18

Al principio del nuevo año un extraño sueño acudió a mí, y fui incapaz de extraer de él el menor sentido. Más tarde, aquella misma noche, me vino un segundo sueño igual de extraño, igual de ilegible.

El hecho de que pudiera comprender tan poco aquellos sueños me turbó. Los dioses hablan a menudo a los reyes mientras duermen, y quizá se me estaba transmitiendo algún conocimiento importante para el bienestar de la ciudad. De modo que fui al templo de An y le conté mis sueños a mi madre la sabia sacerdotisa Ninsun.

Me recibió en su habitación, una estancia de oscuras paredes con recias columnas pintadas de carmesí. Su capa era negra, orlada con una amplia franja de cuentas de lapislázuli, oro y cornalina. Como siempre, reflejaba una suprema tranquilidad y belleza: todo a su alrededor podía estar en plena turbulencia, pero ella permanecía siempre en paz.

Tomó mis manos entre las suyas, frías y pequeñas, y las mantuvo sujetas durante largo rato, sonriendo, aguardando a que yo hablara.

—Esta noche —dije al fin— he soñado que me invadía una sensación de gran felicidad, y caminé lleno de alegría entre los demás héroes jóvenes. Llegó la noche, y las estrellas aparecieron en el cielo. Y mientras permanecía de pie bajo ellas una de las estrellas cayó a la tierra, una estrella que lleva en sí la esencia del Padre Cielo An. Intenté levantarla, pero era demasiado pesada para mí. Intenté moverla, pero no pude. Todo Uruk se reunió a mi alrededor para observar. La gente vulgar se reía; los nobles se dejaban caer de rodillas y besaban el suelo delante de la estrella. Y yo me sentía atraído hacia ella como podría sentirme atraído hacia una mujer. Coloqué una cinta de arrastre en mi frente y me esforcé, y con la ayuda de los jóvenes héroes la alcé y te la traje. Y tú me dijiste, madre, que la estrella era mi hermano. Ése fue el sueño. Su significado me desconcierta.

Ninsun pareció mirar hacia algún gran espacio vacío. Luego, aún sonriendo, dijo: —Conozco el significado. —Cuéntamelo, entonces.

—Esta estrella de los cielos, que te atrajo como podría atraerte una mujer…, es un fuerte compañero, es un amigo leal, tu rescatador, tu camarada que nunca te olvidará. Su fuerza es como la fuerza de An, y lo querrás tanto como te quieres a ti mismo.

Fruncí el ceño, pensando en aquella enorme soledad que creía que era el precio inevitable de mi reinado, y lo cansado que estaba de ella.

—¿Amigo? ¿A qué amigo te refieres, madre? —Lo conocerás cuando aparezca —dijo. —Madre —dije—, esa misma noche tuve un segundo sueño.

Asintió. Parecía saberlo.

—Un hacha de extraña forma estaba tirada en las calles de la amurallada Uruk —dije—, un hacha distinta a cualquier otra que conozcamos. Todo el mundo se reunía en torno a ella, mirando, susurrando. Tan pronto como la vi, me regocijé. Me gustó; de nuevo me sentí atraído hacia ella como lo sería hacia una mujer. La tomé y me la coloqué al costado. Ése fue el segundo sueño. —El hacha que viste es un hombre. Es el camarada que te está destinado…

—¡De nuevo el camarada!

—De nuevo el camarada, sí. El valiente compañero que rescata a su amigo en un momento de necesidad. Vendrá a ti.

—Que los dioses lo envíen rápido, entonces —dije con gran fervor.

Y me incliné hacia delante, acercándome a ella, y le dije algo que nunca antes había revelado a nadie: que sentía una terrible necesidad, que me sentía asaltado por una enorme y deprimente soledad en medio de todo mi poder y plenitud. Aquellas no eran unas palabras fáciles de pronunciar. Dos veces se me trabó la lengua, pero me obligué a decirlo. Mi madre Ninsun sonrió y asintió. Lo sabía. Creo que fue ella quien indujo a los dioses a modelar un compañero para mí. Cuando abandoné el templo aquella mañana sentí mi alma más ligera, como cuando se alzan las nubes de tormenta después de haber permanecido pesadas en el cielo durante muchos días.

En la misma época en que esos extraños sueños llegaban a mí —según supe más tarde—, algo extraño le ocurría a un hombre al que yo ni siquiera conocía, un cierto cazador llamado Ku-ninda. Este Ku-ninda habitaba de uno de los poblados exteriores, y se ganaba la vida cazando con trampas; pero en aquella época, cuando salió al campo al otro lado del río para inspeccionar las trampas que había colocado, las encontró todas destrozadas. Cualesquiera que fuesen los animales que habían caído en ellas, habían conseguido liberarse. Y cuando fue a mirar a los pozos que había cavado, descubrió que todos habían sido vueltos a llenar.

Aquello era un gran misterio para Ku-ninda. Ninguna persona civilizada rompería las trampas de un cazador o llenaría sus pozos: es una descortesía, y un acto innoble. Así pues, Ku-ninda buscó al hombre que le había hecho aquellas cosas; y pronto supo quién era. Pero era distinto a cualquier otro hombre que Ku-ninda hubiera visto nunca. Era de enorme tamaño, desnudo, de piel áspera y con vello en todo el cuerpo, un pelo oscuro y recio que lo cubría de la cabeza a los pies, más un animal que un hombre, una criatura salvaje de las colinas. Caminaba como un animal, semiagachado, gruñendo, bufando, corriendo rápidamente sobre las yemas de los dedos de los pies. Los animales salvajes no parecían tenerle miedo, sino que corrían libremente a su lado: Ku-ninda vio al hombre salvaje entre las gacelas en las altas cornisas montañosas, pastando con ellas, acariciándolas, comiendo hierba del mismo modo que lo hacían ellas. Ku-ninda se sintió inquieto por lo extraño de todo aquello que veía. Hizo más trampas. El hombre salvaje las buscó y las destruyó, hasta la última. Un día Ku-ninda se encontró con el hombre salvaje en la charca: se detuvieron frente a frente.

—Tú, salvaje: ¿por qué destruyes mis trampas? —preguntó Ku-ninda. El hombre salvaje no respondió, sino que se limitó a olisquear el aire. Gruñó, bufó, enseñó los dientes, lo miró con fieros ojos. Una ligera espuma de baba asomó a su boca y resbaló por su hirsuta barba. Ku-ninda no era un cobarde, pero retrocedió: su rostro se petrificó por el miedo, y el terror embotó sus miembros. Volvieron a encontrarse de nuevo al día siguiente junto a la charca, y al día siguiente de ése, y cada vez, cuando el hombre salvaje vio a Ku-ninda, gruñó y bufó, y Ku-ninda no se atrevió a acercársele. Y finalmente, viendo que el peludo desconocido estaba haciendo imposible la caza para él, Ku-ninda renunció, y regresó con las manos vacías a su poblado, enormemente abatido.

Le contó la historia a su padre, que le dijo:

—Ve a Uruk, y preséntate a Gilgamesh el rey. No hay nadie más poderoso que él: hallará una forma de ayudarte.

En mi siguiente día de audiencia para el pueblo llano, allí estaba Ku-ninda aguardando en la sala de audiencias, un hombre fuerte y recio de mayor altura que la media, con un rostro enjuto y duro y firmes y penetrantes ojos. Iba vestido de piel negra, y en él había olor a tendones y sangre. Depositó una ofrenda de carne ante mí y dijo:

—Hay un ser salvaje en los campos que destroza mis trampas y libera mis presas. Es tan fuerte como el huésped de los cielos y no me atrevo a acercarme.

Me pareció extraño que aquel robusto Ku-ninda pudiera sentir miedo hacia algo o alguien. Le pedí que me contara más, y me habló de los gruñidos, los bufidos y el enseñar los dientes; me habló de cómo el hombre salvaje corría con las gacelas por los altos riscos, y pastaba la hierba con ellas. Algo en todo aquello me conturbó profundamente y me fascinó. Sentí que se me erizaba la piel de sorpresa y maravilla, y el pelo de la nuca se puso de punta.

—Qué maravilla —dije—. ¡Qué misterio!

—¿Matarás a esa criatura por mí, oh rey?

—¿Matarla? Creo que no; sería una lástima matar a un ser así por la única razón de que es salvaje. Pero no podemos permitir que merodee libre por los campos, supongo. Lo atraparemos.

—¡Imposible, majestad! —exclamó Ku-ninda—. ¡Tú no lo has visto! ¡Su fuerza es tan grande como la tuya! ¡No hay ninguna trampa que pueda retenerle!

—Creo que sí hay una —dije con una sonrisa.

Se me había ocurrido una idea mientras Ku-ninda hablaba: algo extraído de los antiguos relatos que el arpista Ur-kununna había cantado en la corte de palacio cuando yo era un niño. Creo que era la historia de la diosa Nawirtum y el monstruo-demonio Zababa-shum, o quizá la diosa fuera Ninshubury el monstruo Lahamu: no lo recuerdo, y supongo que los nombres no son importantes. Lo importante del relato era el poder de la belleza femenina sobre las fuerzas de la violencia y el salvajismo. Envié a buscar al claustro del templo a la sagrada cortesana Abisimti, la de los redondos pechos y largo y reluciente pelo que me había iniciado en los ritos del amor carnal cuando era joven, y le dije lo que quería que hiciera. No vaciló ni un momento. Había una cualidad auténticamente sagrada en Abisimti. Era en todos los sentidos una servidora de los cielos, y su forma de ofrecer sus servicios era ejecutarlos sin ninguna pregunta, lo cual es la única forma auténtica.

De modo que Ku-ninda se llevó a Abisimti con él a la estepa, a las tierras de caza, a la charca donde Ku-ninda había tenido sus encuentros con el hombre salvaje, a tres días de viaje de Uruk. Allá aguardaron un día y un segundo día, y el hombre salvaje estuvo con ellos.

—Ése es —dijo Ku-ninda—. Ve a él, utiliza tus artes con él.

Abisinti, sin temor ni vergüenza, avanzó hacia el hombre salvaje y se detuvo frente a él. El hombre salvaje gruñó y frunció el ceño, al desconocer del tipo de criatura que ella podía ser; pero no adoptó una actitud amenazadora, no mostró los dientes. Ella soltó su túnica y desnudó sus pechos para él. Supongo que él no debía haber visto nunca antes a una mujer, pero el poder de la diosa es grande, y la diosa hizo que la belleza de la sagrada prostituta Abisimti se manifestara al entendimiento del hombre. Se despojó por completo de sus ropas y le mostró su suave y madura desnudez, y dejó que él llenara su olfato con el intenso perfume de ella, y se tendió al lado de él y lo acarició, y lo condujo hasta situarlo encima de ella a fin de que pudiera poseerla.

Fue su iniciación. Había sido como un animal; abrazándola, se convirtió en un hombre. O también se podría decir que abrazándola se convirtió en un dios. Porque ésa es la forma en que la esencia divina entra en nosotros, a través del rito del acto de dar vida. Seis días y siete noches pasaron juntos, copulando. Testificaré personalmente de las habilidades de Abisimti: no hubiera podido enviarle a nadie más sabio en las artes de la carne. Cuando se acostó con Enkidu —porque ése era el nombre del hombre salvaje, Enkidu—, seguro que utilizó toda su sabiduría con él, y después de eso él nunca volvió a ser el mismo. En esos ardientes días y noches todo lo salvaje que había en él ardió en la forja de la pasión de Abisimti. Se ablandó, se hizo más suave, abandonó su salvaje gruñir. El poder del habla penetró en él; se convirtió en un hombre.

Pero no supo todavía lo que le había acontecido. Cuando hubo terminado con ella, se levantó para regresar con sus animales. Pero las gacelas huyeron asustadas cuando se les acercó. El olor de la humanidad estaba ahora con él, el olor de la civilización. Las criaturas salvajes de la estepa ya no le reconocían, y huían de él. Cuando huyeron sintió deseos de seguirlas, pero su cuerpo estaba retenido por algo invisible, como si atado por una cuerda, sus rodillas no le obedecían y toda su rapidez había desaparecido. Lentamente, desconcertado, volvió junto a Abisimti, que le sonrió tiernamente y lo atrajo a su lado.

—Ya no eres salvaje —le dijo, más con gestos que con palabras, porque él aún no sabía defenderse bien con las palabras—. ¿Por qué sigues queriendo vagabundear con los animales de la estepa?

Entonces le habló de los dioses, y de la Tierra, y de las ciudades de los hombres, y de Uruk la de las grandes murallas, y de Gilgamesh el rey.

—Levántate —le dijo—. Ven conmigo a Uruk, donde cada día es festivo, donde la gente resplandece vestida con ropas maravillosas. Ven al templo de la diosa, para que ella pueda darte la bienvenida al mundo de los hombres, y al templo del Padre Cielo, donde recibirás la bendición de los cielos. Y yo te presentaré a Gilgamesh, el alegre rey, el héroe radiante de la humanidad, el más fuerte de los hombres, que gobierna sobre todos y cada uno de nosotros. —Y con esas últimas palabras los ojos del hombre brillaron y su rostro se encendió, y dijo, de esa forma densa impregnada aún con los sonidos de las bestias, que por supuesto que iría con ella a Uruk, y al templo de Inanna y al templo de An. Pero sobre todo deseaba conocer a aquel Gilgamesh, su rey, ése que se decía que era tan fuerte.

—Quiero desafiarle —exclamó Enkidu—. Le mostraré quién de los dos es más fuerte. Le dejaré sentir el poder del hombre de las estepas. Cambiaré las cosas en Uruk, remodelaré los destinos, ¡soy el más fuerte de todos! —O esas, al menos, fueron las palabras de las que me informó Abisimti más tarde.

Así se tendió la trampa del hombre salvaje Enkidu. De acuerdo con la estrategia que yo había imaginado, cayó en la más dulce y suave de las celadas, y fue traído del reino de las bestias al mundo de los hombres.

Abisimti dividió sus ropas, vistiéndole a él con la mitad y ella con la otra, y le tomó de la mano; y, como una madre, lo condujo hasta el lugar donde estaban los apriscos, junto a la ciudad. Los pastores se congregaron a su alrededor: nunca habían visto a nadie como él. Cuando le ofrecieron pan, no supo qué hacer con él, y lo sujetó con una mano y se lo quedó mirando, confuso, embarazado. Estaba acostumbrado a comer sólo la hierba y las bayas de los campos y a mamar la leche de los animales salvajes. Le dieron vino, y le desconcertó, y cuando lo probó le hizo atragantarse y toser, y acabó escupiéndolo.

Absinti dijo:

—Esto es pan, Enkidu: es la fuente de la vida. Esto es vino. Come el pan, bebe el vino: es la costumbre del lugar.

Dio cautelosamente un mordisco al pan, luego dio un sorbo no menos cauteloso al vino. El miedo desapareció de él: sonrió, comió con más confianza, llenó su estómago de pan, bebió siete vasos de fuerte vino. Su rostro radiaba, su. corazón exultaba; empezó a saltar, bailó una alocada danza. Luego lo cogieron y lo asearon, le lavaron el enmarañado pelo, lo peinaron y lo untaron con aceites, y le proporcionaron ropas decentes, de modo que empezó a parecerse un poco más a un ser humano, aunque uno de tamaño muy superior al normal y mucho más peludo.

Vivió un tiempo con los pastores. No sólo le enseñaron a comer las comidas de los hombres y a beber las bebidas de los hombres y a llevar las ropas de los hombres, sino que Enkidu aprendió a trabajar también como trabajan los hombres. Los pastores le enseñaron a usar las armas, y le hicieron guardián de sus rebaños. Por la noche, mientras los pastores dormían pacíficamente, él patrullaba los campos, alejando a los animales que acudían a atacar los rebaños. Alejaba a los leones, atrapaba a los lobos, era un incansable guardián de los rebaños…, él que había sido hasta entonces un animal salvaje. Nada de esto llegó hasta mí. Confieso que lo había olvidado todo respecto al hombre salvaje de las estepas, tan atareado estaba con las tareas normales del reino y los placeres con los que aliviaba las congojas de mi corazón.

Por aquel entonces, un día, Enkidu y Abisimti estaban sentados en una taberna que acostumbraban a frecuentar los pastores cuando entró un viajero, un hombre de Uruk, y pidió una jarra de cerveza. El desconocido vio a la cortesana Abisimti, la reconoció, la saludó con una inclinación de cabeza y dijo:

—Considérate afortunada de no estar viviendo en Uruk estos días.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Tan desgraciada es la vida en la ciudad?

—Gilgamesh nos oprime a todos —dijo el desconocido—. La ciudad gime bajo él. No hay ningún freno a su fuerza, y nos agota a todos. Y practica abominaciones: el rey mancilla la Tierra.

Al oír eso, Enkidu alzó la mirada y dijo:

—¿Cómo es eso? Aclárame lo que quieres decir.

El desconocido respondió:

—Hay una casa de reuniones en la ciudad que está destinada para la gente, donde los habitantes celebran sus matrimonios. Se supone que el rey no debe entrar allí; pero lo hace, incluso mientras están sonando los tambores de los esponsales, y toma a la esposa, y le pide que lo haga primero con él, delante del marido. Dice que este derecho fue decretado por los dioses en la época de su nacimiento, en el momento en que el cordón que lo unía con su madre fue cortado. ¿Es correcto eso? ¿Pueden aceptarse tales cosas? Los tambores de los esponsales suenan, pero entonces aparece Gilgamesh para reclamar el derecho sobre la esposa. Y toda la ciudad gime.

Enkidu se puso pálido al oír esto, y una gran ira le invadió.

—¡No debe ser así! —exclamó. Y a Abisimti—: Vamos, llévame a Uruk, preséntame ante ese Gilgamesh! Abisimti y Enkidu partieron inmediatamente hacia la ciudad. Cuando penetraron en sus murallas el hombre despertó una considerable agitación, tan anchos eran sus hombros, tan poderosos sus brazos. Las multitudes se agolpaban a su alrededor, y cuando oyeron de boca de Abisimti que era el famoso hombre salvaje que había estado liberando a los animales atrapados en las llanuras, se acercaron aún más, con las bocas abiertas, murmurando entre sí. Los más valientes lo tocaban para comprobar su fuerza.

—¡Es el igual de Gilgamesh! —exclamaba alguien. Y otro—: No, no es tan alto. —Y un tercero—: Sí, pero es más ancho de hombros, sus huesos son más fuertes. —Y todos decían—: ¡Ha llegado un héroe! ¡Es el que fue amamantado con la leche de los animales salvajes! ¡Por fin Gilgamesh ha encontrado a su igual! ¡Por fin! ¡Por fin!

Este Enkidu era el hombre cuya llegada me había sido presagiada en mis dos sueños. Era el compañero que los dioses me habían proporcionado para aliviar mi soledad, para que se convirtiera en el hermano que nunca había tenido, el camarada con el que poder compartir todas las cosas. Para los habitantes de Uruk era también un enviado de los dioses cuya llegada habían estado suplicando durante tanto tiempo, pero por distintas razones. Porque era un hecho —aunque yo no lo sabía entonces— que habían estado gimiendo bajo el peso de mi reinado, que temían mis inagotables energías y me condenaban por mi arrogancia. Así que la gente de Uruk había pedido a los dioses que crearan mi igual y lo enviaran a su ciudad: mi doble, mi segundo yo, alguien que igualara mi tormentoso corazón con otro tormentoso corazón, para que pudiéramos luchar entre nosotros y dejáramos Uruk en paz. Y ahora ese hombre había llegado.

Загрузка...