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Puesto que era un príncipe de la estirpe de Enmerkar y Lugalbanda, no tenía que asistir a la casa pública de las tablillas, donde se enseñaba a los hijas de los mercaderes y capataces y administradores de los templos a ser escribas. En vez de ello, iba cada día a una pequeña habitación de techo bajo en un pequeño y antiguo templo en la parte este de la Plataforma Blanca, donde un sacerdote de cráneo y rostro afeitados daba clase particular a ocho o nueve muchachos de alta cuna. Mis compañeros de clase eran los hijos de los gobernadores, embajadores, generales y sumos sacerdotes, y se sentían muy orgullosos de sí mismos. Pero yo era el hijo de un rey.

Eso me creó dificultades. Yo estaba acostumbrado a los privilegios y a las prioridades, y exigía mis derechos habituales. Pero en la clase yo no tenía derechos. Era grande y fuerte, pero no era ni el más grande ni el más fuerte, porque algunos de los otros muchachos eran cuatro o cinco años mayores que yo. Las primeras lecciones que aprendí fueron dolorosas.

Mis principales torturadores eran dos. Uno era Birhurturre, el hijo de Ludingirra, que había sido maestro de los aurigas de mi padre y que había bajado al pozo de la muerte a dormir con él. El otro era Zabar-di-bunugga, el hijo de Gungunum, el sumo sacerdote de An. Creo que Bir-hurturre me odiaba porque su padre había tenido que morir cuando había muerto el mío. Nunca llegué a comprender por entero el motivo de la inquina de Zabardi-bunugga hacia mí, aunque posiblemente creció sobre la base de algunos antiguos celos que había sentido su padre hacia Lugalbanda. Pero los dos se mostraron decididos, fueran cuales fuesen sus razones, a hacerme ver claramente que mi alto rango y mis privilegios habían terminado cuando la corona pasó al rey Dumuzi.

En la clase ocupé la primera fila. Era mi derecho estar delante de los otros. Bir-hurturre dijo:

—Esa silla es mía, hijo de Lugalbanda.

Por la forma en que dijo hijo de Lugalbanda, sonó como si dijera hijo de Apaleador de estiércol o hijo de Recogedor de basura.

—La silla es mía —le dije calmadamente. Me parecía que era algo evidente por sí mismo, que no necesitaba ni defensa ni explicación.

—Ah. Entonces la silla tiene que ser tuya, hijo de Lugalbanda —respondió, y sonrió.

Cuando regresé tras la pausa del mediodía descubrí que alguien había bajado al río y capturado un sapo amarillo, y lo había ensartado en medio de mi asiento. Todavía no estaba muerto. A uno de sus lados alguien había dibujado el rostro del espíritu maligno Rabisu, el que se agazapa junto a las puertas, y al otro lado estaba dibujado el pájaro de las tormentas Imdu-gud, sacando la lengua.

Liberé el sapo y me volví a Bir-hurturre con él.

—Al parecer has olvidado tu comida en mi silla —dije—. Toma. Eres tú quien tiene que comérsela, no yo.

Lo sujeté por el pelo y acerqué el sapo a su boca. Bir-hurturre tenía diez años. Aunque no era más alto que yo, tenía unos hombros muy anchos y era extremadamente fuerte. Me sujetó por la muñeca, tiró de mi mano hasta que me obligó a soltar su pelo, y la hizo bajar hasta mi costado. Nadie me había hecho nunca antes algo parecido. Sentí que la rabia brotaba en mi interior como un torrente en invierno descendiendo hacia la llanura.

—¿No quiere compartir su asiento con su hermano? —preguntó Zabardi-bunugga, que nos miraba divertido.

Me liberé de la presa de Bir-hurturre y lancé el sapo contra el rostro de Zabardi-bunugga.

—¿Mi hermano? —exclamé—. ¡El tuyo! ¡Tu hermano gemelo! —Efectivamente, Zabardi-bunugga era sorprendentemente feo, con una nariz chata que parecía un botón y un recio y estropajoso pelo que crecía a ralos mechones en su cabeza.

Los dos se lanzaron a la vez contra mí. Me sujetaron con los brazos a la espalda y se burlaron y me abofetearon. Nunca había sido tratado tan afrentosamente en palacio, ni siquiera en los juegos más violentos: nadie se había atrevido a ello.

—¡No me toquéis! —grité—. ¡Cobardes! ¡(Cerdos! ¿No sabéis quién soy?

—Eres Bugal-lugal, hijo de Lugal-bugal —dijo Bir-hurturre, y ambos se rieron como si hubieran dicho algo sumamente ingenioso.

—¡Un día seré rey!

—¡Bugal-lugal! ¡Lugal-bugal!

—¡Os haré pedazos! ¡Y echaré los trozos al río para que se los coman los peces!

—¡ Lugal-bugal-lugal! ¡ Bugal-lugal-lugal!

Creí que el alma iba a estallar en mi pecho. Por un momento no pude ni respirar, ni ver, ni pensar. Me tensé, me debatí, di un puntapié, y oí un gruñido, y otro puntapié, y esta vez oí un gemido. Uno de ellos me soltó y me liberé del otro, y salí corriendo de la clase, no por miedo de ellos sino por miedo de que matara a alguno de los dos mientras me dominaba la locura. El maestro y su ayudante regresaban en aquel momento de comer. En la ceguera de mi furia corrí directamente hacia ellos, y me sujetaron y me retuvieron hasta que me hube calmado. Señalé hacia la clase, donde Bir-hurturre y Zabardi-bunugga me miraban y hacían muecas y me sacaban la lengua, y pedí que fueran ejecutados de inmediato. Pero el maestro se limitó a responder que yo había abandonado mi puesto sin permiso, le había hablado a él sin permiso; y me llevó al esclavo encargado de aquellos menesteres para que me diera unos varazos por mi indisciplina. Aquella no fue la última vez que esos dos me atormentaron, y ocasionalmente se les unieron algunos de los otros, los más grandes al menos. Descubrí que no podía hacer nada contra aquella persecución. El maestro y su ayudante se ponían siempre de su lado, y me dijeron que debía contener mi lengua, que debía dominar mi temperamento. De modo que escribí los nombres de mis enemigos, tanto mis compañeros de escuela como mis tutores, a fin de hacerlos desollar vivos cuando fuera rey. Pero cuando llegué a comprender las cosas un poco mejor, algún tiempo después, destruí aquellas listas.

Escribir y leer fueron las primeras cosas que aprendí. Es importante para un príncipe comprender esas cosas. ¡Imaginad confiarlo todo a la honestidad del escriba y de los ministros de uno cuando los mensajes van y vienen en el campo de batalla, o cuando se mantiene correspondencia con el rey de otro país! Si un gobernante no puede leer, puede engañársele de cualquier forma, y un hombre puede ser traicionado y arrojado en manos de sus enemigos.

Me gustaría poder afirmar con sinceridad que mi razón para dedicarme a esas artes era tan astuta y previsora como eso. Pero la verdad es que ninguna de esas nociones principescas había entrado en mi mente. Lo que me atraía de la escritura era la idea que tenía de que se trataba de algo mágico. Ser capaz de elaborar algún tipo de magia, ésa o cualquier otra, era algo tremendamente atractivo. Parecía milagroso que las palabras pudieran ser capturadas como halcones en vuelo, y aprisionadas en una tablilla de arcilla roja, y liberadas de nuevo por alguien que conociera el arte necesario para ello. Al principio ni siquiera creía que fuese posible algo así.

—Inventas las palabras a medida que finges leerlas —le dije al maestro—. Pretendes que tienen significado, ¡pero simplemente te las inventas!

Tendió fríamente la tablilla a su ayudante, que leyó en ella todo lo que había dicho el maestro, palabra a palabra. Luego llamó a uno de los chicos mayores de otra clase, e hizo lo mismo; y luego fui azotado en los nudillos por dudar. Ya no dudé más. Esa gente —simples mortales, ni siquiera dioses— tenían alguna forma de hacer que las palabras brotaran de la arcilla y vivieran. Así que presté mucha atención mientras el ayudante del maestro me mostraba cómo preparar las blandas tablillas de arcilla, cómo hacer un estilo con una caña afilando en cuña una de sus puntas, cómo hacer las marcas que son la escritura apretando el estilo contra la tablilla. Y me esforcé en comprender las marcas.

Comprenderlas resultó enormemente difícil al principio. Las marcas eran como las huellas que deja una gallina en la arena. Aprendí a descubrir en ellas las diferencias que les daban su significado. Algunas de las marcas representaban sonidos, na y ba y ma y cosas así, y algunas otras significaban ideas, como dios o rey o arado, y algunas mostraban cómo había de interpretarse una palabra en relación con las otras palabras que la rodeaban. Finalmente capté la esencia de aquella magia maravillosa. Descubrí que podía hacer casi sin esfuerzo que las marcas conservaran su significado a mis ojos, de modo que luego pudiera mirar la tablilla y leer de ella una lista de cosas: “oro, plata, bronce, cobre”, o “Nippur, Eridu, Kish, Uruk”, o “flecha, jabalina, lanza, espada”. Por supuesto, nunca podría leer como lee un escriba, recorriendo rápidamente las columnas de una tablilla y extrayendo toda su riqueza de significados y matices: esa es tarea de la devoción de toda una vida, y yo tenía otras tareas. Pero aprendí bien mis signos escritos, y los conozco bien, y jamás podré ser engañado por algún subordinado traidor que intente hacerme creer otra cosa.

Aprendimos también sobre los dioses, y la forma en que fue hecho el mundo, y el descubrimiento de la Tierra. El maestro nos dijo cómo los cielos y la tierra habían surgido del mar, y el cielo había sido puesto entre ellos, y habían sido modelados la luna y el sol y los planetas. Habló del brillante y resplandeciente Padre Cielo An, que decreta lo que debe hacerse, y de Ninhursag la gran madre, y de Enlil el señor de las tormentas, y del sabio Enki y el radiante sol Utu, la fuente de la justicia, y la fría y plateada Nanna, la que gobierna la noche; y por supuesto habló mucho de Inanna la dueña de Uruk. Pero cuando habló de cómo había sido creada la humanidad me entristeció y me irritó: no porque fuéramos creados para ser los siervos de los dioses, lo cual dudo, sino porque la obra fuera realizada de una forma tan cruel y torpe.

¡Porque mirad, mirad cómo fue hecho el trabajo, y cómo sufrimos a causa de la estupidez de nuestros creadores!

Hubo un tiempo en que los dioses vivían como mortales en el planeta, cultivando el suelo y cuidando sus rebaños. Pero puesto que eran dioses no se dignaban trabajar en sus tareas, y así el grano se marchitó y el ganado murió, y los dioses empezaron a sentir hambre. A raíz de lo cual la madre mar Nammu acudió a su hijo Enki, que moraba ociosamente en la feliz región de Dilmun, donde el león no mata y el lobo no ataca a la oveja, y le contó la tristeza y los apuros de sus compañeros dioses.

—Levántate de tu jergón —le dijo— y utiliza tu sabiduría para crear servidores que realicen nuestras tareas y cuiden de nuestras necesidades.

—Oh madre mía —respondió Enki—, puede hacerse. —Le dijo que penetrara en el abismo y recogiera un puñado de arcilla de las profundidades del mar; y.entonces Enki y su esposa la madre tierra Ninhursag y las ocho diosas del nacimiento tomaron la arcilla y la modelaron, y crearon el cuerpo y los miembros del primer ser mortal, y dijeron:

—Nuestros servidores tendrán este aspecto).

Enki y Ninhursag, desbordantes de alegría ante lo que habían conseguido, dieron una gran fiesta para todos los demás dioses, y les mostraron la forma en que la creación de la humanidad iba a hacer más placentera sus vidas.

—Ved —les dijo Enki—, cada uno de vosotros tendrá su propiedad en la tierra, y esos seres realizarán vuestro trabajo y proveerán a vuestras necesidades. Esos serán los siervos que trabajen, y sobre ellos colocaremos administradores y alguaciles e inspectores y comisionados, y por encima de ellos reyes y reinas, que vivirán en palacios como hacemos nosotros, con despenseros y chambelanes y cocheros y damas de compañía. Y todas esas criaturas trabajarán día y noche por y para nosotros. —Los dioses aplaudieron, y bebieron muchas jarras de vino y de cerveza, y todos se emborracharon gloriosamente.

En su embriaguez, Enki y Ninhursag siguieron haciendo seres de la arcilla. Hicieron uno que no tenía órganos ni masculinos ni femeninos, y dijeron que sería un eunuco para guardar el harén real; ¡y rieron mucho con ello. Y luego hicieron seres con esta y esa otra enfermedad, del cuerpo o del espíritu, y también los dejaron sueltos por el mundo. Y finalmente hicieron uno cuyo nombre era “Nací Hace Mucho Tiempo”, cuyos ojos eran apagados y cuyas manos temblaban, y que no podía ni sentarse, ni estar de pie, ni doblar las rodillas. De esta forma llegó la vejez al mundo, y la enfermedad y la locura y todo lo demás que es maligno…, como la ebria broma del dios Enki y Ha diosa madre su esposa, la diosa Ninhursag. Cuando la madre de Enki, la madre mar Nammu, vio lo que éste había hecho, lo exilió, en su furia, al profundo abismo, donde mora hoy. Pero el daño estaba hecho; los dioses borrachos habían hecho su broma; y nosotros sufrimos a causa de ella, y siempre sufriremos. No puedo irritarme con ellos por habernos hecho sus siervos y sus criaturas, pero, ¿por qué nos hicieron tan imperfectos?

Le hice al maestro esta pregunta, y me hizo azotar los nudillos por haber preguntado.

Aprendí otras cosas que me confundieron y asustaron. Aprendí las historias y leyendas de los dioses, las mismas que el arpista Ur-kununna había cantado en el patio de palacio. Pero de algún modo, cuando las historias brotaban de los labios de aquel dulce y gentil viejo creaban una cálida luz de placer en mi alma, mientras que cuando las oí con la seca y precisa voz del maestro, con su rostro eternamente fruncido, parecieron transformarse en cosas oscuras e inquietantes. Ur-kununna había hecho que los dioses parecieran alegres y benévolos y sabios; pero en las palabras del maestro los dioses parecían estúpidos, despiadados y crueles. Y sin embargo eran los mismos dioses; y sin embargo eran las mismas historias; y sin embargo también eran las mismas palabras. ¿Qué había cambiado? Ur-kununna había cantado a los dioses amando y festejando y trayendo la vida. El maestro nos ofrecía unos dioses inseguros y pendencieros que arrojaron la oscuridad sobre el mundo sin advertencia ni piedad. Ur-kununna vivía en la alegría, y caminó a su muerte sin quejarse, sabiendo que era amado por los dioses. El maestro me enseñó que los mortales deben vivir sus vidas en un temor interminable, porque los dioses no son compasivos. Y sin embargo son los mismos dioses: el sabio Enki, el noble Enlil, la hermosa Inanna. Pero el sabio Enki había creado la vejez para nosotros, y las debilidades de la carne. El noble Enlil, en su insaciable lujuria, había violado a la joven diosa Ninlil, pese a sus gritos de dolor, y había engendrado en ella la luna. La hermosa Inanna, para librarse del mundo inferior, había vendido a su esposo Dumuzi a los demonios. Los dioses, pues, no son mejores que nosotros: igual de mezquinos, igual de egoístas, igual de negligentes.¿Cómo no había visto todas estas cosas, cuando escuchaba al arpista Ur-kununna? ¿Era tan sólo porque yo era demasiado joven para comprender? ¿O era que al calor de sus canciones los hechos de los divinos adquirían un aspecto distinto?

El mundo que el maestro me reveló era un mundo triste y azaroso. Y sólo había una escapatoria de ese mundo, a una postvida que era aún más dura y aterradora. ¿Qué esperanza había, pues? ¿Qué esperanza para cualquiera de nosotros, ya fuera rey o mendigo? Eso era lo que los dioses habían hecho por nosotros; y los propios dioses eran igual de vulnerables y estaban igual de asustados: ahí tenemos a Inanna, desnudándose en su descenso al infierno, de pie, desnuda ante la reina del mundo inferior. ¡Monstruoso! ¡Monstruoso! No hay esperanza, pensé, ni aquí ni en ningún otro lugar después.

Duros pensamientos para un muchacho tan joven, incluso un muchacho que es hijo de un rey, y que es dos partes dios y una parte mortal. Me sentía lleno de desesperación. Un día salí, solo, al lado de la ciudad que da al río, y miré por encima de la muralla, y vi los cadáveres flotando en el agua, los cuerpos de aquellos que no podían costearse un entierro. Y pensé: todo es lo mismo, mendigo o rey, rey o mendigo, y no hay significado en ninguna parte. ¡Lúgubres pensamientos! Pero al cabo de un tiempo los arrojé fuera de mi mente. Era joven. No podía pasarme toda la vida obsesionándome con tales cosas.

Más tarde vi la verdad dentro de la verdad: que aunque los dioses son tan despiadados y tan caprichosos como nosotros, también se produce el caso de que nosotros podemos hacernos tan elevados como los dioses. Pero aún me faltaba mucho tiempo para aprender esa lección.

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