10

Volví al despacho y llamé a la sargento Hixon, una amiga mía que trabaja en la cárcel. Consultó la ficha de Curtis McIntyre y me comunicó la dirección que éste había dado al último funcionario que había decretado su libertad condicional. Por lo visto, Curtis pasaba todos los años una temporada en las instalaciones gratuitas que administraba la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa, que para él tenían que ser una versión particular de esos apartamentos en Hawai que sólo se ocupan durante las vacaciones. Cuando no disfrutaba de las comidas gratis y de los partidos de baloncesto de la penitenciaría, ocupaba al parecer una habitación en el Thrifty Motel («Por días, por semanas, por meses… con derecho a cocina») del sector norte de State Street.

Aparqué el VW al otro lado de la avenida y enfrente del establecimiento, al que, según pude comprobar de un vistazo, se podía ir a pie desde la cárcel. Curtis ni siquiera tenía que buscar taxi cada vez que le ponían en libertad. Supuse que su habitación era la única que no tenía estacionado delante un vehículo desvencijado. Los ocupantes de las demás exhibían Chevrolets y Cadillacs de diez años de antigüedad, los coches preferidos por los especialistas en estafar a compañías de seguros automovilísticos, profesión que quizá desempeñaran. Curtis no llevaba en libertad el tiempo mínimo que se necesita para involucrarse en actividades ilegales. Bueno, quizá tirar basura a la calle, conducta inmoral y escupir en público, pero nada de mayor cuantía.

El Thrifty Motel parecía una reproducción de los moteles de carretera donde Bonnie y Clyde se escondían de la policía. Tenía forma de L, era de piedra artificial y estaba pintado de ese color verde tan raro que adquieren las yemas cuando los huevos se hierven durante demasiado tiempo. Había doce habitaciones en total, todas con un porchecito algo mayor que un felpudo y caléndulas plantadas en latas iguales de café, agrupadas en dúos y tríos, junto a los peldaños de cada porche. Adosada a la oficina de recepción había una máquina de Coca-Colas y la ventana estaba medio llena de reproducciones en tamaño natural de tarjetas de crédito que aceptaban.

Iba a cruzar la avenida para comprobar si mi hombre estaba allí cuando vi salir a McIntyre de la habitación que le había asignado mentalmente. Parecía descansado, y recién afeitado; vestía unos tejanos, una camiseta blanca y una cazadora vaquera. Se pasaba un peine de bolsillo por el pelo húmedo de la ducha y los rizos le perfilaban las orejas. Fumaba y masticaba chicle a la vez, refrescante combinación aromática para cultivar el buen aliento. Puse en marcha el VW y le seguí a distancia.

Procuré no perderlo de vista mientras avanzaba en dirección oeste y pasaba por delante de una serie de comercios, una pizzería, una gasolinera, una casa de alquiler de coches, un supermercado del bricolaje y una tienda de artículos de jardinería. Un poco más allá, donde la avenida doblaba hacia la izquierda, había un bar donde daban comidas, un local llamado The Wander Inn. Curtis arrojó la colilla hacia la calzada y desapareció por la puerta, abierta de par en par. Me introduje en el aparcamiento alfombrado de grava que había detrás y dejé el coche en una de las diez plazas vacías. Entré por la puerta trasera, pasé ante los lavabos y la cocina, donde vi al cocinero escurriendo el aceite de una freidora metálica llena de patatas fritas.

El interior del local, todo de poliuretano, olía a cerveza y estaba iluminado por el prisma de luz solar que entraba por la puerta. El humo del tabaco daba ya al local el aspecto borroso de las fotos antiguas. Los únicos colores que distinguí fueron los chillones matices primarios de la máquina de marcianitos, donde una astronauta de grandes pechos cónicos, enfundada en un ceñido traje espacial de color azul y calzada con botas amarillas hasta el muslo, estaba a horcajadas sobre la Tierra. A sus espaldas, una nave espacial roja, y que tenía forma de consolador, partía rumbo a la Luna.

Los seis hombres de la barra se volvieron para mirarme, pero Curtis no era ninguno de ellos. Lo vi en un reservado, empinando una botella de cerveza mientras la nuez de Adán le subía y bajaba como un émbolo. Dejó en la mesa la botella vacía y se inmovilizó para emitir una serie de ruidosos eructos en cadena, igual que un león marino enfadado cuando ladra a su pareja.

Una camarera con pantalón negro, camisa blanca y playeras salió de la cocina con una bandeja de comida caliente y se dirigió al reservado de Curtis. Esperé a que le dejara en la mesa la hamburguesa con queso y el plato de patatas fritas, que Curtis roció con generosas raciones de sal y Ketchup. Amontonó la lechuga, el tomate, el pepinillo y la cebolla encima de la hamburguesa, lo tapó todo con la otra mitad del panecillo y lo aplastó con los dedos. Tuvo que coger el bocadillo con las dos manos para poder llevárselo a la boca. Me acerqué al reservado y me deslicé en el asiento que había frente a él. Manifestó todo el entusiasmo que pudo exteriorizar con la boca llena y los labios pintados de Ketchup.

– ¡Hola! ¿Qué tal? ¡Oye, qué alegría! No me lo puedo creer. ¿Cómo sabías que estaba aquí? -Engulló el bocado y se limpió la parte inferior de la cara con una servilleta de papel. Le alargué otra que cogí del servilletero y le observé mientras se limpiaba los dedos, operación tras la que insistió en chocarme la mano. No se me ocurrió ninguna excusa educada para negarme, aunque sabía que la mano me olería a cebolla durante una hora.

Crucé los brazos y apoyé los codos en la mesa para disuadirle de nuevos contactos.

– Tenemos que hablar, Curtis.

– Tengo todo el tiempo del mundo. ¿Te apetece una cerveza? Te invito.

Sin esperar mi respuesta, enseñó al camarero de la barra la botella de cerveza y dos dedos.

– ¿Quieres comer algo? Pide lo que quieras -me ofreció.

– Acabo de comer.

– Coge patatas entonces. Pica lo que quieras. ¿Cómo sabías que me habían soltado? La última vez que nos vimos estaba entre rejas. Estás de miedo.

– Gracias. Tú también. La última vez que nos vimos fue ayer -dije.

Se levantó y fue a la barra para coger las cervezas. Aproveché la ocasión para picar unas patatas. Las habían cortado en forma de cuña, les habían dejado la piel y estaban muy bien cocinadas. Curtis volvió al reservado con las botellas, se puso junto a mí y sacudió la cadera como si quisiera sentarse a mi lado.

– Ni hablar -dije. Se comportaba como si fuera mi novio, y advertí que los de la barra nos miraban ya con cara especulativa.

Me negué a hacerle sitio y tuvo que sentarse donde antes. Me pasó una cerveza y me sonrió de oreja a oreja. Harto de cerveza, tabaco y grasas saturadas, tal vez creyera que, con un poco de suerte, a lo mejor ligaba aquella tarde.

– No vas a ser mala conmigo, ¿verdad, cariño?

– Curtis, acaba de comer y deja de mirarme con cara de carnero degollado. Me entran ganas de atizarte con un periódico.

– Eres un cielo -dijo. La pasión, por lo visto, le había quitado el hambre. Apartó la bandeja, encendió un cigarrillo y me lo ofreció, como si acabáramos de retozar en la cama.

– No soy ningún cielo. Tengo muy malas pulgas. Y ahora, al grano. Hay un pequeño problema con lo que me contaste ayer.

Arrugó el entrecejo para demostrarme que se ponía serio.

– ¿Qué quieres decir?

– Me contaste que habías asistido al juicio de David Barney.

– A todo no. Ya te lo dije. El delito es interesante a veces, pero la ley es aburrida, ¿conforme?

– Me dijiste que habías hablado con David Barney cuando salió de la sala, poco después de que le absolvieran.

– ¿Eso te dije?

– Sí.

– Esa parte no la recuerdo. ¿Cuál es el problema?

– El problema es que entonces estabas esperando a que te acusaran formalmente de allanamiento de morada.

– Nooooo -exclamó con incredulidad-. ¿En serio?

– Muy en serio.

– Me has cogido, chica. Me había olvidado de todo eso. Seguramente me confundí con las fechas, pero lo demás es la Biblia. -Levantó la mano como si estuviese en el estrado de los testigos-. Lo juro por Dios.

– Deja de mentir, Curtis, y dime qué pasa aquí. No hablaste con él. Mientes cada vez que abres la boca.

– Un momento. Un momento. Hablé con él. Pero no donde te dije.

– ¿Dónde, entonces?

– En su casa.

– ¿Fuiste a su casa? Mentira podrida. ¿Cuándo?

– No lo sé. Puede que un par de semanas después de su juicio.

– Creía que estabas entonces entre rejas.

– Qué va, ya me habían soltado. Mi abogado hizo un trato. Me declaré culpable de un delito de inferior cuantía, voluntariamente.

– Olvídate de la jerga jurídica y dime cómo aterrizaste en casa de David Barney. ¿Le llamaste tú o te llamó él?

– No me acuerdo.

– ¿No te acuerdas? -dije con escepticismo. Le hablaba con desdén, pero Curtis no parecía advertirlo. Seguramente estaba acostumbrado a que hablaran así todos los fiscales a los que había tenido que enfrentarse en su breve e ilustre carrera.

– Le llamé yo.

– ¿Cómo obtuviste su teléfono? -Llamé a Información.

– ¿Por qué quisiste ponerte en contacto con él?

– Me pareció que no tenía muchos amigos. A mí me ha ocurrido. En cuanto tienes problemas con la ley, la gente se aleja de ti. A nadie le gusta que le vean con un presidiario.

– O sea que pensaste que Barney necesitaba un buen amigo y quisiste llenar esa laguna en su vida. Cuéntame lo demás.

Respondió con timidez y no tuvo reparo en humillarse:

– Bueno, verás, yo sabía que vivía en Horton Ravine y, bueno, supuse que comida no le faltaría, o un par de copas. Habíamos sido compañeros de celda y me dije que lo menos que podía hacer era tratarme con amabilidad.

– Fuiste a pedirle dinero -dije.

– Podría enfocarse de ese modo.

De todo lo que había dicho hasta el momento, era lo único que parecía cierto.

– Yo acababa de salir, andaba falto de fondos, y el tipo estaba forrado. Nadaba en oro…

– Ahórrate esa parte. Te creo. Descríbeme la casa.

– Entonces vivía en la casa de su mujer, encima de una colina, de esas que llaman españolas, con mucho jardín y una terraza donde había una piscina de fondo negro…

– Perfecto. Continúa.

– Llamo a la puerta. Me abre y le digo que pasaba por allí y que me había acercado para felicitarle por haber salido bien librado de una acusación de homicidio. Entonces me hace pasar y tomamos un par de copas…

– ¿Qué bebisteis?

– El tomó una cosa muy fina, vodka con tónica y un pedazo de limón. Yo tomé whisky a palo seco y después con agua. Era whisky de marca.

– Os tomasteis el par de copas y…

– Nos tomamos el par de copas y dijo a la vieja que había en la cocina que preparase algo para picar. Una cosa verde. Aguacate con cebolla y salsa picante y unos triangulitos de color gris. Le dije: «¿Qué son estas cosas triangulares?», y me dijo: «Tortitas de maíz azul». Pero a mí me parecían grises, chica. Y así estuvimos, bebiendo y charlando casi hasta la medianoche.

– ¿Y la cena?

– No hubo cena. Sólo picamos, por eso cogimos una borrachera espantosa.

– ¿Y luego?

– Fue entonces cuando dijo eso, lo que había hecho con su mujer.

– ¿Qué dijo exactamente?

– Dijo que llamó a la puerta. Que ella bajó y encendió la luz del porche. El esperó hasta que vio que el ojo de ella tapaba la luz que pasaba por el agujero de la puerta. Y apretó el gatillo. ¡Pum!

– ¿Por qué no me lo contaste al principio?

– No me pareció decente -dijo con sentido de la rectitud-. Quiero decir que fui a su casa para pedirle dinero prestado. No quería que me tomaran por un resentido al que han dado con la puerta en las narices. Nadie me hubiera creído si hubiera contado la verdad. Además, se portó bien y no quería parecer desagradecido.

– ¿Por qué tenía que admitir que la había matado?

– ¿Y por qué no? Le habían absuelto y no podían volver a juzgarlo.

– Por lo criminal, no.

– Mira ésta ahora. ¿Crees que al tipo le preocupa un juicio civil?

– ¿Estás dispuesto a declarar ante un tribunal lo que me has contado?

– No me importaría.

– Declararás bajo juramento -dije para asegurarme de que comprendía de qué se trataba.

– Claro. Sólo que… bueno, ya sabes.

– ¿Qué es lo que ya sé?

– Me gustaría… en fin, algo a cambio -dijo.

– ¿De qué clase?

– Mira, lo que es justo, es justo.

– Nadie te va a dar dinero.

– Ya lo sé. No he hablado de dinero.

– ¿Entonces?

– Por ejemplo, que me redujeran el tiempo de libertad condicional; algo parecido.

– En esta operación no valen los tratos. No tengo autoridad para ello.

– Tampoco he hablado de tratos, pero podrían tener cierta consideración.

Le observé con seriedad. ¿Por qué no le creía? Porque parecía incapaz de reconocer la verdad aunque la tuviera delante y le mordiese en el cuello. No sé qué me impulsó a formularle la siguiente pregunta.

– ¿Te han condenado alguna vez por perjurio?

– ¿Perjurio?

– ¡No juegues conmigo, Curtis! Sabes muy bien qué es el perjurio. Responde y acabemos de una vez.

Se rascó la barbilla sin decidirse a mirarme a los ojos.

– Nunca me han condenado.

– Vete a la mierda -dije.

Me puse en pie, salí del reservado y me dirigí a la puerta trasera del bar. Oí que se levantaba. Me giré, vi que dejaba unos billetes en la mesa y que corría hacia mí. Salí al aparcamiento y estuve a punto de dar un salto al pisar la grava recalentada por el sol.

– ¡Oye, espera! Te he dicho la verdad.

Me cogió por el brazo y me desasí de un tirón.

– Te harán picadillo en cuanto subas al estrado -dije sin detenerme-. Tienes una ficha de un kilómetro de larga y varias acusaciones de perjurio.

– Varias no, sólo una. Bueno, dos contando eso otro.

– Déjame en paz. Ya has modificado una vez tu declaración. Volverás a modificarla en cuanto te pregunte otra persona. El abogado de Barney te hará pedazos.

– No sé por qué te pones así -dijo-. Que te haya mentido una vez no significa que no pueda decir la verdad.

– Lo que pasa, Curtis, es que tú ni siquiera conoces la diferencia. Y eso me preocupa.

– Sí la conozco.

Introduje la llave en la cerradura del coche, abrí la portezuela y bajé la ventanilla para que se ventilase. Me senté ante el volante, cerré de un portazo y casi le cogí la mano que había apoyado en la jamba. Abrí la guantera de un manotazo, saqué una tarjeta comercial y se la tiré por la ventanilla.

– Llámame cuando estés seguro de que quieres contarme la verdad.

Arranqué y me alejé de él, levantando una nube de polvo y grava.

Volví al despacho con la radio a todo volumen. Eran las cuatro menos veinticinco, y encontrar sitio para aparcar era una auténtica hazaña. No pensé que, como Lonnie se había ido a Santa María, estaría libre su plaza. Di vueltas por la zona, ampliando los círculos de manera progresiva, mientras buscaba un lugar que no estuviera demasiado lejos para ir andando a la oficina. Al cabo de un rato encontré un sitio algo dudoso donde aparqué metiendo el parachoques trasero en el sendero de un garaje. Era una invitación a que me extendieran la multa correspondiente, pero siempre cabía la posibilidad de que los encargados de los parquímetros se hubieran ido ya a casa.

Dediqué largo rato a muchas cosas, pero ninguna de provecho. Faltaba menos de una hora para acudir a la cita con Laura Barney, pero en realidad yo quería hablar con Lonnie, aunque Ida Ruth me dijo varias veces que por el momento estaba «fuera de servicio». Mariposeé alrededor de su mesa con la esperanza de no andar muy lejos, por si casualmente llamaba él.

– Jamás llama cuando trabaja -dijo Ida Ruth con resignación.

– ¿Y tú tampoco le llamas nunca?

– Si puedo arreglármelas sola, no. No le gusta.

– ¿No crees que tiene derecho a saber que su testigo principal se ha echado atrás?

– Seguramente le traerá sin cuidado. Lonnie está ocupado ahora con otro caso. Hace seis años que trabajo para él y conozco su método. Podría dejarle un mensaje, pero no le prestará la menor atención hasta que concluya el proceso que tiene entre manos.

– ¿Y qué hago hasta que vuelva? No puedo perder el tiempo y me revienta estar de brazos cruzados.

– Haz lo que te parezca. Imagínate que Lonnie ha dejado de existir hasta el lunes a las nueve en punto de la mañana.

Miré el reloj. Estábamos aún a miércoles. Eran las cuatro y cinco.

– Dentro de media hora tengo que estar en los alrededores del St. Terry. Cuando acabe, me iré a casa y limpiaré un poco -dije.

– ¿Limpiar? Chica, estás desconocida.

– Lo hago cada tres meses. Es un ritual que me enseñó mi tía: sacudir las alfombras, tender las sábanas…

Me miró con fastidio.

– ¿Por qué no te vas de excursión a Los Padres?

– Porque huyo de la naturaleza como de la peste, Ida. Las montañas están llenas de piojos gordos como cucarachas que se te pegan a los tobillos y te chupan toda la sangre. Además, de una infección de la piel no te libra nadie.

Se echó a reír e hizo un aspaviento.

Despaché un par de minucias que tenía pendientes encima de la mesa y salí del despacho. Sentía curiosidad por saber cómo era la ex mujer de David Barney, aunque dudaba si eso iba a serme muy útil. Salí a la calle y recorrí las tres manzanas y media que me separaban del coche. Por suerte no me habían dejado ninguna multa en el parabrisas. Por desgracia, giré la llave en el contacto y el vehículo se negó a arrancar. Me regaló muchos gemidos de angustia y buena voluntad, pero el motor no se puso en marcha.

Bajé, fui a la parte trasera y levanté la tapa del motor. Me quedé mirando los cables y los tubos como si de verdad entendiera de coches. La única pieza del motor que sé identificar es la correa del ventilador. Parecía estar bien. Vi que unos chismes pequeños se habían desenchufado de una caja redonda. «Ajá», me dije. Volví a enchufarlos. Me estaba acomodando ante el volante cuando apareció un vehículo por el sendero del garaje. Di la vuelta a la llave de contacto y el motor arrancó.

– ¿Necesita ayuda? -El conductor había bajado la ventanilla y se asomaba por ella.

– No, gracias. No pasa nada. ¿Le estorbo?

– No se preocupe. Hay sitio de sobra. ¿Qué era, la batería? ¿Quiere que le eche un vistazo?

No tenía ni idea. El motor había arrancado y todo parecía normal.

– Se lo agradezco mucho, pero ya está arreglado -dije. Para demostrárselo, pisé el acelerador varias veces, quité el pie del pedal y durante unos segundos me sentí confusa, sin saber qué hacer. No podía ir hacia adelante porque había allí un vehículo aparcado y no podía retroceder porque el coche del recién llegado me bloqueaba la salida.

El hombre apagó el motor y bajó del vehículo. Yo dejé el mío encendido y me pregunté si me daría tiempo a subir la ventanilla sin que pareciera una grosería. Parecía inofensivo, aunque su cara no me era del todo desconocida: bien parecido, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años, y un pelo castaño claro y ondulado que se le había vuelto gris en las sienes. Tenía la nariz recta y la barbilla fuerte. Camiseta, pantalón de algodón y náuticas sin calcetines.

– ¿Vive usted en el barrio? -preguntó con simpatía.

Yo conocía a aquel sujeto. La sonrisa me desapareció.

– Usted es David Barney -dije.

Se apoyó en el coche y se inclinó hacia la ventanilla. Percibí de un modo instintivo que trataba de meterse en mi espacio psicológico, aunque sus modales seguían siendo educados.

– Mire, sé que esto no es muy ortodoxo. Y que mi proceder se sale de lo habitual, pero si me concede usted tan sólo cinco minutos, le juro que no volveré a molestarla.

Le observé mientras repasaba mi sistema interior de alarma. No oí timbrazos, silbatos ni sirenas. Aunque me había parecido un pesado por teléfono, «de cerca y en persona» lo vi como un ciudadano normal y corriente. Estábamos a la luz del día en un pacífico barrio de clase media. No parecía ir armado. Lógico, por otra parte: no iba a encañonarme en plena calle cuando tenía un juicio dentro de un mes. Además, la investigación había llegado a un punto en que yo ya no sabía qué rumbo seguir. Puede que, para variar, lo que tuviera que decirme me inspirase. Medité las consecuencias profesionales de una hipotética conversación. Según el derecho procesal, al abogado de una parte no le está permitido ponerse en comunicación directa con la otra parte. Pero la «parte detectivesca» no está limitada por el mismo código restrictivo.

– Cinco minutos -dije-. Me esperan en otro lugar. -No le dije que quien me esperaba era su ex mujer. Apagué el motor y me quedé en el coche con la ventanilla a medio subir.

Cerró los ojos y dio un suspiro.

– Gracias -dijo-. En el fondo no lo esperaba. Ni siquiera sé por dónde empezar. Permítame confesarle algo antes de nada: yo desenchufé los cables de la tapa del delco. Ha sido una artimaña y le pido mil perdones. De no haberlo hecho, creo que usted no habría accedido a hablar conmigo.

– En eso tiene toda la razón -dije.

Miró a un lado de la calle y cabeceó.

– ¿No ha perdido usted nunca la credibilidad? Es el fenómeno más desagradable que existe. Uno vive como un ciudadano honrado que obedece la ley, paga sus impuestos y no tiene recibos ni facturas pendientes. Pero, de pronto, todos estos detalles pierden su valor, no sirven para nada y cualquier cosa que uno diga puede volverse en contra suya. Una sensación siniestra…

No me era ajeno lo que decía, y me acordé de una época no muy lejana en que mi propia credibilidad se había evaporado y la misma empresa que durante seis años había confiado en mí me consideró sospechosa de aceptar sobornos.

– … Creí de veras que había terminado. Pensé que había pasado lo peor cuando me declararon inocente. Todavía no he acabado de reincorporarme a la vida normal cuando me dicen que van a procesarme por todo lo que poseo. Vivo como un leproso. Se me margina… -Se enderezó-. Pero no se trata de esto, caramba -dijo-. No quiero que me compadezcan…

– ¿Qué se propone?

– Apelar a su sentido del juego limpio. El tal McIntyre, el testigo de cargo…

– ¿Quién le ha proporcionado ese nombre?

– Mi abogado le ha tomado declaración. Casi me dio un ataque cuando oí lo que tenía intención de contar.

– No estoy autorizada a discutir ese asunto, señor Barney. Espero que lo comprenda.

– Ya lo sé. No estoy haciéndole ninguna pregunta. Sólo le pido que reflexione. Aunque este hombre hubiera estado de verdad en el juzgado cuando se leyó el veredicto, ¿por qué iba a decirle yo una cosa así? Tendría que estar loco. ¿Ha visto usted alguna vez a ese tal…? ¿Cómo se llama? ¿Curtis? Coincidimos en una celda menos de veinticuatro horas. Es un cretino. ¿Que se acercó a mí instantes después de mi absolución y yo le confesé el crimen? Menuda majadería. Es un deficiente mental.

Experimenté una rara simpatía por Curtis. Como es lógico, no le iba a decir a Barney que el testigo de cargo había modificado su versión de los hechos. El testimonio de Curtis podía ser útil siempre que fuéramos capaces de averiguar cuánta verdad contenía. No tenía intención de comentar los detalles de su declaración, por absurdos que parecieran.

– Yo no lo encuentro tan descabellado -comenté.

– Reflexione, por favor -continuó-. ¿De verdad cree usted que yo confiaría mis secretos más delicados a un individuo así? Es una encerrona. Han pagado a ese individuo para que diga lo que dice.

– Vaya al grano de una vez. Lo de la encerrona es ridículo. No se lo tolero.

– Está bien, está bien. No se lo tome a mal. Tampoco era mi intención sacarlo a relucir -dijo-. Cuando hablamos por teléfono, le comenté lo que le ocurrió al tal Shine. Su muerte me dejó consternado. Me impresionó mucho, de veras. Sé que no me tomó usted en serio, pero no le miento. Hablé con él la semana pasada y le conté lo mismo que a usted. Me dijo que comprobaría un par de detalles. ¡Al fin se me abría una puerta gracias a él! Al enterarme de que había muerto, me asusté: sentí como si jugara al ajedrez con un enemigo invisible que acabara de hacer un movimiento para cerrarme todas las salidas.

– Espere un momento. ¿Cree que Morley Shine haría algo que su abogado no pudiese administrar?

– Contratar a Foss para este caso ha sido un error garrafal. Los temas civiles no le interesan. Tal vez esté harto, o se haya cansado de representarme. Por lo que sé, se ciñe a lo estrictamente necesario, hace lo que se espera de él. Ha contratado a un investigador, un individuo que le entrega montones de papeles, pero que no me inspira mucha confianza.

– ¿Por qué no le despide?

– Pensará que quiero obstaculizar el curso normal de las cosas. Además, ya no me queda dinero. Lo poco que tengo es para pagar al abogado y para el mantenimiento de la casa. Aunque todo le salga a pedir de boca, yo no sé muy bien qué creerá Kenneth Voigt que va a sacar en limpio de este asunto.

– No quiero discutir las circunstancias del caso. No tiene sentido, señor Barney. Comprendo las dificultades…

– Tiene usted toda la razón. Tampoco yo pretendía abordar ese tema. Se trata de lo siguiente: se celebra el juicio, ¿y para qué? Únicamente para que se enriquezcan los dos abogados. ¿Cree usted que Voigt va a dar marcha atrás? Pretende crucificarme, y es absurdo plantearse la posibilidad de negociar, de darle la mano y un cheque al portador, aun en el caso de que yo dispusiera de fondos. Pero voy a decirle una cosa, algo que sí tengo en la mano: una coartada.

– ¿En serio? -dije incrédula.

– Sí, en serio -afirmó-. No es a prueba de bomba, pero sí muy sólida.

– ¿Por qué no salió a relucir durante el proceso criminal? No recuerdo que en la transcripción de las actas se hablase de ninguna coartada.

– Pues vuelva a leerlas, porque figura en ellas. Un tipo llamado Angeloni. Me vio a varios kilómetros del lugar de los hechos.

– ¿Y por qué no subió usted personalmente al estrado a declarar?

– Foss no me dejó. No quiso que el fiscal aprovechara la ocasión para confundirme y resultó que tenía razón. Dijo que subir al estrado habría sido contraproducente. Bueno, quizá pensaba que si lo hacía me ganaría la antipatía del jurado.

– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

– Para ver si puedo poner fin a esto antes del juicio. El cronómetro avanza. El tiempo se reduce. Creo que mi única posibilidad consiste en hacer que Lonnie Kingman conozca las cartas que tiene en su contra. Kingman podría hablar con Voigt y convencerle de que retire la demanda.

– Dígale a Herb Foss que hable con Lonnie. Para eso están los abogados.

– Se lo he dicho, pero el tipo me da largas. Y he pensado que ya es hora de actuar por mi cuenta.

– En otras palabras: usted quiere revelarme confidencialmente las claves de la defensa de su propio abogado.

– Exactamente.

– ¿Acaso tiene instintos suicidas?

– Ya le he dicho que estoy desesperado. No podría soportar otro juicio. Además, no tiene por qué fiarse de mí. Compruebe usted misma los hechos -dijo-. Bueno, ¿quiere escucharme o no?

Lo que yo quería era darme golpes contra el volante hasta que la frente me chorrease sangre. Puede que el dolor me aclarase las ideas. He de confesar que me tenía en el bote; porque si Lonnie conocía la estrategia de Herb Foss, podría jugar con ventaja. ¿O no?

– Está bien -dije-. ¿De qué se trata?

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