5

Un día, por aquel entonces, un esclavo que Llevaba el distintivo de Inanna vino hasta mí mientras estaba practicando el lanzamiento de la jabalina y dijo:

—Debes venir ahora mismo al templo de la diosa.

Me condujo por serpenteantes corredores que nunca antes había visto, en las profundidades del Templo de mi abuelo, o quizá incluso a su lado, en túneles que descendían al interior de la Plataforma Blanca. A la parpadeante luz de nuestras lámparas de aceite: vi que las salas que atravesábamos tenían altas bóvedas y estaban adornadas con decoraciones de mosaico rojo y amarillo, lo cual era extraño en aquel lugar (de perpetua noche. Había olor de incienso en el aire, y humedad, como si las propias paredes estuvieran sudando. Aquél era evidentemente alguna especie de santuario sagrado, quizá el de la propia Inanna. Me sentí intranquilo ante aquel pensamiento, como me (ocurría siempre cuando se trataba de algo demasiado ¡íntimamente relacionado con Inanna.

Oí el corretear de pequeños animalillos en la oscuridad, y el sonido de una ronca y congestionada respiración. De tanto en tanto un corredor intersectaba el nuestro, y vi lámparas que resplandecían muy a lo lejos. En dos ocasiones cruzamos magos o exorcistas en plena tarea a la luz de una vela, acuclillados en el embaldosado suelo y esparciendo harina de cebada y olorosas ramas de tamarisco mientras pronunciaban sus conjuros. No nos prestaron la menor atención. Poco después, mientras miraba a un cruce, tuve un rápido atisbo de tres achaparradas criaturas marrones, bípedas, con grandes pechos colgantes y patas de carnero alejarse trotando de nosotros. Estoy seguro de que las vi. No tengo la menor duda de que eran demonios. Supe que me hallaba en un lugar lleno de peligros, donde un mundo bordea al otro, y cosas que se supone que son invisibles cruzan unos límites que no deberían ser cruzados.

Seguimos nuestro camino, descendiendo cada vez más. Finalmente llegué a una gran puerta incrustada con bronce que giró sobre una gran piedra redonda negra encajada debajo del pavimento.

—Entra —dijo el esclavo.

Entré en una habitación larga y estrecha, profunda y oscura. Sus toscas paredes de ladrillo estaban adornadas con pizarra negra y roja piedra caliza incrustada en betún, y cuatro lámparas montadas en otros tantos candelabros encajados altos en la pared proporcionaban una temblorosa luz. En el suelo había encajados dos triángulos superpuestos de metal blanco formando la silueta de una estrella de seis puntas.

En el centro de esa estrella había una mujer de pie, perfectamente inmóvil.

Esperaba encontrarme delante de la propia Inanna, pero ésta era alguna sacerdotisa menor, más alta, más joven y más esbelta. Estuve seguro de haberla visto antes, en las ceremonias de las diosas, cerca de Inanna y a su derecha, vistiéndola y desvistiéndola según requería el rito: una doncella de la diosa, del círculo interior del templo. Por un largo y silencioso momento la miré, y ella me miró a mí. Su belleza era extraordinaria. Me aferró como una gran mano que no pude eludir. Sentí el poder de su presa que agitaba mi alma como los ardientes vientos del verano. Iba elaborada mente acicalada: sus mejillas estaban coloreadas con una tonalidad amarillo ocre, sus párpados superiores oscurecidos con kohl, los inferiores pintados de verde con malaquita, y su denso y lustroso pelo había sido enrojecido con alheña. Llevaba un lujoso atuendo, con el emblema del haz de cañas de Inanna bordado cruzando su pecho. En un incensario que descansaba sobre un trípode de plata ardía una bola de mirra. Sus ojos, oscuros y penetrantes, recorrieron mi cuerpo de hombro a hombro, de cabeza a pies: parecía estar tomando mis medidas.

Finalmente me saludó por mi nombre, mi nombre de nacimiento. Yo no tenía nombre para ella así que no respondí. Me limité a permanecer de pie allí, mirándola estúpidamente, con la boca abierta.

Entonces dijo, casi ferozmente:

—Bien, ¿me recuerdas?

—Te he visto sirviendo a Inanna en los ritos.

Sus ojos llamearon.

—Por supuesto que sí. Todo el mundo lo ha hecho. Pero tú y yo nos hemos encontrado. Nos hemos hablado.

—¿De veras?

—Hace mucho tiempo. Tú eras muy joven. Debes haberlo olvidado.

—Dime tu nombre, y sabré si nos hemos conocido.

—¡Ah, me has olvidado!

—Olvido muy pocas cosas. Dime tu nombre —insistí.

Sonrió maliciosamente, y me dijo su nombre, que no debo transcribir aquí, porque, como mi propio nombre de nacimiento, ha sido reemplazado por otro más sagrado y debe ser abandonado para siempre. El sonido de su nombre alzó el cerrojo de mi memoria, y del almacén de mi mente brotó una oleada de recuerdos: tiras de cuentas azules, amuletos de conchas rosas, un cuerpo de muchacha sinuosamente desnudo pintado con dibujos de serpientes, unos pechos recién nacidos, un penetrante perfume. ¿Era esta mujer la misma que aquella taimada muchachita? Sí. Sí. Sus pechos eran más que unos pequeños brotes ahora, y su rostro se había hecho algo más ancho en las mejillas, y el perverso destello de sus ojos estaba oscurecido por los cosméticos con que los había pintado. Pero estaba seguro de ver todavía a la muchacha oculta dentro de la mujer.

—Sí, ahora lo recuerdo —dije—. El día del nombramiento del nuevo rey, cuando me perdí en el laberinto del templo, y tú viniste tras de mí, y me confortaste, y me devolviste a la ceremonia. Pero has cambiado mucho.

—No tanto, creo. Ya estaba empezando a ser una mujer entonces. Había sangrado tres veces la sangre de la diosa. Creo que mi aspecto no es muy distinto ahora. Pero tú sí has cambiado por completo. Entonces sólo eras un chiquillo.

—Fue hace seis años, o un poco más.

—¿De veras? ¡Qué chiquillo más dulce eras entonces! —Me lanzó una descarada mirada—. Pero ya no eres ningún chiquillo. Abisimti me dice que eres un auténtico hombre.

Abrumado, avergonzado, exclamé:

—¡Creía que los hechos de las sacerdotisas eran secretos sagrados!

—Abisimti me lo cuenta todo. Somos como hermanas.

Cambié mi peso de uno a otro pie, inquieto. Como la otra vez, hacía tanto tiempo, sentía irritación e incertidumbre, porque era incapaz de decir si se estaba burlando de mí. Me sentía extrañamente indefenso ante su astucia. Había crecido, sí, pero ella también; y si bien yo no había pasado mucho de los doce años, ella tenía al menos dieciséis, y por lo tanto seguía estando muy por delante de mí. Había en ella como un borde afilado que me cortaba cada vez que intentaba un avance.

Finalmente dije, un poco demasiado bruscamente:

—¿Por qué estoy aquí? —Creí que ya era tiempo de que volviéramos a encontrarnos. Primero te vi un día durante el festival, cuando estabas en el templo llevando ofrendas. Mis ojos repararon en ti y me pregunté quién serías, y pregunté a alguien: ¿Quién es ese hombre? Y me dijeron: No es un hombre, sólo es un muchacho, el Ihijo de Lugalbanda. Me sorprendió que hubieras crecido tan rápido, porque pensé que tenías que ser todavía muy joven. Luego, unos pocos días más tarde, Abisimti dijo que un príncipe había acudido a ella en el claustro y que ella lo había conducido a la virilidad, y yo le pregunté de qué príncipe se trataba, y ella me dijo que era el hijo de Lugalbanda. Pensé que debía hablar de nuevo contigo, después de oír a Abisimti. Las palabras de Abisimti me hicieron sentir curiosidad hacia ti.

Me enfureció que siguiera siendo tan simplle leer los significados dentro de sus significados. ¿Estaba diciendo que deseaba ir al claustro conmigo? Así parecía, o ¿para qué me habría hecho llamar, y por qué otro motivo sus ojos me estarían estudiando tan sensualmente? Bien, me iría de buena gana con ella…, ¡más que de buena gana! Su belleza me volvía loco, incluso entonces. Pero no estaba seguro de que fuera eso lo que ella quería, y no me atrevía poner el ¡asunto a prueba, por temor a ser rechazado. Uno no puede obtener a las sacerdotisas de Inanna por simple petición, sólo a aquellas que aguardan en el claustro, que se han dedicado libremente a la sagrada prostitución. Es motivo de vergüenza acercarse a las otras, que son puestas aparte como esposas del dios, o del rey en el que el dios se ha encarnado. No sabía a qué clase pertenecía ella. Y quizá aquello era un simple? juego para ella, y yo sólo su juguete, un hombre-muñeco ahora en vez del niño-muñeco que había sido Ha otra ocasión. Sentí la tela de araña que estaba tejiendo a mi alrededor, y me sentí perdido en ella.

—¿Cómo te han ido las cosas? —preguntó—, ¿Qué has hecho? Yo nunca abandono el templo; no poseo noticias de la ciudad, excepto los rumores que me traen las doncellas. —Mi madre es sacerdotisa de An. Yo hago algunos servicios en su templo. Estudio las cosas que estudian los jóvenes. Aguardo a entrar por completo en mi edad adulta.

—¿Y entonces?

—Haré lo que los dioses requieran de mí.

—¿Te ha elegido ya algún dios para ser él?

—No —dije—. Todavía no.

—¿Lo deseas?

Me encogí de hombros.

—Ocurrirá cuando ocurra.

—Inanna me eligió a mí cuando yo tenía siete años.

—Ocurrirá cuando ocurra —repetí.

—Cuando lo sepas, ¿vendrás a mí y me dirás de qué dios se trata?

Me miraba muy fijamente. Parecía estar reclamándome algo, y yo no podía comprender por qué. Ni me gustaba. Pero su poder era intenso. Me oí a mí mismo decir sumisamente:

—Sí, te lo diré. Si es eso lo que deseas.

—Eso es lo que deseo —dijo.

Algo se ablandó entonces en ella; aquel filo malicioso se apartó de ella, así como la expresión que yo había interpretado como perversidad. Tomó un amuleto de una bolsa que llevaba a la cintura y lo apretó contra mis manos, una estatuilla de Inanna, con grandes pechos e hinchados muslos, tallada en algún tipo de lisa piedra verde que nunca antes había visto. Parecía brillar con una llama interior.

—Guárdala siempre contigo —dijo.

Me turbó tomarla de sus manos. Parecía como si el precio de aquella estatuilla fuese mi alma.

—¿Cómo puedo aceptar algo tan precioso? —dije.

—No puedes rechazarla. Sería un pecado devolver los regalos de una diosa.

—Los regalos de una sacerdotisa querrás decir.

—La diosa habla a través de sus sacerdotisas. Esto es tuyo, y mientras lo lleves estarás bajo la protección del poder de la diosa. Quizá sí. Pero me hacía sentir inquieto. En Uruk todos estamos bajo la protección del poder de la diosa; pero pese a todo Inanna es una diosa peligrosa, que trata a sus súbditos de formas misteriosas, y no es prudente acercarse demasiado a ella. Mi padre había hecho su servicio a Inanna, como debe hacerlo un rey de Uruk, pero siempre que había ido en privado a algún templo había sido al del padre cielo An. Y yo mismo me sentía más cómodo con Enlil de las tormentas que con la diosa. Pero no tenía otra elección más que tomar el amuleto. Podía ser peligroso adorar a Inanna, pero era mucho más peligroso irritarla.

Cuando la dejé aquel día me sentía extraño, como si hubiera sido obligado a entregar algo de gran valor. Pero no tenía la menor idea de lo que era.

Fui llamado varias veces más en los meses siguientes a la cámara de audiencias al extremo de aquel corredor de demonios y magos a mucha profundidad bajo el templo de Enmerkar. Cada vez era lo mismo: una conversación no conclusiva, un desconcertante despliegue de flirteos amenazadores que no conducían a ninguna pare, y al final una sensación de que ella había jugado conmigo a un juego cuyas reglas no comprendía. A menudo tenía algún pequeño regalo para mí, pero cuando yo le traje uno ella no lo aceptó. Deseaba saber muchas cosas: noticias de la corte, de la asamblea, del rey. ¿Qué era lo que yo había oído? ¿Qué se decía en palacio? Era insaciable. Empecé a mostrarme cauteloso con ella, diciendo poco, respondiendo a sus preguntas de la forma más breve y vaga que me era posible. No sabía lo que ella deseaba de mí. Y temía el poder de su belleza, que sabía era lo bastante fuerte como para barrerme a la destrucción. Con cualquier otra hubiera podido decir, pese a mi juventud: “Vamos, ven conmigo, yace conmigo.” ¿Pero cómo podía decirle algo así a ella? Escudada como estaba por el aura de la diosa, era inalcanzable hasta que ella diera su consentimiento. A una de sus palabras, a un simple gesto de uno de sus dedos, hubiera caído de rodillas ante ella. Pero ella no pronunciaba la palabra. No hacía el gesto con el dedo. Yo rezaba para que los dioses me entregaran en sus brazos, alguna de esas veces que enviaba a por mí. Pero aunque la calidez de su sonrisa decía una cosa, el helado destellar de sus ojos decía otra, y me mantenía apartado de ella como si yo fuera un eunuco. Parecía estar más allá de mi alcance. Pero yo no había olvidado la sorprendente cosa que me había dicho en mi infancia, el día de la coronación de Dumuzi: Cuando seas rey, yaceré en tus brazos.

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