12

Esa noche dormí en el palacio del rey, en 1a. gran cama de ébano y oro que había sido de mi padre, y de Enmerkar antes que de él. La familia de Dumuzi ya había abandonado el lugar, todas sus esposas, sus gordezuelas y fofas hijas; los dioses no le habían concedido hijos. Antes de irme a la cama confirmé en sus puestos a todos los funcionarios del reino, según la tradición, aunque sabía que iba a retirar a la mayor parte de ellos en los meses siguientes. Y celebré con ellos la ocasión de la forma más real, hasta que la cerveza derramada corrió en espumosos torrentes a lo largo de los canales del salón de festejos.

Al final de la velada el chambelán de las concubinas reales me preguntó si deseaba conmigo una mujer aquella noche. Le dije que sí, tantas como me pudiera proporcionar; y me las proporcionó durante toda la noche, siete, ocho, una docena de ellas. Por sus ansias y sus entusiasmos supongo que Dumuzi había hecho poco uso de ellas. Abracé a cada una de ellas una sola vez, y la envié fuera y llamé a la siguiente. Por un momento, en sus brazos, pareció casi como si fuera capaz de llenar ese lugar vacío en mi alma que tanto tormento me producía. De hecho, así era…, por un momento, media hora, y luego el dolor volvía de nuevo a mí como una nube de tormenta. Sólo una mujer hubiera podido liberarme de esas inquietudes, pensé. Pero esa mujer, la mujer que hubiera elegido para mí aquella noche si hubiera tenido la libertad de elegir, no estaba por supuesto a mi disposición…, no entonces, no hasta que llegaran el nuevo año y el rito del Sagrado Matrimonio. Pero me permití imaginar que estaba con ella mientras apretaba mi cuerpo contra el de cada concubina.

Al amanecer descubrí que aún quedaba vigor en mí. Me levanté y fui a pie, desdeñando todos los portadores, al claustro de las sagradas sacerdotisas. Allí pedí la sacerdotisa Abisimti, que me había iniciado en la virilidad. Creí descubrir terror en sus ojos, tanto quizá por el hecho de mi gran altura y fuerza como por el hecho de que ahora era el rey. Sonreí y tomé su mano en la mía y dije:

—Piensa en mí corno en aquel muchacho de doce años con el que fuiste tan gentil.

Sospecho que yo no fui gentil con ella aquella mañana. Una gran fuerza había descendido sobre mí, mayor que la que nunca antes había tenido, simplemente por el hecho de haber asumido el reinado. Y también estaba la divinidad en mí. Tres veces la poseí, hasta que se recostó jadeante, algo aturdida y esperando claramente que yo hubiera quedado saciado. Nada podía saciarme aquel día; pero en su beneficio le ahorré más fatigas. Abisimti era tan hermosa como la recordaba, con la piel como agua fresca y pechos redondos como granadas; pero su belleza era a la de Inanna lo que la luna es al sol.

Así transcurrió mi primer día de reinado. Hora tras hora sentía el poder y la grandeza fluir dentro de mí. En mi segundo día recibí el homenaje de la asamblea de la ciudad.

Si un extranjero preguntara cómo es elegido el rey de Uruk, bien, cualquier ciudadano respondería que es elegido por la asamblea. Y en verdad ése es el caso; pero no es enteramente el caso. La asamblea elige, pero los dioses dirigen, y en particular es Inanna, hablando a través de sus sacerdotisas, quien da a saber quién tiene que ser el rey. Y el reino no pasa tampoco automáticamente, como ocurre en Kish y he oído que ocurre en otras ciudades, al hijo del rey. Nosotros entendemos estas cosas de modo distinto. Creemos que hay una naturaleza divina intrínseca que algunos hombres poseen, una especie de gracia, que los hace aptos para ser reyes. Si esta gracia pasa de padre a hijo, como ocurrió de Enmerkar a Lugalbanda, y de Lugalbanda a mí, eso ocurre sólo porque el padre pasa a menudo sus rasgo.'S a su hijo: su estatura, su anchura de hombros, la forma de su nariz, y quizá su realeza. Pero no ocurre necesariamente de ese modo. Ni todos nuestros reyes han sido hijos de reyes.

Una vez la asamblea ha elegido al rey, la asamblea sólo puede aconsejar, no ordenar. Si hay un desacuerdo entre la asamblea y el rey, los deseos del rey prevalecen. Esto no es tiranía; esto es el resultado inherente de la correcta elección del rey. Porque, observadlo bien, en tiempos de crisis y dudas es vital que una ciudad hable con una sola voz. ¿Y acaso no han indicado los dioses qué voz debe ser ésa, eligiéndole rey? La asamblea, en sus conversaciones con el rey, afina esa voz como un arpista afina sus cuerdas; pero cuando la voz habla, es la voz del rey, lo cual es lo mismo que decir, es la voz de la ciudad, es la voz de los cielos. Y si el rey en sus discursos no habla con lia voz de los cielos, todo el mundo lo sabrá, y los cielos lo arrojarán de su lugar.

Esos asuntos estaban muy vivos en mi mente cuando los hombres de la asamblea efectuaron su visita ceremonial en la sala de audiencias de palacio. Primero vinieron los ciudadanos libres, lo que siempre hemos llamado la casa de los hombres: aquellos que hablan por los barqueros y los pescadores, los granjeros y los pastores, los escribas y los joyeros y carpinteros y albañiles. Todos ellos pasaron, y depositaron sus regalos delante de mí, y tocaron mis tobillos con sus manos del modo que lo hacían siempre. Cuando terminó esto, vinieron los ancianos de la asamblea, aquellos que hablan por las grandes propiedades, las familias principescas, los clanes sacerdotales. Sus regalos eran más valiosos, su escrutinio de mi persona más intenso. Devolví sus miradas con seguridad y aplomo. Era consciente de ser el hombre más joven de la sala, mucho más joven que cualquiera de los ancianos, más joven que cualquiera de la casa de los hombres. Pero era el rey.

Sentí la sagrada fuerza que es una especie de gloria, y me recreé en ella. Pero incluso entonces una oscura sombra gravitaba sobre mi alegría, porque recordaba a Lugalbanda tendido sobre su losa de alabastro, y recordaba el día que me detuve junto a las murallas de la ciudad y observé los cadáveres de los ríos descender flotando por el río. Era consciente en todo momento de la amarga burla de los dioses para con nosotros, incluso para con aquellos cuya grandeza se aproxima a la suya: No olvides nunca que eres mortal, no olvides nunca que no tienes más que un breve momento de grandeza antes de ser arrastrado a la Casa del Polvo y la Oscuridad. Esos asuntos helaban mis más cálidos momentos. Y sin embargo era joven; y sin embargo era fuerte; aparté de mí el pensamiento de la muerte apenas brotó en mi interior, y me dije, como había hecho cuando niño: ¡Muerte, te derrotaré! ¡Muerte, te devoraré!

—Durante todo el tiempo de Dumuzi —estaba diciendo el gran terrateniente Enlil-ennam— aguardamos tu regreso. Porque Lugalbanda está en ti.

Le miré, sorprendido. ¿Era tan conocido ese hecho en Uruk? Pero entonces me di cuenta de que tan sólo se trataba de un modo de hablar. Era simplemente como si hubiera dicho: La sangre de Lugalbanda fluye por tus venas. Y todo el mundo sabía eso.

—Fue una época oscura para nosotros —dijo el canoso Ali-ellati, cuyos rasgos de nobleza podían ser rastreados hasta noventa mil años más atrás—. Signos y presagios se volvieron confusos. Los dioses no dieron respuestas claras. Los portentos eran siniestros. Vivíamos entre temores y presagios. Y era debido al rey. Sí: debido al rey.

—¿Y qué tipo de rey era Dumuzi? —pregunté.

—Bueno, no era Lugalbanda —dijo Enlil-ennam, con una amplia sonrisa presuntuosa—. No era Enmerkar.

—Ni siquiera era Dumuzi —dijo Lu-Meshlam, cuyas propiedades eran como un pequeño reino dentro del reino—. Hubiera bastado con ser Dumuzi, si uno no podía ser Enmerkar. ¡Pero él ni siquiera era Dumuzi! —Y todos se echaron a reír ante aquello.

—¿Qué es lo que estáis queriendo decirme? —pregunté.

Poco a poco, desplegaron ante mí el relato de un reinado débil y lastimoso, éste hablando un poquito, luego ese otro prosiguiendo la historia con más detalles. Un hombre estúpido, hinchado por el orgullo: proyectos mal elaborados, aventuras militares abortadas, la elevación al poder de arribistas y nulidades, estúpidas peleas con los grandes hombres de la ciudad, negligencia de los rituales, fondos públicos consumidos en absurdos mientras las necesidades no eran reparadas…, el triste relato siguió y siguió. Una vez roto el dique, el flujo de sus acusaciones era interminable. Me sentí algo embarazado por ellos mismos ante todo lo que escuchaba: porque, ¿quién había puesto a Dumuzi en el trono, en el momento de la muerte de mi padre, sino ellos? La vieja sacerdotisa Inanna debió tener alguna razón para proponerle, y ellos pared aceptarlo, y creo que esa razón debió ser que era doblegable y maleable, como un metal muy blando. Pero al parecer los nueve años de su reinado no les habían reportado los beneficios que habían esperado sacar de todo ello. Lo cual no era una sorpresa muy grande, si habían elegido a sabiendas a un hombre débil. Así que ahora se volvían ansiosamente, alegremente, esperanzadamente, hacia uno fuerte, en cuyas venas fluía la sangre de la grandeza. No podía impedir el sentir un cierto desprecio hacia su locura. Pero fui rápido en perdonarles. Habían visto su error; se estaban redimiendo por sí mismos de él; y, si no habían sabido comportarse de acuerdo con las normas divinas cuando habían elegido a Dumuzi, tampoco podía reprochárselo. La culpa no había sido suya. La culpa era de los dioses.

—Habladme de la muerte de Dumuzi —dije.

Se volvieron evasivos.

—Los cielos le retiraron el reinado —dijo Lu-Meshlam, y los otros asintieron juiciosamente.

—Comprendo eso —dije con impaciencia—. ¿Pero cómo murió?

Se miraron los unos a los otros. Nadie habló. Tuve que sonsacárselo. Una muerte horrible y larga, dijeron. Una lenta degradación, en medio de grandes dolores. Los dioses lo abandonaron y varios demonios entraron en él: Ashakku, Namtaru, Utukku, Alu el creador de fiebre, el enfermador, el espíritu maligno, el diabólico. Ninguna puerta podía aislarles de su cuerpo. Ningún cerrojo podía hacerles retroceder. Se deslizaban como serpientes a través de todas las aberturas de Dumuzi. Soplaban como el viento a través de los goznes de su espíritu. Los adivinos lucharon poderosamente, pero no había ninguna forma de curarle, nadie comprendía siquiera la enfermedad que lo consumía.

El viejo sacerdote Arad-Nanna, cuando los ancianos acudieron a él con su lúgubre exposición, dijo:

—El error residió en la elección de su nombre. Hay una maldición sobre Dumuzi que fue proclamada ya en el primer día del tiempo. ¿Cómo podía esperar escapar de ella con tal nombre, en esta ciudad entre todas las ciudades?

En esos momentos yo estaba preocupado por otros pensamientos, y supongo que no presté demasiada atención a esas palabras de Arad-Nanna. Sólo después, cuando me senté a solas para pensar profundamente en todas aquellas cosas, capté su posible significado: En esta ciudad entre todas las ciudades. Se refería a la ciudad de Inanna. ¿Quién es el gobernante último de Uruk, más allá de la asamblea, más allá del rey? ¡Bien, la diosa, nadie más! Y en la propia naturaleza de la diosa está el que su destino es destruir al dios Dumuzi, el sagrado pastor: es un relato que aprendernos en nuestra infancia. ¿Había restablecido la sacerdotisa Inanna, con el rey Dumuzi, la caída que la diosa Inanna restablece cada año en los cielos sobre el dios Dumuzi? Todo parecía gritar sí a eso. Me había enviado aquel sello cilíndrico, cuando yo aún estaba en Kish, mostrándome la muerte de Dumuzi y el triunfo de Inanna, y yo había dado por sentado que ella estaba arrojando sobre él algún conjuro que lo llevaría a su fin. ¿Pero se había limitado a los conjuros, o había recurrido a pociones? Repasé de nuevo todo lo que había oído acerca de los sufrimientos del rey, sus fiebres, su agonía, su consunción. Y empecé a sentirme intranquilo. Si Inanna podía eliminar a un rey, podía eliminar igualmente a otro cuando lo creyera conveniente. Y en Uruk, cada rey representa el papel de Dumuzi ante la diosa, se llame realmente Dumuzi, o Lugalbanda, o Enmerkar…, o Gilgamesh.

Medité profundamente en eso: Inanna y Dumuzi, Dumuzi e Inanna. Mi mente retrocedió, como lo había hecho a menudo desde mi infancia, a esa historia de su descenso a los infiernos, en aquellos tiempos en que ella codiciaba conquistas más allá del reino que le correspondía.

Gobernar sobre cielos y tierra no era suficiente para ella. También tenía que conseguir el mundo inferior, el reino donde gobierna su hermana mayor, Ereskigal. Así que se reviste con su gran atuendo escarlata del poder, su corona, su doble tira de cuentas de lapislázuli, sus cubrepechos, su anillo, la vara medidora de lapislázuli y la cuerda de su autoridad; y se encamina a ese lugar de Uruk que es la puerta del infierno, e inicia su camino hacia abajo. “Si no regreso en tres días”, le dice a la diosa Ninshubur, su visir, su mano derecha, “ve a Padre Enlil, suplícale que me deje libre.”

En la primera puerta del mundo inferior el guardián de la puerta le bloquea el camino y quiere saber por qué ha venido. Ella le ofrece una falsa respuesta, pero el cuidador de la puerta no se deja engañar; tiene instrucciones de su reina Ereshkigal de privar a Inanna de su poder y conducirla a la humildad. Así que en la primera puerta el guardián toma la corona de la diosa; y en la segunda puerta le pide las cuentas de lapislázuli; y así en cada una de las siete puertas, hasta que el propio atuendo escarlata real es retirado de ella, y entra en la habitación del trono de Ereshkigal desnuda, inclinada sobre sí misma. Porque cualquiera que se presente ante la reina del mundo inferior debe hacerlo desnuda, aunque sea la reina de los cielos. ¡Qué humillación para la orgullosa Inanna! Ni siquiera se le concede la oportunidad de asaltar el trono de su hermana: los jueces del mundo inferior la rodean de inmediato, emiten su juicio, y Ereshkigal fija el ojo de la muerte sobre ella. De esta sencilla manera, Inanna es asesinada. Su cadáver, como un trozo de carne putrefacta, es colgado de un garfio de la pared. Y allá permanece, durante un día y un segundo día y un tercer día, y en el mundo es invierno, porque Inanna ha desaparecido de él.

Entonces Ninshubur se presenta al Padre Enlil y le suplica piedad por la muerta Inanna; pero Enlil no alza una mano para salvarla. Como tampoco lo hace Nanna de la luna, a quien se dirige Ninshubur a continuación. Pero el sabio y compasivo Enki, que conoce el agua de la vida, está dispuesto a acudir en su ayuda. Enki envía dos mensajeros al mundo inferior, y hallan a Ereshkigal en los dolores del parto. “Podemos aliviarte de este dolor”, le dicen, pero deben obtener un regalo a cambio, y el regalo que piden es el cadáver de Inanna. Ereshkigal cede; los enviados alivian su dolor; y luego toman a la muerta Inanna de la pared y la devuelven a la vida. Pero no debe abandonar el mundo inferior, insiste Ereshkigal, a menos que proporcione a alguien que la sustituya.

Ah, ¿y a quién enviará Inanna? ¿A quién sino a Dumuzi, su esposo? Permanece sentado en su espléndido trono bajo el gran manzano en Uruk, vestido con ropas refulgentes y sin emocionarse en lo más mínimo por los tormentos de Inanna. Sí, será Dumuzi. ¿Dónde está el amor de Inanna? ¡Oh, no hay amor! Es su vida o la de Dumuzi, y no vacila. Dumuzi no ha mostrado el menor pesar por la desaparición de Inanna; quizá se sienta bien tras haberse librado de su fastidiosa consorte. Y así se condena. Ella alza la vista con los ojos de la muerte, y grita a siete demonios: “¡Apoderaos de él! ¡Traedlo aquí abajo!” Los demonios lo toman por los muslos; rompen la flauta que ha estado tocando; lo acuchillan con el filo de sus hachas hasta que brota la sangre. Huye. Le siguen. Apetece a los dioses salvarle, y le ayudan en su huida, pero Inanna es implacable, y finalmente es prendido y muerto y arrastrado hacia abajo, al infierno. Es la época en que la gran muerte del verano se aposenta sobre la Tierra, esa época, cuando Dumuzi es despojado de su vida. En verano debe morir, aunque regresa con el otoño, con las lluvias, con el nuevo año, para celebrar el Sagrado Matrimonio con Inanna y dar nuevo nacimiento a todas las cosas. ¿Dónde está la piedad de Inanna en este relato? No hay piedad. Inanna es una fuerza que no será contradicha. Dumuzi debe morir, él que es el rey, él que es el dios.

Dediqué a todo esto mis más atentos pensamientos. Inanna me había hecho rey, eso era seguro: ella y Agga, actuando bajo alguna taimada alianza. Me había hecho, pero también podía deshacerme. Estaría en guardia, decidí, contra cualquier futura representación en Uruk de la historia de la diosa y del dios.

Al tercer día de mi reinado Inanna me llamó. Cuando la diosa llama, incluso el rey debe apresurarse. Nos encontramos en una pequeña estancia del templo, en absoluto majestuosa, con paredes pintadas de rosa y unas cuantas torcidas y desvencijadas sillas que un pobre escriba hubiera considerado demasiado destartaladas para su casa. Ella llevaba una túnica sencilla y su rostro estaba sin pintar. Dos días antes había sido a la vez diosa y sacerdotisa, terrible en su majestad y abrumadora en su belleza. La mujer que vi ahora no se había preocupado este día de asumir su divinidad. Su belleza estaba con ella en cualquier momento, pero su grandeza no se reflejaba hacia todos los que la rodeaban. Y estaba bien así, porque yo había dormido poco en mis dos noches de reinado, y enfrentarse a Inanna en su majestad es un asunto agotador para cualquiera, incluso aunque sea en parte un dios.

Deseaba saber por ella la verdad de la muerte de Dumuzi. ¿Pero cómo podía preguntárselo? “¿Murió a tus manos? ¿Vertiste veneno en su bol, sacerdotisa?” No. No. ¿Debía decir: “Me siento agradecido de que acabaras con mi predecesor, para que yo pudiera conseguir su reino”? No. O quizá: “Soy joven y nuevo en estos asuntos de estado. Dime, ¿es costumbre que la diosa asesine a un rey inútil, cuando la ciudad ya no puede seguir tolerando su inutilidad?” No. Ni tampoco podía suscitar el viejo asunto de haber sido obligado a huir al exilio: “¿Se asustó de pronto Dumuzi tanto de mí quizá porque tú le dijiste que el espíritu de Lugalbanda había entrado en mi cuerpo?”

No, no dije ninguna de esas cosas. Como tampoco ella, que me había mirado con aquella hambre tan feroz en años pasados, me favoreció ahora con el llamear de sus ojos, la salvaje sonrisa del triunfo, el intenso abrazo hacia el que sus planes se habían dirigido desde tanto tiempo atrás. Cuidó mucho de no dejar traslucir nada más allá de lo que se esperaba entre una sacerdotisa y un rey en su primera visita ceremonial: una fría formalidad, una estricta observación de los ritos. No se suponía que Inanna y el rey se besaran con pasión, excepto en la noche del Sagrado Matrimonio, y eso sólo es una vez al año.

De modo que con las frases apropiadas se congratuló de mi ascensión al trono, y me ofreció su bendición; y yo, con idéntica formalidad, me comprometí a servir a la diosa de una forma real. Compartimos el vino dulce en un solo bol, y comimos la carne ¡asada de un buey que había sido sacrificado al amanecer. Cuando todo esto estuvo hecho, hablamos, como dos viejos amigos que no se han visto desde hace mucho tiempo, del pasado, de nuestro primer encuentro en el tembló de Enmerkar, de los acontecimientos de mi temprana juventud, de lo alto y fuerte que me había vuelto en los cuatro años de mi exilio, y de todas esas cosas, pero todo de una manera informal y distante. Ella habló de la muerte de algunos príncipes y ¡grandes hombres mientras yo había estado fuera. Eso la condujo finalmente al tema de la muerte de Dumuzi: se mostró triste, suspiró, bajó los ojos, como si la muerte del rey hubiera sido un gran pesar para ella. Escruté su rostro pero no vi ningún indicio.

—Con mis propias manos lo cuidé —dijo Inanna—. Puse paños fríos en su frente. Yo misma mezclé los medicamentos: el quunabu y el kushumma, las semillas de duashbur, las raíces de nigmi y arina. Pero nada sirvió. Fue marchitándose de día en día basta apagarse. —Sentí un estremecimiento cuando habló de mezclar las medicinas de Dumuzi, y me pregunté qué cosas diabólicas habría mezclado en aquellos polvos para acelerar su paso al otro mundo. Pero no pregunté. Creo saber las verdades que yacen tras las preguntas no formuladas. Pero no pregunté.

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