7

Fui al despacho para pasar a máquina las notas que había tomado. La lucecita del contestador automático parpadeaba alegremente. Pulsé la tecla de oír los mensajes y escuché el que habían dejado. Era una llamada de Rhe Parsons, la amiga de Isabelle, y su voz parecía tensa y puntillosa, la de la típica persona que devuelve una llamada sólo para quitarse de encima el compromiso. Marqué su número y, mientras sonaba el teléfono al otro lado del hilo, me puse a hojear un expediente que tenía en la mesa. ¿Dónde podría encontrar un testigo que hubiese visto a David Barney en el lugar de los hechos? Lonnie lo había dicho en plan sarcástico, pero ¡menudo golpe sería! Cuatro timbrazos… cinco. Iba a colgar cuando respondieron de pronto.

– ¿Diga?

– Sí, hola, soy Kinsey Millhone. ¿Podría hablar con Rhe Parsons, por favor?

– Yo misma. ¿Quién es?

– Kinsey Millhone. La llamé y…

– Ah, sí, sí -me interrumpió-. Sobre Isabelle. Pero no entiendo qué es lo que usted quiere.

– Verá, sé que habló usted con Morley Shine hace un par de meses.

– ¿Con quién?

– El detective que se encargaba de esto. Por desgracia, sufrió un ataque…

– Jamás he hablado con nadie acerca de Isabelle.

– ¿No habló usted con Morley? Trabajaba para un abogado en relación con el proceso entablado por Kenneth Voigt.

– No sé a qué se refiere.

– Disculpe. Puede que esté confundida. ¿Le importa si se lo cuento? -Y le resumí lo del juicio y lo del trabajo para el que me habían contratado-. Le prometo no hacerle perder más tiempo del necesario, pero me gustaría charlar unos momentos con usted.

– Estoy muy ocupada. Ha llamado usted en mal momento -dijo-. Soy escultora e inauguro una exposición dentro de dos días. No puedo desperdiciar ni un solo minuto.

– Podríamos charlar mientras tomamos un café o una copa esta misma tarde. Son las cinco menos diez. Puedo pasar por donde usted quiera, a la hora que más le convenga.

– ¿Y ha de ser precisamente hoy? ¿No puede esperar una semana?

– El juicio se nos echa encima. -Todo el mundo va a cien por hora, me dije.

– Mire, no quisiera parecer cruel, pero Isabelle murió hace seis años, y le pase lo que le pase a David Barney, ella no va a resucitar. Yo no le veo ningún objeto, ¿me explico?

– Puestos a ello, nada tiene objeto -dije-. Nos podríamos volar todos la tapa de los sesos, pero no lo hacemos. Es evidente que Isabelle está muerta, pero su muerte no tiene por qué carecer de sentido.

Se produjo un silencio. Aquella mujer no quería cooperar y no me gustaba apretar las clavijas a nadie, pero el asunto era serio. Cambió de actitud, irritada todavía, aunque dispuesta a ceder un poco.

– Está bien. Doy clases de dibujo en Formación de Adultos de siete a diez. Si pasa por allí, podríamos hablar mientras trabajan los estudiantes. Más no puedo hacer.

– Perfecto. Me viene de maravilla. Se lo agradezco muchísimo.

Me dio la dirección.

– Aula diez, al fondo.

– Allí nos veremos.

Llegué a casa a las seis menos veinticinco y vi luz en la cocina de Henry. Fui de mi puerta trasera a la suya y miré por el cancel. Estaba sentado en la mecedora con el vaso diario de Jack Daniels, leyendo el periódico mientras se hacía la cena. Percibí a través de la tela metálica un mareante aroma a carne y cebolla frita. Dejó a un lado el periódico.

– Pasa.

Abrí el cancel y entré en la cocina. Comenzaba a hervir agua en un puchero y vi salsa de tomate que burbujeaba en el quemador que había detrás.

– ¿Cómo está, Henry? No sé qué estará haciendo, pero huele divino.

Habría sido guapo a cualquier edad, pero a sus ochenta y tres años estaba fabuloso: alto, delgado, con el pelo blanco como la nieve, la piel bronceada y unos ojos azules que parecían despedir fuego.

– Preparo una lasaña para después. William llega esta noche. -William era su hermano mayor, tenía ochenta y cinco años, había sufrido un ataque al corazón en agosto y andaba achacoso desde entonces. Henry, tras plantearse la posibilidad de viajar a Michigan para verle, había pospuesto la visita hasta que William mejorara. Pero al parecer se había recuperado, porque había llamado a Henry para decirle que venía.

– Estupendo. Me había olvidado. Puede ser una auténtica aventura. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

– Le dije que dos semanas, un poco más si no me harto antes. Va a ser un estorbo. Se ha recuperado físicamente, pero tiene una depresión de caballo desde hace meses. Lewis dice que está totalmente obsesionado. Seguro que me lo ha enviado para vengarse.

– ¿Qué le ha hecho usted?

– ¿Quién sabe? Es de los que no abren la boca. Y resulta que se cree que es mi padre. Le gusta hacerme pensar en mis pecados por si me he callado alguno. Le quité una novia en 1926. Estoy convencido de que ésta es su venganza, aunque podría equivocarme. Tiene memoria de elefante y ni un miligramo de generosidad. -Lewis era otro hermano de Henry y tenía ochenta y seis años. Su hermano Charlie tenía noventa y uno, y su única hermana cumpliría noventa y cuatro el 31 de diciembre-. En cualquier caso, apostaría a que no ha sido idea suya. Cabe la posibilidad de que mi hermana, Nell, haya puesto a William de patitas en la calle. Nunca le cayó bien y últimamente dice que William sólo sabe hablar de defunciones. Dentro de poco será su cumpleaños y no le apetece que le vengan con esas historias. Dice que la ponen enferma.

– ¿Cuándo llega el avión?

– A las ocho y cuarto, si no se estrella. Nos comeremos la lasaña con ensalada y después tal vez nos acerquemos al local de Rosie para tomar una cerveza. ¿Te apetece cenar con nosotros? De postre hay tarta de cerezas. Bueno, la verdad es que he hecho seis, pero las otras cinco son para Rosie, para cancelar la cuenta del bar. -Rosie es una húngara de apellido impronunciable que posee un bar donde sirven comidas. Henry ha sido panadero, y desde que se jubiló vive del trueque. Además provee de pastas a todos los que celebran tertulias domésticas en el barrio, donde está muy solicitado.

– No puedo -dije-. Tengo una cita a las siete y a lo mejor no llego a tiempo. Quizá coma algo en el bar de Rosie ahora, cuando salga.

– Puede que nos veamos mañana. No sé cómo pasaremos el día. Los deprimidos nunca quieren salir de casa. Seguramente estaré por aquí, mirándole mientras él se toma sus gotas.

La planta baja donde está el bar de Rosie da la sensación de haber sido antaño una tienda de comestibles. La fachada es lisa, estrecha, y entre los rasgados anuncios de cerveza y los zumbantes letreros de neón apenas se ven los ventanales. El local está empotrado entre una lampistería y una lavandería de máquinas de monedas y pésima iluminación cuyos usuarios consumen cerveza y tabaco en el local de Rosie mientras se hace la colada. El suelo es de madera; las paredes, de conglomerado con manchas de matiz caoba. Los reservados que bordean el perímetro se han construido de cualquier manera y el usuario que se mete entre las mesas y los asientos sin mirar dónde pone los pies está condenado a romperse la espinilla. Hay entre ocho y diez mesas de formica, y lo normal es que una de cada cuatro patas cojee. A la hora de la comida, los clientes no hacen más que agacharse para arreglar el desnivel con cajas de cerillas y servilletas dobladas. La iluminación es tan particular que da la sensación de que todos hemos abusado de la crema bronceadora.

La cena discurrió sin incidentes en cuanto me sometí y acepté lo que Rosie me indicó. Es una mujer irresistible: sesentona, húngara, bajita y pechugona, una despiadada ejecutora de las disposiciones de la mafia de la alimentación. El plato especial de aquella noche se llamaba gulyashus, * que quiere decir estofado de ternera.

– Me apetece una ensalada. He comido demasiada porquería y necesito un buen lavado de estómago.

– La ensalada después -dijo-. Primero gulyashus. Me sale muy típico. Te vas a chupar los dedos. -Ya lo había apuntado en el cuaderno que llevaba últimamente. Me pregunté si llevaría la cuenta de todas las comidas que yo consumía en su establecimiento. Me estiré para ver lo que había escrito y me dio un lapicerazo en la cabeza.

– Rosie, ni siquiera sé lo que es el gulyashus.

– Yo decir si tú callar.

– Ya estoy callada. Dímelo.

Primero tuvo que ponerse en situación y adoptar la postura idónea del mismo modo que el violinista afirma los pies en el suelo antes de rasgar las cuerdas con el arco. Habla mal en inglés cuando quiere, sin duda porque cree que así da más autenticidad a lo que dice.

– Gulyás significar «pastor» en húngaro. El plato, del siglo ix. Muy bueno. Los pastores fríen cubitos de carne con cebollas, poquísima agua. Nada de paprika, por eso yo no poner. Cuando líquido se evapora, secan carne al sol y la guardan en bolsas hechas de… eso que tiene el carnero… cómo se dice…

– ¿Testículos?

– Estómago.

– Después de digerido. Muy sabroso. Yo probar y no querer oír el resto -le seguí la corriente.

– Así se hace, valiente -dijo con satisfacción.

Lo que me trajo era lo que mi tía llamaba culás, es decir, trozos de ternera fritos con cebolla y condimentados con nata agria. Sabía de maravilla y la ensalada picante que vino después aportó el contrapunto perfecto. Rosie me autorizó a añadir al menú un vasito de vino tinto, bollitos con mantequilla y algo de queso. Puesto que la cena me costó sólo nueve dólares, no tenía derecho a quejarme. Aunque me pregunté si no habría puesto un precio demasiado bajo a mi sumisión total.

Mientras me tomaba el café, se quedó junto a mi mesa y empezó a quejarse. Miguel, el mozo, un sujeto hosco de cuarenta y cinco años, la había amenazado con despedirse si no le aumentaba el sueldo.

– Es absurdo. ¿Por qué quiere más dinero? ¿Sólo por haber aprendido a lavar los platos, tal como le enseñé? Tendría que pagarme él a mí.

– Rosie -dije-. Se puso a lavarte los platos porque hace seis meses se despidió Ralph. Ahora hace el trabajo de dos hombres y es lícito que cobre en consecuencia. Además, estamos casi en Navidad.

– No se rompe los riñones -puntualizó, inmune a las ideas de juego limpio, justicia social y generosidad navideña.

– No le aumentas el sueldo desde hace dos años. Él mismo me lo dijo.

– Estás de su parte, ¿no?

– Pues sí. Es un buen empleado. Sin él, estarías perdida.

Tenía la determinación pintada en la cara.

– No me gustan los hombres refunfuñones.

El servicio de Formación de Adultos donde Rhe Parsons daba clase estaba en Bay Street, al otro lado de la autopista y a unas dos calles del hospital St. Terry. El complejo, antaño una escuela de enseñanza primaria, consistía en una serie de oficinas, una pequeña sala de conciertos e infinitas aulas de tamaño portátil. El aula 10 situada detrás del aparcamiento, era un estudio de tamaño descomunal con una puerta en cada extremo. Salía luz a raudales por las ventanas. Tengo una aversión natural a las instituciones educativas, pero el dibujo me parecía saludable, al contrario que las matemáticas o la química. Me asomé a la puerta.

No había más muebles que los caballetes y unas cuantas sillas de madera y respaldo vertical. En el centro del aula, sobre una tarima, una mujer en albornoz, seguramente la modelo, estaba encaramada en un taburete alto de madera y leía una revista. Los estudiantes, que oscilaban entre los treinta y los setenta y pico, iban de un lado para otro. En Santa Teresa casi todos los cursos para adultos son gratis. Por una clase práctica como aquélla puede que se cobrasen dos dólares a lo sumo, para costear el material, pero la mayoría de las matrículas son gratuitas y de régimen abierto. Aún había movimiento de coches en el aparcamiento. Faltaban ocho minutos para las siete y los alumnos llegaban y entraban charlando. Vi que algunas mujeres sacaban más caballetes de un pequeño almacén. Vi una máquina de café y una caja grande de color rosa, seguramente con pastas, para tomarlas con el café durante el descanso. Al fondo se oía Silk Road de Kitaro, a escaso volumen; la música llenaba el aula con su ritmo seductor. Percibí el olor de la pintura al óleo, y vi los primeros chorros burbujeantes del café caliente y fuerte.

Una mujer, Rhe Parsons sin duda, salía de un pequeño almacén con un rollo de papel barato y una caja de lápices; tejanos, camisa de algodón con las mangas subidas, un paquete de tabaco en el bolsillo superior izquierdo. Sin maquillaje ni sostén. Llevaba sandalias de cuero basto y cinturón de cuero hecho a mano. El pelo, castaño oscuro y recogido en una trenza, le llegaba a la mitad de la espalda. Le eché treinta y ocho o treinta y nueve años, y me pregunté si por casualidad no habría estado en Woodstock cuando todos éramos mucho más jóvenes. Yo había visto fragmentos del concierto en televisión y me la imaginé paseando descalza por el barro, totalmente desnuda, con un porro, el pelo hasta la cintura y margaritas pintadas en las mejillas. Los años le habían agriado el carácter, cosa que sucede incluso en las mejores familias. Puso los lápices en un estante y fue con el papel hasta una mesa enorme de trabajo, donde empezó a cortarlo en hojas idénticas con unas tijeras de tamaño industrial. Los estudiantes que carecían de cuadernos de dibujo se pusieron en cola, en espera de que la mujer terminase la operación. Levantó la vista, me vio y siguió con lo que estaba haciendo. Crucé el aula y me presenté. No pudo ser más amable. Tal vez, como les ocurre a muchas personas normalmente malhumoradas, el enfado se le hubiera ido al instante para ceder paso a una actitud más cordial.

– Perdone si por teléfono estuve cortante. Pongo a trabajar al personal y salimos al callejón. -Consultó el reloj, que llevaba en la cara interior de la muñeca. Eran las siete en punto. Batió palmas-. Muy bien, amigos. Todos a sus puestos, que a Linda se le paga por horas. Hoy empezaremos con bocetos rápidos, uno por minuto. Es para adquirir práctica, de modo que no os preocupéis por los detalles. Pensad a lo grande. Llenad la página. No quiero miniaturas. Betsy cronometrará el trabajo. Cuando suene el timbre, coged la hoja siguiente y volved a empezar. ¿Alguna pregunta? Adelante, pues. A entretenerse.

Hubo cierta confusión mientras los estudiantes rezagados buscaban caballetes vacíos. La modelo bajó del taburete, se quitó el albornoz, se inclinó hacia adelante con las manos en el taburete y la espalda curvada con gracia. Comprobé con alivio que su aspecto era el de una persona normal y corriente: con michelines, desproporcionada y los pechos flojos a causa de la maternidad. La mujer que estaba más cerca de mí observó a la modelo durante unos segundos y se puso a dibujar. Fascinada, vi que sabía reproducir la línea de la espalda de la modelo, la curvatura de la columna. Las sinuosidades líricas de la música acentuaban el silencio del aula.

Rhe me observaba a su vez. Sus ojos eran entre verdes y castaños y tenía las cejas desiguales. Avanzó hacia la salida trasera y la seguí. El aire del exterior era ocho grados más frío que el del aula. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se apoyó en un pilar.

– ¿Le gusta el dibujo? Parecía interesada.

– ¿De veras enseña usted a dibujar de ese modo?

– Pues claro. ¿Quiere aprender?

Me eché a reír.

– No lo sé. Me pongo nerviosa. Nunca he hecho nada relacionado con el arte.

– Pues debería intentarlo. Apuesto a que le gustaría. Doy los rudimentos durante el primer semestre. Se trata de copiar del natural y las clases son para alumnos que carecen de experiencia. Si sigue usted mis instrucciones, aprenderá con rapidez. -Desvió la mirada hacia el aparcamiento.

– ¿Espera a alguien?

Volvió a posar los ojos en mí.

– Mi hija me dijo que iba a venir. Quiere llevarse mi coche. Si usted va a estar por aquí mucho rato, a lo mejor le pido que me lleve a casa.

– No me importaría.

Volvió al tema anterior, quién sabe si con la esperanza de posponer la charla sobre Isabelle.

– Me dedico a dibujar desde que tenía doce años. Recuerdo incluso cuando empecé. En sexto curso. Habíamos ido de excursión a un parque dónde había un estanque. Todos mis compañeros dibujaron la fuente con los típicos vagabundos sentados en el borde. Yo dibujé los huecos de la tela metálica de la valla. Mi dibujo estaba vivo, el de los demás parecía propio de alumnos de sexto que van de excursión. Fue como una ilusión óptica y algo se modificó en mi interior. Noté que mi cerebro daba un salto hacia adelante y me eché a reír. A partir de entonces fui una especie de milagro artístico, la estrella de la clase. Podía dibujar lo que me propusiera.

– La envidio. Siempre he pensado que tiene que ser maravilloso. ¿Puedo preguntarle por Isabelle? Dijo usted que no andaba sobrada de tiempo.

Desvió la mirada y su voz se volvió más tenue.

– Puede hacerlo. ¿Por qué no? He hablado con Simone y me ha puesto al corriente.

– Lamento la confusión sobre Morley Shine. Según los informes, ya había hablado con usted. Yo tenía que limitarme a llenar las lagunas.

Se encogió de hombros.

– Conmigo, desde luego, no habló; y más vale que haya sido así. Sostener la misma conversación dos veces me habría sacado de mis casillas. En fin, ¿qué quiere saber?

– ¿Cómo se conocieron?

– En Santa Teresa, en la facultad, durante un curso de técnicas de impresión. Yo tenía dieciocho años, estaba soltera y era madre de una niña. Tippy tenía dos años. Sabía quién era el padre; siempre se sintió responsable de ella y me pasaba dinero, pero no me habría casado con él…

Imaginé a un traficante de drogas con la nariz perforada, un rubí diminuto incrustado en la aleta igual que un talismán, y el pelo grasiento cayéndole hasta la mitad de la espalda.

– … Isabelle acababa de cumplir los diecinueve años y salía con el individuo que después se mató en una barca. Éramos demasiado jóvenes para lo que estaba a punto de suceder, pero nos unió como el cemento. Fuimos amigas durante catorce años. Todavía la echo de menos.

– ¿Es usted muy amiga de Simone?

– Hasta cierto punto, sí, pero no del mismo modo que de Isabelle. Pese a ser hermanas, eran muy distintas, tanto que llamaba la atención. Isabelle era especial. Muy especial. Tenía cualidades insólitas. -Se detuvo para dar la última chupada al cigarrillo y arrojó la colilla hacia el aparcamiento-. Tip adoraba a Isabelle, era como una segunda madre para ella. Le contaba los secretos que no se atrevía a contarme a mí. Y mejor que haya sido así, en mi opinión. No creo que una madre tenga que saber por necesidad ciertas cosas de su hija. -Se interrumpió enseñándome el índice-. Haremos un alto mientras voy a ver cómo va la clase.

Se dirigió a la puerta y se asomó al interior del aula. Vi que un estudiante sesentón se volvía para mirarla con expresión confusa. Levantó la mano con timidez.

– Aguarde un momento -dijo Rhe-. Voy a justificar el sueldo.

El hombre que la había llamado le hizo una pregunta interminable y Rhe le respondió moviendo mucho las manos, como si estuviese hablando con un sordomudo. No sé exactamente qué trataba de explicarle, pero el hombre tampoco pareció captarlo al principio. La modelo había cambiado de pose, había vuelto a encaramarse en el taburete y apoyaba un pie en el segundo travesaño. Vi el ángulo que le formaba la cadera y la línea recta que formaba la nalga cuando ésta entraba en contacto con la superficie del taburete. Rhe iba ahora de un caballete a otro. Esperé a que completara el circuito.

Oí pasos a mis espaldas y me volví. Era una joven con tejanos ajustados y camperas de tacón alto. Llevaba una camisa vaquera y del hombro le colgaba un bolso grande de cuero, como los que llevan los carteros. Su rostro era una versión desgarbada de la cara de Rhe, aunque sospechaba que la madurez le suavizaría los rasgos; por lo pronto, parecía un tosco boceto a lápiz de un futuro retrato al óleo. Tenía la cara ancha, los mofletes redondeados todavía por los últimos vestigios de la gordura infantil, pero los mismos ojos verdosos de la madre, la misma trenza larga y de color castaño oscuro. Le eché unos veinte años. Aspecto sano y mucha vitalidad. Me saludó con una sonrisa.

– ¿Está mi madre dentro?

– Saldrá enseguida. ¿Eres Tippy?

– Sí -dijo con cara de sorpresa-. ¿Nos conocemos?

– Hablaba hace un momento con tu madre y dijo que ibas a venir. Me llamo Kinsey.

– ¿También das clases aquí?

Negué con la cabeza.

– Soy investigadora privada.

Amagó una sonrisa como si esperase la conclusión del chiste.

– ¿En serio?

– Sí.

– ¡Qué interesante! ¿Y qué investigas?

– Trabajo para un abogado en un caso judicial.

Se le desvaneció la sonrisa.

– ¿Por lo de mi tía Isabelle?

– Sí.

– Creí que ya se había celebrado el juicio y que le habían absuelto.

– Vamos a intentarlo otra vez, cambiando de estrategia. Con un poco de suerte, lo crucificaremos.

La cara de Tippy pareció ensombrecerse.

– Nunca me ha caído bien. Era un auténtico plomo.

– ¿Qué recuerdas?

Hizo una mueca: de resistencia, de repugnancia, con un poco de pesar tal vez.

– Poca cosa, salvo que todos llorábamos a mares. Semanas enteras. Fue espantoso. Yo tenía dieciséis años entonces. No era mi tía de verdad, pero éramos muy amigas.

Rhe salió del aula con el llavero en la mano.

– Hola, criatura. Supuse que ya estarías aquí. Veo que ya conoces a la señorita Millhone.

Tippy dio un beso a su madre en la mejilla.

– Te estábamos esperando. Pareces cansada.

– Estoy bien. ¿Y el trabajo? -le preguntó Rhe.

– Estupendo. Dice Corey que a lo mejor me suben el sueldo, pero sólo alrededor del tres por ciento.

– Déjate de charlas y vete -dijo Rhe-. ¿A qué hora tenías que recoger a Karen?

– Hace quince minutos. Voy con retraso.

Observamos los movimientos de Rhe mientras sacaba la llave del llavero; señaló con el dedo hacia el aparcamiento.

– Está en la tercera fila, a la izquierda. Lo quiero de vuelta a medianoche.

– ¡Si no saldremos hasta las doce y cuarto! -exclamó Tippy en son de queja.

– Entonces en cuanto salgáis. Y no me dejes sin gasolina, como la última vez.

– ¡Si no tenía ni gota cuando me lo dejaste!

– ¿Vas a obedecer o no?

– ¿Qué pasa? ¿Has quedado con alguien? -dijo Tippy con malicia.

– Tippy…

– Lo decía en broma. -Cogió la llave de manos de la madre y echó a andar hacia el aparcamiento con ruidoso taconeo.

– «Perdona por la molestia, mami» -exclamó Rhe a sus espaldas-. «Gracias, querida madre.»

– De nada -respondió Tippy.

Rhe cabeceó con el enfado fingido que sólo se permiten las madrazas.

– A los veinte son egoísmo puro; y cuando salen del cascarón, se casan.

– Se lo habrán dicho miles de veces, pero parece usted demasiado joven para ser su madre.

Sonrió.

– Tenía dieciséis años cuando nació.

– Parece una muchacha estupenda.

– Y lo es, gracias a los Anónimos, que la ayudaron a los dieciséis.

– ¿Alcohólicos Anónimos? ¿Habla usted en serio?

– Empezó a beber a los diez años. Yo tenía que trabajar si queríamos comer las dos y la canguro bebía como una esponja. Tip se quedaba con ella al salir del colegio y se zampaba toda la cerveza que podía. Y yo sin enterarme, pensando que tenía una niña maravillosa porque era dócil y obediente. Nunca se quejaba, ni lloriqueaba si llegaba tarde o tenía que pasar la noche fuera. Tenía amigas que eran madres solteras como yo. Lo pasaban fatal. Los críos se les iban de casa o les creaban problemas. Mi pequeña Tippy, no. Llevarse bien con ella era lo más fácil de este mundo. No era buena estudiante y cogía una gripe detrás de otra, pero por lo demás, de maravilla. Supongo que no quería darme cuenta, porque en la actualidad sé que casi siempre estaba borracha o con resaca.

– Tiene usted suerte de que se haya corregido.

– En parte se debió a la muerte de Isabelle. Nos afectó mucho e hizo que nos buscáramos la una a la otra. Perdimos a la mejor amiga que habíamos tenido, aunque justamente eso consiguió unirnos.

– ¿Cómo se enteró de que bebía?

– Llegó un momento en que bebía tanto que era imposible no darse cuenta. Cuando terminó la escuela primaria, ya no podía controlarse. Tomaba pastillas, fumaba marihuana. Se había sacado el carnet de conducir hacía seis meses y ya había tenido dos accidentes. Además, robaba todo lo que podía. A Isabelle la mataron en Navidad y lo que le cuento ocurrió en otoño. En el bachillerato faltaba a clase, suspendía los exámenes. Como no podía con ella, la eché de casa y se fue con su padre. Volvió al morir Isabelle. -Se detuvo para encender otro cigarrillo-. Ay, no sé por qué le cuento todo esto. Tengo que volver a clase. ¿Le importaría esperar un rato? Y si pudiese llevarme a casa, se lo agradecería.

– No se preocupe. La acompañaré con mucho gusto.

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