25

Ni siquiera permití que consiguiera el cadáver del toro para enterrarlo en los terrenos del templo: estaba dispuesto a negarle todo. Llamé a los carniceros e hice que su carne fuera cortada a tiras y repartida entre los perros de la ciudad, para mostrar mi desprecio hacia Inanna y su toro. Pero conservé los cuernos del toro para mí. Los entregué a mis artesanos y mis armeros, que quedaron maravillados por su longitud y su grosor. Ordené que fueran chapados con lapislázuli en un espesor de dos dedos, porque tenía intención de colgarlos en las paredes de palacio. Tan grandes eran que tenían una capacidad de seis medidas de aceite: los llené con el más fino de los ungüentos, y luego derramé éste en el santuario de Lugalbanda, en honor del dios mi padre que me había concedido este triunfo. Cuando todo esto estuvo hecho lavamos nuestras manos en las aguas del río y caminamos juntos por las calles de Uruk hasta palacio. La gente se arrastraba uno a uno de sus casas para vernos, y después de que saliera el primero los demás se animaron y salieron también, hasta que una gran multitud flanqueó nuestro paso. Allí estaban los héroes y los guerreros de Uruk, y muchachas tocando liras, y muchos más. La jactancia se apoderó de mí y les grité: —¿Quién es el más glorioso de los héroes! ¿Quién es el más grande entre los hombres? Y ellos respondieron:

—¡Gilgamesh es el más glorioso de los héroes! ¡Gilgamesh es el más grande entre los hombres!

¿Por qué no debía sentirme jactancioso? Inanna había liberado el Toro de los Cielos; y yo lo había matado…, Enkidu y yo lo habíamos hecho. ¿No tenía derecho a alardear de ello?

Hubo fiestas y celebraciones en palacio aquella noche. Cantamos y bailamos y bebimos hasta que ya no pudimos celebrar más, y entonces nos fuimos a la cama. Aquella noche el viento llamado el Tramposo empezó a soplar; y el aire se volvió suave y húmedo. Antes de que amaneciera cayó la primera lluvia, y el invierno llegó a Uruk.

Aquel día fue la cima de mi gloria. Aquel día fue el más alto de mi triunfo. Sentí que no había nada que no pudiera conseguir. Había aumentado las riquezas. de mi ciudad y la había convertido en la más preeminente de la Tierra; había matado a Huwawa; había matado al Toro de los Cielos; había traído la lluvia a Uruk; había sido un buen pastor para mi pueblo. Sin embargo, desde aquel día conocí pocas alegrías y mucha tristeza, lo cual supongo que es el precio que los dioses destinaron para mí a cambio de permitirme aquellos momentos de triunfo. Así es como funciona la vida: hay grandeza, y hay pesar, y aprendemos a su debido tiempo que la oscuridad sigue siempre a la luz, elijamos o no que ocurra de este modo.

Por la mañana Enkidu vino a mí, con aspecto cansado y sombrío, como si alguna gran oscuridad del alma lo hubiera visitado mientras dormía. Pregunté: —¿Por qué te muestras tan taciturno, hermano, cuando el toro yace muerto y las lluvias han venido a Uruk?

Se sentó a un lado de mi cama y suspiró y dijo:

—Amigo mío, ¿por qué están los grandes dioses en consejo? —No comprendí, pero continuó—: He tenido un sueño que pesa grandemente en mí, hermano. ¿Debo contártelo?

Había soñado que los dioses estaban sentados en su sala de consejos: allí estaba An, y Enlil, y el celeste Utu, y el sabio Enki. Y el Padre Cielo An dijo a Enlil: —Han matado al Toro de los Cielos, y han matado también a Huwawa. En consecuencia, uno de los dos tiene que morir: que sea el que arrancó los cedros de las montañas.

Entonces Enlil dijo:

—No, Gilgamesh no debe morir, porque es rey. Es Enkidu quien debe morir.

Ante esto, Utu alzó su voz para declarar: —Pidieron mi protección cuando fueron a matar a Huwawa, y yo se la concedí. Cuando mataron al Toro, me hicieron la ofrenda de su corazón. No han cometido mal. Enkidu es inocente: ¿por qué debería morir? Lo cual irritó a Enlil, que se volvió furioso hacia el celeste Utu y dijo:

—¡Hablas de ellos como si fueran tus camaradas! Pero se han cometido pecados; y Enkidu es el que debe morir.

Y así prosiguió la discusión hasta que Enkidu despertó.

Permanecí inmóvil durante un tiempo después que hubiera terminado su relato, y mantuve mi rostro como una máscara. ¡Qué terrible sueño! Me llenó de temor. No deseaba que Enkidu viera esas cosas. No deseaba enfrentarme yo tampoco a ese temor. El miedo proporciona a los sueños un poder que de otro modo no poseen. Decidí no permitir que aquel sueño adquiriera poder, barrerlo a un lado del mismo modo que uno aparta una caña seca. Finalmente dije:

—Creo que no deberías tomarte esto demasiado en serio, hermano. A menudo, el auténtico significado de un sueño es menos obvio de lo que parece. Enkidu miró desanimado al suelo. —Un sueño que augura la muerte es un sueño que augura la muerte —dijo hoscamente—. Todos los sabios estarán de acuerdo con eso. Ya soy un hombre muerto, Gilgamesh.

Pensé que aquello era una tontería, y así se lo dije. Le dije que no estaba muerto en tanto viviera, y que a mí me parecía muy lleno de vida. También le dije que es una locura tomar cualquier sueño tan literalmente que dejes que gobierne tu vida real. No pretenderé que creía enteramente en todo aquello, aunque lo dijera: sé tan bien como cualquiera que los sueños son susurrados en nuestras almas por los dioses durante la noche, y que a menudo llevan mensajes que hay que seguir. Pero no hallé nada en aquel sueño que Enkidu tuviera que evitar, y mucho que podía hacerle daño si meditaba demasiado en ello. Y así le animé a que echara de lado todos los lúgubres pensamientos y se dedicara a sus cosas como si no hubiera oído nada excepto el piar de los pájaros en su sueño, o el murmullo de los vientos.

Eso pareció alegrar su corazón. Su rostro se iluminó gradualmente, y asintió y dijo:

—Sí, quizá me he tomado eso demasiado en serio. —Demasiado en serio, Enkidu. —Sí. Sí. Es mi gran defecto. Pero tú siempre me has devuelto el buen sentido, viejo amigo. —Sonrió y apretó mi brazo. Luego se puso en pie, se acuclilló en posición de lucha y me hizo una seña—. Ven: ¿qué dices de un poco de deporte para aligerar el día? —¡Una estupenda idea! —respondí. Me eché a reír al verlo menos preocupado. Luchamos durante una hora, y luego nos bañamos; y luego ya fue el momento de asistir a la reunión de la asamblea. A mediodía había dejado a un lado el sueño de Enkidu, y creo que él también. Por un momento había oscurecido nuestras vidas; pero todo había pasado como una sombra sobre el suelo. O así al menos lo creía.

Unos días más tarde, como acción de gracias por la desaparición del Toro de los Cielos de la ciudad, decreté que efectuáramos el rito de purificación conocido como el Cierre de la Puerta. Eso era algo que no se había hecho en Uruk desde hacía tanto tiempo que ni siquiera los sacerdotes más ancianos recordaban sus detalles exactos. Puse a seis eruditos a trabajar en ello durante tres días, buscando en la biblioteca del Templo de An algún relato del rito, y lo mejor que pudieron encontrar fue una tablilla escrita de una forma tan antigua que apenas pudieron descifrar sus ideogramas.

—No importa —dije—. Pediré a Lugalbanda que nos guíe. El nos mostrará lo que hay que hacer. Quería asegurarme de que el pasadizo que baja desde Uruk al mundo interior quedara adecuadamente sellado, puesto que Inanna había amenazado con abrirlo como parte de la liberación del Toro de los Cielos. En su ira podía haber llegado a causar algún daño a la puerta, de modo que los espíritus malignos o quizá los fantasmas de los muertos fueran capaces de de franquearla y surgir a la ciudad. Así que debía asegurarme de que la puerta estaba firmemente cerrada, pensé, y dispuse un rito destinado a cumplir este objetivo. Extraje el procedimiento de los nebulosos recuerdos de los sacerdotes ancianos y lo escrito en aquella antigua tablilla y mi propio sentido común de lo que era más adecuado. Creo que era un rito idóneo. Sin embargo, si tuviera que volver a hacerlo, dejaría que la puerta del infierno quedara abierta durante un millar de años antes que permitir que lo que ocurrió aquel día cayera de nuevo sobre mí.

La puerta es una de las estructuras más antiguas de Uruk, algunos dicen que incluso más antigua que la Plataforma Blanca, y que, por supuesto, fue construida por los propios dioses. La puerta se halla a ciento veinte pasos al este de la Plataforma Blanca. No es más que un anillo de ladrillos cocidos al horno desgastados por la intemperie, de una forma muy antigua, que rodean una recia puerta redonda de oxidado y descamado cobre que se apoya plana contra el suelo, como una trampilla. En el centro de esa puerta hay una anilla, hecha de algún metal negro que nadie puede identificar. Dos o tres hombres fuertes, tirando con todas sus energías de esa anilla, pueden alzar la puerta del suelo. Cuando la puerta es alzada revela un agujero negro que es la boca de un túnel, apenas más ancho que los hombros de una persona robusta, que se hunde bajo tierra. Si alguien desciende por él llega al cabo de poco tiempo a una segunda puerta que no es más que unas barras metálicas montadas desde el suelo hasta el techo del túnel como los barrotes de una jaula. En el extremo más alejado de ella el ángulo de descenso del túnel se hace mucho más pronunciado, y si uno estuviera lo suficientemente loco como para seguirlo llegaría finalmente a la primera de las siete paredes del propio submundo. Cada una de esas paredes tiene su puerta; el demonio Neti, guardián del mundo inferior, las vigila; y tras la séptima puerta está el cubil de Ereshkigal, la Reina del Infierno, la hermana de Inanna.

Hasta el aciago día que elegí para efectuar el rito del Cierre de la Puerta, nadie la había cruzado desde hacía miles de años. El último en hacerlo, por todo lo que sabía, fue la diosa Inanna, hacía mucho, cuando efectuó su infeliz descenso al infierno para desafiar el poder de Ereshkigal. Desde entonces el temido túnel había permanecido inviolado. Aunque alzamos la puerta del suelo una vez cada doce años para el rito conocido como la Apertura de la Puerta, en el que arrojamos libaciones dentro del túnel para propiciar a Ereshkigal y a sus hordas de demonios, nadie en su sano juicio avanzaría más de medio paso pasado su umbral.

Comenzamos el Cierre de la Puerta al mediodía exacto, cuando es medianoche exacta en el mundo inferior y supuse que lo más probable era que los demonios estuvieran descansando. El día era caluroso y brillante, aunque había llovido en las horas oscuras. Enkidu estaba a mi lado, y mi madre Ninsun justo detrás de mí; dispuestos en círculo a mi alrededor se hallaban los sumos sacerdotes de todos los templos de la ciudad y los altos miembros de la corte real. El único gran personaje de Uruk que no asistió era Inanna. Permanecía rumiando su ira tras las paredes del templo que había construido para ella. Más allá del círculo de dignatarios estaban los sacerdotes menores en número de dos docenas, y centenares de músicos dispuestos a hacer gran ruido con tambores y pífanos y trompetas si empezaban a salir espíritus por la puerta cuando la abriéramos. Y detrás de ellos estaban todos los ciudadanos de Uruk.

Hice una seña a Enkidu. Apoyó su mano izquierda en la anilla de la puerta, y yo mi derecha, y la alzamos. Aunque se decía que era una enorme tarea alzar aquella puerta, la levantamos del suelo tan fácilmente como si hubiera sido una pluma. Del pozo brotó el acre y enmohecido olor del aire rancio. Mis manos estaban frías. Mi rostro tenso y endurecido. Sentí el estremecimiento de la muerte brotar del mundo inferior. Miré hacia abajo, pero no vi nada excepto oscuridad más allá de los primeros pasos.

Mantuve un férreo control de mi espíritu. Hay algunos lugares que despiertan tanto temor que no nos atrevemos a pensar en el peligro; actuamos sin pensar, porque pensar es perderse. Así es como actué entonces. Di la señal, y empezamos la ceremonia.

El rito que había preparado empezaba con una ofrenda de aromáticas semillas de cebada, que arrojé yo mismo a la abertura. Si algunos seres oscuros acechaban justo en la entrada del túnel, quizá se pelearan por la posesión de la cebada y no emergieran aunque la puerta estuviese abierta. Luego los sacerdotes de Aggan y Enlil y Enki avanzaron y efectuaron libaciones de miel, leche, cerveza, vino y aceite. Eso nos aseguró la buena voluntad de los dioses superiores. Un niño pequeño, el hijo de un sacerdote, trajo una oveja blanca, y yo la sacrifiqué con un rápido y limpio corte de mi cuchillo en el altar sacrificial que Enkidu había erigido al borde del pasadizo. Una sangre sorprendentemente brillante brotó como una fuente y se deslizó por la blanca y esbelta garganta del animal, y la oveja se estremeció y suspiró y me miró con ojos tristes y murió. Eso pretendía ser un sacrificio al guardián Neti, a fin de que impidiera a los espíritus y demonios emerger a nuestro mundo. Tracé con la sangre una franja cruzando mi frente y otra bajando por mi mejilla izquierda como protección para mi persona.

Una vez hecho todo esto, los sacerdotes y yo nos arrodillamos al borde del túnel y entonamos conjuros de sellado, para tejer una banda de magia que cruzara la abertura como nuestra definitiva línea de defensa. Supe que ni la puerta inferior ni la puerta trampilla tenían ningún efecto real sobre un espíritu que estuviera decidido a salir. La puerta y la trampilla eran útiles sólo para impedir que los mortales se extraviaran en el submundo; pero era sólo gracias a los conjuros que los moradores de abajo podían ser obligados a permanecer allá donde pertenecían.

Estaba asustado. ¿Qué hombre no lo estaría, por valiente que pareciera a los ojos del mundo? El propio mundo inferior se abría ante mí. Oía las negras aguas de sus ocultos ríos lamiendo invisibles orillas. El acre y penetrante humo de sus mortíferos vapores ascendían y se enroscaban como hambrientas serpientes en torno a mí. Pero, pese al temor, también me sentía excitado, y lleno con una gran decisión y mucha osadía. Porque yo era Gilgamesh, que cuando era un niño había exclamado: ¡Muerte, te conquistaré! ¡Muerte, no eres digna de mí!

Así que tejimos nuestros conjuros. —Todos vosotros que queréis causarnos daños, seáis quienes seáis, cuyos corazones conciben nuestro infortunio, cuyas lenguas pronuncian injurias contra nosotros, cuyos labios nos envenenan, en cuyos pasos camina la muerte: ¡os rechazo! —exclamé—. rechazo vuestra boca, rechazo vuestra lengua, rechazo vuestros resplandecientes ojos, rechazo vuestros rápidos pies, rechazo vuestras agitadas rodillas, rechazo vuestras agobiadas manos. Por estos conjuros ato vuestras manos a vuestras espaldas. Seáis un fantasma insepulto, o un fantasma de quien nadie se preocupa, o un fantasma sin nadie que le haga ofrendas, o un fantasma que no tiene a nadie que vierta libaciones por él, o un fantasma que no posee descendientes, sea lo que sea lo que os obliga a vagar, os conjuro a que os quedéis ahí abajo. Por Ereshkigal y Gugalanna, por Nergal y Namtaru, os conjuro a que nunca crucéis estas puertas. Por el poder de Enlil que está en mí…, por An y Utu, por Enki y Nizanu, por Allatu, por Irkalla, por Belit-seri, por Apsu, Tiamat, Lahmu, Lahamu…

Ése fue el canto que entoné. Até a los seres de abajo con todos los nombres que podían considerar sagrados, excepto uno: no los até con el nombre de Inanna. Aunque ella era la diosa patrona de la ciudad, no quise atarles con su nombre. Sabía que una atadura así no serviría de mucho si la sacerdotisa de Inanna era mi enemiga.

Y puesto que no les até con el nombre de Inanna, no estaba seguro de que todos los demás conjuros tuvieran algún valor. De modo que traje conmigo a la ceremonia mi sagrado tambor, que el artesano Ur-nan-gar había hecho para mí de la madera del árbol hu-luppu. Tenía intención de tocarlo a mi manera especial, y me puse en trance frente a todo el pueblo de Uruk, algo que nunca antes había hecho; y entonces envié mi espíritu túnel abajo, me aventuré incluso hasta las puertas del submundo, porque cuando estaba en trance no había ninguna barrera para mí. De esa forma sería capaz de ver por mí mismo si nuestros conjuros habían sellado realmente el paso de aquellas terribles criaturas de humo negro y apestoso vapor. Dije a Enkidu:

—Que haya alegría y danzas mientras yo hago esto. Da la orden: que los músicos empiecen a tocar.

Casi inmediatamente el aire se vio lleno con el sonido de trompetas y pífanos. Me incliné sobre mi tambor y empecé el lento y suave redoblar que tan bien conocía. Me sentí en presencia del gran misterio de misterios, que es la vida más allá de la vida que sólo los dioses pueden conocer. Toda consciencia del mundo sólido desapareció a mi alrededor. Sólo estábamos mi tambor y mi baqueta, y el firme y sutil ritmo de mi redoblar. Tomó posesión de mi alma. Se apoderó de mí, me alzó. Vi un aura que surgía del túnel y se alzaba como una llama, fría y azul. Había un zumbar en mis oídos, un ronroneo, un crujir. Sentí una agitación dentro de mi cuerpo, como si algo salvaje estuviera moviéndose en mi interior. Mi respiración se hizo más rápida; mi visión se ensombreció. Estaba desbordándome; un mar brotaba fuera de mí y me engullía.

Pero entonces, justo cuando el éxtasis total estaba a punto de ganarme, y me estaba preparando para desprenderme de mi cuerpo, se produjo un chillido a mis espaldas que hendió mi alma como un hacha hiende la madera, y me arrancó de mi trance; un chillido duro y áspero, penetrante y feroz, una y otra y otra vez.

—¡Utu! ¡Utu! ¡Utu!

¡Dioses, qué grito! El sonido ultra terreno me sobresaltó y me sacudió y me atontó. Me sentí entumecido y caí hacia delante, completamente insensible, como si hubiera sido golpeado entre los omoplatos. Enkidu me sujetó por los hombros y me sostuvo, o de otro modo hubiera caído dentro del túnel; pero mi tambor y mi baqueta resbalaron de mis insensibles manos. Contemplé con horror como desaparecían en la oscura boca del mundo inferior.

Inmediatamente, casi sin pensar, me lancé tras ellos. Pero Enkidu, sujetándome aún por los hombros, tiró bruscamente de mí hacia atrás y me arrojó hacia un lado como si fuera un saco de cebada.

—¡Tú no! —gritó furiosamente—. ¡Tú no debes ir a ese lugar, Gilgamesh! —Y antes de que yo pudiera decir o hacer algo descendió corriendo los escalones que conducían al interior de la tierra, y desapareció por completo de la vista en aquel pozo negro. Desconcertado, miré tras él. No podía hablar. A mi alrededor había un silencio abrumador: los músicos permanecían inmóviles, los danzarines también. Entre todo aquel silencio sólo sobresalía un único sonido, un sollozo ahogado que procedía de una niña de ocho o diez años que estaba tendida en el suelo, estremeciéndose, no muy lejos, sujeta por uno de los sacerdotes. Era ella la que había gritado de aquella forma tan terrible y había roto mi trance; vi que el redoblar de mi tambor debió crear en su alma lo mismo que había creado en la mía, pero de una manera aún más poderosa. El redoblar la había empujado no hacia un trance de éxtasis, sino a un terrible ataque, bajo cuya fuerza su mente había cedido. Sus convulsiones aún continuaban. Era algo terrible de ver.

¿Y Enkidu? ¿Dónde estaba Enkidu? Temblando, miré al túnel, y sólo vi negrura. Recuperé mi voz y llamé su nombre, o más bien lo croé, y no oí ninguna respuesta. Llamé de nuevo, más fuerte. Silencio. Silencio.

—¡Enkidu! —grité, y fue como un gran lamento de dolor y de pérdida. Estaba seguro de que había sido atrapado por los esbirros de Ereshkigal; quizá ya lo habían arrastrado al infierno—. ¡Espera! —exclamé—.

¡Voy tras de ti!

—No debes hacerlo —dijo secamente mi madre, y al pronto tres o cuatro hombres se situaron a mi lado, dispuestos a retenerme. Si hubieran intentado sujetarme les hubiera arrojado por encima de la muralla de la ciudad hasta el río. Pero no había necesidad de eso, porque en aquel mismo momento oí el sonido de una tos ahogada aproximándose en el túnel, y Enkidu surgió lentamente de él. Sujetaba mi tambor y mi baqueta con una mano.

Tenía un aspecto fantasmagórico. Era como alguien que regresara de entre los muertos. Todo color había desaparecido de su piel: su rostro parecía blanqueado, tan pálido estaba. Su pelo y su barba estaban grises de polvo, y su blanca túnica terriblemente sucia. Grandes jirones de telarañas colgaban de todo su cuerpo, e incluso sobre su boca: estaba intentando limpiárselas en un hombro cuando emergió a la luz. Se detuvo allí un momento, parpadeando deslumbrado. Había una expresión tan salvaje, tan extraña en sus ojos, que apenas le reconocí como mi amigo. Aquellos que estaban cerca de mí retrocedieron unos pasos. Casi sentí la tentación de hacer lo mismo.

—Te he traído de vuelta tu tambor y tu baqueta, Gilgamesh —dijo con una voz que sonaba a escoria y ceniza—. Habían caído un largo trecho: estaban más allá de la segunda puerta. Pero avancé sobre manos y rodillas hasta que pude tocarlos en la oscuridad.

Le miré, abrumado.

—Fue una locura. No hubieras debido entrar en ese túnel.

—Pero habías dejado caer tu tambor —dijo, en aquel mismo extraño susurro. Se estremeció y se frotó de nuevo el rostro contra el hombro, y tosió y estornudó a causa del polvo—. Tenía que intentar traértelo de vuelta. Sé lo importante que es para ti.

—Pero los peligros… Los demonios…

Enkidu se encogió de hombros.

—Aquí está tu tambor, Gilgamesh. Aquí está tu baqueta.

Los tomé de sus manos. No parecían como antes; era como si hubieran perdido once o doce partes de su peso. Eran tan ligeros que creí que iban a flotar escapando de mi presa.

Enkidu asintió.

—Sí, ahora son diferentes —dijo—. Creo que la fuerza del dios debe haberlos abandonado. Es un terrible lugar ahí abajo. —Se estremeció una vez más—. No pude ver nada. Pero mientras me arrastraba sentí crujir de huesos bajo mi cuerpo. Huesos viejos y secos. Hay una alfombra de huesos en ese túnel, Gilgamesh. Gente que ha bajado por él antes que yo. Pero pienso que es posible que yo haya sido el primero en volver a salir de él. Algo flotaba en el aire entre nosotros como un velo. Esa cualidad extraña que había caído sobre él en aquel otro mundo separaba ahora su alma de la mía. Sentí que no podía alcanzarle; sentí casi como si ya no le conociera. Una sensación de pérdida irremediable ahogó mi alma. El Enkidu que había conocido se había desvanecido. Había estado en un lugar al que yo no me había atrevido a entrar, y había vuelto con un conocimiento que yo nunca sería capaz de comprender.

—Dime qué viste allí —murmuré—. ¿Había demonios?

—Ya te lo he dicho: estaba oscuro. No vi nada. Pero sentí su presencia. Los sentí a todo mi alrededor. —Hizo un gesto hacia la boca del túnel—. Debes cerrar ese pozo, hermano, y no volver a abrirlo nunca. Sella la puerta, y séllala de nuevo hasta siete veces.

Pensé que iba a estallar de ira, viéndolo así tan hecho añicos a causa de mi tambor. ¿Cómo hubiera podido evitar aquello? ¿Sujetando fuerte el tambor antes de que cayera en aquel agujero, sujetar a Enkidu para que no partiera corriendo tras él? Pero todo estaba grabado ya para siempre en el libro del tiempo. Dije amargamente:

—Lo sellaré, sí. ¡Pero ya es demasiado tarde, Enkidu! ¡Si no hubieras bajado ahí…!

Sonrió con una débil y pálida sonrisa. —Volvería a hacerlo de nuevo si fuera necesario. Pero espero que no sea necesario. —Entonces se acercó más a mí. Pude oler el seco olor del polvo y las telarañas que lo cubrían. Con una voz como una antorcha que se ha apagado dijo—: No vi nada mientras estaba en el submundo porque todo estaba negro allí. Pero hay una cosa que vi porque la vi con mi corazón y no con mis ojos, y fue yo mismo, Gilgamesh, mi propio cuerpo, que los gusanos estaban devorando como si fuera una vieja capa. Eran mis propios huesos sobre los que caminé en ese túnel. Y ahora estoy asustado, viejo amigo. Estoy muy asustado. —Apoyó ligeramente los brazos sobre mis hombros y me dio un polvoriento abrazo. Dijo con suavidad—: Lamento que tu tambor haya perdido su divina fuerza. Te lo hubiera traído de vuelta tal como estaba antes si hubiera podido. Tú lo sabes: te lo hubiera traído de vuelta tal como estaba antes.

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