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Ziusudra. Sí, conocía la historia. ¿Quién no la había oído?

Así es cómo el arpista Ur-kununna me la cantó, cuando era un niño, en el palacio de Lugalbanda:

Hubo un tiempo, hace mucho, en que los dioses se cansaron de la humanidad. Los rugidos y clamores que ascendían hasta los cielos procedentes de la Tierra empezaban a irritarles. Fue Enlil quien, furioso, exclamó:

—¿Cómo puedo dormir, si hacen tanto ruido? Y envió una hambruna para destruirnos. Durante seis años no hubo lluvia. Los granos de sal brotaban de la tierra y cubrían los campos, y las cosechas morían. La gente se comía a sus propias hijas; una casa devoraba a otra. Pero el sabio y compasivo Enki sintió piedad de nosotros, e hizo que cesara la sequía.

Una segunda vez creció la ira de Enlil contra la humanidad, y lanzó plagas contra nosotros; y una segunda vez la piedad de Enki nos trajo alivio. Aquellos que habían caído enfermos se recobraron, y aquellos que habían perdido a sus hijos dieron a luz otros. Una vez más el mundo hormigueó de gente, y nuestro ruido ascendió a los cielos como el bramar de un toro salvaje. De nuevo brotó la ira de Enlil. —Este clamor me resulta intolerable —dijo Enlil a la reunión del consejo de los dioses; y ante todos ellos juró destruir el mundo con un gran diluvio.

Pero el señor de los diluvios es Enki el sabio, que mora en el gran abismo. La provocación del diluvio fue entregada pues a manos de Enki; y como sea que Enki ama a la humanidad, hizo que la destrucción no fuera total. Por aquel entonces vivía en la antigua ciudad de Shuruppak un rey llamado Ziusudra, un hombre de gran virtud y piedad. De noche, Enki fue a este rey en un sueño, y le susurró:

—¡Abandona tu casa! ¡Construye un barco! ¡Abandona tu reino y salva tu vida! —Le dijo a Ziusudra que hiciera su barco tan ancho como largo, y construyera un techo sobre él que fuera tan resistente como la bóveda que cubre el abismo del océano; y que tomara la semilla de todas las cosas vivas a bordo, del barco cuando el gran diluvio empezara. Ziusudra dijo al dios:

—Haré como dices, mi señor. ¿Pero qué debo decirle al pueblo y a los ancianos de la ciudad cuando vean que me preparo para la partida?

A lo que Enki le dio esa sagaz respuesta: —Ve a ellos y diles que has sabido que Enlil te odia, y que no puedes seguir viviendo en Shuruppak, ni posar tu pie en ningún territorio gobernado por Enlil. En consecuencia, partes a buscar refugio en las grandes profundidades, para morar con tu señor Enki. Pero cuanto tú te hayas ido, diles, Enlil derramará su abundancia sobre el pueblo de Shuruppak: las mejores aves, los más finos peces, una lluvia de trigo. Diles eso, Ziusudra.

De modo que al amanecer el rey reunió a su casa a su alrededor y dio órdenes de construir el barco. Todos ellos tomaron parte en el trabajo, incluso los niños pequeños, que transportaban los cestos de brea. Al quinto día tenía la quilla y las cuadernas. Las paredes tenían ciento veinte codos de altura, y los lados de la cubierta ciento veinte codos de largo, y el suelo era del tamaño de un campo. Construyó seis cubiertas, y dividió el interior en nueve secciones separadas por recias mamparas. Colocó los estabilizadores allá donde correspondían, y preparó puntales de reserva. Sólo el calafateado requirió toda una medida de aceite. Cada día sacrificaba bueyes y ovejas para los trabajadores, y les proporcionaba vino, tanto negro como blanco, como si fuera agua del río, de modo que pudieran celebrar el final del trabajo cotidiano con el mismo esplendor con que lo hacían el día del nuevo año. Al séptimo día el barco estaba terminado.

Su botadura fue difícil: tuvieron que ir trasladando el lastre hasta que el barco se hundió profundamente en el agua. Entonces el rey cargó todo su oro y toda su plata en él y subió a bordo a todos los miembros de su casa y a todos sus artesanos, y también animales de todas las especies, de dos en dos, tanto los animales domesticados de los pastos como las criaturas salvajes del campo. Sabía que la hora en que empezaría a llover estaba próxima.

El cielo se oscureció y el viento empezó a soplar. Ziusudra subió a bordo del barco y cortó las amarras. Al amanecer apareció en el horizonte una nube negra; hubo truenos, y un viento terrible. Los dioses se alzaron contra el mundo, y brilló el rayo: las antorchas de los dioses, iluminando el mundo con su resplandor. Rugió la tormenta, y la lluvia empezó a caer torrencial. Y la Tierra se vio despedazada como un pote arrojado contra un muro.

Durante todo el día los vientos tormentosos soplaron del sur, haciéndose cada vez más terribles. Las aguas inundantes reunieron sus fuerzas y cayeron sobre la Tierra como un ejército conquistador. No hubo luz del día; nadie podía ver nada; las crestas de las montañas se vieron sumergidas. Los propios dioses se sintieron temerosos ante el diluvio y se echaron atrás, ascendiendo hasta los cielos superiores, el dominio del Padre Cielo. Allá se apiñaron como perros, apilándose contra los baluartes exteriores. Inanna la Reina de los Cielos lloró y gimió como una mujer en el parto al ver a su pueblo hundirse en el mar. Los dioses lloraron con ella. Asustados y abatidos por las fuerzas que habían desencadenado, se sentaron acurrucados y temblando, y lloraron.

Durante seis días y seis noches sopló el viento, y la lluvia y la tormenta arrasaron la tierra. Al séptimo día la tormenta cedió: las aguas dejaron de subir, el turbulento mar se calmó. Ziusudra abrió la puerta de su barco y salió a cubierta. Lo que presenció hizo temblar de terror sus rodillas. Todo estaba inmóvil. Pero no podía ver ninguna tierra, sólo agua extendiéndose en todas direcciones hasta el horizonte. Temeroso y maravillado, cubrió su cabeza y lloró, porque sabía que toda la humanidad había vuelto a la arcilla excepto aquellos que él había salvado a bordo de su barco, y vio que el mundo y todo lo que contenía habían perecido.

Siguió navegando y navegando en aquella gran extensión de mar, buscando una costa; y a su debido tiempo vio las oscuras y masivas laderas del monte Nisir surgiendo por encima del agua. Se dirigió hacia allá; y allá descansó finalmente su barco. Lo amarró allí, pero no se atrevió a salir. Tres días, cuatro días, cinco días, seis, la nave reposó contra la ladera de la montaña. Al séptimo día, Ziusudra soltó una paloma; pero no encontró ningún lugar donde posarse, y volvió. Soltó una golondrina; pero la golondrina no halló ningún lugar donde anidar, y también regresó. Entonces Ziusudra soltó un cuervo. El pájaro voló alto y lejos, y vio que las aguas habían empezado a retirarse: voló en un amplio círculo, halló algo que comer, picó, se alejó, y no regresó al barco. Entonces Ziusudra abrió todas las puertas a los cuatro vientos y a la luz del sol. Salió a la montaña, y derramó una libación, y vertió siete vasos sagrados y luego siete más, y quemó caña y madera de cedro y mirto a los dioses que le habían salvado. Los dioses olieron el sacrificio, y acudieron a gozar de él. Inanna fue una de las que acudió, vestida con todas las joyas de los cielos. Y exclamó:

—¡Sí, venid, oh dioses! Venid todos. ¡Pero no dejéis que venga Enlil, porque él fue quien trajo este diluvio a mi pueblo!

De todos modos, Enlil acudió también. Miró furioso a su alrededor y quiso saber quién había permitido que algunas almas humanas escaparan de la destrucción.

—Pregúntaselo a Enki —dijo Ninurta, el guerrero, el dios de los pozos y los canales. Y Enki avanzó unos pasos y dijo osadamente a Enlil:

—Fue algo insensato traer este diluvio. En tu ira destruiste a la vez a los pecadores y a los inocentes. Fue demasiado. Fue excesivo. Si hubieras enviado un lobo a castigar a los malvados, o un león, o incluso otra hambruna, o una pestilencia…, sí, eso hubiera sido suficiente. ¡Pero no este terrible diluvio! Ahora la humanidad ha desaparecido, Enlil, y todo el mundo está sumergido. Sólo este barco y estas personas sobreviven. Y eso ha ocurrido sólo porque Ziusudra, el rey sabio, vio los planes de los dioses en un sueño, y tomó acciones para salvarse él y su gente. Ve a él, Enlil. Habla con él. Perdónale. Muéstrale tu amor. El corazón de Enlil se sintió movido por la compasión. Había visto la devastación producida por el diluvio, y el pesar lo abrumó. De modo que subió a bordo del barco de Ziusudra. Tomó al rey con una mano y a la esposa del rey con la otra, y los atrajo a su lado, y tocó sus frentes para bendecirles. Y Enlil dijo:

—Habéis sido mortales, pero ya no sois mortales. A partir de ahora seréis como dioses, y viviréis muy lejos de la humanidad, en la boca de los ríos, en la tierra dorada de Dilmun.

Así fueron recompensados Ziusudra y su esposa. Allá en la tierra de Dilmun viven ahora, eternos, sin morir, aquellos gracias a cuya perseverancia el mundo renació en los días en que Enlil envió el diluvio para barrer a la humanidad.

Ésa es la historia que oí del arpista Ur-kununna, cuando yo era un niño en el palacio de Lugalbanda.

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