empecé a darme cuenta de que la auténtica fuente de mi dolor era mucho más profunda: no era tanto la muerte de Enkidu lo que me atormentaba, sino mi consciencia del hecho de la muerte en sí. Porque sabía que, con el tiempo, podría llegar incluso a reconciliarme con la partida de Enkidu: no era un estúpido tan grande como para pensar que una herida no iba a cicatrizarse nunca. ¿Pero cómo podía reconciliarme con la pérdida de mí mismo? A lo largo de mi vida me había enfrentado una y otra vez con esa cuestión, y la había arrojado lejos de mí; pero la muerte de Enkidu la planteaba una vez más, y esta vez no podía ser eludida. Llegará la muerte, Gilgamesh, incluso para ti. Eso es lo que vi en el aire ante mi rostro, la negra y burlona máscara de la muerte. Y el conocimiento de la inevitabilidad de esa muerte despojó a mi vida de toda alegría.

Como aquel día del funeral de mi padre Lugalban-da, hacía tanto tiempo, me sumí en un terror tan profundo a morir que apenas podía respirar. Me sentaba en mi gran trono, pensando: Enkidu ha muerto y en estos momentos debe estar recorriendo ese lugar de polvo, vestido como un pájaro en lúgubres plumas, comiendo arcilla fría. Y pronto yo deberé ir a ese mismo lugar oscuro. Hoy rey en un gran palacio, mañana una miserable criatura agitando sus alas en el polvo…, ¿era ése el destino que me aguardaba? Recordaba cómo, siendo niño, había prometido conquistar a la muerte: ¡Muerte, no eres digna de mí! Así había alardeado. Era demasiado orgulloso para morir; la muerte era una afrenta que no podía soportar, de modo que negaba a la muerte su poder sobre mí. ¿Pero podía hacer eso? La muerte había vencido a Enkidu; más allá de toda duda, la muerte vendría también en busca de Gilgamesh, a su debido tiempo. Y la certeza de eso anulaba toda fuerza en mí. Ya no deseaba seguir siendo rey. No deseaba realizar los sacrificios y derramar las libaciones y reparar los canales y conducir mis tropas a la guerra. ¿Por qué tomarse tantas molestias, cuando nuestras vidas son como las vidas de las pequeñas moscas verdes que zumban durante unas pocas horas al atardecer y luego mueren? ¿Qué sentido tiene luchar tanto? Se nos dan amigos, y luego los amigos nos son arrebatados: mejor no tener ningún amigo, pensé. Y, pensando de ese modo, llegué a ver todas las acciones humanas como carentes de valor o finalidad. Moscas, moscas, zumbantes moscas: no somos más que eso, me dije. La muerte es la gran broma que nos han hecho los dioses. ¿Qué sentido tiene ser rey? ¿Rey de las moscas? No sería más rey. Huiría de esta ciudad, y me adentraría en los páramos salvajes.

Así, fue el miedo a la muerte lo que me sacó de Uruk. No podía seguir siendo rey: era un hombre vacío. A la sombra del temor a la muerte, salí solo de la ciudad.

No le dije a nadie dónde iba. Ni yo mismo lo sabía. Ni siquiera dije que me marchaba. No nombré regente; no dejé instrucciones de lo que había que hacer en mi ausencia. La locura me dominaba. Me fui entre la medianoche y el amanecer, sin llevarme nada conmigo excepto las mismas pocas pertenencias que me había llevado aquella vez que había huido a Kish cuando era apenas un niño.

Me guiaba la desesperación. La desdicha dominaba todos mis pensamientos. El miedo anidaba como una serpiente venenosa detrás de mi esternón. Mi pelo estaba enmarañado: no lo había cortado desde el primer día de la enfermedad de Enkidu. Mi único atuendo era una tosca piel de león y unas sandalias de campesino: había renunciado a mis ropas elegantes y a mis capas y a todo eso. No creo que nadie que hubiera visto mi partida me hubiera reconocido como Gilgamesh el rey, tan salvaje y atormentado era mi aspecto. Creo que ni siquiera yo mismo me hubiera reconocido.

Así me adentré deprimido en la estepa, sin seguir ningún plan, sin buscar ningún sendero, esperando tan sólo hallar algún lugar donde pudiera eludir las jaurías de la muerte.

No podría decir ahora qué ruta seguí. Creo que empecé a dirigirme hacia el este, hacia Elam, a la gran zona selvática y verde donde fue hallado Enkidu, como si creyera poder descubrir allí a otro como él. Pero pronto giré hacia el norte, hacia la tierra que llaman Uri, y puede que luego girara hacia el este, donde vive el pueblo martu, y después de eso no sé. No presté atención a la salida del sol, ni a su puesta. Estaba sumido en la locura. Caminé de día y de noche, y dormí en cualquier lado, o ni siquiera dormí; y caminé sin saber dónde estaba ni dónde había estado. Estoy seguro sin embargo de que permanecí todo el tiempo fuera de los límites de la Tierra. Creo que llegué varias veces al muro limítrofe del mundo, y atisbé varias veces los lugares que se hallan más allá de las brújulas de la tierra. Quizá penetré en esos lugares; no lo sé. Estaba sumido en la locura.

Sentí miedo de cosas que nunca antes había temido. Una noche, en el paso de una montaña, donde el aire era frío y ligero y hormigueaba en la nariz, me llegó el olor de leones: un olor amargo, acre y penetrante. Si hubiera sido Gilgamesh, y si hubiera tenido a Enkidu a mi lado, hubiéramos corrido por entre las rocas aunque fuera oscuro y hubiéramos cazado esos leones para apoderarnos de sus pieles, y nos hubiéramos hecho unas capas con ellas antes de echarnos a dormir. Pero Enkidu estaba muerto y yo no era Gilgamesh: no era nadie, estaba loco. El miedo me dominó y me hizo temblar. Alcé la vista hacia la luna, que colgaba como una gran lámpara blanca sobre los picos recortados, y grité a Nanna el dios:

—Protégeme, te lo suplico, porque tengo miedo. Esas palabras, tengo miedo, sonaron extrañas a mis oídos incluso en el momento de pronunciarlas: todavía quedaba mucho de Gilgamesh vivo en mí. Tengo miedo. ¿Había pronunciado alguna vez esas palabras antes? Había temido la muerte, sí, supongo. ¿Pero temer a unos leones?

Nanna se apiadó de mí. Me hizo caer en un profundo sueño pese a mi miedo. Soñé jardines y huertos; y cuando me despertó la luz de la mañana vi leones a todo mi alrededor, gozando de la vida. No tuve miedo entonces. Sujeté fuertemente el hacha en mi mano; extraje el puñal de mi cinturón; corrí entre aquellos leones como una flecha lanzada por un arco, y golpeé a algunos de ellos y los dispersé y maté a más de uno. Eso fue mejor que retroceder y agazaparse presa del miedo. Pero seguía dominado por la locura.

En otro lugar, donde los árboles eran densos y achaparrados y tenían hojas como pequeños y afilados punzones vi al pájaro Imdugud perchado en una rama, con sus recias garras rojas clavadas profundamente en la madera. O más bien el pájaro Imdugud me vio a mí, y me reconoció, y llamó:

—¿Adonde vas, hijo de Lugalbanda? —¿Eres tú, pájaro Imdugud?

Abrió sus alas, que son como las alas de una gran águila, y compuso su cabeza, que es la cabeza de una leona. Sus ojos resplandecían como si fuesen joyas incrustadas. Lo vi por lo que era.

—Siento terror hacia la muerte, Imdugud —dije—. Estoy buscando un lugar donde la muerte no pueda hallarme.

Se echó a reír. Su risa es como la risa de una leona, suave y pavorosa.

—La muerte halló a Enkidu. La muerte halló a Dumuzi. La muerte halló al héroe Lugalbanda. ¿Por qué crees que la muerte no va a hallar a Gilgamesh? —Dos tercios de mí son divinos, un tercio es humano.

Rió de nuevo, más secamente, una risa que era casi un croar.

—¡Entonces dos tercios de ti vivirán, y un tercio morirá!

—Te burlas de mí, Imdugud. ¿Por qué eres tan cruel? —Alcé mis manos hacia él—. ¿Qué daño te he hecho, para que te burles de mí? ¿Es porque te eché del árbol huluppu? Ese árbol era de Inanna. Mi deber entonces era servir a Inanna. Te lo pedí gentilmente; te lo pedí bien. Ayúdame, Imdugud. Mis palabras parecieron llegar hasta su alma. Dijo con suavidad:

—¿Cómo puedo ayudarte, hijo de Lugalbanda?

—Dime dónde puedo ir para que la muerte no pueda hallarme.

—La muerte llega a todos los mortales, hijo de Lugalbanda.

—¿A todos, sin excepción?

—Sin excepción —dijo. Luego guardó silencio du-'rante un rato; y finalmente dijo—: De hecho, hubo una excepción. Y tú tienes que conocerla.

Mi corazón empezó a latir alocado. Dije con urgencia:

—¿Alguien que quedó exento de morir? No puedo recordar. Dímelo. ¡Dímelo!

—En tu locura y tu desesperación has olvidado al héroe del Diluvio.

—¡Ziusudra! ¡Sí!

—Mora eternamente en la tierra de Dilmun. ¿Has olvidado eso, Gilgamesh?

Me estremecí de excitación. Era como una fiebre repentina. Vi que allí podía haber una esperanza.

—¿Y si voy allí, Imdugud? —pregunté ansioso—. ¿Qué ocurrirá? ¿Compartirá el secreto de la vida conmigo, si se lo pido?

Oí de nuevo el burlón croar.

—¿Si se lo pides? ¿Si se lo pides? ¿Si se lo pides? —Su voz no era como la de una leona ahora, sino más bien como la de un enorme y extraño cuervo. Agitó sus grandes alas—. ¡Pide! ¡Pide! ¡Pide!

—¡Dime el camino, Imdugud!

—¡Pide! ¡Sólo pide!

Ahora me estaba resultando más difícil verle; el aire parecía espesarse y las oscuras agujas del árbol cerrarse en torno a él. Tampoco podía oírle tan claro como antes: sus palabras se perdían en el sonido del agitar de sus alas y el croar de su risa.

—¿Imdugud? —exclamé.

—¡Pide! ¡Pide! ¡Pide!

Hubo un seco sonido crujiente. La rama cayó bruscamente del árbol, como hacen las ramas cuando la estación ha sido muy seca. Golpeó el suelo casi a mis pies; salté hacia atrás apenas a tiempo. Cuando alcé de nuevo la vista no vi ninguna señal del pájaro Imdugud contra el pálido cielo blancoazulado.

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