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Mi viaje a Uruk fue como el de un rey ya entronizado, y mi entrada en la ciudad fue como la de un triunfante conquistador.

Agga puso a mi servicio tres de sus más espléndidos barcos de vela, del tipo usado para el comercio por mar a Dilmun, con grandes velas de tela escarlata y amarilla que atrapaban portentosamente la brisa y me empujaron río abajo rápida y majestuosamente. Llevaba conmigo gran riqueza de obsequios del rey de Kish: esclavos, vasijas de piedra llenas de vino y aceite, balas de finas telas, preciosos metales y joyas, efigies de los dioses. Iba acompañado por tres docenas de guerreros como guardia de honor, y por algunos altos funcionarios de la corte de Agga, entre ellos su astrólogo, su médico personal y su mayordomo de vinos, que velaba por mis deseos en toas las comidas. Mi esposa Ama-sukkul no vino conmigo, porque en aquellos momentos estaba a punto de dar a luz mi segundo hijo. Nunca volvería a verla; pero entonces no lo sabía.

A cada ciudad a lo largo del río la gente salía a saludarnos a nuestro paso. No sabían a quién estaban saludando, por supuesto —seguro que no sospechaban que aquel nombre de regio aspecto que les devolvía el saludo con austero gesto era el mismo muchacho fugitivo a quien habían dado hospitalidad hacía cuatro años—, pero sabían que una flota como la nuestra tenía que ser importante, y se apiñaban en las orillas gritando y agitando banderas hasta que estábamos fuera de su vista. Había al menos dos docenas de tales poblados, cada uno de ellos con un millar de habitantes o más, los más al norte prestando obediencia y lealtad a Kish, los más al sur a Uruk.

Por la noche el astrólogo me mostraba las estrellas y señalaba los presagios que había en ellas. Yo sólo conocía la brillante estrella matutina y vespertina, que es sagrada para Inanna; pero él me mostró la roja estrella de la guerra, y la blanca estrella de la verdad. Todas esas estrellas son planetas: es decir, vagabundos. También me mostró las estrellas del cielo septentrional que siguen el sendero de Enlil, y aquellas del cielo meridional que siguen el sendero de Enki, y las estrellas del ecuador celeste, que son las que siguen el sendero de An. Me enseñó a encontrar la Estrella del Carro, la Estrella del Arco y la Estrella del Fuego. Me mostró el Carro, los Gemelos, el Carnero y el León. Y me impartió el muy secreto conocimiento de los misterios de esas estrellas, y cómo conocer las revelaciones que ofrecen. Me enseñó también el arte de utilizar las estrellas para encontrar mi camino de noche, que me resultó de gran valor en posteriores viajes.

A menudo permanecía a solas en las horas más oscuras de la noche en la proa de mi barco y hablaba con los dioses. Pedía consuelo a Enki el sabio, y a Enlil el poderoso, y al Padre Cielo An, que asciende como el arco de los cielos por encima de todas las cosas. Me concedieron gran favor entrando en mi espíritu; porque sé que los granes dioses tienen muchas cosas que atender, y el mundo de los hombres mortales puede ocupar muy poco de su tiempo, del mismo modo que los gobernantes mortales no pueden dedicarse intensamente a las necesidades de los niños o de los mendigos. Pero esos poderosos príncipes de los cielos se inclinaron hacia mí. Sentí su presencia y fue reconfortante para mí. Supe por eso que yo era realmente Gilgamesh, es decir, El Que Es Elegido; porque no es asunto de los dioses conceder mucho aliento, y sin embargo me lo concedieron a mí mientras navegaba hacia la ciudad de Uruk.

En la mañana del noveno día del mes de ululu llegué a Uruk bajo un cielo claro y un enorme y brillante sol. Los corredores se me habían anticipado, anunciando la noticia de mi llegada, y media ciudad, o así lo parecía, estaba aguardándome cuando mi barco atracó en el Muelle Blanco. Oí el sonido de tambores y trompetas, y luego el canto de mi nombre, mi antiguo nombre, mi nombre de nacimiento, que pronto iba a ser desechado por mí. Habría unas diez mil personas, creo, apiñadas a lo largo del borde del Dique de la Nave de An, y desde allí hasta las grandes puertas incrustadas con metal de la Puerta Real.

Salté ligero de mi barco, y me arrodillé y besé los ladrillos del antiguo dique. Cuando me alcé, mi madre Ninsun estaba de pie ante mí. Estaba maravillosamente hermosa a la brillante luz, casi como una diosa. Sus ropas eran de color carmesí entrelazadas con franjas de plata finamente trenzada, y una larga y curvada aguja de oro le sujetaba la capa a su hombro. Llevaba al pelo la corona de plata de la suma sacerdotisa de An, incrustada con cornalina y lapislázuli, y brillando con realces de oro. No parecía ni un día más vieja que cuando la vi por última vez. Sus ojos brillaban: vi en ellos el calor que emana no simplemente de la madre de uno sino de la gran Ninhursag, la fuente de reposo, la madre de todos nosotros.

Me estudió durante un largo momento, y supe que estaba contemplándome tanto como sacerdotisa que como madre. La vi evaluando la altura y la fortaleza de mi cuerpo, y la prestancia que había venido a mí con la edad adulta. No podía haber más fuerte confirmación de la divinidad de Lugalbanda que el divino cuerpo del hijo de Lugalbanda. Al cabo de un rato tendió sus manos hacia mí y me llamó por mi nombre de nacimiento, y dijo:

—Ven conmigo al templo del Padre Cielo, para que pueda darle las gracias por tu regreso.

Caminamos a la cabeza de una gran procesión cruzando la Puerta Real y a lo largo del Sendero de los Dioses. A cada lugar sagrado había un rito que realizar. En el pequeño templo conocido como el Kizzalaga, un sacerdote que llevaba un cinturón púrpura prendió una antorcha en la que habían sido insertadas especias, y la roció con dorado aceite, y realizó el rito del lavado de la boca. En el lugar sagrado llamado el Ubshukkinakku fue prendida otra antorcha y rotas varias vasijas de cerámica. Cerca del Santuario de los Destinos fue sacrificado un toro, y separadas y ofrecidas su anca y su piel. Luego ascendimos al templo de An, donde la vieja suma sacerdotisa Gungunum mezcló vino y aceite e hizo una libación en la puerta, untando con ellos los quicios y parte de la propia puerta. Cuando estuvimos dentro, sacrificó un toro y un carnero, y yo llené los incensarios de oro e hice la oferta al Padre Cielo y a todas las demás deidades por turno.

A través de todo ello no hice ninguna pregunta ni pronuncié palabra fuera del ritual. Era como moverse a través de un sueño. Podía oír en la distancia el rítmico batir del tambor lilissu, que sólo es golpeado en la hora de un eclipse, y en el momento de la muerte de los reyes; y supe que Dumuzi el rey había muerto, y que iban a ofrecerme a mí el reino.

Todavía no había sentido la presencia de la diosa. Ni había puesto mis ojos sobre la sacerdotisa Inanna. Hasta entonces Uruk había mantenido a la diosa alejada de mí, y yo sólo me había dirigido a la presencia del Padre Cielo, a quien mi madre está dedicada. Pero sabía que Inanna se me manifestaría muy pronto. —Ven —dijo Ninsun, y cruzamos del recinto de An al recinto de Inanna, y subimos los escalones de la Plataforma Blanca hacia el templo de Enmerkar. Inanna me aguardaba allí.

Su visión hizo brotar en mí un jadeo de asombro. En los cuatro años de mi ausencia, el tiempo había hecho arder todo lo que de muchacha quedaba en ella. Había entrado en la más profunda madurez de la mujer, y su belleza se había vuelto abrumadora. Sus oscuros ojos resplandecían con el antiguo destello perverso, pero también con un extraño poder allí donde antes había estado la malicia. Parecía más alta, y más esbelta, con los huesos de sus pómulos claramente resaltados; pero sus pechos estaban más llenos de lo que recordaba. Su piel profundamente morena brillaba aceitada. El único atuendo que llevaba era los ornamentos de la diosa, los pendientes y las cuentas, el triángulo de oro en las ingles, las joyas en las caderas y las joyas en la nariz y las joyas en el ombligo.

Capté al mismo tiempo la intensa aura almizcleña de la presencia de la diosa y la zumbante aura de la presencia del dios. El lento y rítmico batir del tambor penetraba en mi alma y la invadía por completo, de tal modo que el tambor era yo y yo era el tambor. Me sentí como el cuero tenso del parche mientras las baquetas recubiertas de fieltro descendían una y otra y otra vez. Mis ojos se encontraron con los de Inanna, y fui atraído hacia aquellas profundas inmensidades del mismo modo que hacía tanto tiempo había sido atraído hacia los ojos de mi padre Lugalbanda, y me rendí por un momento y me dejé derivar en aquel pozo de oscuridad.

Ella sonrió, y era una sonrisa terrible, la sonrisa de la serpiente Inanna.

Dijo con voz baja y ronca:

—El rey Dumuzi se ha convertido en un dios. La ciudad está sin rey. La diosa requiere este servicio de ti.

—La serviré —dije, como había sabido durante toda mi vida que estaba destinado a decir.

Aunque sabía que eran Agga e Inanna quienes habían conspirado para entregarme aquel trono, por razones propias, eso no me importaba en absoluto. Cuando fuera rey, sería rey: nadie iba a gobernarme, nadie me usaría. Eso me prometí a mí mismo: cuando fuera rey, sería mi propio rey. ¡Y que temblara quien pensase de otro modo!

Lo tenían todo preparado. A una señal de Inanna fui llevado a un lado, a un pequeño edificio de tres lados anexo al templo, donde se realizaban los preparativos para los altos servicios. Allí fui despojado de mis ropas y bañado por media docena de jóvenes sacerdotisas, y luego todas las partes de mi cuerpo fueron untadas con aceites de dulces aromas, y mi pelo fue peinado y cepillado y aplastado y recogido detrás de mi cabeza, y me dieron un faldellín de lana de volantes para que me cubriera de cintura para abajo. Finalmente recogí en mis brazos los regalos que un nuevo rey debe ofrecer a Inanna, y salí lentamente de la habitación vestidor al terrible resplandor de la luz del sol de verano, y al vestíbulo del templo de Emerkar. Entré en él para reclamar mi reino.

Allí estaban los tres tronos, uno con el signo de Enlil, el otro con el signo de An, y el tercero flanqueado por los haces de cañas de Inanna. Allí estaba el cetro. Allí estaba la corona. Y allí, en el trono central, se sentaba Inanna, sacerdotisa y diosa, radiante ahora en toda su terrible majestad.

Sus ojos se encontraron con los míos. Me examinó atentamente, como diciendo: Eres mío, me pertenecerás. Pero yo le devolví la mirada firme y resueltamente, como respondiendo: Me juzgas muy mal, mi dama, si eso es lo que piensas.

Luego la gran ceremonia empezó, la plegaria y las libaciones. En torno mío estaban de pie los funcionarios del reinado de Dumuzi, los chambelanes y mayordomos y supervisores y recaudadores de impuestos y virreyes y gobernadores, que pronto dependerían todos de mí. Sonaron las flautas, tocaron las trompetas. Prendí una bola de incienso negro; deposité mis regalos ante cada uno de los tronos; toqué con mi frente al suelo ante Inanna, y besé el suelo, y le di los regalos correspondientes. Me pareció como si hubiera hecho aquello un millar de veces. Me sentía inundado por una nueva fuerza, como si mi sangre hubiera doblado de volumen, como si mi respiración fuera la respiración de dos hombres, y ambos gigantes.

Inanna se alzó del trono. Vi la belleza de sus largos brazos y su gracioso cuello; vi sus pechos oscilar bajo los azules collares de cuentas.

—Soy Ninpa, la Dama del Cetro —me dijo, y tomó el cetro del trono de Enlil y me lo tendió—. Soy Ninmenna, la Dama de la Corona —dijo, y alzó la corona del templo de An y la dejó descansar sobre mi cabeza. Sus ojos se encontraron con los míos; su mirada ardía, ardía.

Pronunció mi nombre de nacimiento, que nunca más volvería a ser oído en el mundo de los mortales.

Luego dijo:

—Tú eres Gilgamesh, el gran hombre de Uruk. Así lo decretan los dioses. —Y oí el nombre pronunciado por un centenar de voces a la vez, como el rumor del río en la época de las crecidas—: ¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh!

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