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Volví a la oficina y otra vez dejé el coche en la plaza de Lonnie. Como de costumbre, subí los peldaños de dos en dos y sólo me detuve para recuperar el aliento, apoyada contra la pared, al llegar al segundo piso. Entré en el bufete por la puerta lisa y sin distintivos que había en mitad del pasillo. Sólo la utilizábamos para llegar antes a los lavabos, que estaban en el pasillo, en la pared de enfrente. El segundo piso había consistido al principio en seis viviendas diferentes, pero Kingman e Ives habían engullido poco a poco todo el espacio disponible y no habían respetado más que los lavabos, situados en el pasillo para que también pudiera utilizarlos la clientela.

Abrí la puerta del despacho y oí los mensajes que me habían dejado en el contestador. Louise Mendelberg había llamado para preguntarme si podía devolverle las llaves de Morley aquella misma tarde. El hermano de Morley estaba a punto de llegar y quería utilizar el coche. Podía pasar a cualquier hora, si no era mucha molestia.

Resolví ordenar el escritorio y fotocopiar los expedientes que había cogido de casa de Morley para devolverlos. Me senté para revisar el correo, poniendo los recibos en un montón y la publicidad en la papelera. Abrí los recibos e hice cálculos. Sí, podía pagarlos. No, no podía dejar el trabajo y retirarme para vivir de los ahorros, que sumaban cero hasta la fecha. Comprobé el saldo en el talonario de cheques y aboné un par de recibos para no perder la costumbre. Esto para Gas & Electric. ¡Ja, ja, ja! He vuelto a dártela con queso, Pacific Telephone.

Me dirigí a la fotocopiadora con las carpetas. Tardé treinta minutos en fotocopiar todos los datos y en reordenar los expedientes. Volví a meter los originales en la bolsa de comestibles que me había dado Louise, aparté una caja de expedientes que quería revisar en casa, saqué la cámara de 35 milímetros del cajón inferior y la cargué con un carrete de película en color. Me hice con las Páginas Amarillas y busqué al padre de Tippy en la sección de Pintores. La empresa de Chris White, Olympic Painting, aparecía en un anuncio que ocupaba un cuarto de página donde figuraban el nombre, el domicilio comercial, el teléfono, el número de licencia y las actividades que abarcaba: «Toda clase de pinturas, chorro de agua (el agua la llevamos nosotros), pintura industrial y decorativa, barnices y lacados, empapelados». Tomé nota de toda la información que me interesaba. Cuando devolviera las carpetas, buscaría cinco o seis camionetas blancas para fotografiarlas. Charlé unos minutos con Ida Ruth y salí por la misma puerta por la que había entrado, cargada con la bolsa de comestibles con los originales y una caja de cartón.

El paseo hasta Colgate resultó agradable. El cielo estaba despejado, hacía frío y encendí la calefacción del coche para que me calentara los pies. Empezaba a pensar seriamente en la posibilidad de que David Barney fuera inocente. Hasta el momento, nos habíamos movido dando por sentado que él había matado a Isabelle. Era el sospechoso número uno y había contado con los medios, el motivo y la oportunidad para deshacerse de su mujer; pero el homicidio es un acto aberrante, a menudo fruto de pasiones torcidas por culpa de obsesiones y torturas interiores. Las emociones no viajan en línea recta. Al igual que el agua, se filtran por los resquicios y las grietas, buscan los agujeros de la necesidad y los olvidos, las imperceptibles fracturas de nuestro carácter que nadie suele ver. Cuidado con la charca insondable que albergamos en el fondo del corazón. En sus heladas y negras profundidades viven criaturas extrañas y retorcidas que es mejor no molestar. En el presente caso volvía a tener la incómoda sensación de que, por sondear aguas turbias, podía quedar a merced de los depredadores que acechaban en ellas.

El sendero del garaje de Morley Shine estaba despejado y no vi el Ford rojo alquilado. El Mercury seguía sobre la hierba del patio lateral. Me detuve en el porche y observé las manchas de óxido del guardabarros mientras esperaba a que abrieran. Pasaron dos minutos. Volví a llamar, esta vez más fuerte, pero rezando para no obligar a Dorothy Shine a levantarse de la cama. Al cabo de cinco minutos llegué a la conclusión lógica de que no había nadie. Tal vez Louise hubiera llevado a Dorothy al médico, o habían ido las dos a la funeraria para elegir el modelo de ataúd. Recordé que Louise había comentado que dejaban abierta la puerta trasera, y rodeé la casa tras recorrer el callejón entre la vivienda y el garaje. La puerta del cuarto de limpieza estaba entornada. Di unos golpecitos en el cristal y esperé los minutos de rigor por si en última instancia hubiese alguien dentro. Miré por encima los alrededores y me sentí un tanto deprimida. La propiedad entera parecía lista para la subasta. El patio trasero era el vivo retrato del abandono, la hierba estaba seca y los arriates que bordeaban el patio estaban llenos de flores mustias. Las caléndulas, doradas antaño, se habían vuelto marrones. Morley no se había sentado allí para hacer compañía a su mujer desde hacía por lo menos un año. Vi una barbacoa de ladrillo con tanta herrumbre en la parte superior que las varas de la parrilla casi se tocaban entre sí.

Abrí la puerta y entré en la casa. No sabía por qué me comportaba con tanto miramiento. Lo normal en mí era entrar sin más ceremonias para echar un vistazo; porque soy curiosa por naturaleza y la ocasión la pintan calva. Pero, dadas las circunstancias, me resistía a dejarme llevar por el instinto. Morley había fallecido y había que respetar sus recuerdos. Dejé la bolsa de las carpetas encima de la lavadora, tal como me habían indicado. El aire olía a medicamentos y al fondo se oía el tictac de un reloj. Cerré la puerta tras de mí y volví a la calle.

Al sacar las llaves del coche, comprobé con irritación que me había olvidado de meter las llaves de Morley en la bolsa. Giré sobre mis talones y rehíce al trote lo andado. Al pasar por delante del Mercury aflojé la velocidad sin darme cuenta. «Averigua qué guardan en el portaequipajes», me susurró mi ángel malo. Incluso mi ángel bueno comprendió que curiosear un poco no perjudicaría a nadie. Me habían permitido mirar en los dos despachos de Morley. Tenía sus llaves en la mano y, para redondear la búsqueda, nada más natural que inspeccionar el vehículo. Me costaba curiosear cuando la idea de la autorización flotaba en el aire. Para cuando articulé racionalmente esta consideración, ya había abierto el portaequipajes y contemplaba con desilusión el neumático de recambio, el gato y las latas vacías de cerveza que parecían llevar ahí varios meses.

Cerré el portaequipajes y me dirigí a la portezuela del conductor, la abrí e inspeccioné el interior del vehículo, empezando por la parte trasera. Los asientos, tapizados en ante verde oscuro, olían a tabaco y a brillantina rancia. El olor me trajo a la memoria la imagen de Morley y sentí un brote de culpa. «Morley, ayúdame, por favor», murmuré.

En el suelo de la parte trasera encontré un recibo de gasolinera y un imperdible. En realidad no sabía qué buscaba… una factura, una caja de cerillas o una lista de kilómetros recorridos, cualquier cosa que me indicara dónde había estado Morley y qué había hecho durante sus investigaciones. Me senté en el asiento del conductor con las manos apoyadas en el volante, igual que una niña que juega. Las piernas de Morley eran más largas que las mías, ya que apenas podía poner el pie en el freno. No había nada en el compartimento interior de la portezuela. Nada en la consola de mandos. Me incliné a la derecha para registrar la guantera, llena de trastos. Aquello se acercaba más a mi estilo.

Trapos de limpieza, un cepillo femenino para el pelo, más recibos de gasolinera (todos de establecimientos locales y ninguno reciente), una llave inglesa, un paquetito de Kleenex, un limpiaparabrisas roto, papeles del seguro y de las revisiones municipales pertenecientes a los últimos siete años. Inspeccioné aquel bazar artículo por artículo, pero ninguno me pareció pertinente para el caso.

Volví a meterlo todo en la guantera, procurando hacerlo con más orden del que había. Me enderecé y apoyé de nuevo las manos en el volante, imaginando que era Morley. Cuando me pongo a registrar, la mitad de las veces no encuentro ni una bolsa de pipas, pero jamás renuncio a la esperanza. Siempre creo que, si abro el cajón indicado o meto la mano en el bolsillo que corresponde, aparecerá algo interesante. Inspeccioné el cenicero, todavía rebosante de colillas. Seguramente Morley pasaba mucho tiempo en el Mercury. Como en este oficio se pasan muchas horas en la carretera, el coche viene a ser como un despacho ambulante, un puesto de observación donde se puede pasar la noche entera, incluso un motel provisional cuando se acaban los fondos. El Mercury era ideal para aquellos menesteres, viejo e inidentificable, el típico coche que aparece en el espejo retrovisor sin que nadie se percate de su presencia. Miré lo que había por encima del plano de los ojos.

En el parasol, había un bolsillo de vinilo y forro de cuero y, dentro, un espejito, unas gafas de sol, un lápiz y una libretita al parecer por estrenar. El bolsillo estaba sujeto al parasol mediante dos flojas abrazaderas metálicas. Morley había deslizado un papel de unos quince centímetros debajo de una de las abrazaderas. Era el lugar ideal para poner esas cosas: listas de encargos por hacer, facturas de la lavandería, tickets de aparcamiento. Se trataba de un resguardo arrancado del extremo perforado de un sobre que al parecer utilizaba comercialmente un estudio fotográfico llamado One-Hour Foto Mart y que estaba en una avenida de Colgate. En el resguardo constaba el número de encargo, pero ninguna fecha, es decir, que podía llevar meses en aquel sitio. Me guardé el papel en el bolsillo, salí del coche y cerré la puerta. Reanudé el trayecto hasta el porche trasero y metí las llaves en la bolsa marrón de las carpetas.

Recorrí en coche las cinco manzanas que había hasta la avenida. Tras el escaparate de One-Hour Foto Mart vi a un asiático con guantes de goma sacando un rollo de película del revelador. En una cinta transportadora había fotos que avanzaban con lentitud en sentido paralelo al escaparate. Me detuve fascinada a contemplar las diversas etapas de la celebración del cuadragésimo cumpleaños de Dios sabe quién: desde la tarta y los regalos amontonados en una mesa hasta la multitud de invitados que sonreían con expresión satisfecha mientras el que cumplía años, vestido con indumentaria tenística, posaba con cara de buen chico.

En el fondo deseaba posponer lo inevitable. Deseaba que en las fotografías estuviera la solución de todo. Deseaba que se relacionaran con el caso de un modo significativo y condensado. Deseaba creer que Morley Shine era tan buen detective como había creído hasta hacía poco. En fin, empujé la puerta y entré. Quien mucho corre, pronto para; porque las mismas probabilidades había de que se tratara de fotos que Morley hubiera hecho durante sus últimas vacaciones.

El interior del establecimiento olía a productos químicos que se metían en la pituitaria. No había ningún cliente y el joven empleado que me atendió no tardó ni un minuto en entregarme el sobre. Aboné 7,65 dólares y me dijo que me devolvería el importe de las fotos que no me gustaran. Mantuve el sobre cerrado hasta que llegué al coche. Tomé asiento en el VW y apoyé el sobre en el volante. Al cabo de un rato, levanté la solapa superior y saqué las fotos.

Emití una interjección de asombro, no una palabra propiamente dicha, sino una onomatopeya encerrada entre dos sonoros signos de admiración.

Conté doce fotos en total, todas con la fecha del viernes último en la base. Ante mí tenía seis camionetas blancas, a razón de dos fotos por vehículo, uno de los cuales ostentaba un logotipo azul oscuro consistente en cinco aros enganchados. La empresa se llamaba Olympic Painting; el nombre Chris White estaba escrito debajo junto con un número de teléfono. Morley había seguido la misma pista que yo, pero, ¿qué significaba todo aquello?

Tras mirar todas las fotos, comprendí que Morley había seguido exactamente los pasos que yo tenía intención de seguir. Al parecer había visitado diversas empresas y establecimientos de vehículos de segunda mano y sacado fotos de una selección de camionetas blancas de seis o siete años de antigüedad, unas con logotipo, otras sin él. Además del vehículo comercial de Chris White, había otro de una casa de jardinería; y otro de una empresa que servía comidas preparadas, un coche dotado de remolque. Un detalle astuto. Al nutrir la selección de elementos heterogéneos, cabía la posibilidad de que cualquier testigo recordase más pormenores.

Me quedé mirando la calle por la ventanilla mientras calibraba las consecuencias de todo aquello. Si Morley había hablado con Regina Turner en el Gypsy Motel, la buena mujer se había olvidado de decírmelo. Si últimamente se le había preguntado en dos ocasiones acerca de un accidente acaecido hacía seis años, lo lógico es que lo hubiera sacado a relucir. Así pues, ¿por qué otro conducto, si no era el de Regina Turner, había podido saber Morley lo del logotipo y el color del vehículo? Cabía la posibilidad de que David Barney le hubiera contado lo de la camioneta que había estado a punto de llevárselo por delante. Cabía igualmente la posibilidad de que Morley hubiera consultado los periódicos antiguos, tal como había hecho yo. Tal vez consiguiera una copia del primitivo atestado policial sobre el atropello y pensara interrogar a la única testigo con las fotos en la mano. Pues era lógico suponer que el primer agente que había llegado al lugar de los hechos había tomado nota de la descripción del vehículo, así como del nombre y del establecimiento de Regina. El problema residía en que yo no había visto el atestado policial entre los expedientes que había revisado, ni tampoco las fotocopias periodísticas que me habrían dado a entender que Morley había querido conocer los sucesos ocurridos durante la noche del crimen. Cuando trabajo en un caso, suelo tomar muchas notas. Si algo me ocurriera, la persona que me relevase sabría lo que yo había hecho y en qué dirección me había movido. Saltaba a la vista que Morley trabajaba de otro modo.

¿O no?

Yo siempre le había considerado un investigador listo y eficaz. El sujeto que me había iniciado en el oficio estaba obsesionado por los detalles y, dado que él y Morley habían sido socios, yo había supuesto que compartían este talante. Sospecho que por este motivo me había sentido tan deprimida al ver los despachos de Morley. Lo que me obligaba a poner en duda su profesionalidad era su desorden en la gestión del papeleo. Pero, ¿y si no hubiera sido tan desorganizado como las apariencias sugerían?

De pronto se me filtró un fotograma en la película interior.

Cuando yo era pequeña, circulaba en el colegio un juguete que acababa de patentarse. Era un instrumento para adivinos, una «bola de cristal» consistente en una esfera llena de agua en cuyo interior flotaba un poliedro que podía verse por una ventanita. En cada cara del poliedro había escrito un mensaje. Se hacía una pregunta, se agitaba la bola y cuando ésta se inmovilizaba, el poliedro ascendía a la superficie con un mensaje impreso en la cara superior. Dicho mensaje era la respuesta a la pregunta.

Yo sentía en las tripas el ascenso de un mensaje hacia la superficie. Allí había algo que no encajaba, pero, ¿qué? Pensé en las palabras de David Barney al insinuar que la muerte de Morley había resultado oportuna. ¿Había algo de verdad en ello? Era una cuestión que no podía atajar ni investigar por el momento, pero que contenía intrínsecamente una inquietante dosis de energía. Arrinconé la idea, aunque tenía la sensación de que iba a perseguirme con cierta tenacidad.

Con las fotos, Morley me había ahorrado media jornada de trabajo y no podía por menos que estarle agradecida. Y siempre era un alivio comprobar que habíamos pensado del mismo modo. Ya podía ir directamente al Gypsy para enseñárselas a Regina.

– ¡Eso se llama rapidez! -exclamó en cuanto me vio.

– He tenido suerte -dije-. He encontrado por casualidad una colección de fotos que pueden servirnos.

– Les echaré una ojeada con mucho gusto.

– Primero, una pregunta. ¿Conoce usted a un detective privado que se llama Morley Shine?

Se concentró unos segundos.

– No, creo que no. Por lo menos no me acuerdo. Más aún, seguro que no. Tengo buena memoria para los nombres, a los clientes que se alojan más de una vez les gusta que se les recuerde, y ése que dice usted es poco frecuente. Si hubiera hablado con él, me acordaría, sobre todo por lo que le he dicho. ¿Qué tiene que ver con el asunto?

– Trabajaba en un caso hasta hace un par de días. Falleció el domingo por la noche de un ataque al corazón y me llamaron a mí para sustituirle. Creo que percibió la existencia de un vínculo entre los dos episodios.

– ¿Cuál es el otro? Durante la charla de antes ha mencionado usted no sé qué accidente.

– Una camioneta blanca atropelló a un sujeto en una salida de la 101. Fue a las dos menos cuarto. El individuo sostiene que conocía al conductor, aunque ignoraba que poco antes hubiese ocurrido un atropello y el conductor se hubiera dado a la fuga. -Le enseñé el sobre-. Morley Shine encargó que revelaran estas fotos. Si tenía intención de hablar con usted, probablemente esperase a recoger las fotos para que las identificara. -Dejé el sobre en el mostrador.

Se puso las gafas y sacó las doce fotos. Las observó con detenimiento. A cada fotografía le dedicó un buen rato antes de dejarla en el mostrador; al final formó una procesión de camionetas. Yo la miraba para comprobar sus reacciones, pero cuando tuvo ante sí la camioneta del padre de Tippy no se le movió ni un solo músculo ni hizo ningún comentario que manifestase sorpresa o reconocimiento. Observó atentamente las seis camionetas y apoyó el índice en la de Olympic Painting.

– Es ésta -dijo.

– ¿Está segura?

– Totalmente. -Cogió la fotografía y se la acercó a los ojos-. Creía que no volvería a verla. -Me dirigió una mirada-. No estaría mal que después de tantos años acabe por hacerse justicia.

Pensé en Tippy durante una fracción de segundo.

– Es posible -dije-. En cualquier caso, la policía se pondrá en contacto con usted en cuanto yo informe en Jefatura.

– ¿Se dirige allí ahora?

Negué con la cabeza con cierta repugnancia.

– Antes tengo que hacer otra cosa.

Llamé por teléfono a la Marisquería Santa Teresa, pero Tippy había hecho un cambio de turno y no iba a trabajar en todo el día. Salí del motel y me dirigí a Montebello con la esperanza de localizar a Tippy en su domicilio… a ser posible, sin la madre merodeando por los alrededores. Lo cierto es que, en términos generales, ya había puesto a Rhe sobre aviso. Se olía algo, aunque quizá no acabara de comprender la seriedad del asunto.

West Glen es una de las principales arterias de Montebello, una avenida de dos direcciones flanqueada de setos altos y muros bajos de piedra. Las ipomeas caían de lo alto de las vallas como cascadas azules. Las nudosas ramas de los robles virginianos se entrelazaban en lo alto y los sicómoros alternaban con los eucaliptos y las acacias. Los geranios, de intenso color rosa, crecían junto a la calzada con la espontaneidad de la cizaña.

El chalecito enjalbegado en que vivían Rhe y Tippy era un bungalow de dos dormitorios que se alzaba junto a la avenida. Aparqué en la acera y, tras recorrer el sendero que conducía al porche, llamé al timbre. Abrió Tippy casi al instante, poniéndose la cazadora y con el bolso y las llaves del coche en la mano. Era evidente que salía. Me miró sin expresión con la mano en el tirador de la puerta.

– ¿Qué hace usted aquí?

– Quisiera hacerte un par de preguntas, si no te importa -dije.

Titubeó, dudosa, y consultó la hora. En su cara se reflejó un improvisado combate de lucha libre en que la duda, el fastidio y la urbanidad se ponían la zancadilla a una velocidad vertiginosa.

– Mierda, no sé. Tengo que reunirme con una amiga dentro de veinte minutos. ¿Podría ser breve?

– Cómo no. ¿Puedo pasar?

Retrocedió, pero no por temor, sino porque era demasiado educada para negarse. Vestía tejanos y calzaba botas de tacón alto; debajo de la cazadora vaquera azul llevaba un body negro. El pelo le colgaba por la espalda formando ondas, delatando la trenza primitiva. Tenía los ojos claros y el cutis ligeramente rosáceo. No sé por qué, pero me molestaba que pareciera tan joven.

Inspeccioné la casa de un vistazo.

El interior consistía en una mezcla de comedor-sala de estar con una minicocina visible a un lado. Las paredes estaban llenas de cuadros, seguramente de Rhe. El suelo era de baldosas mexicanas. El sofá estaba tapizado en lona pintada a mano con pinceladas de añil, azul celeste y caqui, y cubierto de cualquier manera por cojines azules y añiles. Los sillones, a juego con el sofá, eran baratas importaciones mexicanas, estructuras de mimbre en forma de barril y cuero de color caramelo. Había una chimenea de leña, cestas llenas de flores secas y una colección de utensilios de cobre en la zona de la cocina. De las vigas del techo colgaban manojos de hierba seca. Por los balcones podía verse el patio donde había un pimentero y muchas macetas con flores.

– ¿Está tu madre en casa?

– Ha ido al mercado. Volverá enseguida. ¿Qué quiere? Tengo mucha prisa, así que tendrá que ir rápido.

Me senté en el sofá por iniciativa propia, ya que Tippy no me había invitado a hacerlo. Ella prefirió sentarse con cara de resignación en uno de los sillones mexicanos.

Le alargué las fotos sin más explicaciones.

– ¿Qué es esto?

– Échales un vistazo.

Abrió el sobre con el ceño fruncido y sacó las fotografías. Las pasó con indiferencia hasta que llegó a la camioneta de Olympic Painting. Me miró con la alarma dibujada en los ojos.

– ¿Ha fotografiado la camioneta de mi padre?

– Yo no, otro investigador.

– ¿Para qué?

– La noche en que mataron a tu tía Isabelle vieron la camioneta de tu padre en dos ocasiones. Sospecho que el otro detective quería enseñar las fotos a un testigo para ver si la identificaba.

– ¿En relación con qué? -Me pareció notar en su voz un matiz amedrentado.

Procuré hablarle con neutralidad y sentido práctico.

– Con un accidente de tráfico. El vehículo se dio a la fuga después de atropellar y ocasionar la muerte de un anciano. Ocurrió en South Rockingham, en el sector norte de State Street. -Aquí ella no fue capaz de formular la pregunta lógica que habría debido hacerme: «¿Por qué me lo cuenta a mí?»; por tanto, sabía muy bien adónde me dirigía. Proseguí-: Sería conveniente que habláramos sobre lo que hiciste aquella noche.

– Ya le dije que me quedé en casa.

– Sí, es verdad -dije con un encogimiento de hombros-. En tal caso, era tu padre el que conducía el vehículo.

Nos miramos a los ojos. Comprendí que calculaba las posibilidades que tenía de escapar de la encerrona. Si no confesaba que ella la conducía, convertía a su padre en sospechoso.

– No fue mi padre quien condujo la camioneta.

– Entonces fuiste tú.

– ¡No!

– ¿Quién, pues?

– ¿Cómo voy a saberlo? Quizá la robaron para ir por ahí.

– Vamos, Tippy, no me salgas ahora con ésas. Tú conducías la camioneta, lo sabes perfectamente, así que no te líes y admítelo.

– ¡No conducía yo!

– Tienes que afrontar los hechos. Lo siento por ti, pequeña, pero tendrás que responsabilizarte de lo que hiciste.

Guardó silencio, bajó los ojos y adoptó la actitud malhumorada de quienes se niegan a responder. Al cabo de un rato dijo:

– Ni siquiera sé de qué me habla.

– ¿Estabas borracha acaso? -insinué para picarla.

– No.

– Tu madre me ha dicho que te habían retirado el carnet de conducir. ¿Cogiste la camioneta sin decírselo a tu padre?

– No tiene usted pruebas de lo que dice.

– Vaya…

– ¿Cómo va a demostrarlo? Hace seis años de aquello.

– Para empezar, cuento con dos testigos oculares -dije-. Uno te vio cuando te alejabas del lugar del accidente. El otro te vio poco después, en la salida de la autopista que cruza con San Vicente. ¿Quieres contarme lo que pasó?

Rehuyó mi mirada y el rubor le subió a las mejillas.

– Quiero un abogado.

– Me gustaría oír tu versión de los hechos.

– No tengo por qué contarle nada -dijo-. Sólo hablaré en presencia de un abogado. Lo dice la ley. -Se recostó en el sillón y cruzó los brazos.

Sonreí de lado y elevé los ojos al techo.

– La ley no, tus derechos. Y es a la poli a quien has de exigir que se cumplan tus derechos, no a mí. Yo soy detective y juego con reglas distintas. Vamos, cuéntame lo que pasó. Te sentirás mejor.

– ¿Por qué tendría que hacerlo? Ni siquiera me cae usted bien.

– Permíteme improvisar entonces. Vivías en casa de tu padre, él no estaba, tus amigos te llamaron y te invitaron a dar una vuelta. Te subiste a la camioneta, los recogiste y los tres, o los cuatro, no importa cuántos erais, fuisteis a la playa a vaciar un par de cajas de cerveza. Antes de que te dieras cuenta eran las doce de la noche, comprendiste que te convenía volver antes de que regresara tu padre y llevaste a los amigos a su casa. Ibas camino de la tuya, a toda velocidad, cuando atropellaste al viejo. Te asustaste y te diste a la fuga porque sabías que te meterías en un buen lío si te cogían. ¿Qué te parece? ¿Se acerca a lo que ocurrió? -Mantenía la expresión impenetrable, pero me di cuenta de que se esforzaba por contener las lágrimas y por impedir que le temblaran los labios-. ¿Nadie te ha hablado del anciano que atropellaste? Se llamaba Noah McKell, tenía noventa y dos años y estaba internado en la clínica que hay en aquella misma calle. Le gustaba pasear, según su hijo porque quería volver a su casa. ¿Verdad que es lamentable? El pobre viejo vivía antes en San Francisco. Creía que seguía allí y estaba preocupado por su gato; había olvidado que el animal había muerto hacía años. Quería volver a su casa para darle de comer, pero no pudo llegar.

Se llevó un dedo a la boca, como para impedir que se abriera. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– He hecho todo lo posible por ser buena. Lo digo en serio. He estado alcoholizada y conseguí dejarlo.

– Claro que sí, y nadie puede negarte el mérito. Pero seguro que por dentro oyes una vocecita que te murmura cosas. Al final volverás a beber para no oírla.

La voz se le desplazó hacia el registro del gimoteo.

– Lo siento mucho, Dios mío, y pido perdón. Pero fue un accidente, fue sin querer. -Se rodeó con los brazos y se dobló en dos entre sollozos tan sonoros como los de una criatura, pues en el fondo no era otra cosa. La observé con compasión, pero no traté de consolarla. Mejorar el mundo no era de mi incumbencia. Que experimentara el remordimiento, el dolor y la culpa. Yo no podía saber si Tippy asimilaría plenamente las consecuencias de sus actos. Las lágrimas le brotaban entre espasmos incontenibles, con sollozos aparatosos que le retorcían la boca del estómago y parecían sacudirla de pies a cabeza. Parecía más un animal aullando que una niña muerta de vergüenza. Dejé que las cosas siguieran su curso natural, aunque apenas fui capaz de mirarla hasta que la aflicción se le pasó un poco. Al final se despejó la tormenta igual que un ataque de risa incontenible que se pierde en el vacío. Cogió el bolso y sacó un paquete de pañuelos de papel, con uno de los cuales se enjugó los ojos y se sonó la nariz-. Dios mío. -Se llevó el pañuelo arrugado a la boca y estuvo a punto de reanudar el llanto, pero pudo contenerse-. No he probado una gota de alcohol desde aquella noche. Me ha costado un gran esfuerzo. -Sentía lástima de sí misma, puede que con la esperanza de suscitar piedad o la absolución.

– No lo dudo -dije-, y me parece digno de elogio. Se nota que te ha resultado muy difícil. Pero ha llegado el momento de la verdad. No puedes eludirlo y obrar como si no hubiera sucedido nada.

– No hace falta que sermonee.

– Yo diría que sí. Has tenido seis años para pensártelo, pequeña, y aún no has hecho lo que debías. Escucha una cosa: si vas a la policía por voluntad propia, seguramente lo tendrán en cuenta. Sé que fue sin querer. Estoy convencida de que te sentiste horrorizada, pero la verdad es la verdad. Voy a darte un margen de tiempo para que reflexiones, pero el viernes tengo intención de contárselo a la policía. Si tienes dos dedos de frente, ve a Jefatura antes que yo.

Me levanté y me eché al hombro el bolso de cuero. No hizo nada por seguirme. Cuando llegué a la puerta de la calle, me di la vuelta.

– Una cosa más y te dejo a solas con tu conciencia. ¿Viste a David Barney aquella noche?

– Sí -dijo con un suspiro.

– ¿Quieres añadir algo?

– Casi le atropellé al salir de la autopista. Oí el golpe, me asomé por la ventanilla y vi que me miraba.

– ¿Te das cuenta de que habrías podido exculparle hace años si hubieras confesado?

No esperé a oír la respuesta. Empezaba a dar la sensación de que era una pobre víctima del destino, y yo no tenía ganas de hacerme cargo de aquello.

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