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Estuve en el despacho hasta medianoche. Los datos acumulados sobre Isabelle Barney llenaban hasta el borde las dos cajas de cartón, cada una de las cuales pesaba alrededor de veinte kilos. Casi me hernié al trasladar las cajas a mi despacho. Como era imposible asimilar toda la información en una sesión, me dije que también yo tenía derecho a tomármelo con calma. Lonnie no había bromeado al decir que el material estaba desordenado. Según el inventario, la primera caja contenía copias de los informes de la policía, transcripciones del proceso por homicidio, la demanda civil presentada por Lonnie ante la Audiencia Territorial del Condado de Santa Teresa, todas las solicitudes de aplazamiento, réplicas y contrademandas. Ni siquiera sabía si las actas del juicio estaban íntegras. Los documentos estaban revueltos y metidos al tuntún en carpetas heterogéneas; localizar uno era una auténtica hazaña.

En teoría, la otra caja contenía copias de todos los informes de Morley Shine, declaraciones juradas, transcripciones de todos los careos e interrogatorios, más la documentación de apoyo. Feo asunto. Repasé la lista de testigos con quienes había hablado Morley -había informado a Lonnie una vez al mes desde primeros de junio-, pero faltaban algunos informes. Al parecer había entregado la mitad de las citaciones relacionadas con el nuevo proceso, pero vi que casi todos los testigos de éste habían comparecido ya en el juicio por homicidio. En el interior de una carpeta, sujetas por un clip, había ocho citaciones de lo civil, debidamente firmadas y con instrucciones adjuntas para su entrega. Al parecer no había entregado ninguna citación a ningún testigo de última hora… salvo que las copias de papel amarillo se hallasen en algún otro lugar. De una nota escrita a mano colegí que el testigo de cargo se llamaba Curtis McIntyre, que le habían cortado el teléfono y que en su última dirección conocida no se le encontraba. Me dije que mi primer paso consistiría en localizar a ese individuo.

Pasé las páginas de las declaraciones, tomando algunas notas. Al igual que cuando nos enfrentamos a un rompecabezas, primero quería familiarizarme con el dibujo de la caja y luego construirlo por partes. Sabía que tendría que repetir hasta cierto punto las investigaciones ya realizadas por Morley Shine, pero como su enfoque tendía a ser un poco formalista, pensé que lo mejor era partir de cero, por lo menos allí donde valiese la pena. No sabía qué hacer en relación con las lagunas informativas. Aún no había terminado de repasar todo el contenido de las cajas y ya sabía que tendría que vaciarlas y volver a llenarlas por orden para ver si el material coincidía del todo con el inventario. Ciertos caminos que Morley había empezado a recorrer parecían callejones sin salida y seguramente podían descartarse, siempre que no surgiese nada nuevo por allí. Morley debía de guardar los informes de última hora en el despacho o en su casa, como yo misma habría hecho si aún estuviera poniendo en limpio las notas.

Las líneas generales de la historia se reducían aproximadamente a lo que Kenneth Voigt había contado. Isabelle Barney había muerto entre la una y las dos de la madrugada del 26 de diciembre a consecuencia de un disparo efectuado por la mirilla de la puerta con un arma de calibre 38. Los expertos en balística lo llamaban «disparo a quemarropa mediatizado», ya que el agujero de la mirilla venía a ser como una prolongación del cañón del arma y el ojo de Isabelle había estado casi pegado a la puerta. La madera que perfilaba la mirilla había reventado en sentido perpendicular al agujero y en dirección a Isabelle, y era probable que también algunos fragmentos hubieran saltado hacia el asesino. En una escueta nota entre paréntesis, el experto en balística sugería que el impacto podía incluso haber incrustado «material» en el cañón, encasquillando el arma y dificultando o impidiendo por completo la posibilidad de efectuar otro disparo. Me salté el resto del párrafo.

El fogonazo había chamuscado por dentro la madera de la mirilla. El informe daba cuenta del hallazgo de pólvora en la zona exterior y alrededor del agujero, dentro del agujero y alrededor del agujero por la parte interior de la puerta. La fuerza de los gases había astillado la madera en múltiples puntos. Los perdigones y restos de la punta de plástico azul extraídos de la herida indicaban que se había empleado un proyectil Glaser de seguridad, una bala ligera y de gran velocidad consistente en cierta cantidad de perdigones suspendidos en una sustancia gelatinosa, encerrada a su vez en una funda de cobre con cabeza de plástico. Cuando el proyectil alcanza un medio que, como la carne, tiene un alto porcentaje de agua, la punta de plástico se desprende, la funda de cobre se abre y los perdigones se dispersan con una fuerza tremenda. Como los perdigones son muy pequeños y pesan muy poco, rápidamente pierden fuerza y velocidad y se quedan en el interior del cuerpo, y por este motivo se le llama «proyectil de seguridad». No hay peligro de que los perdigones atraviesen el cuerpo y alcancen a cualquiera que esté detrás. Además, dado que se desintegran al chocar con una superficie dura (los huesos del cráneo, por ejemplo), tampoco hay peligro de que reboten o salgan desviados. Muchas precauciones había tomado aquel asesino.

Según el patólogo, el proyectil había penetrado en el ojo derecho de la víctima junto con fragmentos de metal y madera. El informe de la autopsia describía con sus habituales pormenores técnicos la ruptura de los tejidos que aquél había encontrado a su paso. Aunque mis conocimientos anatómicos eran rudimentarios, me di cuenta de que la muerte había sido instantánea y por tanto sin dolor. El mecanismo de la vida se había detenido mucho antes de que el sistema nervioso tuviera ocasión de transmitir el sufrimiento que causaba una herida de aquellas características.

Cuesta tener fe en el prójimo cuando nos ponemos a observar sus obras. Desconecté los circuitos emocionales mientras miraba las fotos y radiografías de la autopsia. Trabajo mejor cuando interpongo una sólida coraza de realismo, aunque tampoco el distanciamiento nos inmuniza contra todo. Además, si nos aislamos emocionalmente con frecuencia, corremos el peligro de no recuperar el contacto con las emociones. Había diez fotos en color, todas con la cualidad pesadillesca de la carne violentada. En esto consiste la muerte, me dije una vez más. Tal es el aspecto real del homicidio a la cruda luz del día. He conocido asesinos -de voz dulce, muy bondadosos y amables- con una psicología tal que parece inconcebible que sean capaces de cometer un crimen. Los muertos no hablan, pero a los vivos aún les queda voz para proclamar su inocencia. Sus protestas suelen ser enérgicas y santurronas, e imposibles de refutar porque la única persona que podría desdecirlas ha enmudecido para siempre. El testimonio de Isabelle Barney palpitaba en el lenguaje de la herida mortal que había recibido, en aquel retrato devastador de desolación y muerte. Guardé las fotos en el sobre y me puse a revisar la copia de las notas del proceso que Dink Jordan había hecho llegar a Lonnie.

Dink era apócope de Dinsmore. Él se llamaba a sí mismo Dennis, pero nadie más lo hacía. Era un cincuentón de pelo cano y sangre de horchata, un hombre sin vitalidad, humor ni elocuencia. En tanto que fiscal era un funcionario competente, pero no tenía tablas, como suele decirse. Sus discursos eran tan cachazudos y metódicos que oírlos era como leer la Biblia con microscopio. En cierta ocasión le había visto exponer sus bien estructurados argumentos en un juicio por robo y asesinato: a dos miembros del jurado se les caía la cabeza de sueño y a otros dos se les notaba tan aburridos que parecían estar en coma.

El abogado de David Barney era un individuo llamado Herb Foss, a quien yo no conocía en absoluto. Lonnie lo consideraba un patán, pero, en mi opinión, haber conseguido que David Barney saliera bien librado no era mérito pequeño.

Aunque no había habido testigos presenciales del disparo y no se había encontrado el arma homicida, había pruebas de que Barney había comprado un revólver de calibre 38 unos ocho meses antes del suceso. Según el acusado, el arma le había desaparecido de la mesita de noche durante el puente del día del Trabajo, el primer lunes de septiembre, fecha en que la pareja había organizado una fiesta para homenajear a unos amigos de Los Angeles, Don y Julie Seeger. A la pregunta de por qué motivo no había informado a la policía en su momento, arguyó que lo había hablado con Isabelle, y que ésta se había mostrado reacia a que los invitados tuvieran conocimiento del hipotético robo.

Durante el proceso, la hermana de Isabelle había declarado que la pareja hacía meses que comentaba la posibilidad de separarse. David Barney replicó que las disensiones que había habido entre ellos eran insignificantes. No obstante, la desaparición del arma había motivado una pelea, durante la cual Isabelle le ordenó marcharse de la casa. Parecía haber opiniones encontradas en cuanto a las relaciones del matrimonio. David Barney afirmaba que habían sido tempestuosas pero estables, que él e Isabelle habían alcanzado ya una etapa en que era posible conciliar sus diferencias. Otros opinaban que el matrimonio ya no tenía salida, aunque la suposición podía ser únicamente reflejo de lo que deseaban estos testigos.

Fuera cual fuese la verdad, la situación se deterioró a pasos agigantados. David Barney se mudó de domicilio el 15 de septiembre, y a partir de entonces se dedicó a hacer cuanto estaba en su mano por recuperar el afecto de su esposa. La llamaba por teléfono a menudo. Le mandaba flores. Le hacía regalos. Cuando las atenciones del marido resultaban abrumadoras, éste, lejos de conceder a la mujer el respiro que ella solicitaba, redoblaba sus esfuerzos. Le dejaba una rosa roja todas las mañanas en la tapa del motor del coche. Le depositaba joyas en el umbral, le escribía postales sentimentales. Cuanto más le rechazaba ella, más se obsesionaba él. En octubre y noviembre la había llamado a todas horas, y colgaba cuando Isabelle cogía el teléfono. A ella le cambiaron el número, pero David Barney logró averiguarlo a pesar de que no constaba en ningún sitio, y siguió llamándola día y noche. Isabelle instaló un contestador automático. David no se arredró por ello y, cada vez que la llamaba, mantenía la línea ocupada hasta que se agotaba la cinta del contestador. Isabelle había contado a sus amistades que se sentía acosada.

En el ínterin, el marido había alquilado una casa en el mismo sector elegante de Horton Ravine. Cada vez que Isabelle salía de casa, él la seguía. Si se quedaba, él aparcaba al otro lado de la calle y observaba la mansión con prismáticos, espiaba a los visitantes, a los empleados de servicios públicos, a las criadas y señoras de la limpieza. Isabelle dio parte a la policía. Presentó querellas judiciales. Hasta que su abogado consiguió que se emitiera una orden judicial por la que al marido se le prohibía llamarla por teléfono, escribirle y acercarse a menos de doscientos metros de su persona, su casa y su automóvil. La determinación del marido pareció remitir, pero el acoso había logrado su objetivo. La mujer estaba aterrorizada.

En Navidad se sentía muy nerviosa, comía poco, dormía mal, tenía temblores y sufría ataques de angustia y de pánico. Se la veía pálida y con ojeras. Bebía demasiado. La compañía la intranquilizaba y la soledad le daba miedo. Mandó a Shelby, por entonces con cuatro años, a casa de su padre, es decir, de Ken Voigt. Éste había vuelto a casarse, pero según habían sugerido algunos testigos, no había acabado de reponerse del golpe que el divorcio había supuesto para él. Isabelle tomaba calmantes para no desmoronarse durante el día. Por la noche se atiborraba de somníferos. Los Seeger acabaron convenciéndola de que hiciera las maletas y les acompañase a San Francisco. Se dirigían a Santa Teresa para recogerla cuando se les estropeó el inyector electrónico de la gasolina. La llamaron por teléfono y le dejaron un mensaje diciéndole que se retrasarían.

Entre las doce y la una menos cuarto aproximadamente, Isabelle, nerviosa y excitada ante la perspectiva del viaje, sostuvo una larga conversación telefónica con una antigua compañera de estudios que residía en Seattle. En algún momento posterior oyó que llamaban a la puerta y bajó al vestíbulo, pensando que los Seeger acababan de llegar. Estaba totalmente vestida, fumaba un cigarrillo y ya tenía las maletas preparadas en la entrada. Encendió la luz del porche y acercó el ojo a la mirilla antes de abrir la puerta. Pero en vez de ver a sus amigos, vio el alma del 38 que la mató. Los Seeger llegaron a las dos y veinte y se dieron cuenta de que pasaba algo. Avisaron a la hermana de Isabelle, que vivía en un cottage que estaba en la misma propiedad. Tenía llave de la casa y les abrió la puerta trasera. La alarma antirrobo seguía intacta sobre el dintel. Nada más ver a Isabelle, los Seeger avisaron a la policía. Cuando llegó el médico al lugar de los hechos, la temperatura del cadáver había descendido a 36 grados y medio. De acuerdo con el teorema de Moritz, y teniendo en cuenta la temperatura del vestíbulo, el peso de la difunta, la ropa que llevaba y la temperatura y conductividad térmica del suelo de mármol en que yacía, el médico determinó que la muerte se había producido entre la una y las dos de la madrugada.

A las doce del día siguiente detuvieron a David Barney y le acusaron de homicidio en primer grado, acusación a la que Barney replicó presentando una declaración de inocencia. Ya en los primeros movimientos de la partida resultaba innegable que las pruebas que había contra él eran sobre todo de carácter circunstancial. No obstante, según la legislación californiana, los dos elementos que determinan el homicidio -la muerte de la víctima y la existencia de «acción criminal»- pueden demostrarse mediante pruebas circunstanciales o por deducción. Puede fallarse que ha habido comisión de homicidio en primer grado aunque no haya cadáver, aunque no haya pruebas directas de la muerte y aunque no haya confesión de culpabilidad. David Barney había firmado un acuerdo prematrimonial que limitaba su situación económica en caso de divorcio. Al mismo tiempo figuraba como primer beneficiario en las pólizas de seguros de la difunta, y en tanto que viudo de la misma heredaba la parte ganancial de sus bienes, parte que se estimaba en 2.600.000 dólares. David Barney no tenía ninguna coartada sólida que justificara sus movimientos durante la hora del crimen. Dink Jordan sabía que había pruebas de sobra para declararlo culpable.

El juicio duró tres semanas y, después de seis horas de recapitulaciones y dos días de deliberación, el jurado optó por el veredicto de inocencia. David Barney salió del juzgado no sólo en libertad, sino también nadando en la abundancia. Algunos miembros del jurado, entrevistados más tarde, admitieron que habían tenido la fuerte impresión de que Barney había matado a su mujer, pero alegaron que el fiscal no había sabido transformar las «dudas normales» en convicción. Lo que Lonnie Kingman quería, al solicitar el juicio por muerte en circunstancias sospechosas, era repetir el caso por lo civil, donde lo importante es el peso de las pruebas y no la fórmula de las «dudas normales» que rige en lo criminal. Hasta donde llegaba mi conocimiento de estos asuntos, el demandante, Kenneth Voigt, tenía que demostrar no sólo que David Barney había matado a Isabelle, sino que además el homicidio se había perpetrado con intención y ánimo de lucro. No obstante, la acumulación de pruebas de toda índole facilitaba aquí la labor. Así pues, lo que estaba en juego no era la libertad o encarcelamiento de Barney, sino los beneficios derivados del delito. Si la había matado por dinero, como mínimo se le despojaría de sus ganancias.

Di el tercer bostezo. Tenía las manos llenas de polvo y había llegado a un punto en que la cabeza reclamaba sus derechos de independencia. La constante metodológica de Morley Shine era la falta de método y, aunque lo sentía mucho por el difunto, era inevitable enfadarse con él. Lo que más me revienta en este mundo es el desorden de los demás. Dejé los expedientes donde estaban y cerré la puerta del despacho. Salí al pasillo de la segunda planta y cerré con llave la puerta de las oficinas.

El único coche que quedaba en el aparcamiento era el mío. Salí a la calle, giré a la derecha y puse rumbo a la ciudad. Cuando llegué a State Street, torcí bruscamente a la izquierda y me dirigí a casa por las calles vacías e iluminadas del centro de Santa Teresa. Los edificios, de estilo colonial español, suelen ser aquí de una sola planta a causa de los frecuentes terremotos. En el verano de 1968, por ejemplo, hubo seis temblores seguidos cuya magnitud osciló entre 1,5 y 5,2 según la escala de Richter; el último fue tan intenso que una piscina se quedó medio vacía.

Sentí un brote de pesar cuando pasé ante el número 903 de State Street, sede de mi anterior despacho. Seguramente lo ocuparía ya otra persona. Quería hablar con Vera, la directora de reclamaciones de La Fidelidad, para que me contara lo sucedido desde mi desalojo. No la había visto desde la célebre noche de Halloween en que había contraído matrimonio con Neil. El despido había tenido efectos secundarios, pues por su culpa había dejado de ver a muchas personas, por ejemplo a Darcy Pascoe y a Mary Bellflower. Sea como fuere, me inquietaba pasar la Navidad en el nuevo despacho.

A punto estuve de saltarme el semáforo del cruce de Anaconda con la 101. Frené y apagué el motor durante los cuatro minutos que tardaba en ponerse verde el semáforo. La carretera estaba desierta y los vacíos carriles de asfalto se prolongaban en ambas direcciones. Cambió por fin el semáforo, me lancé a toda velocidad y doblé a la derecha al llegar a Cabana, la avenida que discurre en sentido paralelo a la playa. Giré otra vez a la derecha para acceder a Bay y a la izquierda para entrar en mi calle, estrecha y bordeada de árboles y viviendas unifamiliares que alternaban con alguna que otra comunidad de propietarios. Aparqué no muy lejos de mi casa. Cerré el coche con llave e, instada por la fuerza de la costumbre, escruté el vecindario a oscuras. Me gusta estar sola a esta hora, aunque procuro no descuidarme y mantenerme alerta. Entré por el patio lateral y empujé la puerta de la valla levantándola un poco para que no gimieran los goznes.

Mi casa había sido antaño un garaje monoplaza separado de la vivienda principal por un pasillo transformado en los últimos tiempos en patio para tomar el sol. Tanto la casa como la solana se habían reconstruido debido a que una bomba había hecho saltar todo por los aires, y gracias a esa circunstancia disponía ahora de un altillo con dormitorio y cuarto de baño contiguo. La luz del patio estaba encendida, un detallito del que era responsable mi casero, Henry Pitts, que nunca se acuesta sin mirar antes por la ventana para comprobar si ya he vuelto.

Cerré la puerta a mis espaldas y, como suelo hacer cada noche, me dediqué a asegurar las puertas y ventanas. Encendí el televisor portátil en blanco y negro para que me hiciera compañía mientras adecentaba el lugar. Como de día casi nunca estoy en casa, no me queda más remedio que hacer las faenas domésticas por la noche. En el barrio tengo fama de pasar la aspiradora a medianoche y de salir a comprar a las dos de la madrugada. Como vivo sola, me cuesta tener las cosas en su sitio, pero cada tres o cuatro meses trazo un plano de la casa y hago limpieza general en todos los rincones. Aquella noche, aunque me entretuve barriendo la cocina, me acosté sobre la una.

El martes me levanté a las seis. Me puse el chándal y me calcé las Nike. Me cepillé los dientes, me remojé la cara y me pasé los dedos mojados por las mechas aplastadas por la almohada. Corría por motivos prácticos, más por mantener la forma física que por placer, pero al acabar sentía siempre en las venas los primeros asomos de energía. Aprovechaba la ocasión para sintonizar con la jornada que me aguardaba, como si fuese una meditación móvil para concentrar las ideas mientras los músculos encontraban la debida coordinación. Me daba cuenta, aunque muy vagamente, de que en los últimos tiempos me había descuidado bastante, probablemente a consecuencia de la tensión, el sueño irregular y las comidas preparadas. Ya era hora de recuperar la normalidad.

Me duché, me vestí, devoré un tazón de cereales con leche y me dirigí a la oficina.

Al pasar ante la mesa de Ida Ruth, me detuve un rato para charlar con ella sobre lo que había hecho el fin de semana, período que suele dedicar a las mochilas, los caminos de cabras y los acantilados. Tiene treinta y cinco años, está soltera y es una vegetariana convencida de pelo rubio y suelto y cejas quemadas por el sol. Le sobresalen los pómulos y tiene un cutis curtido que no suaviza con ningún cosmético. Aunque siempre va bien vestida, da la sensación de que preferiría ponerse un pantalón ancho, una blusa de franela y botas de alpinista.

– Más vale que te des prisa si quieres hablar con Lonnie. Dentro de diez minutos tiene que estar en el juzgado.

– Gracias. Voy corriendo.

Lo encontré sentado a su mesa, sin chaqueta y con las mangas de la camisa subidas. Se había aflojado el nudo de la corbata y el pelo estropajoso le coronaba el cráneo como un trigal en busca de segadora. Por las ventanas que tenía detrás vi el cielo azulado y el perfil de los montes grises y violáceos al fondo. El día era radiante. Una tupida red de buganvillas de intenso color morado ocultaba el ladrillo pintado de blanco de una fachada cercana.

– ¿Qué tal? -dijo.

– Bien, supongo. Aún no he terminado de revisar las cajas, pero el desorden salta a la vista.

– Sí, la organización nunca fue la virtud más descollante de Morley.

– Las mujeres, en cambio, llevan el orden en la sangre -dije con sequedad.

Esbozó una sonrisa mientras garabateaba unas notas, probablemente relacionadas con el caso que llevaba entre manos.

– Hablemos de honorarios. ¿Cuánto cobras?

– ¿Cuánto cobraba Morley?

– Los cincuenta de costumbre -dijo con desinterés.

Había abierto un cajón y, como buscaba no sé qué entre los expedientes que contenía, no pudo verme la cara. ¿Morley cobraba 50? No podía creerlo. O los hombres son odiosos o yo soy una tonta. Y es fácil ver si lo cierto es lo primero o lo segundo. Mis honorarios corrientes siempre han sido 30 dólares la hora más un plus por kilometraje. Aquello era una estafa increíble.

– Añade cinco dólares y no te cobraré el kilometraje.

– Como quieras -dijo.

– ¿Hay instrucciones?

– Las dejo a tu criterio. Tienes carta blanca.

– ¿Hablas en serio?

– Claro. Puedes hacer lo que te dé la gana. Siempre que no te metas en líos -añadió inmediatamente-. Nada le gustaría más al abogado de Barney que cogernos desprevenidos, de modo que nada de juego sucio.

– Pero así no tiene gracia.

– Sin embargo, impedirá que te descalifiquen como testigo y esto es fundamental. -Miró el reloj- Me voy corriendo. -Cogió la chaqueta de la percha y se la puso a toda prisa. Se ajustó la corbata, cerró el maletín y se plantó en la puerta en un santiamén.

– Espera un momento, Lonnie. ¿Por dónde quieres que empiece?

Sonrió.

– Localízame a un testigo que haya visto a nuestro hombre en el lugar del crimen.

– Sí, claro, muy fácil, ¿eh? -dije, pero ya se había ido.

Tomé asiento y leí otros dos kilos de información acumulada de cualquier manera. Me pasó por la cabeza la idea de abordar a Ida Ruth con zalamerías para que me ayudase a recomponer los expedientes. En comparación con la segunda caja, la primera era un primor. Mi primer paso consistiría en pasar por casa de Morley Shine para ver los expedientes que tuviera allí guardados. Hice unas llamadas preliminares antes de salir del despacho. Tenía una idea más o menos clara de con quién quería hablar, y debía concertar las citas. Me puse al habla con Simone, la hermana de Isabelle, que convino en recibirme en su casa hacia el mediodía. Telefoneé también a una señora llamada Yolanda Weidmann, que estaba casada con el antiguo jefe de Isabelle. Éste iba a estar en el despacho de su casa hasta las tres y la mujer me sugirió que fuera a verle a su domicilio por la tarde. La tercera llamada fue para Rhe Parsons, que durante mucho tiempo había sido la mejor amiga de Isabelle, pero no estaba y le dejé un mensaje en el contestador, detallándole mi nombre y mi número de teléfono, e indicándole que volvería a llamarle.

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