7

A principios del nuevo año, cuando el festival del Sagrado Matrimonio terminó al fin y se hubieron celebrado los ritos funerales de la anterior sacerdotisa, fui requerido a presencia de La Que Ahora Era Inanna. Era un requerimiento que difícilmente podía rechazar. Sin embargo, me sentía reacio a verla, ahora que la sombra de Dumuzi había caído entre los dos como una espada.

Tres pequeñas esclavas del templo, que me miraban con ojos muy abiertos como si pensaran que yo era una especie de demonio gigante, me condujeron, a la estancia de la diosa en el más sagrado sector del distrito de Eanna. Ya no teníamos que encontrarnos más en oscuras capillas a lo largo de los fantasmagóricos túneles debajo del templo. La estancia donde me recibió era una majestuosa sala de ladrillo encalado, con agujereadas paredes por las que penetraban fieras lanzas de luz solar. A lo largo de la línea donde las paredes se unían al cielo había una curiosa hilera de extrañas decoraciones, hinchados globos escarlatas que se parecían mucho a pechos. Quizá eso fuera lo que pretendían ser. La diosa, en uno de sus atributos, es la gran prostituta, la reina del deseo.

Aguardé allí durante mucho tiempo, caminando de un lado para otro, antes de que llegara ella. Entró majestuosamente en la habitación, acompañada por cuatro pajes que cargaban con los grandes haces de cañas de enlazadas puntas, de la mitad de la altura de un hombre, que iban allá donde fuera Inanna. Despidió a los pajes con un rápido gesto y quedamos a solas.

Se irguió alta ante mí. Su aspecto era espléndido y triunfante y terrible. Pude ver que había todavía algo de muchacha en ella, pero no mucho. Desde la última vez que había hablado con ella se había visto transformada en algo más allá de mi alcance y más allá de mi comprensión.

Pensé en ella tendida, desnuda, en el abrazo del rey que es el dios, durante la noche del Sagrado Matrimonio, que fue la primera noche de su sumo sacerdocio, y el sabor de la bilis ascendió hasta mis labios.

Iba ataviada con una sencilla túnica adornada con borlas que la cubría de la cabeza a los pies, dejando sólo desnudo su hombro izquierdo. Su oscuro pelo estaba peinado con raya en medio y peinado con una gruesa trenza que se enrollaba en torno a su cabeza. Sus mejillas estaban ligeramente teñidas con amarillo ocre y sus párpados oscurecidos con kohl, pero aparte esto no llevaba ningún cosmético. El único signo tangible de su nuevo rango era una delicada guirnalda de cadena de oro, entretejida con el motivo de la serpiente de la diosa, que ceñía su frente. Pero había otros signos más sutiles. El aura del poder la rodeaba. Las radiaciones celestes resplandecían bajo su piel.

La miré, pero mis ojos no pudieron encontrarse con sus ojos. Sólo podía pensar en su cuerpo agitándose bajo el de Dumuzi, labios contra labios, la mano de él entre los muslos de ella, y me sentía arder de pesar y vergüenza.

Luego me recordé que la mujer que se erguía frente a mí no era simplemente alguien a quien había deseado una vez. Era la encarnación del más alto poder que existía en el mundo; era la propia diosa. El abismo que se abría entre nosotros era inmenso. A su lado, yo y todos mis mezquinos deseos no éramos nada. —¿Y bien? —dijo ella al cabo de un largo silencio.

Le hice el signo de la diosa.

—Reina de los Cielos y de la Tierra —murmuré—. Madre Divina. Primera Hija de la Luna.

—Mírame.

Alcé los ojos. Fueron incapaces de alcanzar los suyos.

—¡Mírame! ¡A los ojos, directamente! ¿Por qué este terror? ¿Tan alterada estoy?

—Sí —susurré—. Muy alterada.

—¿Y me temes?

—Sí. Te temo. Eres Inanna.

—Ah. ¡La Reina de los Cielos y de la Tierna! ¡La Divina Madre! ¡La Hija de la Luna!

Se llevó una mano a la boca y reprimió una risita, y luego la risita escapó como una estridente carcajada.

Sorprendido, tembloroso, hice una y otra vez el signo de la diosa.

—¡Sí, me temes! —exclamó, incapaz de retener su loca hilaridad. Señaló imperiosamente—. ¡Abajo, humíllate ante mí! ¡Estúpido! ¡Oh, qué chiquillo eres! ¡Reina de los Cielos y de la Tierra! ¡Primera Hija de la Luna!

No podía comprender su risa, un campanilleo incontrolable. Me aterró. Hice una vez más el signo de la diosa. Nunca había hecho otra cosa más que asombrarme, incluso cuando era sólo una desnuda chiquilla de brillantes ojos con unos pechos que recién empezaban a brotar, riendo y abrazándome fuertemente en el corredor y profetizándome grandes cosas. Y la taimada joven sacerdotisa, flirteando maliciosamente conmigo, confundiéndome: no podía comprenderla en ninguno de los dos casos. Pero esto era demasiado, esta burla de la diosa, ahora que ella era una diosa. Estaba asustado. Me estremecía de miedo. Apelé en silencio a Lugalbanda para que me protegiera.

Al cabo de un momento se calmó un poco, y yo me sentí algo más tranquilizado. Dijo con suavidad: —Sí, ahora soy diferente. Soy Inanna. Pero siempre lo fui: ¿entiendes eso?¿Crees que la diosa no sabía desde el principio de los tiempos que iba a elegir mi cuerpo cuando hubiera terminado con el anterior? Y ahora ha llegado mi turno. ¿Estabas ahí la noche del Matrimonio?

Estuve ahí, sí. En primera fila. Me miraste directamente, pero nunca me viste.

—El fuego de la diosa cegaba mis ojos esa noche.

—O el fuego del dios —dije temerariamente.

Me miró, sorprendida y repentinamente furiosa. Sus mejillas enrojecieron bajo el ocre amarillo y sus ojos llamearon. Pero su furia pareció esfumarse tan rápidamente como había aparecido. Sonrió y dijo:

—Ah, ¿es eso, Gilgamesh? ¿Es eso lo que te corroe?

No pude hablar. Mis mejillas llamearon. Miré mis pies.

Ella avanzó hacia mí y tomó mi mano entre las suyas. Dijo con suavidad:

—Te digo: no pienses nada sobre él. ¡Nada! Fue un rito, que cumplí como era mi deber, y eso fue todo. Fue la diosa quien lo abrazó, y no la sacerdotisa. Eso no cambia nada entre tú y yo. ¿Lo entiendes? Cuando seas rey, yaceré en tus brazos. Alcé la vista, y nuestros ojos se encontraron de frente por primera vez aquel día. —Creo que sí. —Que así sea, pues.

Guardé silencio. Ella seguía siendo demasiado poderosa para mí. Su fuerza era abrumadora. Luego, al cabo de un tiempo, dije: —¿Cuál fue el nombre con el que me llamaste hace un momento? —Gilgamesh.

—Pero ése no es mi nombre.

. —Lo será —respondió—. Gilgamesh: El Que Es Elegido. Reinarás con ese nombre. Es un nombre de los antiguos, del pueblo de la diosa, que gobernó la Tierra hace mucho tiempo. Llegó hasta mí en un sueño, cuando la diosa me habló por primera vez. Lo pronunció: Gilgamesh. Gilgamesh. —Gilgamesh.

—Gilgamesh el rey.

—Decir eso es impío. Dumuzi es el rey.

—¡Gilgamesh el rey! ¡Dilo! ¡Dilo!

Me estremecí de nuevo.

—Déjame, Inanna, te lo suplico. Si los dioses quieren hacerme rey, lo seré a su debido tiempo. Pero Dumuzi es quien ocupa ahora el trono. No me llamaré rey ante ti, no ahora, no aquí en la casa de la diosa.

La ira volvió a sus ojos. No le gustaba que se le resistieran.

Luego se encogió de hombros y pareció arrojar de su mente en un momento todo lo que habíamos estado diciendo. Con una voz distinta, llana, práctica, dijo:

—¿Por qué me ocultas cosas?

Aquello me sobresaltó.

—¿Ocultar?

—Tú sabes lo que me estás ocultando.

Sentí una presión detrás de mi oído derecho, una advertencia. Entonces supe lo que ella quería que le dijera, y temí dejárselo saber. No dije nada. Hablar con ella era como cruzar un torrente de resbaladizo fondo; en cualquier momento puedes perder pie: y verte arrastrado por la corriente.

—¿Por qué me ocultas cosas, Gilgamesh?

—No debes llamarme por ese nombre.

—Supongo que no. Pero no me eludirás tan fácilmente.

—¿Por qué crees que te estoy ocultando algo?

—Sé que lo estás naciendo.

—¿Puedes ver en mi mente?

Sonrió de forma enigmática.

—Quizá pueda.

Me obligué a mantener una resistencia obstinada.

—Entonces no tengo secretos para ti. Ya lo sabes todo —dije.

—Quiero oírlo de tus labios. Pensé que vendrías a mí hace días para decírmelo; y cuando no lo hiciste, te he. hecho llamar. Has cambiado. Hay algo muevo dentro de ti. —No —dije—. Tú eres quien ha cambiado.

—Tú también —dijo Inanna—. ¿No te pedí que cuando un dios te eligiera vinieras a mí y me dijeras de qué dios se trataba?

La miré, asombrado.

—¿Sabes eso?

—Es fácil de decir.

—¿Cómo? ¿Puedes verlo en mi rostro?

—Puedo sentirlo casi desde el otro lado de la ciudad. Ahora tienes un dios dentro de ti. ¿Puedes negarlo?

Agité negativamente la cabeza.

—No, no negaré eso.

—Prometiste decírmelo cuando fueras escogido. Fue una promesa.

Aparté la vista de ella y dije abatido:

—Ser elegido es una cosa muy íntima.

—Fue una promesa —insistió.

—Creí que estabas demasiado ocupada para verme…, el festival del Matrimonio, el funeral de la antigua Inanna…

—Fue una promesa —dijo de nuevo.

Todo un lado de mi cabeza estaba pulsando. Me sentía impotente ante ella. Lugalbanda, rogué, guíame, ¡guíame! Pero todo lo que podía sentir era el pulsar.

—Dime el nombre del dios que te protege ahora —exigió.

—Tú sabes todas las cosas —aventuré—. ¿Por qué tengo que decirte lo que ya conoces?

Aquello la divirtió, pero también la irritó. Se apartó de mí y paseó arriba y abajo por la habitación, y tomó sus grandes haces de cañas y los apretó fuertemente, y no me miró. Hubo un silencio que me ató como bandas de bronce. Me sentí ahogar bajo su fuerza. No es baladí revelarle a alguien tu dios personal: significa rendir una porción de la fuerza que ese dios te proporciona. Todavía no me sentía lo suficientemente seguro de mi propia fuerza como para permitirme una rendición de aquel tipo. Pero del mismo modo tampoco estaba lo bastante seguro como para negarle a Inanna el conocimiento que me pedía. Se lo había prometido a una sacerdotisa, pero era la diosa quien me exigía ahora que cumpliera mi promesa.

Dije, muy lentamente:

—El dios que ha entrado en mí es mi padre, el héroe Lugalbanda.

—Ah —exclamó—. ¡Ah!

No dijo nada más, y el terrible silencio descendió de nuevo.

—No debes decírselo a nadie —murmuré.

—¡Soy Inanna! —exclamó, furiosa—. ¡Nadie me da órdenes!

—Sólo te pido que no lo digas. ¿Representa tanto pedirte eso?

—No debes pedirme nada.

—Sólo prométeme…

—No hago promesas. Soy Inanna.

La fuerza de la diosa llenó la habitación. La auténtica presencia divina crea una gelidez mucho más profunda que el más frío viento invernal, porque sorbe hacia ella todo el calor de la vida; y en aquel momento sentí que Inanna tomaba el mío, lo bombeaba fuera de mí, convirtiéndome en un simple cascarón helado. No podía moverme. No podía hablar. Me sentí joven, estúpido e inocente. Vi alzarse ante mí a la auténtica diosa encarnada, con unos ojos amarillos resplandeciendo como los de un animal de presa en la noche.

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