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Se acercó a la cocina y empezó a sacar cosas del frigorífico.

– ¿Quiere que la ayude?

– No, gracias. Además, en esta cocina no cabemos las dos. Los hombres la encuentran agradable, a no ser que les guste cocinar. Entonces me echan de aquí y tengo que ponerme donde está usted.

Me volví a medias para mirar la parte que tenía detrás.

– Una casa preciosa -observé.

Se ruborizó con satisfacción.

– ¿Le gusta? La proyectó Isabelle; fue lo primero que hizo profesionalmente.

– ¿Estudió arquitectura? No lo sabía.

– Bueno, la verdad es que no, pero en ciertos aspectos pasaba por profesional. Eche un vistazo, si quiere. Sólo tiene treinta metros cuadrados.

– ¿Sólo? Parece más grande. -Salí al porche con ganas de ver cómo se relacionaba la distribución general con el interior. Con las ventanas abiertas de par en par, podía seguir hablando con ella mientras daba la vuelta a la casa. El chalet parecía construido en miniatura, como si las dimensiones normales se hubieran reducido a las de una casa de muñecas para adultos. No faltaba detalle alguno, ni se había desaprovechado el espacio. Descubrí incluso una pequeña chimenea. Me asomé al interior para ver el hogar y la campana, y todo era de una pieza. Algunas superficies interiores, como el fogón, los zócalos y la parte inferior de las repisas, se habían cubierto con azulejos pintados con motivos florales blanquiazules-. Es precioso.

A Simone se le iluminó la cara con una sonrisa.

Me aparté de la ventana y rodeé la casita. Allí donde daba el sol había hierbas aromáticas. Cada vez que soplaba la brisa percibía el aroma del tomillo y la albahaca. El chalet estaba en una cornisa del terreno cubierta de hierba y que tenía forma de media luna; más allá del borde caía en pendiente la falda de la loma, sembrada confusamente de robles virginianos y carrascas. En el horizonte se divisaban las montañas que se alzaban al otro lado de Santa Teresa. Volví a entrar por la única puerta de la casa, que daba directamente a la cocina.

– Tendría usted que ver mi casa. Produce la misma impresión que ésta. Una especie de refugio en pequeño.

Proseguí la inspección mientras Simone cortaba una hogaza de pan en rodajas. Los muebles imitaban el estilo rústico: una mesa de madera de pino, dos sillas de asiento de mimbre, una arquimesa rinconera con vidrios teñidos de azul, una cama de latón con un edredón encima, blanco sobre blanco. El cuarto de baño era pequeño y la única estancia de la casa totalmente cerrada. Lo demás se reducía a una sala única con zonas definidas según la función que desempeñaban. Todo estaba al descubierto, aireado, en orden, lleno de luz. Cada detalle era perfecto, como en una revista de interiorismo. Había vistas desde las ventanas delanteras y laterales, pero no desde atrás, punto donde la cuesta ascendía con inclinación pronunciada hacia la casa principal.

Acerqué el taburete al saliente de la cocina y la observé mientras preparaba los bocadillos. Había sacado ya los platos, los cubiertos y las servilletas blanquiazules de hilo, y me lo entregó todo. Puse la mesa para dos.

– Si no estudió arquitectura, ¿cómo hizo los planos?

– Trabajó como ayudante, sin cobrar, en el despacho de un arquitecto local. No me pregunte por qué la aceptó aquel hombre. Iba cuando le apetecía y hacía lo que le gustaba.

– No está mal -dije.

– Allí conoció a David, que trabajaba en el mismo despacho. El jefe de Isabelle se llamaba Peter Weidmann. ¿Ha hablado ya con él?

– No, pero quiero hacerlo en cuanto me vaya.

– Estupendo. Peter y Yolanda viven cerca. A kilómetro y medio de aquí. Él es un hombre simpático, ya jubilado. Le enseñó un montón de cosas. A Isabelle, que era una artista nata, le faltaba disciplina. Podía hacer lo que se propusiera, pero perdía el tiempo divagando, fantaseando con ideas grandiosas que no ponía en práctica por pereza. Dejó de interesarse por un sinfín de cosas; hasta que se dedicó a esto.

– ¿A qué?

– A proyectar casas pequeñas. La mía fue la primera. Los de Santa Teresa Magazine se enteraron y publicaron un reportaje con muchas fotos. La reacción fue increíble. Todo el mundo quería una.

– ¿Para los invitados?

– Y para los hijos, para los suegros, para instalar un estudio, para retirarse a meditar. Lo bueno que tienen es que se pueden construir en cualquier sitio… siempre que se tenga un terreno, claro. Cuando se dispararon los encargos, Isabelle y David abandonaron el despacho de Peter. Los dos se dedicaron al negocio y se enriquecieron de la noche a la mañana. Se hablaba de ella en todas partes, en las publicaciones de moda y en las de siempre. En Architectural Digest, en House & Garden, en Parade. Y ganó un montón de premios. Era asombroso.

– ¿Y David? ¿Qué papel tenía en el negocio?

– Isabelle no podía prescindir de él, por su formación insuficiente. Ella creaba los diseños, hacía los bosquejos preliminares y perfilaba los planos. David tenía el título y estaba colegiado, de modo que era responsable de trazar los proyectos, de los fotograbados, de las especificaciones y cosas por el estilo. Además, buscaba clientes, se encargaba de la publicidad… el trabajo más duro y difícil, en efecto. ¿No se lo habían contado?

– En absoluto -dije-. Conocí a Ken Voigt anoche y me habló de Isabelle muy por encima. Como ya le dije por teléfono, he leído todo lo que consta en los expedientes, pero ignoro los detalles. ¿Cómo le sentaba a Barney que ella se llevase toda la fama?

– Mal, supongo, pero, ¿qué podía hacer? Antes de conocerla no era nadie, y lo mismo se podría decir de Peter Weidmann.

Simone se acercó a la mesa con un recipiente de té con hielo y una bandeja de bocadillos. Nos pusimos a comer. Las rebanadas de pan integral, untadas con mantequilla, eran finísimas. Del bocadillo colgaban unas hojuelas que parecían adornos de jardín.

– Berro -dijo Simone al ver mi expresión.

– Mi planta favorita -murmuré; descubrí que además sabía bien, picantito y jugoso-. ¿Tiene alguna foto suya?

– Naturalmente. Enseguida se la enseño.

– No hay prisa, no se preocupe. ¡Qué bueno está! -dije con la boca llena, pero ella ya se había levantado; se dirigió a la mesita de noche y volvió al cabo de unos segundos con un portarretratos de plata con adornos.

Me lo entregó y volvió a sentarse.

– Éramos gemelas. Parecidas, pero no idénticas. Ahí tenía veintinueve años.

Observé la foto. Era la primera imagen que veía de Isabelle Barney. La encontré más guapa que Simone. Tenía la cara redonda, y el pelo castaño y lustroso le caía con gracia hasta los hombros; dos mechas sedosas le enmarcaban los pómulos pronunciados. Ojos de color castaño claro, nariz breve y ancha, boca grande y maquillaje mínimo, si llevaba alguno. Vestía una especie de camiseta escotada, del mismo color castaño oscuro que el cabello. Resulta que sin darme cuenta me había puesto a mover la cabeza en sentido afirmativo.

– Sí, se parecen bastante. ¿Podría hablarme usted de sus padres?

Le devolví el portarretratos y lo dejó apoyado en un extremo de la mesa. Isabelle nos observaba con seriedad cuando se reanudó la conversación.

– Nuestros padres eran pintores y un poco excéntricos. Como la familia de mi madre tenía dinero, no se preocuparon por ganarlo. Un verano se fueron a Europa con la intención de pasar seis semanas y acabaron quedándose diez años.

– ¿Y qué hicieron?

Dio un bocado al emparedado y lo masticó un poco antes de responder.

– Vagabundear. No lo sé con exactitud. Viajaban, pintaban y vivían como bohemios. Supongo que se mantendrían en la periferia de la sociedad bienpensante. Expatriados, como Hemingway. Volvieron a Estados Unidos al estallar la segunda guerra mundial y, no sé cómo, aterrizaron en Santa Teresa. Creo que leyeron algo sobre la ciudad en no sé qué libro y les pareció un lugar interesante. Entretanto, se les acabó el dinero y mi padre se dijo que había que prestar más atención a las finanzas. Todo les salió a pedir de boca. Cuando nacimos Isabelle y yo, ya estaban nadando otra vez en la abundancia.

– ¿Cuál de las dos nació primero?

Tomó un sorbo de té helado y se secó los labios con una servilleta.

– Yo nací treinta minutos antes que Isabelle. Nuestra madre tenía cuarenta y cuatro años cuando nos dio a luz y nadie abrigaba la menor sospecha de que se trataba de dos mellizas. No se había quedado embarazada hasta entonces, y cuando dejó de tener la menstruación, creyó que era la menopausia. Pertenecía al movimiento Ciencia Cristiana y se negó a que la reconocieran los médicos hasta el último minuto; sólo dejó que mi padre la llevase al hospital cuando hacía ya quince horas que había comenzado el parto. Nada más tenderse en la mesa del quirófano, aparecí yo. Mi madre estaba ya a punto de bajar de la mesa para volver a casa, convencida de que todo había terminado, y el médico también. Éste esperaba a que bajara la placenta, pero en vez de la placenta salió Isabelle.

– ¿Viven todavía sus padres?

Negó con la cabeza.

– Murieron con un mes de diferencia. Teníamos diecinueve años entonces. Isabelle contrajo su primer matrimonio ese mismo año.

– ¿Está usted casada?

– No. Pero con tanto cuñado, es como si me hubiera casado yo misma.

– ¿Voigt fue el segundo?

– Exacto. El primero tuvo un accidente mientras estaba en una barca y se mató.

– ¿Qué se siente cuando se es melliza? ¿Eran ustedes iguales?

– No, en absoluto, más bien diametralmente opuestas. Isabelle heredó todas las virtudes de la familia y también los vicios. No tenía igual en cuestiones artísticas, pero le costaba tan poco que no se lo tomaba en serio. En cuanto dominaba una técnica, perdía el interés. Dibujaba, pintaba, un poco de todo. Se dedicaba a la orfebrería, a la escultura. También se interesaba por los tejidos, hacía cosas fabulosas y de pronto le entraba la inquietud. Se sentía insatisfecha. Siempre quería hacer algo diferente. En cierto modo, las casas pequeñas fueron su salvación, aunque si hubiera vivido más tiempo quizás hubiesen acabado por aburrirla.

– Según Ken, tenía problemas con la autoestima.

– Entre otras cosas. Tenía todos los síntomas de las personas adictas a las drogas. Fumaba. Bebía. Tomaba pastillas con cualquier pretexto. Fumaba dos o tres porros diarios. Incluso tomó ácido durante una época.

– ¿Y cómo se las arreglaba para trabajar? Yo habría estado para el arrastre.

– No le afectaba en absoluto. Además, podía comprar cualquier sustancia que se le antojase, lo cual no dejaba de ser una lástima. Nunca tuvo necesidad de trabajar, ya que habíamos heredado el dinero de nuestros padres. Por suerte nunca le dio por la cocaína, de lo contrario se habría quedado sin blanca.

– ¿No sufría usted al verla tan desquiciada?

– Todos sufríamos. Yo siempre era la fuerte, maternal, responsable. Supongo que porque éramos muy jóvenes cuando murieron nuestros padres. Seguí sintiéndome su madre incluso cuando se casó. Yo la admiraba mucho, pero era una mujer muy difícil. No podía relacionarse con nadie con cierta continuidad. En lo cotidiano, no tenía nada que ofrecer. Siempre estaba sumida en sí misma. Siempre era yo, yo, yo.

– Egocéntrica, vamos -dije.

– Sí, pero no quisiera que me malinterpretase. Poseía cualidades fabulosas. Era cordial, ingeniosa y muy brillante. Y divertida. Sabía cómo pasárselo bien y entretenerse. Me enseñó mucho en este sentido.

– Hábleme de David Barney.

– David. Es un animal -dijo, pero se detuvo a reflexionar unos instantes-. Procuraré ser imparcial. Creo que es guapo. Encantador. Trivial. Vivía en Los Angeles con su mujer, pero se mudaron cuando David entró a trabajar en el despacho de Peter.

– ¿Estaba casado?

– No le duró mucho.

– ¿Y su ex mujer?

– ¿Laura? Tiene que andar por ahí todavía. Cuando David la echó, no tuvo más remedio que ponerse a trabajar, como todas las ex esposas que conozco. Santo Dios, divorciarse está resultando un mal negocio para las mujeres últimamente. Por cada hombre que afirma que ha sido víctima de una tunanta, conozco a seis, ocho, diez mujeres económicamente estafadas. Bueno, estoy segura de que ella figura en la lista.

– Prosiga, por favor.

– Pues bien, David era un esnob. Trabajar para vivir le gustaba tan poco como a Isabelle, con la diferencia de que a ella le gustaba el trabajo que hacía. Quiero decir que Isabelle se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana y disfrutaba con esa sensación. Él la instaba a comercializar lo que producía mientras diera beneficios, antes de que empezase a declinar. Planeaba prefabricar las casas y negociar con permisos de construcción. No sé muy bien qué se proponía, pero a ella no le gustaba. Por entonces ya le había desilusionado la relación con David y se sentía agobiada y acosada. Quería huir.

– Si se hubieran divorciado, el negocio se habría considerado un bien ganancial, ¿no?

– Desde luego. Se habría dividido y él habría salido perdiendo. ¿Y para qué necesitaba ella a David? Habría encontrado docenas de hombres para sustituirlo, mientras que de él no se podía decir lo mismo. Sin ella, David no era nada. Por otra parte, si Isabelle fallecía, el negocio se lo quedaba él; bueno, más o menos. La parte de Isabelle habría ido a parar a Shelby, pero una niña de cuatro años no creo que preocupase a David. Isabelle había dibujado ya tantos bocetos que David habría tenido trabajo hasta la eternidad. A todo esto hay que añadir el seguro de vida. También aquí le corresponde una parte a Shelby pero, aun así, David se quedará con un buen pellizco.

– Si gana -dije-. ¿Dónde está la casa que alquiló David cuando se separaron?

Alargó la mano hacia el mar.

– Cuando se acabe el sendero, gire a la izquierda y siga recto unos ochocientos metros. Verá una monstruosidad grande y blanca, una de esas casas que se construyen hoy con vidrio y hormigón… Es tan fea que no tiene pérdida.

– ¿Se puede ir y venir andando sin esfuerzo?

– Está tan cerca que David habría podido venir nadando.

– ¿Estaba usted aquí la noche en que la mataron?

– Bueno, sí, pero no oí el disparo. Me había llamado un rato antes para decirme que los Seeger iban a retrasarse. La habían telefoneado para decirle lo del coche y no quería que me preocupara si veía encendidas las luces de la casa. Charlamos un rato y parecía entusiasmada. Lo había pasado muy mal.

– ¿Por el acoso de David?

– Y las peleas y las amenazas. Su vida era un infierno, pero le hacía ilusión ir a San Francisco, pensaba ir de compras, al cine, a restaurantes.

– ¿A qué hora habló con ella?

– A eso de las nueve, creo. No muy tarde. Isabelle era ave nocturna, pero sabía que a las diez yo ya estaba en la cama. Me di cuenta de que pasaba algo anormal cuando se presentó Don Seeger. Dijo que estaba preocupado porque habían llamado a la puerta e Isabelle no respondía. La mirilla había desaparecido y el agujero parecía quemado. Me puse una bata, cogí las llaves y fui con él a la casa principal. Me sentía como un autómata, totalmente aturdida. Y hacía un frío… Fue espantoso, la peor noche de mi vida. -Vi que le despuntaban las lágrimas y que la cara se le contraía de dolor. Sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó la nariz-. Perdone -murmuró.

La miré con fijeza.

– ¿De verdad cree que la mató David?

– No me cabe la menor duda. Pero no sé cómo podría demostrarlo.

– Yo tampoco -dije.

Eran las tres menos veinticinco cuando salí de la casa de Simone y volví al coche. Había comenzado a levantarse una espesa niebla procedente del mar y el panorama se había vuelto borroso. La luz vespertina tenía ya la cualidad gris del ocaso y el aire se había vuelto frío. Pasar cerca de la mansión me resultó particularmente desagradable. Eché un vistazo rápido a las ventanas que daban al patio. Había luz en la sala, pero las habitaciones superiores estaban a oscuras. Nadie pareció advertir mi proximidad. El BMW seguía aparcado en el mismo lugar de antes. El Lincoln había desaparecido. Abrí la portezuela del coche y me instalé ante el volante. Introduje la llave en el contacto y me detuve a observar la casa otra vez.

En el primer piso había una galería abierta, una sucesión de columnas blancas cubiertas por una techumbre de tejas rojas. Por las columnas había trepado una enredadera que avanzaba ya por el alero, verde trenzado con flores blancas, aromáticas sin duda, aunque habría que acercarse para comprobarlo. La puerta principal estaba cortada por la sombra de la terraza superior y medio oculta además por las ramas de los robles virginianos que atestaban el jardín amurallado. Como el sendero era largo y en pendiente, la casa no se veía desde la carretera que discurría más abajo. Cualquiera que pasase por allí podría ver quizás a una persona que entrara o saliese, pero, ¿quién estaba levantado a la una y media de la madrugada por aquellos andurriales? Tal vez algún adolescente después de dejar en casa a la novia. ¿Y si aquella noche había habido un concierto, un espectáculo teatral o cualquier otro acontecimiento del que los vecinos no hubieran regresado hasta la madrugada? Tendría que volver a repasar los periódicos para saberlo. Habían matado a Isabelle en la madrugada del día 26 de diciembre, momento no muy prometedor en principio. Que hasta entonces nadie hubiera sido capaz de aportar información hacía que la posibilidad de un testigo fuera poco menos que inverosímil.

Arranqué, puse la marcha atrás y reculé hacia mi izquierda para bajar por el sendero. David Barney había declarado que la noche de la muerte de Isabelle había salido a hacer footing. Footing nocturno, claro, y en un barrio más oscuro que un túnel durante un eclipse de sol. Buena parte de Horton Ravine parecía alzarse en pleno campo, con tramos boscosos sin farolas ni aceras. Aunque nadie podía confirmar su declaración, nadie la desmentía. Y que la policía no hubiese encontrado ni una fracción de prueba que vinculara a Barney con la escena del crimen no mejoraba en absoluto las cosas. No había testigos, no había arma, no había huellas dactilares. ¿Con qué recursos pensaba Lonnie empapelar a aquel sinvergüenza?

Bajé por el sendero y torcí a la izquierda al llegar al final. Tenía un ojo puesto en el cuentakilómetros y el otro en la avenida y pasé ante varias casas hasta que vi la que buscaba, la que había alquilado David Barney al abandonar la de Isabelle. Ahí estaba: una carpa de circo pero en versión arquitectónica: argamasa blanca vertida con la hormigonera y un tejado inclinado como una cuña que se proyectaba en abanico a partir de un poste central. Cada sección triangular se apoyaba en tres cañerías metálicas pintadas de colores alegres. Casi todas las ventanas tenían forma irregular y se habían biselado para explotar al máximo la vista oceánica. Lo lógico era pensar que los suelos interiores serían de cemento armado y que las cañerías y los tubos de la calefacción estarían al descubierto y sin pintar. Añadid unas cuantas planchas de plástico ondulado y una entrada prefabricada por Hierbajos Smith y tendréis la típica construcción que Metropolitan Home calificaría de «firme», «rigurosa» e «iconoclasta». También la hubiera tachado de «bazofia sin remedio». Paga lo suficiente por lo que sea y automáticamente se convertirá en objeto de buen gusto.

Aparqué junto a la cuneta y volví andando por la avenida. Llegué al sendero de la casa de Isabelle en siete minutos exactos. En ascender por el mismo sendero se tardaría a lo sumo otros cinco minutos. Quien recorriese el trayecto de noche, sin querer que le viera nadie, tendría que esconderse entre los arbustos cada vez que pasara un vehículo. Encontrarse con otros peatones a aquella hora era poco probable. Al volver al coche, volví a cronometrar el trayecto. Esta vez ocho minutos, aunque lo había hecho a paso relajado. Tomé nota del número que figuraba en los buzones que flanqueaban la avenida. Tal vez los vecinos supiesen algo de interés. Tendría que preguntar de puerta en puerta para quedarme totalmente tranquila.

La cita con los Weidmann se había concertado para las tres y media, o sea que aún disponía de veinte minutos. En casi todas las investigaciones que realizo por encargo, el objetivo de la operación es levantar la caza: efractores, morosos, malversadores de fondos, artistas del timo, estafadores de las compañías de seguros. De vez en cuando me encargan que busque personas desaparecidas, pero el proceso es semejante y viene a ser como repasar un tejido de punto hasta que se encuentra un hilo suelto. Si se tira del hilo indicado, se deshará toda la prenda. El presente caso era diferente. Aquí se conocía al bribón. La cuestión no era saber quién, sino cómo echarle el guante. Morley Shine había hecho ya una investigación completa (aunque sin método) y había desembocado en un callejón sin salida. Ahora me tocaba a mí, pero, ¿acaso quedaba algo por hacer? Me puse a hacer rayas y dibujos en el cuaderno con la esperanza de que se me ocurriese algo. Los dibujos se parecían mucho a huevos de avestruz.

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